Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

Engendrando el Amanecer I por msan

[Reviews - 63]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

Notas del capitulo:

Al fin he logrado terminar esta parte. Perdón por la demora. Tengo muchas complicaciones ultimamente.

La cuarta parte de este capítulo ya lo tiene mi correctoa así que la próxima semana tendremos actualización también... a menos que la fatalidad se empeñe en seguir jodiendo. 

 

Regresé al palacio cuando atardecía. Maurice también había vuelto de su visita al Rabino. Lo encontré reunido con sus primos y su hermano en el despacho del Duque.

La presencia de Joseph en el Palacio de las Ninfas era algo excepcional. Solía ser un hombre metódico y rutinario, que invertía poco tiempo en socializar, pero existía algo que siempre lo ponía en movimiento: el dinero. Maurice se había convertido en un problema financiero.

Al entrar pude ponerme al corriente de lo que discutían porque Joseph estaba haciendo un recuento de cada pagaré que le había llegado a nombre de su hermano. Maurice se defendió exponiendo que al menos trataba de hacer algo por los niños de San Gabriel, mientras que Joseph se conformaba con quejarse todo el día de lo mal que iban las cosas en Francia.

—Tienes el talento y la inteligencia para ser un buen parlamentario o un Ministro del Rey, pero te has dedicado a hacer dinero dejando de lado a tu propia familia. ¿Alguna vez has jugado con tus hijos? ¿Le prestas atención a Adeline? No, porque siempre estás sumando ganancias. Al menos usa algo de tu riqueza para ayudar a otros. Yo pienso usar la mía aunque no te guste.

Lo que siguió fue la respuesta colérica de  Joseph. Acusó a Maurice de no tener idea de la realidad por haber vivido como misionero en el Paraguay, de ignorar hasta lo que costaba la ropa que llevaba encima,  y de que lo que pretendía hacer en San Gabriel era arrojar el dinero a la calle como si se tratara de hojas secas en otoño.

En resumen, estaba llamándolo estúpido. Aunque yo  mismo lo había hecho antes, me indigné y debatí contra Joseph haciéndole ver que él tampoco tenía idea de lo que costaba reconstruir aquella iglesia, y que la cantidad gastada hasta ese momento no era tan elevada. Aseguré que ya teníamos contratado un buen arquitecto y que el templo de San Gabriel sería levantado antes de que llegara el invierno.

Incluso me atreví a asegurar que, aunque Maurice tenía todo el derecho de usar su renta en lo que quisiera, encontraríamos a alguien más para financiar los trabajos. Esto lo irritó aún más y estuvo a punto de gritarme. Raffaele intervino y logró que nos tranquilizáramos.

Joseph se despidió desafiándonos a demostrar que podíamos llevar adelante lo que pretendíamos. Acepté confiado su reto asegurando que le haría retractarse de sus palabras.

—Esperaré al próximo sábado con gran expectativa —respondió con suficiencia.

—¿Sábado?

—Así es. Raffaele nos ha invitado a una jornada de cacería.

Aquello no lo esperaba. Cuando se fue, los otros me explicaron que Raffaele quería celebrar su cumpleaños de nuevo, llevando a la práctica los planes que el Rey había frustrado.

—Ahora sí que estás en problemas Vassili, tienes menos de una semana para encontrar una manera de cerrarle la boca a Joseph —se burló Miguel.

—¿De verdad encontraste un arquitecto? —preguntó Maurice.

—Por supuesto. He invertido toda la tarde en eso—pude escuchar a Raffaele reír por lo bajo y le amonesté con la mirada—. Mañana temprano iremos a verlo.

El rostro lleno de alegría que mostró Maurice me hizo sentir hinchado de orgullo. Por ese mismo orgullo estaba dispuesto a todo para borrar el gesto arrogante de Joseph.

Debo confesar que siempre he sido un hombre orgulloso. Si algo podía hacer que me levantara antes del alba y cabalgara hasta París sin quejarme, eso era mi orgullo. Además, en este caso, también se trataba de vengar el honor de Maurice. Ni él ni yo éramos estúpidos y se lo pensaba demostrar al futuro Marqués de Gaucourt.

