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Engendrando el Amanecer I por msan

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Notas del capitulo:

Hola, comenzamos un nuevo capítulo. Este es muy importante, dará comienzo mi subtrama favorita... 

 

 

Después que Maurice se recuperó por completo, acudimos con sus primos a la calle San Gabriel. Miguel no la recordaba porque Antonio lo había llevado inconsciente a casa del doctor Charles. Para Raffaele era su primera visita. Los dos no hacían más que escandalizarse por la suciedad del lugar.


El doctor Charles arrojó una cubeta de agua frente a su casa cuando nos vio llegar. Raffaele tuvo que saltar para no terminar con los pies empapados.


—Disculpe, Monsieur. No lo vi —dijo el doctor con indiferencia cuando escuchó las protestas del afectado.


Después cerró su puerta dejando claro que realmente no deseaba ver al heredero del Duque de Alençon. Maurice no entendió la indirecta y nos hizo pasar a saludar. Los rostros de los dos antagonistas lucían color granate cuando los obligó a darse la mano.


Miguel quedó encantado con la esposa del doctor, madame Regine y con su hija Suzette, quien estaba de visita con el primer nieto de la pareja,  un bebé rollizo que no hacía más que dormir y al que habían llamado igual que a su abuelo.


Cuando vieron aparecer ante ellos al joven español con el niño en brazos, Raffaele y el doctor se pacificaron. Era una imagen adorable. Por la ternura y alegría con que trataba al infante, supuse que extrañaba al hijo que había dejado en Madrid.  Raffaele debió pensar lo mismo porque se excusó incómodo unos minutos después y salió a la calle.


Aquel día el doctor Charles no recibía pacientes. Había reservado su tiempo para su familia ya que su hija regresaría a Lyon con su esposo muy pronto. Era interesante ver que detrás de su mal carácter y de la horrible cicatriz, había un padre y un abuelo cariñoso.


Cuando salimos hacia la Iglesia escuchamos una conmoción junto a la fuente. Había gente agolpada mirando y riendo. Pero también se escuchaba llorar a un niño y chillar asustados a otros.


Nos acercamos y descubrimos con estupor que Raffaele  tenía a una docena de pilluelos desnudos y empapados lavando sus propias ropas, mientras Asmun y los otros Tuareg les echaban sendas cubetas de agua encima.


Todos chillaban al recibir el inmisericorde baño, pero parecían tomarse el asunto a juego. El único que lloraba era el pequeño de la melena horrible mientras se cubría su entrepierna y recibía serias amonestaciones del gigante de Raffaele.


—¿Qué estás haciendo grandísimo bruto? —preguntó Maurice furioso.


—Quitándoles el mal olor. ¿Dónde está Miguel?


—Se quedó con madame Suzette y el bebé.


—Mejor. Seguramente me golpearía por esto.


—¡Yo voy a golpearte!


—Pero si lo hago por su bien. Y ellos están disfrutando. ¿Verdad caballeros?


—Sí, mi capitán —respondieron varios restregando su ropa contra su cuerpo para quitarse las capas de suciedad.


—Este llora porque le he dicho que no podrá vivir en el hospicio -agregó señalando al pilluelo que lloraba.


—¿Por qué le has dicho eso?


—Porque es una niña —respondió encogiéndose de hombros.


—¡No es posible!— la expresión de Maurice indicaba que la existencia de niñas era algo que no había previsto.


—Sí, mira —haciendo gala de su estupidez, Raffaele sujetó  los brazos de la criatura y la obligó a levantarlos dejándola en evidencia ante todos.


Por alguna razón el rostro aterrado de la pequeña piojosa me recordó a mi madre: un día en que mi hermano y yo habíamos hecho llorar a una de nuestras hermanas, ella la tomó en sus brazos y nos dijo que las niñas eran como flores a las que había que tratar con delicadeza para que  no se deshojaran.


En ese instante entendimos que las mujeres y los hombres no éramos iguales. A nosotros los maestros nos daban coscorrones si no aprendíamos deprisa y nuestros padres nos tiraban de las orejas cada vez que nos portábamos mal. A nadie le importaba si nos deshojábamos de tanto zarandeo. El privilegio de ser hombre tenía sus desventajas.


Conmovido por el recuerdo de mi madre, uno que había estado enterrado en mi conciencia, empujé a Raffaele y a Maurice para alejarlos de la piojosa.


—Los dos son unos brutos —les acusé.


Me quité la casaca y cubrí a la niña. La levanté y la llevé lejos de todos los mirones. Maurice y Raffaele se quedaron asombrados por mi reacción, como si no entendieran la terrible humillación que acababan de causarle a alguien. Siguieron en la fuente hasta terminar de bañar a los pilluelos.


