Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

Engendrando el Amanecer I por msan

[Reviews - 63]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

Notas del capitulo:

Hemos terminado el capítulo XX... Al fin!

Antes de que Daladier llegara, se presentó Madame Severine. Lucía elegante e inaccesible, como siempre,  ataviada de negro y con la oscura melena recogida recatadamente. Agnes había enviado un mensajero a su convento informando del estado de Maurice.

Al ver a su sobrino enfermo no mostró ninguna expresión en su rostro de esfinge. Con Miguel fue casi despectiva al saludarlo; a mí ni siquiera me dedicó una mirada. Hizo algunas preguntas a Raffaele, quien la puso al tanto de todo. Se limitó a fruncir los labios cuando oyó mencionar la viruela, después fue a pararse junto a la cabecera de la cama, sacó su rosario, uno de perlas y con un crucifijo de plata, y comenzó a desgranar las cuentas en silencio. La habitación se sintió fría y a la vez sofocante.

La llegada de Daladier fue anunciada por Aigle  y Renard casi media hora después.  Éste entró cargando su maleta de madera que dejó sobre una mesa. Cuando le dijimos acerca de la viruela, se rió y volvió asegurar que se trataba de una fiebre. Una que había superado sus expectativas.

Nosotros no le creímos. Las pústulas estaban ahí como pruebas nefastas de la veracidad del diagnóstico del Dr  Charles. Daladier, algo ofendido, revisó  los ojos y la boca de Maurice. Lo desnudó y registró cada centímetro su cuerpo buscando en vano alguna otra pústula.

—No es viruela. No puede serlo.

—¿Está seguro?   —insistí.

—Lo estaré. Debo ver al otro enfermo.

—Ya murió.

—No importa. Llévenme con ese doctor, el que es mejor cirujano que yo pero dudo que sepa más sobre la viruela de lo que yo sé.

Los dos pilluelos se ofrecieron a llevarlo.  Nos dio instrucciones de sumergir a Maurice en una tina con agua fresca si la fiebre subía más, y darle el tónico cada hora.

—¿Nada más?

—Recen —ordenó—. Recen para que no me equivoque y realmente no sea viruela.

Pocas veces vi a Daladier tan furioso. Tiempo después comentó que  detestaba dudar de sí mismo como lo estaba haciendo ese día. Había estudiado sobre la viruela hasta el punto de conocer todo tratado escrito sobre ella, incluso se había carteado con el doctor Jan Ingenhousz, quien inoculó contra la enfermedad a la familia real austriaca, pero era la primera vez que encontraba un posible brote. Sentía todo el peso de su inexperiencia y eso le podía costar la vida a Maurice.

 

Avisamos a Joseph. Se presentó tan pronto como pudo. No había dicho nada a su padre porque temía que enfermara de angustia. Maurice siguió empeorando. Mandamos a preparar la tina. Rafaele y yo lo sumergimos para intentar bajarle la fiebre. Los sirvientes aprovecharon para cambiar las sábanas y el camisón que estaban impregnados de sudor.  

Al devolverlo a la cama apenas mostró algo de alivio. Agnes se echó a llorar desesperada.

—¡Basta Agnes! No es momento de llorar. Aún no está muerto — reclamó madame Severine. Después se inclinó sobre Maurice y susurró unas palabras que estuvieron cerca de sonar maternales —. Vamos niño, no naciste para morir así. Muestra la fuerza que siempre has tenido.

Volvió a erguirse como una estatua y a pasar las cuentas de su rosario. No se había sentado desde que llegó por más que le ofrecíamos una silla.

La desesperación fue apoderándose de todos a medida que pasaba el tiempo. Maurice respiraba con dificultad y llegó a gemir de dolor. Raffaele cayó de rodillas y juntó las manos.

—He olvidado cómo rezar. Vassili, por favor , dime cómo hacerlo.

—Rezar no sirve de nada —respondí indignado.

—Rezar es lo único que nos queda —se lamentó Miguel poniéndose también de rodillas.

—¿De qué vale el orgullo en este momento? —me reclamó Raffaele—. No podemos curarlo. No somos nada. Lo único que me queda es la esperanza de que Dios sea como Maurice cree que es.