Encontrar la residencia del arquitecto Sébastien Mansart no fue fácil. Vivía en una zona modesta de la parte más antigua de la ciudad. Tardamos tanto en dar con el lugar que ya era media mañana cuando tocamos a su puerta. Se mostró sorprendido, no estaba acostumbrado a recibir visitas tan distinguidas.

En ese tiempo tenía unos treinta años, llevaba el cabello castaño muy corto porque solía usar la peluca blanca y mantenía visibles ojeras bordeándole los ojos negros. Sus facciones eran las de un hombre fuerte y elegante, acostumbrado lo mismo a codearse con la nobleza que con obreros malhablados. Cuando se arreglaba lo suficiente, llegaba a ser atractivo. Siempre mostró un carácter optimista y entusiasta, y una locuacidad envolvente que le abría casi todas las puertas. Me agradó de inmediato.

Su morada se limitaba a un par de habitaciones alquiladas en un edificio viejo. En una de ellas dormía, mientras que la otra estaba tapizada de planos, dibujos de edificios, modelos de madera de maquinarias extrañas y gruesos volúmenes de tratados de ingeniería y arquitectura.

Maurice se interesó de inmediato en una complicada máquina que ocupaba una de las mesas. Por la cantidad de virutas y pedazos de madera a su alrededor, debía estar aún en construcción. Sébastien  explicó que era una réplica en miniatura de la famosa Máquina de Marly, la cual era usada para bombear agua desde el Sena hasta las fuentes de Versalles. Bastaron unos minutos para que los dos se enfrascaran en una animada conversación. Tuve que interrumpirles a fin de plantear el motivo de nuestra visita.

No tardé en darme cuenta de que habíamos encontrado al hombre que necesitábamos porque se le veía desesperado por trabajar. Con el tiempo descubrimos sus circunstancias: Era el hijo ilegítimo de un famoso arquitecto que le había mantenido como su aprendiz desde pequeño.  Al crecer había ingresado a la Escuela Nacional de Puentes y Calzadas[1] para convertirse en ingeniero. Deseaba trabajar con su progenitor en obras que fusionaran el arte, la ingeniería y la arquitectura.

Al morir su padre, sus hermanos lo habían echado de la casa por ser un bastardo. Se vio obligado a dejar sus estudios y terminó en una terrible situación, no era ingeniero ni arquitecto pero poseía todo el conocimiento necesario para ejercer ambos oficios. Tenía grandes ideas pero no llegaría a ponerlas en práctica sin un patrón con dinero. Y nadie lo contrataría si no se labraba una reputación que supliera el haber dejado a medias la escuela.

Su día a día consistía desde hacía varios años en conseguir un trabajo que le diera para comer. Él no había perdido la esperanza de crear otro Versalles a pesar de que  la mayoría de sus encargos consistían en reparar edificios vulgares para gente común, y el único trabajo importante que había realizado era nada menos que en el prostíbulo más depravado de todo París, algo de lo que no podía ufanarse ante todo el mundo.

Cuando escuchó que queríamos reconstruir una iglesia, aplaudió de alegría porque se trataba de algo completamente nuevo para él.  Tuvo que tomar prestado el caballo de un vecino para acompañarnos a San Gabriel. Maurice lamentó no haber usado el carruaje ese día. Al ver de lejos las ruinas de la iglesia empezó a deducir la fecha en la que había sido construida. No paraba de hablar. Yo temía el momento en que pasara poner precio a su erudición.

Después de una minuciosa inspección, pasó a preguntar sobre lo que deseábamos hacer, si pensábamos reconstruirla tal cual o modificarla. Yo me incliné hacia lo que  resultara más económico, Maurice quería que fuera acogedora y tuviera más luz.