Intenté calmar a la piojosa en casa del doctor, con ayuda de Miguel y las otras mujeres. Seguramente la atormentaba haber descubierto que por ser diferente a los demás pilluelos no podría vivir en la casa que Maurice estaba construyendo. Le explicamos que, por su bien, encontraríamos un hospicio para niñas y eso la hizo llorar con más intensidad.


Yo estaba aterrado de dejar que siguiera viviendo en la calle, donde cualquiera podía deshonrarla. De hecho, ese había sido el destino de todas las niñas de la calle San Gabriel, una vez que crecían y sus formas femeninas se definían, alguien se aprovechaba de ellas.


La piojosa era ahora un problema y, por alguna razón, lo sentía propio. Maurice se reunió con nosotros después y dijo que debíamos llevarla a un hospicio de las Hijas de la Caridad. Madame Regine le puso un  vestido que había pertenecido a su hija, luego de asearla apropiadamente.


Cuando la vi peinada y arreglada se me ocurrió decirle que estaba bonita. Me abrazó feliz dejándome perplejo. ¡Con que poco bastaba para contentarla!


En la calle algunos pilluelos corrían desnudos alrededor de la fuente, mientras esperaban a que se secara su ropa. Cuando los tres nos reunimos con Raffaele, él tenía al resto de los niños y a un buen grupo de adultos entretenidos contándoles sobre las costumbres de los Tuareg y las características del desierto en que vivían. El relato se hacía más vivo con tres miembros de aquella raza erguidos con orgullo en medio de todos.


Asmun era el único con el rostro cubierto, los niños le miraban desde todos los ángulos para conseguir verle el resto de la cara. Él los ignoraba con majestuoso desdén. Sébastien y algunos obreros también estaban entre los espectadores.


Cuando terminó de hablar Raffaele, mucha gente quiso estrechar la mano a los Tuareg antes de irse a sus labores. Los dos adultos se mostraron cordiales. Asmun estaba abochornado porque todas las jóvenes se acercaban con descaro a pedir que les dejara ver su rostro, decían que sus ojos las habían cautivado. Su amo se burlaba cuanto quería de él.


Una mujer no se marchó como los demás. Era una anciana que nos veía escondida detrás de una carreta. Varias veces dio unos pasos hacia nosotros para luego regresar temerosa a su refugio. Sébastien se dio cuenta y fue a saludarla. Luego la trajo ante nosotros.


—Caballeros, les presento a mi benefactora, la esposa del panadero, Madame Rose.


Todos la saludamos con respeto. Ella se mantenía cabizbaja y sonrojada. Era una anciana con un rostro simpático, gruesa y que exhalaba cierto olor dulce.


Cuando Raffaele le besó la mano galante, ella le sujetó el rostro en un arrebato y exclamó embelesada.


—Philippe, cuánto has crecido, mi niño.


Él, sorprendido, preguntó si conocía a su padre. La mujer empezó a hablar con tanta emoción que las palabras se le agolparon y era difícil entenderla.  Estuvo a punto de desmayarse. Nos tenía  desconcertados.


La llevamos hasta su casa. El panadero, Monsieur Octave, nos invitó a pasar a su humilde morada, la cual era una de las mejores casas de la calle. Dejamos recostada a Madame Rose en su habitación y pasamos a una pequeña estancia donde la familia nos sirvió una copa de vino barato en agradecimiento.  Sébastien se despidió al terminar la suya para volver al trabajo.


Uno de los hijos del panadero, un hombre de unos cuarenta años, nos contó que desde que su madre vio aparecer a Maurice estaba deseando hablarle  porque trabajó en el Palacio de las Ninfas durante su juventud.


Al recuperarse la mujer quiso reunirse con nosotros. Se sentó en uno de los gastados sofás y, con aire solemne, contó que había cuidado del Duque Philippe de Alençon cuando este era niño.


—También conocí a vuestras madres. Usted debe ser hijo de Madame Pauline —afirmó señalando acertadamente a Miguel—. ¡Se le parece tanto! Y usted ha de ser hijo de Madame Thérese —dijo señalándome, cosa que nos hizo reír a todos—. Y el ángel debe ser, sin duda, hijo de la pequeña princesa, de Sophie. Es su viva imagen. Igual que Monsieur Raffaele es igual al pequeño Philippe.


—Acertó en casi todo —respondió Raffaele conteniendo su risa—. Excepto en que Vassili no es un Alençon y Maurice es hijo de tía Thérese. Lamentablemente tía Sophie murió antes de casarse.


—No es posible. El Ángel es sin duda hijo de Petite. Son iguales.