—Dios le ha fallado Maurice otra vez —escupí lleno de rabia.

—¡Reza, maldita sea!—me ordenó furioso—. ¡Hazlo por Maurice!

Odié a Dios por ponerme en aquella situación. Pero era verdad. No quedaba otra cosa que confiar en que existía alguien a quien acudir cuando todos los recursos se agotaban. Me arrodillé sintiendo que paladeaba hiel, incliné la cabeza y apenas pude susurrar una frase

—¡Por favor…!

Después me eché a llorar como un niño derrotado, seguro de que todo estaba perdido.

Unos gritos se sobrepusieron a mi propio llanto. Eran los niños de San Gabriel. Un pequeño grupo estaba en el jardín. Miguel se levantó rápidamente y abrió la ventana, entonces escuchamos claramente lo que decían.

—¡No es viruela! ¡El doctor ha dicho que no es viruela! ¡El ángel no tiene viruela!

Tuve plena certeza de que decían la verdad y puedo jurar que sentí alguien más en la habitación. Pero era una presencia con la que yo estaba reñido, y me negué a aceptar que existía la posibilidad de que mi súplica hubiera sido escuchada porque no quería agradecerle nada. Me limité a tomar la mano de Maurice y depositar en ella un beso lleno de adoración.

Media hora después llegó Aigle a galope trayendo la misma noticia. Efectivamente, no era viruela. Media hora después aparecieron Daladier y Renard. Los tres necesitaron tomar un baño y cambiarse de ropa, habían entrado en la fosa común buscando el cuerpo del desgraciado.

—¡Salgan todos y déjenme con mi paciente!—gritó imponente el doctor en cuanto entró a la habitación—. Esto no es más que una mala fiebre.

Madame Severine estuvo punto de desmayarse agotada. Miguel y Raffaele la llevaron a recostarse en otra estancia. Joseph y yo nos quedamos ante la puerta que el doctor cerró de un golpe en nuestras narices. Me sorprendí al verle sollozar. Desde que llegó no se había mostrado débil en ningún momento, permaneciendo en silencio sentado a unos metros de la cama con las manos juntas y los ojos fijos en el rostro de su hermano.

—¡Gracias a Dios! —exclamó—. Creí que Maurice no iba a salvarse.

Entonces se echó a llorar copiosamente. Extendió sus brazos buscando mi apoyo y lo abracé desconcertado. Era asombroso ver al orgulloso futuro Marqués de Gaucourt en ese estado. Dejé que se desahogara, entendí que amaba a Maurice y había pasado horas de angustia igual que yo. A mí no me quedaban ya lágrimas, lo único que deseaba era ver a mi amado levantarse de esa cama y burlarse de todos por haber sido tan fatalistas, como ya era su costumbre.   

Pero esto no ocurrió. Maurice fue mejorando con el paso de los días y, en contraste con nuestra alegría, se mostraba cada vez más preocupado y triste. Su tía volvió a visitarlo para exigir que no regresará a la calle San Gabriel. Todos nos sorprendimos al ver que, en lugar de contestar con su aplomo y rebeldía de siempre, se limitó a llorar en silencio, cabizbajo. Madame Severine no pudo continuar hablando al verle así.

No se trataba de debilidad a causa de la fiebre pasada, era algo más; estaba completamente desanimado. Me atreví a preguntarle y lo único que dijo fue que se sentía inútil. Me pareció que se hundía en un pantano de melancolía.

Esa semana lo visitaron Bernard, Clement, Etienne y François juntos. Ni siquiera mostró una sonrisa. Coincidieron con Joseph, quien había ido a buscar a Daladier en su carruaje. Todos nos reunimos en el salón de Nuestro Paraguay junto con Miguel y Raffaele. Estábamos de acuerdo en que el cambio de carácter de Maurice era algo alarmante.

—Daladier ha dicho que Maurice no volverá a ser el mismo -comentó Joseph-.  Que desde que estuvo en prisión su salud se ha arruinado y mi hermano se ha convencido de eso después de esta recaída.

Con aquellas palabras todos entendimos el estado de Maurice.