—Ya veo, usted tampoco es muy amigo del Románico —dijo, y comenzó a explicarnos todo sobre los diferentes estilos arquitectónicos y lo que expresaban sobre la manera de ver a Dios en las épocas en que imperaron. Empezaba a agotarme escucharlo hablar sin parar.

Me apresuré a preguntar su precio. Hizo un cálculo rápido y resultó una cifra algo risible comparada con lo que exigió el otro arquitecto. Vimos los cielos abiertos.

Maurice explicó que deseaba convertir la residencia del párroco en un hospicio, ampliándola usando los terrenos del jardín que rodeaba la Iglesia.

— Tendremos que hacer un muro alto entonces —acotó el joven—, para evitar que escapen los chicos.

— Nada de eso —respondió Maurice con firmeza—. Quiero que los niños vayan y vengan libremente. Vamos a hacerles un hogar, no una prisión.

Sébastien lo miró asombrado y luego observó a su alrededor. Fue entonces que se percató de la presencia de los niños de San Gabriel. Desde que llegamos habían empezado a mostrar sus piojosas cabezas por todos lados. Para ese momento Maurice tenía dos atenazados a sus piernas y yo trataba de liberarme del niño de la horrenda cabellera, que insistía en darme conversación.

Mi amigo explicó que deseaba darles algo más que un techo a aquellos pilluelos. Quería educarlos. Estaba seguro de poder lograr que se convirtieran en hombres de bien.

Como si alguien los hubiera llamado, aparecieron varios de los ineptos obreros sonriendo como tontos, señal de que llevaban una ligera borrachera encima. Se encargaron de poner al tanto a nuestro arquitecto sobre el primer milagro del ángel de San Gabriel, como ya lo habían apodado.

El joven se mostró conmovido hasta las lágrimas. En un arrebato tomó la mano de Maurice y se la besó, jurando comprometerse a construir la Iglesia y el hospicio incluso si no le pagábamos. Era otro más que caía bajo su magia. Sonreí triunfante porque eso nos convenía.

Como los obreros se ofrecieron a colaborar, advertí a Sébastien que buscara otros hombres de su entera confianza, y que a ellos le  asignara tareas menores si no quería que el techo le cayera en la cabeza.

La mañana no podía haber sido más productiva. Encontrar un arquitecto barato representaba un verdadero triunfo. Haciendo mis cálculos, lo que nos costaría su trabajo equivalía a dos noches en el Palacio de los Placeres. No dejaba de intrigarme si el hombre cobraba muy poco o si en aquel lugar me cargaban una fortuna cada vez que dormía con Sora.

Esto me avergonzaba porque probaba que yo tampoco tenía idea de nada respecto al dinero, y no por haber estado de misionero entre salvajes, sino por cumplir muy bien mi papel de noble y eclesiástico siendo un completo inútil.

El siguiente paso fue buscar colaboradores. Necesitábamos que alguien más hiciera un caritativo donativo para demostrarle a Joseph que no lo necesitábamos. Por la tarde nos encontramos con Bernard y Clement, quienes no tardaron un minuto en sumarse a la tarea. Cada uno ofreció gustoso una suma generosa para dar un techo a aquellos niños que, erróneamente, suponían encantadores.

En la noche, después de pasar el tiempo con Miguel y Raffaele, Maurice y yo nos encerramos en su habitación secreta para hacer un detallado balance de todo lo que habíamos hecho y lo que necesitábamos hacer. Le mostré mis cuentas y él me sorprendió con varios folios llenos de la información que Simon nos había proporcionado. Era casi una transcripción de sus palabras.

Al sumar el precio de cada material y lo que pedía Sébastien, resultó un monto menor a lo que costaban cuatro noches en el Palacio de los Placeres. Terminé alarmado del dinero que estaba gastando en Sora y entendí por qué mi padre se negaba a darme más.