—Temo que no —intervino Maurice—. De todas formas no es raro que me parezca a mi tía.


—Sí lo es, porque la pequeña princesa no era hija del Duque y la Duquesa de Alençon. Ellos la criaron como tal pero su padre era el Duque de Orleans.


—¿De qué habla? Tía Petite era una Alençon —se quejó Raffaele.


—No señorito. Ella era una Borbón. Yo estuve ahí el día en que su abuelo trajo a la bebita en brazos. Dijo que era la hija ilegítima de su amigo Felipe II de Orleans, el antiguo Regente.  


Entonces narró la increíble historia de cómo el Duque de Orleans no quiso reconocer a su última hija ilegítima. Y como tampoco deseaba dejarla desamparada, pidió en su lecho de muerte a su amigo, el Duque de Alençon, que la recibiera en su casa. Este aceptó adoptarla con gusto porque su esposa acababa de perder otro  bebé.


—La vieja duquesa ya estaba  loca. Monsieur de Alençon le dio la niña para que se consolara. Ella jugaba con la bebita como si fuera una de sus muñecas. Todos estaban encantados con una criatura tan mona. Las señoritas no dudaron en aceptarla en la familia y Philippe no paraba de hacerme preguntas sobre la niña. Era la primera vez que veía a alguien más pequeño que él.


Aquello nos dejó sin palabras. Raffaele lucía conmocionado: su rostro perdió color y las manos le temblaban.


—¡Esto es inaudito! —murmuró al fin.


—Créame Monsieur —insistió la anciana—.  El señorito Maurice es sin duda hijo de la bella Petite.


—Pero mi tía murió antes de casarse —repuso con naturalidad Maurice, a quien el asunto no parecía afectarle.


Todos entendimos que si la historia era cierta, él era el hijo ilegítimo de Madame Sophie, la encantadora tía cuyo recuerdo era sagrado para Raffaele.


—¡Es imposible! —gritó Raffaele poniéndose de pie—. Maurice nació dos años antes de que tía Petite muriera, yo estaba con ella durante ese tiempo. Aunque era un niño, recordaría perfectamente un embarazo.


—Además, mi hermana también se parece a tía Petite —agregó Miguel—. Su historia acerca de que no era una Alençon definitivamente no es cierta.


—Su edad le debe hacer confundir las cosas, Madame —dije tratando de calmar los ánimos.


—Mi mente está muy clara. Tu madre es Petite —afirmó señalando a Maurice con seguridad—, y tu abuelo era Duque de Orleans. Tú eres un Borbón. Podrías ser un día rey de Francia.


—¡Ahora sí que dice locuras! —chilló Raffaele


—Perdonen a mi madre —suplicó el hijo de Madame Rose—. Como ha dicho este caballero, ya es una anciana. Es la primera vez que le escuchamos hablar de esto y no sabemos de dónde lo ha sacado.


—¡Es la verdad! ¿Dudas de tu madre?


—Ella siempre ha contado cosas horrendas sobre el viejo duque de Alençon, pero esto de hoy es nuevo.


—¡Pues se ha extralimitado!—soltó Raffaele —. No perdamos más el tiempo, vámonos.


—Espere, Monsieur, escuche todo lo que tengo que decirle.


Miguel convenció a Raffaele de que volviera a sentarse y la mujer retomó la palabra.


—Me acusa de mentirosa, pero todo lo que le he dicho es cierto. Comencé a trabajar en el Palacio de las Ninfas cuando cumplí los quince años. Era la primera vez que me veía entre gentes tan importantes y tenía miedo de todo. Mi trabajo consistía en cuidar del heredero de la familia junto con una mujer más experimentada, Madame Agnes. Ella quería que yo me encargara de entretener al pequeño, que estaba lleno de energía y debía pasar horas muy solitarias hasta que su hermana Severine le dedicaba algo de tiempo. La Duquesa lo veía una vez al día, por unos minutos. Como le dije, ya estaba loca y lo trataba como a un juguete. El Duque algunos días lo llevaba de paseo. Pero en esos momentos siempre le acompañaba Madame Agnes. Ella trató de evitar desde el principio que ese hombre me viera.


Entonces, aquella mujer nos mostró más de la oscuridad del Palacio de las Ninfas al contarnos que, una noche, después de dejar acostado al pequeño Philippe, escuchó a una mujer llorar. Como no creía en fantasmas siguió el sonido por el corredor hasta la otra ala del Palacio. Vio a Agnes y a una de las sirvientas ante la puerta de la habitación del Duque. Este inspeccionaba a la joven que lloraba desconsolada. El miserable  lascivo se mostró complacido con lo que veía y, sujetándola del brazo, la obligó a entrar.