—La semana pasada nos vimos en la Taberna Corinto, estaba lleno de entusiasmo por el hospicio que quiere levantar —dijo Francois—. Nos pidió que le enseñaramos a leer a sus niños.

—Lucía tan feliz —acotó Etienne con tristeza—. No se rindió por más que le dijimos que estábamos muy ocupados por nuestros estudios.

—Seguramente volverá a ser el mismo pronto —afirmó Bernard—. Maurice no puede dejar de ser Maurice

—Ya no sé qué hacer —gimió Raffaele con desesperación —. Todo lo que le decimos parece caer en el vacío. Ni siquiera Vassili ha logrado sacarle una sonrisa.

Recordé a Maurice días atrás y me dolió el corazón. Quería volver a verlo lleno de vida, desafiándome con su absurda manera de pensar, dibujando con sus palabras quimeras hasta hacerlas  posibles, haciéndome creer que el mundo no estaba tan lleno de oscuridad y los seres humanos no éramos tan mezquinos sólo con su luminosa presencia...

—Hay que reconstruir la Iglesia de San Gabriel —declaré—. Debemos levantar ese hospicio. Cuando vea que seguimos adelante con lo que quería, recuperará el ánimo.

Para mi sorpresa, todos estuvieron de acuerdo. Incluso Joseph.

—Hay que darle a Maurice una razón para vivir —dijo justificando su cambio de actitud.

Nadie lo hubiera definido mejor. Sí, Maurice necesitaba ver que su existencia era significativa. Él tenía que cambiar el mundo para encontrar calma a su inmensa inquietud. Yo iba a emprender la misma campaña en su nombre porque mi amor por él era lo que le daba significado a mi propio respirar.

Ese mismo día fui a casa del arquitecto con Etienne y François. No se encontraba, su casero no lo había visto en varios días. Apesadumbrados nos dirigimos a la calle San Gabriel para hablar con el doctor Charles. Yo deseaba  ofrecerle una especie de disculpa y a la vez mi perdón.  Nos llevamos la sorpresa de que Sébastien estaba trabajando ya en la reconstrucción sin que nosotros le hubiéramos dado un centavo.

—Como le dije, quiero ayudar aunque no me paguen.  Pero en cierta forma ya me están pagando: la mujer del panadero me da de comer, el zapatero me deja dormir en su casa y el buen doctor siempre está pendiente de que no nos falte nada.

Abracé conmovido a Sébastien. Al ver esto, los obreros quisieron también su recompensa y no tuve más remedio que soportar que se me echarán encima con su olor a licor barato. Presenté a Etienne y a François, estos hicieron buenas migas con todos. Era la primera vez en varios días que yo encontraba motivos para sonreír.

A mi regreso corrí a la habitación de Maurice para contarle todo. Él se encontraba dormido aunque aún no atardecía. Miguel me contó que de nuevo había costado mucho que comiera y que intentó alegrarlo tocando el violín pero él le suplicó que lo dejara solo. Sequé las lágrimas que se escapaban de sus bellos ojos azules y le aseguré que traía buenas noticias.

Nos reunimos con Raffaele en Nuestro Paraguay y les conté sobre Sébastien y la gente de San Gabriel. La esperanza volvió a ellos.

—Te daré el dinero que necesites, Vassili —dijo Raffaele —. Hay que levantar esa Iglesia lo más pronto posible. Quiero ver una sonrisa en mi querido Maurice.

Nos levantamos al amanecer para ir los tres a encontrarnos con Sébastien. Se acordó la suma para comprar los materiales y contratar más obreros. Luego Raffaele fue con Miguel a informar de todo a Joseph. Yo regresé al Palacio de las Ninfas deseando hablar al fin con Maurice.

Al acercarme a su habitación le escuché gritar furioso. Llamó a Daladier traidor y le recriminó haber sido un falso amigo todo el tiempo que llevaban conociéndose. Me quedé sorprendido ante la puerta hasta que salió el doctor. Al verme mostró una sonrisa triste y se encogió de hombros resignado

—Temo que le he traído malas noticias... Y que he perdido su estima.

—Tonterías. Seguramente se le pasará y...

