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Canción de Cuna por Asmodeo

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Canción de cuna

by Janendra

janendra@hotmail.com, jjanendra@yahoo.com.mx



Capítulo I: Undómë (el tiempo cercano a la tarde)

—La noche llega...

El rey de Gondor caminó recargando sobre el bastón el peso de la pierna muerta. Telas sembradas de oro cubrían las altas paredes del corredor. Guerreros bordados peleaban una batalla interminable. Hombres y orcos detenidos en el tiempo infinito de la guerra. Aragorn deslizó sus dedos sobre los combatientes.

—Has llegado al final de la aventura.

La voz hermosa y sutil de Arwen Undómiel cruzaba las estancias y los pasillos del palacio. Tres meses pasaron desde la destrucción del anillo y al lado de Arwen cada día era nuevo. En la brillante presencia de su amada el rey olvidaba el pie inútil que lo obligaba a cojear, dejaba atrás a los amigos que se fueron, los sueños perdidos… Arwen llenaba su corazón.

—Duerme ahora, y sueña con los que llegaron antes.

Aragorn cruzó el pasillo que lo separaba de las habitaciones interiores. Los ventanales estaban abiertos, las cortinas azul y plata ondeaban con un soplo de la mañana. Arwen estaba sentada en la cama. Aragorn observó embelesado el cabello de azabache pulido. La grácil inclinación en la cabeza de su amada. La mano de Arwen se deslizaba en una tierna caricia. No estaba sola.

—Ellos te están llamando desde la distante orilla.

Legolas recargaba la cabeza sobre las piernas de Arwen. Ella cantaba para él y le acariciaba las rubias hebras.

—Arwen vanimelda (Hermosa Arwen) —murmuró Aragorn.

Ella se volvió a medias, le indicó que entrara. Aragorn observó inconforme, Legolas no había notado su presencia. Seguía arrodillado frente a Arwen, los ojos cerrados, como si durmiera.

—Está cansado.

Los pasos discordes de Aragorn despertaron a Legolas. El elfo parpadeó adormilado.

—Si no fueras mi mejor amigo —bromeó Aragorn—, te mandaría cortar la cabeza.

Legolas intentó sonreír. Aragorn se dejó caer en la cama sin ninguna dignidad. Legolas se levantó y se sentó a su lado. El rostro estaba bañado de una pena que Aragorn entendía bien.

—Vine a despedirme.

—¿Despedirte? ¡Pero ni siquiera sabes la buena noticia!
Los ojos de Legolas brillaron. Aún era un elfo joven y no había aprendido a reprimir su curiosidad.

—¿Qué noticia?

—¡Elfo curioso! —rió Arwen.

Aragorn palmeó sus rodillas y ella fue a sentarse en sus piernas. La dulce Arwen resplandecía como si estuviera bajo la luz de la luna. Aragorn volvió a perderse admirando su belleza.

—¿Qué noticia? —insistió Legolas.

—Aranya (Mi rey)—murmuró Arwen divertida.

Aragorn se aclaró la garganta. Hundió su cara en la cabellera oscura.

—Díselo tú.

—¿Decirme qué? —una sonrisa bailaba en los labios del elfo.

Arwen sonrió.

—Estoy embarazada.

El asombro primero y luego la felicidad, invadieron el rostro del elfo jovencito. Se unió al abrazo de Aragorn tomando por sorpresa a los esposos.

—Legolas.

Arwen le acarició el cabello. Legolas ya no se hacía trenzas. Sintió un sollozo ahogado contra su vientre. Apretó su abrazo en torno al frágil elfo.

—¡Felicidades!

Era sincero, pero al levantar el rostro no los miró.

—Tú... ¿no tienes algo que decirnos? —preguntó Arwen.

El abrazo de Legolas perdió fuerza.

—No.

Arwen suspiró desanimada.

—¿Cuántos meses tienes? —indagó Legolas con un tono alegre que no engañó al rey.

—No estoy segura. Tal vez dos.

—Es maravilloso.

—Lo es —terció Aragorn—. Por eso no puedes irte ¿quién acompañará a Arwen?

—Aragorn, debo irme. Mi padre…

—Tu padre te dejará quedarte si yo se lo pido.

Arwen se sentó en la cama. Aragorn buscó su bastón y se puso en pie con dificultad.

—Vamos, amigo —insistió—, no puedes negarme ese favor.
Arwen le dirigió una mirada seria a su esposo. Legolas bajó la cabeza.

—Aragorn, debe irse. Su lugar es con su familia, con su gente.

—¡Nosotros también somos su familia! —gruñó Aragorn.

—Quisiera quedarme —dijo triste—, pero no es posible.

Aragorn caminó preocupado por el cuarto. No quería que Legolas se fuera. El pequeño elfo dormía mal y poco. Pasaba los días mirando a través de las ventanas, esperando a quien no regresaría. No lo dejaría ir para que fuera a morir de pena en los bosques solitarios.