—Madame Agnes le suplicó que tuviera piedad de la muchacha y él la pateó en el vientre haciéndola caer al suelo. Corrí a ayudarla. Cuando me vio, me gritó de manera aterradora que me fuera. Yo corrí y no me detuve hasta salir al jardín. Ella me alcanzó poco después. Me abofeteó, dijo que nunca me dejara ver por el duque y que guardará en secreto todo lo que había pasado esa noche.  Me quedé llorando hasta que el jardinero me encontró y me llevó a la cocina. Él me contó que su hermana también había sido juguete del duque. Que este incluso la había embarazado años atrás y le había hecho perder el niño a patadas. Yo estaba aterrada de que Madame Agnes hubiera pasado por eso.


—¡¿Pierre y Agnes son hermanos?! —exclamé sin querer.


—Oh, sí. Dígame, ¿aún siguen en el Palacio de las Ninfas?


Asentí impresionado. En mi mente no podían existir dos personas más diferentes que Pierre y Agnes. Que fueran hermanos me parecía increíble. Ninguno de los otros se sorprendió por esto, incluso Miguel lo sabía.


—Pierre me había coqueteado desde el primer día que llegué al Palacio. Era un hombre encantador. Yo era tímida y fingía no hacerle caso, pero me gustaba mucho. Todavía lo recuerdo con gratitud porque me salvó.


El viejo Pierre, en sus años de juventud, había entrado por la noche en la habitación de la chica para advertirle que el depravado Duque la había elegido, y que su hermana ya iba en camino para buscarla.


—Yo no tenía adonde ir. Mis padres habían muerto y mis tíos ya no me querían con ellos. Pierre me dio dinero y dijo que cualquier lugar era mejor que ese palacio. Me ayudó a escapar llevándome a caballo hasta París. Le dije que huyera conmigo pero él no podía abandonar a su hermana, y Madame Agnes no quería marcharse del palacio.


Ya ninguno pudo decir nada. Estábamos abrumados, no podíamos refutar sus palabras porque sabíamos que la mala fama del Duque no era infundada. Entendí que el odio que el doctor Charles sentía por los Alençon se debía a la historia de Madame Rose.


—No le presten atención a mi esposa —intervino el panadero, que había estado nervioso todo el tiempo—. No sabe lo que dice.


—Sí que  lo sé.


—Vamos mamá, deja los señores en paz.


Maurice pagó a Monsieur Octave la ración que  debía darle a todos los niños cada día, tal y como tenían acordado desde hacía varias semanas y nos despedimos con pocas palabras.  Caminamos por la calle en silencio, como si lleváramos encima un enorme peso.  De repente Miguel soltó una exclamación en español y se echó a reír.


—¿Qué te parece gracioso? —le reclamó Raffaele.


—¡Maurice, Rey de Francia y de todo lo que toque el sol! —exclamó haciendo una reverencia ante su primo con exagerada teatralidad.


No pudimos evitar echarnos a reír. Todos menos Maurice, quien no encontraba gracia al asunto.


—Imaginen su primer decreto: “Todos los Jesuitas pueden volver a Francia y poblarla de padrenuestros” —exclamó Raffaele.


—“Guerra a Portugal y España para quitarles el Paraguay” —agregó Miguel.


—“Ningún noble puede estar ocioso” —declaré haciendo mi aporte.


—Quizá me limite a cerrar prostíbulos —sentenció Maurice de mal humor, adelantándose hacia la casa del doctor.


Nos quedamos cortados por unos segundos, hasta que Raffaele me dio una dolorosa y sonora palmada en la espalda.


—Se ve que ese asunto le importa más que la Compañía y los Guaraníes. ¡Qué gran logro Vassili!


—Lástima que significa que no te perdonará si vuelves a poner un pie en ese lugar —se burló Miguel


Yo los mandé al diablo y alcancé a Maurice. El asunto quedó pospuesto porque teníamos otra cosa que hacer.


Ese mismo día la piojosa terminó en casa de las Hijas de la Caridad. Me quedé con la incómoda sensación de estar abandonándola al verla decirme adiós entre lágrimas. ¿Aquellas mujeres que habían renunciado a su maternidad, sabrían hacerla feliz?  Y lo que era más importante, ¿podríamos encontrar a alguien apropiado para cuidar a los niños de San Gabriel?


Era menester responder a esa pregunta cuanto antes. Maurice ya se había adelantado y llevaba tiempo buscando. Conocía a las Hijas de la Caridad porque había acudido a ellas cuando quiso conseguir un hogar para los pilluelos. Pero ellas sólo admitían niñas y a él no se le había ocurrido que algunos de los huérfanos de la calle San Gabriel lo eran. Los otros hospicios para varones que existían en París le parecieron tan espantosos, que decidió crear uno.  