—Informé al Padre Ricci sobre esta   recaída —empezó a decir con tono cansado—. Obviamente no lo dejará reintegrarse a la Compañía todavía. Maurice contaba con marcharse a mediados de de otoño...

—¿Mediados de otoño? —dije haciendo cálculos. Estábamos cerca de finalizar el verano. Sentí vértigo.

—Sí. Pero he arruinado sus planes y me ha llamado traidor. Me ha dolido.  Soy alguien tan poco sociable que escandalizo hasta a mis padres y,  aparte de mi hermano, sólo Maurice me entiende... ahora lo he perdido...

—Dele un tiempo para que se calme —intenté animarlo al verle acongojado.

—Dígale, por favor, que lo he hecho por su bien.

Le di unas palmadas en la espalda asegurándole que lo haría. Me agradeció y se marchó. Era la imagen del desamparo. Todo lo contrario al Daladier que conocía.

Toqué a la puerta y esperé. No hubo respuesta. Entré y, antes de poder abrir la boca, Maurice me despidió con un rotundo "No quiero ver a nadie". Estaba sentado en un sofá ante la ventana,  de espaldas a la puerta. En el suelo pude ver una hoja de papel arrugada, seguramente una carta. Me acerqué.

—¿Ni siquiera quieres verme a mí? —dije con cariño colocándome ante él. Se ruborizó y escondió el rostro hundiéndose en la manta con la que se abrigaba.

—Perdona Vassili. No me di cuenta de que eras tú.

—Daladier acaba de marcharse muy afligido. ¿Se han peleado?

—No quiero hablar de eso. Estoy cansado. Déjame, por favor.

Fingí hacerle caso. Tomé la carta y la leí tras él. Era del padre Petisco. Le decía que había quedado en evidencia que su salud era precaria y que no soportaría las condiciones en las que tendría que vivir como jesuita. Esto significaba que Dios le estaba exigiendo otra cosa. Que si bien Maurice quería dar la vida por Jesucristo, este no se la estaba pidiendo de la misma forma en que Maurice quería ofrecersela.

Un párrafo me impresionósobre todo: "Ha de buscar la voluntad de Dios y no la suya.  Olvide sus planes y renuncie a vivir en el pasado. El Paraguay ya no es posible para usted y puede que la Compañía de Jesús tampoco".

Me sentí tan dichoso que de un salto volví a colocarme ante Maurice. Estuve a punto de celebrar las palabras del temido padre Petisco, cuando me di cuenta de que sus bellos ojos amarillos estaban anegados en lágrimas. Cubrí mi sonrisa con una mano cuando me miró.

—¿Has leído? —preguntó señalando la carta en mi otra mano.

—Sí —respondí tratando de darle a mi voz un tono sereno—. Imagino que debes sentirte muy preocupado.

—Me he quedado a oscuras de nuevo. ¿Cómo puede el padre Petisco decirme algo así?

—Lo dice por tu bien...

—Lo dice porque soy un incapaz. No sirvo para nada. ¡Mírame! No soy más que un enfermo que sólo estorba y...

—Maurice no hay nada de eso en esta carta. Este hombre sólo te dice que Dios no te pide que hagas algo que no puedes. Y lo dice para que te quedes tranquilo. ¿No leíste el final?

Le tendí la hoja para que la tomara y leyera él mismo la despedida del padre. Maurice apartó mi mano con rabia.

—¡Que idiota eres! —le grité—. Escucha bien lo que te escribió: "Usted es una persona excepcional en quien el creador ha querido derramar muchos talentos. Estoy seguro de que tiene grandes planes  para usted. No se canse de buscar. Y sepa que, pase lo que pase,  el Señor nunca le dejará a la deriva y sus Amigos en el Señor tampoco".

Al  terminar de leer me pregunté a mí mismo por qué demonios estaba defendiendo a mis enemigos. Todo lo que quería era que Maurice dejara de sentir desesperación y no se me ocurría otra forma. Los Jesuitas no lo estaban abandonando, sino que le protegían de sí mismo.

—¿Excepcional? Me ha dicho eso desde que era niño. Yo le creí... ¡Era todo mentira! Pensé que podía ser como Francisco Xavier, emulando sus hazañas en tierras lejanas, y terminé deportado. Me enviaron a casa de mi padre para vivir la inutil vida de un noble sin oficio. ¡Odio todo esto!