Maurice odiaba las matemáticas, así que me dejó a mí  ese engorroso trabajo y se dedicó a diseñar el retablo que quería colocar en el presbiterio de la Iglesia. Al estar dedicada a San Gabriel Arcángel, pensaba que una gran imagen de este debía estar en el centro. A su alrededor quería poner cuadros o relieves de sus apariciones al anciano Zacarías informando del futuro nacimiento de San Juan Bautista y a Santa María Virgen anunciando la encarnación del hijo de Dios. También quería mostrar la manifestación en sueños a San José  y la proclama a los pastores en Belén.

Las dos últimas escenas eran atribuidas a ángeles anónimos en los evangelios, pero Maurice iba a incluirlos para acentuar lo que simbolizaba la figura del Ángel Gabriel en la Sagrada Escritura: el que anuncia la buena nueva.  Maurice estaba convencido de que la gente siempre necesita esperanza para seguir viviendo, en especial aquellos que padecen la pobreza. La “Buena Noticia” de que Dios se hizo hombre y, además, hombre pobre, podía llenarlos de alegría e impulsarlos a no resignarse y luchar por una vida digna y dichosa.

Esas eran las ingenuas ideas que pululaban en su cabeza, y yo lo amaba por ser capaz de sentir, pensar y actuar en la forma en que lo hacía. Me fascinaba su idealismo iluminado y no quería desalentarlo aunque estaba seguro de que a la gente de la calle San Gabriel le daba igual lo que hiciéramos.

Ellos vivían al margen de París, excluidos de todos los beneficios, ignorados o repudiados como estorbos. Si algo podían sentir hacia nobles como nosotros, además de resignación, era resentimiento.

No pocas de las historias de crímenes que se escuchaban cada día eran protagonizadas por personas como ellos. Ayudarlos era una pérdida de tiempo según toda lógica. Pero a mí me gustaba perder el tiempo con Maurice y verlo feliz, desplegando su ingenio y su candidez, era mi privilegio.

Solo yo disfrutaba aquella noche del brillo que despedían sus ojos cuando exponía sus planes, del timbre de su voz al pronunciar palabras que dibujaban utopías, y de su pasión que nada tenía que ver con remilgos religiosos. Quería componer el mundo porque el mundo lucía para él muy descompuesto. Eso era todo.

Ahora bien, debo reconocer que este empeño era  motivado por su fe pero no  como una obligación o una manera de ganar indulgencias. Para Maurice la gloria de Dios consistía en que cada hombre viviera de la mejor manera que le fuera posible, siendo libre, útil, auténtico y dichoso.

Aquello era un parafraseo de la sentencia de San Ireneo, pero a la vez implicaba una gran diferencia con quien pensaba que al altísimo se le glorificaba con grandes catedrales y ceremonias interminables infestadas de incienso.

—La gloria de Dios es que el hombre viva, por eso Nuestro Señor Jesucristo dijo que vino a traer vida y vida en abundancia —oí decir miles de veces a Maurice explicando por qué había que tender la mano a los que estaban en la miseria.

El amanecer me sorprendió embobado contemplando a mi querido amigo como quien admira una obra de arte.

—Hemos logrado pasar toda la noche juntos sin problema —dijo sorprendido al ver la claridad inundar la habitación —. ¿Lo ves? Tal y como dije, nuestro problema es el ocio.

—Maurice yo sigo deseando hacerte el amor lo mismo estando ocupado que ocioso.  Pero también quiero poner en su lugar a Joseph y darle un techo a esos piojosos, para que dejen de robar tu atención apareciendo en el jardín. Así que no creas que vas a librarte de otro intento de seducción por mi parte  —le sujeté de la cintura y me pegué a su cuerpo para provocarlo.

—Acepta al menos que te sientes satisfecho después de emplear tu tiempo y tus energías en ayudar a otros— respondió mirándome como lo haría una madre orgullosa.

—Estoy satisfecho porque tú lo estás. Verte contento es mi gran deleite. Junto con el sabor de tus labios, por supuesto —lo besé tomando mi tiempo para disfrutar de la húmeda caricia. No se resistió—. ¿Quieres ir a la cama? No hemos dormido en toda la noche. Prometo portarme bien.