Después de ese incidente hicimos que Renard y Aigle revisaran si había más niñas entre los otros pilluelos que se habían salvado del baño. Encontraron tres, todas muy pequeñas.


Tal y como dije antes, las niñas no duraban mucho sin que alguien las atrapara. Terminaban antes de la adolescencia trabajando en alguna casa como sirvientas o  vendiéndose en la calle. Los hijos que nacían de su desdicha iban a parar a la misma calle en la que ellas se criaron. Los varones se marchaban a trabajar como marinos u obreros al crecer. Aunque no pocos terminaban en la cárcel.


Eso si sobrevivían a los temibles inviernos, que no tenían misericordia con su escasez de techo, ropa y alimento. Era menester darles un hogar, ya no por complacer a Maurice, sino porque no podía dejar de preocuparme por ellos.


Maurice estaba tratando de convencer a las Hijas de la Caridad para que se encargaran del hospicio. A mí no me agradaban esas mujeres que, aunque no eran monjas, hacían votos renunciando a todo lo que podría hacerlas fecundas. Mi amigo no opinaba igual, para él se convertían en madres espirituales y desarrollaban una vida plena al entregarse al servicio de los demás en nombre de Dios.


Discutimos sobre su idoneidad muchas veces, ninguno cedió en su punto de vista. Sin embargo, los dos coincidíamos en que lo mejor para cualquier niño, incluyendo a los pilluelos de la calle San Gabriel, era tener un padre y una madre, pero ¿dónde conseguirlos? Había que conformarse con lo primero que surgiera.


En los siguientes días Miguel volvió a acompañarnos a San Gabriel para visitar al nieto del doctor. Incluso compró un bello camisón para regalarle. Disfrutaba de poder cargar al infante y hablar sobre su hijo. Entre las muchas cosas que contó, recuerdo que dijo haber insistido en estar presente durante el nacimiento y que el bebé pasó directamente de los brazos de la partera a los suyos. Su esposa, al ser muy joven, estuvo débil después de aquel trance. Él se entregó con devoción a cuidar de ella y de su hijo durante semanas.


Entendí que Miguel se reprimía de mencionar  estas cosas delante de su amante para no herirlo, por eso aquellas mujeres se habían vuelto una excusa para ventilar los recuerdos que él consideraba más hermosos. El amor que destilaba en cada palabra, el destello de felicidad en sus ojos y la ternura que irradiaba toda su figura, indicaba que aquel niño lo había salvado de convertirse en un ser en el que sólo existiera resentimiento. Me alegré de que hubiera encontrado alivio a su tremendo dolor por todo lo que Raffaele, su madre y su tío le habían hecho.


En cuanto a su esposa, al hablar de ella no lo hacía como un enamorado, sino como alguien agradecido.  Ciertamente que a Raffaele no le hacía ninguna gracia escucharle hablar de la joven María Luisay del pequeño Rodrigo. Ellos eran una incongruencia en la historia de amor que él deseaba reescribir con Miguel. Aunque, siendo sincero, yo mismo no entendía todo lo que había detrás de su incomodidad cuando salía a relucir  aquella situación.  


Lo que sí entendía era que estaba presenciando una conversación entre mujeres que tenían en común el hecho de ser madres. Yo las observaba fascinado desde el dintel de la puerta de la habitación en la que se refugiaron porque la casa estaba llena de pacientes otra vez. El doctor no podía tomarse muchos días de licencia sin que el frente a su casa se llenara de menesterosos suplicantes.


Al salir para reunirnos con Maurice y Sébastien en la Iglesia, me atreví a preguntarle a Miguel si le hubiera gustado dar a luz a su hijo.


—¿Por qué demonios me haces semejante pregunta? —respondió alterado, pero manteniendo la voz baja ya que estábamos en medio de la calle.


—Porque me he convencido de que el cielo se equivocó al hacerte hombre, cuando estarías tan a gusto siendo mujer.


—Vassili, sé que te parece gracioso pero…


—Lo digo en serio. No me estoy burlando —susurré—. Me gustaría que fueras mujer como deseas.  


—Raffaele se burlaría —se lamentó luego de estar unos segundos en silencio.


—No lo creo. Algún día deberías hablarle de cómo te sientes, así no tendrías tanto miedo de estar a solas con él en la cama. Empiezo a pensar que no es sólo por los malos recuerdos que tiemblas.


—Vassili… ¿Me ves como una mujer en la cama?


—Te veo como quien eres. Siempre te veo como quien eres.


—Esa es la respuesta más evasiva que me han dado. Pero, también, la que me hace más feliz.


—Si estuviéramos en la Habitación de Cristal te lo diría de otra forma.