—Cálmate Maurice...

—No puedo hacer nada: ni ser misionero, ni  reparar el techo de una Iglesia o ayudar a un enfermo... ¡Y  mucho menos lograr que tú dejes de ir a ese maldito prostíbulo!

—Maurice...

—¿Para qué he nacido? Hasta mi propia madre lamentó mi existencia. Y ahora Dios y mis hermanos jesuitas me desechan...

—¡Es suficiente! No escucharé más necedades. No eres un inútil y voy a demostrarlo.

Lo levanté en mis brazos. Aunque opuso resistencia furioso, tenía tan pocas fuerzas que me fue fácil someterlo.

—¡Odio que carguen como un bulto! —se quejó derrotado

—A mí en cambio me encanta sentir el calor de tu cuerpo cuando te llevo en mis brazos —respondí con picardía .

—¡No estoy de humor para tus estupideces!

—¡Ah que gruñón te has vuelto! Un paseo te sentará bien.

Lo llevé escaleras abajo y ordené al primer sirviente que apareció que preparara un carruaje. En cuanto estuvo listo frente a la entrada, dejé a Maurice sentado dentro y regresé a su habitación secreta para tomar los dibujos que había hecho para el retablo de la Iglesia. Encontré todo revuelto. Mi amigo debió haber descargado su desesperación en algún momento arrojando al suelo todas las hojas que tenían que ver con sus planes en la calle San Gabriel.

Me sentí abrumado. Aquello era otra prueba de lo mucho que sufría. También indicaba que no estaba tan débil como pensaba. Recogí las hojas con los diseños y volví rápidamente a la entrada. Él ya se había bajado del carruaje y subía lentamente las escaleras para volver al palacio. El cochero le estaba ayudando.

—¡Nada de eso! —ordené levantándolo y echando su cuerpo sobre mi hombro. Luego  bajé las escaleras a la carrera como si fuera un ladrón con su botín—. Nos vamos a la calle San Gabriel.

El cochero volvió a su puesto. Yo acomodé a Maurice dentro del carruaje. Él no paró de protestar hasta que se echó a llorar preguntándome por qué me divertía mortificarlo de esa forma. Dejé que se calmara mientras avanzabamos. Luego me puse de rodillas ante él y le hablé tratando de reflejar mis sentimientos en el timbre de mi voz.

—Te amo, Maurice. No quiero verte sufrir.

—¡Entonces déjame en paz! —suplicó entre lágrimas, mientras se acurrucaba en el asiento y ocultaba su rostro tras sus brazos.

—Quiero mostrarte algo. Quiero que veas lo que tú realmente eres.

Se echó a llorar de nuevo. Me senté a su lado y lo abracé. Intentó rechazarme pero lo sujeté con más fuerza. A pesar de estar improvisando todo, tenía plena confianza de lograr hacerle ver lo que significaba para mí y para otros.

Llegamos hasta la Iglesia. Bajé del carruaje. Sébastien se acercó para saludar y le entregué los diseños de Maurice. Los observó con cuidado.

—Todo está muy bien —dijo fascinado—. Conozco a un excelente ebanista que puede hacer el trabajo mayor, pero no tengo idea de a quién buscar para las imágenes.

—Tengo en mente dos excelentes pintores. Uno de la escuela francesa y otro de la española—respondí ufano.

—Entonces dígale a Monsieur Maurice que tendrá el retablo tal y como lo quiere.

—Dígaselo usted mismo. Está en el carruaje.

Sébastien se alegró mucho y enseguida abordó el tranporte. Lo escuché hablar sin parar de lo emocionado que estaba con la construcción y como la gente de San Gabriel le estaba ayudando. Maurice apenas podía contestar con monosílabos ante semejante oleada de palabras.

Vi a uno de los pilluelos y le dije que corriera la voz de que “El Ángel” estaba de visita. En menos de diez minutos empezó a agolparse la gente a nuestro alrededor. Personas que yo nunca había visto pero a los que Maurice había ayudado en casa del doctor, o con los que se había cruzado en su camino dejándolos impresionados por el respeto con el que los trató.