Legolas siguió el caminar de Aragorn. No podía evitarlo. La cojera de Aragorn traía a su mente los recuerdos de la guerra. Ya no quedaban pétalos sobre las calles grises de Gondor. Legolas caminó el día de la coronación por ese camino de flores, llorando por los muertos que no volverían. Gimli, Théoden, Pippin, Sam y Boromir. Los muertos se contaban por centenares. Las heridas de guerra eran el triunfo que festejaban los vivos. Gandalf perdió un brazo. Aragorn tenía un pie destrozado.

—Sólo vine a despedirme —repitió Legolas, su voz ligera como un sollozo.

—¿Volverás pronto? —inquirió Arwen.


oOoOoOoOoOoOo




Legolas se echó el largo cabello sobre la espalda. Hwesta (brisa), su caballo, andaba detrás de él. Despedirse de sus amigos le tomó la mañana entera. Sólo las miradas de Arwen evitaron que Aragorn lo mandara al Bosque Negro acompañado de una escolta. Legolas bufó, ya no era un elfito.

Caminaba despacio, buscando en los recovecos de las casas, en las grietas de las calles, un ramillete, una sola flor, de aquellas que vieron partir a Boromir, y a sus hombres, a la defensa suicida del puerto de Osgiliath. Lo hizo desde que supo el destino de su amigo. Legolas peleó en el puerto, sin sospechar que Boromir yacía entre los cadáveres. Los hombres más arrojados. Los más valientes. Aquellos que no volverían, marcharon a defender el puerto con la muerte montada en la grupa. No buscaban el triunfo, no había victoria posible. Boromir quería darle tiempo a Aragorn.

El cuerno de Boromir permaneció silencioso mientras descendía por las calles grises. Las armaduras plateadas refulgían intensas contra el sol de la tarde. Boromir iba al frente. El rumor apagado de los cascos marcaba el ritmo de la marcha. Las esposas y las hijas, las madres y las hermanas tiraron flores a su paso. Los ancianos lloraron lágrimas amargas. No era la muerte el sueño que tejieron para sus hijos.

El hogar quedó atrás, el mundo al frente. Y hay tantos caminos por andar.

Las puertas de la ciudad se cerraron detrás de los hombres. Los caballos corrieron a través de los páramos verdes. Las espadas ansiaban el momento de la lucha. Las flores se cerraron en espera del nuevo día.

A través de las sombras hasta el borde de la noche.
Hasta que todas las estrellas se hayan encendido.
Niebla y oscuridad, nube y sombra.

Los orcos esperaban en las ruinas del puerto. El cuerno de Boromir retumbó en el vacío. Las espadas chocaron, rasgaron el viento, las armaduras, la carne. Las flechas se enterraron en los muslos desnudos. La sangre se convirtió en senderos que refrescaban las piedras calientes. ¡Valientes de Gondor, demuestren su valor!
Todo pasará.


Boromir no volvió por el camino de flores. Ninguno de aquellos hombres regresó. Gimli también cayó en el puerto. Nadie contó con Legolas a los enemigos caídos. No entendía la muerte.

Legolas abandonaba Minas Tirith pensando en Boromir. El llanto ensombrecía su rostro hermoso. Se llevó una mano al vientre donde su bebé crecía.

—Boromir tonto. ¿Cómo voy a tener este hijo sin ti?

Lo buscó entre las ruinas y los muertos. En la carne que se pudría al sol. En las flores pisoteadas por los orcos. Se acercaba a los cadáveres con la boca cubierta para soportar el hedor. Eso era la muerte. Carne negra pestilente. Ojos vidriosos. Sangre reseca. Aquello era Boromir. Tocó los rostros destrozados pensando que alguien los amó.

A Boromir lo encontró su hermano. Legolas oyó el grito. Miró a Faramir arrodillado. Las manos sobre el rostro. No lo dejaron acercarse. Se cobijó en el fuerte abrazo, demasiado cansado y triste.

La muerte era también una sombra en el corazón. Un nido de añoranza enraizado en los ojos. Brazos lánguidos. Pesadillas y párpados cerrados. Ganas de dormir y no despertar. A Gimli no lo encontraron.

oOoOoOoOoOoOo



—Acércate al fuego, entrarás en calor.

El resto de la Compañía dormía. Legolas se sentó junto al hombre. No debía conocer mucho de elfos sí decía aquello. Los elfos no sentían frío. Legolas no dijo nada y aceptó la manta que le puso sobre los hombros. El fuego era agradable. El calor se adhería a la piel con un placentero hormigueó.

—Así que eres la joyita del Bosque Negro.

—Soy un guerrero —se ofendió Legolas.

—Uno muy bueno —asintió Boromir. Lo vio derribar a tres orcos con la gracia de un bailarín.