—Si Maurice y Raffaele te escuchan…


—Espero que no lo hagan. Permíteme dejar claro algo, la forma como te veo no es igual a la manera en que los veo a ellos. Tú eres definitivamente distinto y para mi está bien que lo seas.


—Gracias… por verme y no cerrar los ojos como hacen ellos.


—Ellos simplemente no saben lo que están viendo porque tú no se lo has mostrado con claridad. Dile a Raffaele cómo te sientes. Estoy seguro que su respuesta será que está bien para él. Y si no es así, puedes molerlo a golpes. Yo te ayudaré con gusto —enlacé mi brazo con el suyo y le invité a continuar caminando.


—Eres un tonto —se rió—. Raffaele es tan fuerte que puede con nosotros dos.


—Maurice seguramente nos ayudará. Le encanta patear a Raffaele.


Su risa inundó la calle y yo respiré aliviado. Me había metido en un buen lío al decirle aquello. De nuevo me dejaba llevar y terminaba enredándome en la telaraña. Lo cierto es que no tenía idea de cómo reaccionaría Raffaele si se enterada de que Miguel se consideraba a sí mismo una mujer en el cuerpo equivocado. Temía que el muy bruto no mostrara la más mínima sensibilidad y se burlara destrozando a su ya muy herido amante.


¿Para qué demonios alentaba a Miguel a mostrarse tal cual era ante el hombre que amaba? Supongo que por ser lo suficientemente sabio e intuitivo como para darme cuenta de que era la única forma en que sería feliz. Necesitamos que el amor toque todos los rincones oscuros y las formas más grotescas que poseemos. Vivir con una máscara ante la persona que amamos es asfixiante.


Yo lo sabía bien porque vivía atormentado al tener que ocultarle a Maurice mis infidelidades. Deseaba que fuera capaz de entender por qué no podía dejar de ver a Sora y por qué me acostaba con sus primos a pesar de amarlo a él y solo él.  Claro que primero debía entenderlo yo, y perdonarme a mí mismo  por ser el hombre débil y libidinoso que con mi comportamiento demostraba ser.


Miguel había aprovechado la visita para dibujar al nieto del doctor en los brazos de su madre. Quería usarlos como modelos para el cuadro del nacimiento del Niño Jesús. Yo le había pedido que realizara las pinturas que debían ir en el retablo, él aceptó encantado. Maurice prefería relieves de madera policromadas, pero su costo resultaba excesivo. Lo convencí a duras penas de resignarse a algo más modesto pero no menos hermoso.


Al regresar al palacio los dos primos se dirigieron a Nuestro Paraguay para continuar su tarea. Miguel tuvo la excelente idea de usar a Maurice como modelo para el Ángel Gabriel, este no tuvo más remedio que posar por horas, sobre una silla y en distintas posiciones, hasta que el quisquilloso artista estuviera satisfecho. Raffaele y yo actuamos como simples mirones.  


Husmeando entre los materiales de Miguel, encontré un cuaderno lleno de dibujos de un precioso niño que debía rondar los seis años. Pregunté si era otro modelo para el retablo y respondió que se trataba de su hijo Rodrigo. Raffaele se acercó con sigilo para observar, aquellas imágenes al parecer lo hacían sufrir. Disimuló lo mejor que pudo.  


Había alrededor de cien dibujos. Todos fueron hechos durante el breve tiempo que Miguel llevaba en Francia. Lo muy detallados y hermosos que eran, indicaba en cierta forma lo mucho que era añorado aquel niño.   


—Rodrigo crece muy rápido —comentó Miguel sin querer—. Temo que cuando yo vuelva a España luzca diferente.  


—Siempre se parecerá a ti. Eso no lo dudes —le consoló Raffaele besándolo en la mejilla con ternura—. Por cierto, Théophane ha escrito preguntando por la jornada de cacería…


Lo miré maravillado. Aquello obviamente se lo sacaba de la manga para distraer a su amado.


—Es cierto, teníamos todo a punto antes de que me enfermara —exclamó Maurice saltando de la silla—. Podemos invitar a todos para esta semana.


El entusiasmo empezó a circular entre los tres primos y la melancolía del español quedó hábilmente cubierta gracias al ingenio de Raffaele. Lamentablemente, su irreflexiva manera de resolver las cosas volvió a ponerme en un aprieto: le había sugerido a Théophane que acudiera acompañado de toda su familia y esto incluía a Virginie, la mujer a quien yo más temía en el mundo.


Cuando me enteré, un día antes de que arribaran los invitados, le reclamé a Raffaele su imprudencia contándole sobre el incidente entre su primo y Virginie. Se limitó a reírse a carcajadas de Maurice.  