—Dudo que seas capaz. Y no voy a dormir, debo ir a casa de Claudie. Dijo que sólo me daría audiencia hoy muy temprano. Está entusiasmado abriéndole la cabeza a un chimpancé que compró hace poco.

Mi expresión al imaginar aquella monstruosidad lo hizo reír.

—Al menos dame alguna recompensa por haberme portado bien —me quejé cuando escapó de mis manos.

—Ese beso fue tu recompensa — contestó con una sonrisa endemoniada.

— ¡Te acompañaré! —me apresuré a decir casi inconscientemente. No quería perderle de vista.

— ¿Quieres saber cómo es el cerebro de un chimpancé?

—Por supuesto, me parece muy interesante — mentí.

Antes de ir a asearme y cambiarme de ropa, bajé para ordenar que prepararan el carruaje. Maurice tardó más que yo en arreglarse, tenía una manía por la limpieza y tomaba un baño todos los días. Yo comencé a hacerlo también a menudo por miedo a su despiadado olfato. Para colmo, él odiaba los perfumes y no se guardaba de comentar cuando un olor le molestaba. Estaba en ese sentido a contracorriente con nuestra época en la que se consideraba el bañarse como perjudicial para la salud y los perfumes una cuestión de prestigio social.

Lo cierto es que mi estrategia funcionó y a él no le quedó más remedio que aceptar que usáramos el carruaje porque ya estaba esperándonos cuando salimos. Al final lo agradeció ya que logramos dormir durante el trayecto. Yo deseaba hacer algo más, pero lo reservé para el viaje de regreso.

El doctor Daladier nos recibió de mala gana. Su sirviente había dejado escapar al animal de la jaula y este había huido sabiamente hacia el campo.

—Voy a despedir a este viejo imbécil — se quejó —, por su culpa me he quedado sin nada qué hacer hoy. Lamento haberte hecho venir tan temprano para nada, Maurice. Como a usted no lo invité, Monsieur Du Croisés, no me disculpo. Ha perdido el tiempo por entrometido.

—Gracias, es usted muy amable doctor — respondí queriendo patearlo.

—Al menos compartamos el desayuno como acordamos — intervino Maurice.

—Que remedio, supongo que hay que resignarse — accedió el doctor —.  Habrá que esperar a que el idiota de mi sirviente prepare el desayuno. ¿Quieres ver el cerebro del gato que trajiste hace poco? Logré conservarlo maravillosamente.

—¡Claudie, traje el gato para que lo curaras!

— Tenía fracturadas dos patas. No valía la pena perder el tiempo.

Los dos siguieron discutiendo, ignorándome por completo. Maté el tiempo paseando por el jardín. En un momento observé algo oscuro en un árbol, por encima del muro, al extremo de la propiedad. Fui hacia el lugar y me maravillé al ver al animal buscado. Recordaba haber visto otro chimpancé en casa de un noble excéntrico al que confesaba cuando era abate. Me parecían animales sin mucha gracia, pero no me apetecía ver que le abrieran la cabeza a uno de ellos. Tomé una piedra y se la arrojé. Saltó de árbol en árbol hasta desaparecer en el bosque que rodeaban la casa.

—¡Perfecto! —exclamé celebrando mi venganza contra Daladier.

Poco después  llamaron para desayunar. Entré a la casa luciendo una gran sonrisa, la cual se ampliaba cada vez que el doctor me soltaba otra descortesía o se quejaba de haber gastado mucho dinero en el chimpancé.

Durante la comida, Maurice intentó convencerlo de visitar San Gabriel. Él no parecía interesado, de hecho lo irritaba oír hablar de la habilidad del doctor Charles.

—Aprenderías mucho de él, Claudie. Ha hecho todo tipo de cosas porque ha sido médico en un barco durante la guerra.

—Imagino que será muy bueno cortando brazos y piernas.

—Y en muchas cosas más, te sorprenderías.

—No me gustan las sorpresas y no me fío de doctores de poca monta.