Incluso se acercaron algunos curiosos que no lo conocían y deseaban saber cómo era el benefactor de la calle San Gabriel.  Escuché a varios soltar un “en verdad parece un ángel” después de verlo. El doctor Charles llegó con su vozarrón y echó a todos alegando que  Maurice aún debía estar débil por la fiebre.

La gente se fue despidiendo uno a uno hasta que sólo quedó el doctor. Este iba a marcharse también pero Maurice salió del carruaje tras él.

—Por favor, perdóneme —le dijo avergonzado—. Sólo le causé molestias y por mi culpa mi primo le dijo cosas terribles.

—Fue mi culpa —respondió el hombretón poniendo su mano en el hombro de Maurice—. No debí dejarte estar entre los enfermos. Siempre serás bienvenido en mi casa pero no como enfermero. Para eso me viene mejor ese orgulloso doctorcito que ha estado viniendo a darme lecciones. Lo soporto porque los tónicos que trae son efectivos y nos los regala, pero me muero de ganas por ponerlo en su lugar.

—¿Claudie?

—Volvió a decir que encontró la cura para tu fiebre y se la dio a varios pacientes que tenían los mismo sintomas. Luego nos peleamos durante horas pero al final acordamos un empate. Los dos estábamos inseguros sobre la viruela.

—Me alegra que se hayan hecho amigos. Usted puede enseñarle mucho sobre cirugías y él sabe sobre otras cosas.

—No somos amigos. Nos odiamos. Pero los pacientes son primero. Ahora vete a casa, muchacho —dijo revolviéndole los rojos mechones—. No vuelvas a enfermar.

Nos despedimos y abordamos el carruaje. Maurice estuvo pensativo al principio del recorrido y yo no dejaba de mirarlo esperando su reacción. Cuando al fin me encaró, tenía los ojos vidriosos.

—¿Has comprendido lo que quería decirte? —pregunté con mi mejor sonrisa—. Tú no eres arquitecto o doctor, no estás hecho para eso. Tú eres fuego y naciste para iluminar y encender a otros la pasión por algo más que sí mismos.

—Yo no he hecho nada...  —murmuró confundido.

—Basta con que seas como eres. Desde los pilluelos de San Gabriel hasta un miserable borracho como yo, hemos recibido de tu luz y de tu calor. Nos has ayudado a todos.

Se quedó en silencio. Bajó la cabeza y enlazó sus manos con fuerza. Permaneció así por unos minutos. Luego se incorporó y me mostró al fin su hermosa sonrisa.

—¡De nuevo has convertido mis tinieblas en luz, Vassili! —exclamó feliz, lanzándose a mis brazos.

—Ya te lo he dicho —respondí sujetándolo con ternura—, es porque te reflejo a ti, mi sol.

Lo besé y él me correspondió. Al separarnos nos contemplamos el uno al otro un momento. Quise hacer que se sentara a mi lado para que descansara, pero él se arrodilló en el asiento, dejándome sentado en medio de sus piernas, y me besó con frenesí. Ya no pude controlarme.

—Es solo mientras el carruaje llega al palacio —dijo con la voz cargada de deseo—, después no volveremos a tocarnos.

A los besos, siguieron las caricias, los tirones de cabello y el forcejear con la ropa. Maurice me abrió la chupa e intentó deshacer mi corbata. Yo me arriesgué y empecé a desabrochar su calzón, nuestros miembros rígidos se rozaban bajo la tela y ya no podía soportarlo.

Para mi sorpresa, en lugar de detenerme como antes, me imitó ydesabrochó violentamente el mío haciendo saltar un botón. Los dos quedamos expuestos y por un momento nos detuvimos.

Nos miramos. Yo buscaba saber si me iba a dejar continuar.  Su aliento caliente, sus ojos irradiando deseo, sus manos aferrándome posesivas, me indicaron que en ese instante él sólo era hambre.

Lo besé y se acercó más a mí, moviéndose sugerente, buscando más. Le sujeté las manos e hice que las colocara sobre mis hombros, luego usé las mías para masajear nuestros miembros juntos. Él soltaba jadeos entre cada beso.