—No es cosa de risa —le reclamé—. No quiero a esa mujer aquí.


—Perdona, Vassili. No fue mi intención.


—Claro que no lo fue — recalqué con ironía—. Tú solamente quieres distraer a Miguel para que no piense en lo mucho que extraña a su hijo y decida volver a España.


—¡Exacto! ¿Fui tan evidente?


—Lo que siempre dejas en evidencia es que eres un idiota, con razón Miguel no te dice nada de… —me detuve al darme cuenta de que no debía revelar secretos de otros.


—¿Qué dices?


—¡Que eres un solemne idiota!


Raffaele estuvo insistiendo en saber qué le ocultaba Miguel y yo me deleité en torturarlo con mi silencio. Al final los dos dejamos de hablarnos por varias horas. Cuando Maurice se enteró de que Virginie asistiría a la jornada de cacería, fue necesario sujetarlo para que no terminara golpeando a su primo.


—Entiendan que lo he hecho porque quiero reconciliar a Théophane con mi padre —se justificó Raffaele—. Tía Severine hizo que toda la Alta Nobleza repudiara la relación entre el tío y Virginie, y él cree que mi padre también tuvo que ver en eso. Mi padre aprecia mucho al tuyo, Maurice. No es justo que estén enemistados por las intrigas de una abadesa ociosa.


—Bueno…  visto de esa forma…


—Además, ¿cómo esperabas que yo adivinara que te atreviste a besar a tu madrastra? Eso realmente no lo hubiera imaginado jamás.


Las palabras y la risa burlona de Raffaele  renovaron la furia de Maurice. Aquella fue una larga batalla en la que  Miguel y yo nos sentimos como espectadores en el coliseo romano.


El día en que nuestros invitados llegaron, Maurice estaba nervioso y yo agonizaba. Mi amigo saludó a la joven amante de su padre con la naturalidad que fue capaz de simular, la cual resultó ser muy poca. A partir de ese momento los dos desarrollaron un juego privado de cazador y presa, ella buscaba hablarle a solas a cada momento y él la evadía todo el tiempo.


Yo me empeñé en permanecer al lado de Maurice y evitar los avances de la joven. Se veía a leguas que estaba perdidamente enamorada y esto la hacía imprudente. Suerte que todos estaban haciéndose los ciegos ante su drama.


Bernard y Clément también se presentaron. Etienne y François declinaron la invitación, dando como excusa el escaso tiempo que disponían debido a sus estudios. Además de la compañía de estos amigos, pude reencontrarme con mi querida Adeline. Mi admiración por ella creció, se había convertido en una mujer aún más hermosa y plena de lo que ya era.


Verla con cinco meses de embarazo y rodeada de sus tres hijos, Léopold de diez años, Oscar de 0cho y Théophane de tres, me impresionó gratamente. Ahora no sólo era mi ideal de mujer sino la encarnación de una maternidad amable. Miguel se convirtió en su amigo de inmediato y no perdió ocasión para jugar con sus hijos.  Raffaele sufría, su estrategia de distracción terminó teniendo el efecto contrario.


La primera noche todos nos retiramos a nuestras habitaciones temprano para poder levantarnos antes del alba. Yo me encontraba haciendo un sumario del día en mi cuaderno de apuntes, como era mi costumbre, cuando Miguel entró intempestivamente.


—¿Qué haces aquí, Vassili?


—Eso te pregunto yo.


—¿Cómo puedes dejar a Maurice solo teniendo a esa víbora en casa?


—Si te refieres a Virginie, no creo que intente nada durante la noche. Y si lo hace, será peor para ella. Ya sabes cómo es Maurice.


—¡Que idiota eres! No tienes idea de lo que una mujer enamorada es capaz de hacer. Además, nada es más persuasivo que las lágrimas de una linda jovencita, Maurice no sabrá cómo defenderse de sus gimoteos.  


Empecé a inquietarme. Dejé lo que estaba haciendo y lo acompañé a la habitación de Maurice. Raffaele esperaba en el corredor, amparado en las sombras, mientras  vigilaba el territorio.


—Aún no ha lanzado su ataque —dijo respondiendo a una seña de Miguel—. Puede que lo deje para mañana.


—Lo dudo. En la cena estaba devorando a Maurice con los ojos y seguramente ha quedado con hambre.


—¿Y qué se supone que vamos a hacer? —pregunté molesto—. ¿Esperar aquí toda la noche?


—Silencio… —susurró Raffaele señalando una luz que se aproximaba desde el otro extremo del corredor.