—Podrías ayudar a mucha gente si vas a San Gabriel —dijo al fin Maurice revelando las verdaderas intenciones detrás de su visita.

—Prefiero el estudio metódico de la anatomía a tener que curar gente. Te acepté como paciente porque mi hermano me lo pidió en nombre de la Compañía de Jesús. Como pariente de un jesuita y exalumno de muchos de ellos, no pude negarme.

—Piensa en que lo que haces por los pobres, lo haces por Nuestro Señor Jesucristo.

A partir de ese momento Maurice expuso en todas las formas posibles el capítulo veinticinco del Evangelio de San Mateo. Daladier intentó mantenerse en una postura displicente hasta que se vio acorralado.

—De acuerdo, mi amigo, trataré de sacar tiempo para hacer algo de caridad. Ahora terminemos el desayuno en paz.

Maurice celebró su victoria con otra taza de chocolate. Yo aplaudí al ver cómo fruncía el ceño el antipático doctor.

Como nos quedaba tiempo de sobra tuve la infeliz idea de visitar a mi padre. Estaba seguro de que un hombre piadoso como él desplegaría su generosidad al tratarse de reconstruir una iglesia. No tenía idea de lo muy envenenado que se encontraba por los rumores que Madame Severine se había encargado de esparcir.

Nos recibió con frialdad. Una vez que escuchó lo que queríamos hacer, me acusó de pretender engañarlo para sacarle dinero. Fue un momento bochornoso que me hirió en extremo. No importaba lo que dijera, él creía ciegamente en todo lo que se decía de mí. Maurice le juró que estábamos reconstruyendo una iglesia y mi padre lo acusó de ser mi cómplice. Nos marchamos espantados de su obcecación.

Después que el carruaje se puso en movimiento, me disculpé por el incómodo espectáculo que le había hecho presenciar.

—No te preocupes —dijo—, pero debes dejar de ir a ese prostíbulo. Si tu padre lo descubre no podrás negar que es verdad y creerá que todo lo demás que se dice de ti también lo es.

El rostro anegado en lágrimas de Sora apareció ante mí, provocando que sintiera oprimido el corazón.

—No es algo simple, Maurice.

—¿Por qué? Ese lugar no te trae nada bueno.

—No quiero hablar de eso…

—Pero…

—Por favor, no hablemos más.

Se disgustó y durante todo el camino no nos dirigimos la palabra ni volvimos a mirarnos. A partir de ese momento imperó un vacío entre los dos. Maurice descargó sus sentimientos con Miguel, a quien abrumó con quejas durante un buen rato. Luego el español pasó  por mi habitación, junto con Raffaele, para decirme lo que yo ya sabía.

—Maurice tiene razón. Te ha dicho eso no solo porque se muere de celos sino porque esas visitas al Palacio de los Placeres pueden perjudicarte.

—No quiero hablar de eso.

—Así no solucionas el problema sino que le das largas — señaló Raffaele —. Debes dejar de ir a ese lugar.

—¡Con gusto lo haría si no tuviera corazón y pudiera abandonar a Sora!

—Ese puto te muestra sus falsas lágrimas para retenerte —sentenció Miguel—. No caigas en su juego. Lo único que quiere es tu dinero.

Pasé toda esa noche preguntándome si tenían razón, si Sora me mostraba un montaje digno de un actor consumado o si en verdad me amaba. Me obligué a dejar de pensar y cerré los ojos deseando que mis problemas se resolvieran solos. Pero no lo hicieron. Maurice siguió disgustado al día siguiente y se marchó por su cuenta a San Gabriel. Me quedé en mi habitación sintiéndome abandonado.

Miguel se presentó después del mediodía, cuando me rehusé a bajar para el almuerzo.

—¿Vas a quedarte aquí llorando todo el día como un cachorro bajo la lluvia? — Se burló sin piedad

—No estoy de humor para nada.

—¿Por qué no vienes con nosotros a la Habitación de Cristal?