La sensación empezó a ser tan embriagante que el movimiento de mi manos se volvió frenético. Maurice  se estremecía erguido sobre mí. Una vez que llegó el éxtasis para los dos, sentí su cuerpo desplomarse sobre el mío. Lo abracé y me quedé embelesado escuchando su respiración cerca de mi oído.  

—¡Oh no...! —se lamentó unos minutos después.

—No te sientas culpable, por favor —le supliqué—. Ha sido mi culpa.

—No, he sido yo —respondió mirándome a la cara. Estaba más tranquilo de lo que esperaba—. No voy a mentirme a mí mismo.

—Puedo darte la absolución —bromeé—. Para algo tiene que servir ser sacerdote.

—No juegues con eso —me regañó tirándome de una oreja—. Ya le rendiré cuentas a Dios. La verdad es que cada vez me cuesta más sentirme culpable. Me estás cambiando, Vassili,  y no sé si eso es malo o bueno.

—Es bueno. Ser jesuita sólo te causa problemas.

—¿Crees que tú no? Me vuelves loco con cada cosa que dices y haces. Nunca había sentido tantas emociones al mismo tiempo.

—También tú me haces sentir vivo.

Volvimos a besarnos hasta que Maurice se apartó y mirándome lleno de pasión susurró:

—¡Si pudiera decirte lo que siento por ti!

—Lo he adivinado —respondí dichoso—. Y yo también te amo, Maurice.

Me abrazó y se quedó sobre mí hasta que cruzamos la verja del Palacio de las Ninfas. Entonces debimos usar nuestros pañuelos para limpiarnos, arreglar nuestras ropas y prepararnos para bajar en cuanto atravesaramos el extenso jardín.  Maurices estaba sonriente y eso me hizo muy feliz.

Por desgracia, en la noche volvió a tener fiebre. Daladier se puso furioso por haberle sacado de paseo. Raffaele, adivinando que lo que realmente había ocurrido, amenazó con castrarme si volvía a intentar ponerle las manos encima a su primo antes que se recuperara por completo.

No me dejaron cuidarle esa noche, Miguel fue el afortunado. Pero al día siguiente estuve junto a él con la excusa de tener que discutir sobre el proyecto de San Gabriel. En los escasos momentos en que nos dejaron solos, intenté volver a besarlo pero él me recordó que se había permitido aquello sólo durante ese viaje en el carruaje.

—Entonces recupérate pronto para poder volver a salir de paseo.

—Vassili, eres la única persona que me ha hecho desear no ser Jesuita —declaró mordiéndose el labio.

Recordé la carta el Padre Petisco y me reservé el mencionarlas para no atormentarlo. En el fondo sentía que aquellas palabras eran el anticipo de algo y que el día en que Maurice fuera totalmente mío ya no era un sueño. Pero no podía decir de dónde nacía esa certeza.

Por lo pronto pensaba dedicarme a reconstruir la Iglesia y el hospicio. Estaba sorprendido de mí mismo. Si yo estaba cambiando a Maurice, él también me estaba transformando y dejando a la luz cualidades que desconocía poseer. Joseph llegó a halagar mi capacidad para organizar, dirigir y encontrar soluciones. Así como otros talentos nunca soñé tener. Mi ángel pelirrojo tenía razón, no me conocía a mí mismo, no sabía lo que podía llegar a hacer si me lo proponía de verdad.

Tampoco sabía en ese momento que Maurice, consciente o inconscientemente, estaba transformando la calle San Gabriel en una copia de una Reducción. Lo hacía no sólo para rememorar lo feliz que fue en el Paraguay, o por su necesidad de sentirse útil, sino  porque creía firmemente que ningún hombre puede vivir a espaldas de los más pobres y desdichados. A medida que ayudaba a otros se sentía feliz, incluso si en lugar de gratitud encontraba otra cosa.

Yo era egoísta, vano y apático. Él hizo que descubriera que ser generoso con la gente de San Gabriel no me llevaría al cielo, sino que me haría mejor persona. Ayudándoles me ayudaba a mí mismo, porque nadie puede ser plenamente humano si se cierra a sus semejantes. Aprendí esto con torpeza pero al final asimilé la lección.


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).