Las brasas crepitaban en la hoguera. Aragorn había cazado un conejo, el olor a carne quemada aún llegaba a la fina nariz de Legolas. Él tampoco conocía mucho de hombres; eso era lo más bárbaro que hicieron en su presencia.

—Sólo es un conejo, —dijo Boromir al ver su cara de pena—. Los lobos los matan todo el tiempo.

—Los lobos sólo comen carne, ¡ustedes tienen lembas! —replicó él rojo del coraje.

—Las lembas no tienen sabor, elfito.

Legolas parpadeó incrédulo. Matar un conejo sólo por su sabor era una cosa horrible. Aragorn intervino entonces:

—La carne fortifica el alma humana. Honraremos al conejo enterrando su piel.

Legolas cavó un hoyo con sus manos y Aragorn obligó a Boromir a agradecer al conejo por darles su carne.

Frente al fuego de la hoguera Legolas no era el único que pensaba en el conejo. Boromir lanzó una rama al fuego.

—¿Cómo puedes sentir lástima por un conejo y matar sin piedad a los orcos?

Legolas lo miró con un poco de fastidio. Para él era muy claro.

—Los orcos son malos. Matan a las criaturas del bosque y queman los árboles. Los conejos no dañan a nadie.

—Buena razón.

Boromir acercó las manos al fuego. La guardia de la madrugada era la más pesada. El frío recrudecía y el sueño era intenso.

—¿Cómo es que te ves siempre tan fresco?

—Soy un elfo —respondió Legolas como si esas palabras aclararan todo.

Boromir sonrió. Aquel elfo le parecía muy joven, no como Elrond que a pesar de su juventud emanaba sabiduría. Los otros elfos que vio en Rivendel eran serenos y juiciosos. Legolas se asemejaba mucho a un chiquillo. Con una puntería mortal.

—¿Cuántos años tienes?

—Mil quinientos veinticuatro.

Boromir silbó asombrado.

—Tienes cara de niño.

—No lo soy.

Enfurruñado se veía aún más infantil.

—¿Tienes hermanos?

—Dos —Legolas sonrió y Boromir pensó que fulguraba como una estrella—. Vardamir y Aiwëndil.

—¿Mayores o menores?

—Mayores, yo soy el último. ¿Y tú?

—Un hermano, se llama Faramir y es menor.

—Ah ¿y tu papá?

—Mi padre murió.

Legolas miró a hurtadillas el rostro del hombre. Sus hermanos le decían que la muerte de un ser querido afectaba a los hombres. Boromir no se veía triste.

—Lo siento —era una cortesía que le enseñaron. Debía decirlo cuando los hombres hablaban de sus muertos.

El tono de Legolas era cortés y frío. Boromir supuso que no conocía la muerte. No tendría porque, era un elfo. La siguiente pregunta lo tomó por sorpresa.

—¿Es cierto que veía el palantír?

El palantír. La historia era famosa, aunque Boromir no sabía qué tanto.

—Así es.

Legolas percibió una nota muy suave de tristeza. Se arrepintió de haber preguntado. Sus hermanos lo regañaban constantemente por ser curioso.

—Lo siento. No quería ser entrometido.

—Está bien pequeño elfo. El palantír ayudó a fortificar Minas Tirith.

La curiosidad destellaba en los ojos de Legolas.

—¿El palantír mató a tu papá?

—En cierta forma.

Un crujir de hojas hizo que Boromir se pusiera en pie. La mano sobre la espada.

—Es un conejo —dijo Legolas.

—¿Cómo lo sabes? —Boromir hablaba en voz baja.

—Soy un elfo.

Boromir frunció el ceño. Escudriñó entre los árboles a conciencia. Un conejo blanco huyó despavorido. Boromir volvió a sentarse.

—Te lo dije.
Boromir avivó la hoguera. Pronto amanecería.

—¿Y bien? —cuestionó Legolas.

—¿Y bien qué?

—Me contabas como murió tu padre.

Boromir enarcó una ceja.

—¿Lo hacía?

Legolas se sonrojó. Boromir rio. Molestar al elfo era agradable.

—El palantír le robó la esperanza a mi padre. Ya no creía en nada. Sólo veía sombras y muerte, —la mirada de Boromir se perdió entre los árboles—. Mi padre, como años antes eligió mirar el palantír para preparar a Gondor, eligió morir para preservarlo. Un rey sin esperanza es un bosque sin árboles. Mandó erigir una pira al pie del árbol blanco, y para que nosotros no cometiéramos el mismo error puso el palantír a su lado. Faramir y yo encendimos el fuego. Las llamas se levantaron por encima de nuestras cabezas. Creí que gritaría al sentir las llamas consumiendo su carne. Lo observé hasta el final. Mi padre no gritó, ni se movió. Así nos dejó Denethor, hijo de Ecthelion.



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