Le miré y descubrí que, pese a su tono descarado, estaba sonrojado de vergüenza. Fue inevitable que se despertara mi apetito. Acerqué mi rostro al suyo abochornándolo aún más

—¿Raffaele no ha logrado hacerte gritar de placer como yo?

—¡Oh, Vassili, no te ilusiones! Te estoy invitando por qué estás desanimado. Raffaele y yo nos hacemos gritar de placer  el uno al otro cada vez que queremos.

—Entonces por qué tu cuerpo reacciona así con apenas acercarme? —dije presionando su miembro endurecido con mi pierna.

—¡Eres un idiota! —se quejó antes de sujetar mi rostro para besarme con furia.

Lo abracé. Él  me hizo retroceder unos pasos con el ímpetu que puso en sus besos. Al chocar con una silla separamos nuestras bocas.

—Vamos…—susurró sin aliento—. Raffaele nos espera en la habitación de cristal.

—¿Tan seguros estaban de que aceptaría? —bromeé mientras manoseaba su trasero.

—Yo estaba dispuesto llevarte arrastrando de ser necesario —confesó con timidez—. Me gusta lo que hacemos los tres en la cama.

—A veces siento deseos de dejar fuera a Raffaele—insinué besando su cuello.

—Eso no va a pasar nunca, mi querido Vassili.

—¿Estás seguro?

—Por nuestro bien, no va a pasar nunca.

—Entonces permíteme robarle otro beso.

Tomé posesión de sus labios comprobando su escasa fuerza de voluntad. Seguramente él también había imaginado lo que podíamos hacer los dos en un encuentro privado.  Nos costó separarnos y ponernos en camino hacia el minúsculo palacete. Raffaele nos miró con suspicacia cuando llegamos.

— ¿Qué les hizo tardar tanto?

—Vassili aún estaba en camisón — mintió Miguel con gracia.

—Imagino que cabalgar con una erección no es fácil —repuso Raffaele observándonos con descaro —. Vassili, ten cuidado con lo que tocas en mi ausencia.

—Entonces no dejes a Miguel a mi alcance con tanta facilidad—respondí mostrando una sonrisa desafiante.

Se me echó encima tan rápido que no pude reaccionar. Me sujetó de la nuca y me besó de tal manera que quedé desarmado. Miguel se dirigió a la cama. Fue desvistiéndose con parsimonia mientras nosotros nos devorábamos el uno al otro.  Luego se sentó en el borde y exclamó indolente:

—Caballeros, requiero su atención.

Dejamos de besarnos y giramos para verlo. Sonreímos y le obedecimos caminando lentamente hacia él,  desprendiéndonos de la ropa a cada paso. Él abrió sus piernas cuando nos tuvo cerca y mostró una sonrisa lasciva. Sabía que lo deseábamos con locura y disfrutaba tener ese poder sobre nosotros.

Me arrodillé. Empecé a lamer su miembro hasta que perdió el control de su cuerpo y se echó de espaldas en la cama. Al mismo tiempo Raffaele estaba robándole el aliento con sus besos. Poco después, le metí los dedos llenos de saliva para humedecer su entrada.  Deseaba ser el primero en penetrarlo ese día y nadie mostraba intención de interponerse.

Al levantarme y tantearlo  rozando su entrepierna con la mía, hizo a un lado a Raffaele para apoyar sus pies en la cama y levantar la cadera. La mirada que me dedicó era más que una invitación, era una súplica desesperada. No pude mantener mi dominio y entré en él a toda prisa. Era imposible no rendirme al placer que encontraba en su carne.

Raffaele se levantó de la cama, tomó el frasco de bálsamo y llenó su mano con este. Luego se colocó a mi espalda, lamió mi cuello con lentitud embrujadora y me hizo ladear la cabeza para besarme terminando de enredarme en su hechizo. Yo jadeé cuando me privó de sus labios, ansioso por recibir más.

Me oprimió con fuerza la nuca para que me inclinara y lo hice de inmediato levantando a la vez mi cadera. Metió sus dedos húmedos en mi entrada provocando una oleada de calor en todo mi cuerpo. Cuando lo sentí penetrándome al fin con su miembro endurecido. No  pude moverme y Miguel gimió a modo de reclamo.

Tuve que esperar a que Raffaele marcara el ritmo para poder continuar yo con el mío. Los tres nos convertimos en uno solo y balanceamos nuestros cuerpos con frenético acompasamiento, concentrados en buscar el mayor placer.

Ninguno decía nada. Nos limitábamos a soltar jadeos entrecortados. Sobran palabras cuando lo único que está buscando es satisfacer la propia lujuria. Gracias a la intensidad de las sensaciones que me provocaban logré dejar de pensar en otra cosa que no fuera su piel rozando la mía.

El regreso al palacio se dio entre bromas acerca de la costumbre que había adoptado Miguel de mordernos en el hombro al llegar al orgasmo. Mi mal humor se había disipado por completo. Todo se veía mejor después de aquella deliciosa experiencia.

Asmun nos interceptó al llegar para informar que Maurice había vuelto muy cansado y se había retirado a su habitación. Supuse que era una excusa para no encontrarse conmigo. Miguel fue a verle. Raffaele y yo pasamos al despacho del Duque para conversar mientras llegaba la hora de la cena.

Minutos después,  Miguel nos buscó alarmado porque Maurice tenía fiebre. Acudimos a verle preocupados. Quisimos llamar al doctor pero él insistía en que lo único que necesitaba era descansar. Como verdaderos  idiotas le hicimos caso y en la mañana su temperatura estaba más alta y le dolía todo el cuerpo, sobre todo la garganta.

Ordenamos que buscaran a Daladier. Este, al examinarlo, determinó que se trataba de un resfriado cualquiera y dejó un tónico como único tratamiento.Maurice no mejoró y con terror  vimos en la mañana siguienteque habían aparecido unas horribles pústulas en las comisuras de sus labios.

Enviamos a Asmun en  busca de Daladier de inmediato. Los nervios nos dominaron. Maurice no podía hablar y apenas abría los ojos. Yo estaba al borde de las lágrimas, incapaz de decir o hacer nada. Miguel no le soltaba la mano y Raffaele caminaba de un lado a otro maldiciendo todo.

Agnes se mantenía intentando bajar la fiebre colocando paños húmedos en su frente  mientras murmuraba oraciones. Los dos pilluelos se instalaron en la puerta a la espera de cualquier orden.

Al poco de marcharse Asmun, un sirviente anunció la llegada del doctor. Nos sorprendimos y alegramos, hasta que vimos que se trataba de Charles de Armagnac. El hombre se mostró  sobrecogido al ver a nuestro enfermo.

Explicó que uno de sus pacientes había muerto la noche anterior cubierto de pústulas y que temía que se tratara de viruela. Como Maurice lo  había  cuidado  en varias ocasiones, incluyendo el día en que regresó con fiebre, temía que se hubiera contagiado.

Raffaele no esperó a que terminara de hablar para sujetarlo de las solapas y ofrecerle una muerte lenta y cruel. El doctor se disculpó cuanto pudo. Estaba tan mortificado como nosotros. No sospechó que se trataba de viruela hasta que fue muy tarde.

Raffaele le echó jurando que si Maurice moría le cortaría la cabeza. Miguel lo maldijo y yo… yo caí de rodillas junto a la cama y aferré la mano de mi amado  llorando impotente.

Todo fue oscuridad y dolor. Lo único que sabía de la viruela era que si no lo mataba podía desfigurarlo. La culpa y el dolor me consumían. No hacía más que pensar en que lo había dejado solo para evadir discutir con él sobre mis visitas a Sora, y en que había estado revolcándome con sus primos mientras él condenaba su vida cuidando a un desconocido. Si Dios existía, era cruel por castigarme de aquella forma espantosa. Era yo quien merecía estar enfermo y no mi noble amigo.



***



[1] École nationale des ponts et chaussées. Fundada en 1747.  


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).