Era Virginie. Realmente era ella. Traía un quinqué en una mano y con la otra levantaba un poco su holgado camisón para poder caminar. Tenía el cabello suelto, los pies descalzos y el rostro sonrojado. Era una virgen que venía a ofrendarse sin reservas. Estaba tan hermosa que me llené de temor y odio.


Antes que tocara a la puerta de Maurice, avancé hacia ella. Dio un salto al verme entrar en el halo de luz que irradiaba su lámpara.


—¿Madame Virginie, acaso se ha perdido?


—¡Monsieur Du Croisés! Yo estaba... yo quería…


—Temo que se ha confundido. Esta no es la habitación de Monsieur Théophane. Debe dar vuelta y caminar unos metros hacia allá.


—Yo…


—¿O acaso busca a otra persona? Esta es mi habitación, ¿necesitaba algo de mí?


—No Monsieur, perdóneme. Me he confundido. Buenas noches.


Se marchó corriendo con el rostro encendido por la vergüenza. Sonreí triunfante.


—¡Qué cruel Vassili! —se burló Raffaele


—¡Eres temible cuando estás celoso! —celebró Miguel.


—Después de todo lo que he pasado con Maurice no voy a dejar que nadie más se interponga. ¡Ya tengo bastante con tener a Dios y a la Compañía de Jesús como rivales!


—Me pregunto si Virginie lo intentará de nuevo. Deberíamos hacer guardia —propuso Raffaele divertido.


—Yo me encargo de este asunto. Ustedes pueden ir a dormir.


Toqué a la puerta. Maurice no respondió. Intenté abrir y descubrí que mi amigo no había cerrado. Temblé pensando en que aquella mujer pudo haber entrado sin problemas para mostrarle su delicioso y tentador cuerpo.


—Buena suerte... —escuché susurrar a Miguel antes de cerrar la puerta tras de mí.


Maurice se encontraba en su habitación secreta leyendo. Se sorprendió al verme. Me quité la casaca y la chupa y las fui dejando en el respaldo de un sofá mientras le ponía al corriente de mis intenciones.  


—Virginie estuvo a punto de entrar a tu habitación para seducirte, así que voy a dormir aquí esta noche. Tú puedes seguir trabajando, dormir en el diván o acompañarme en la cama.


—¿Qué dices?


—Que esta noche soy el guardián de tu voto de castidad. No pienso dejar que esa arpía con cara de ángel se lleve lo que yo tanto he buscado.


—No entiendo nada.


—Lo único que debes entender es que voy a dormir contigo esta noche por tu propio bien.


—¡Estás loco! —se levantó y me empujó para obligarme a marchar—. ¡Tú y yo no podemos dormir juntos!


—¡No intentaré nada, sólo dormiremos! Puedes creerme, por favor, confía en mí.


—Vassili, no entiendes. Yo no puedo estar contigo a solas sin pensar en lo que hicimos en el carruaje. Hasta cuando estamos  acompañados, basta con mirarte para sentir de nuevo el deseo de besarte y…


—¿De verdad? —lo sujeté y lo atraje lleno de felicidad—. ¡Yo me siento de la misma forma!


—¡Exacto! —me empujó para liberarse—. Por eso no puedes dormir aquí. ¡Vamos, vete a tu habitación y deja de inventar excusas tontas!


Me sujetó del brazo y, demostrando una fuerza que no aparentaba tener, me llevó a rastras hasta la puerta de su habitación. Yo insistí en que lo hacía para protegerlo, pero él llegó al extremo de llamarme mentiroso.


Cuando nos encontrábamos a unos pasos de la puerta, escuchamos que llamaban suavemente. Maurice me miró perplejo. Lo hice a un lado y abrí para encontrarme con los ojos de Virginie a punto de salir de sus órbitas. La joven trató de hablar sin lograr articular ninguna palabra coherente. Yo mantuve la puerta entornada para que no viera a Maurice y le sonreí con malicia.


—Madame Virginie es la segunda vez que viene a mi habitación esta noche. Parece que realmente desea algo de mí.


—Perdóneme, Monsieur. Yo…


Se mordió los labios y las lágrimas comenzaron a escapársele. A la luz del quinqué pude ver que su rostro estaba tomando un color escarlata intenso.


—Vuelva con Monsieur Théophane y deje de ponerse en ridículo —le dije con severidad—. Maurice tiene una buena impresión de usted, no se arriesgue a perder eso. Él considera aquel beso un error que no piensa repetir.


Se tornó lívida. Estuvo a punto de refutar mis palabras pero cerré la puerta y la dejé sola con su idilio maltrecho en medio del corredor oscuro. En mi corazón no había una pizca de piedad hacia ella. Le temía, la odiaba, deseaba que desapareciera para siempre de nuestras vidas. Así eran mis celos… y así también era mi amor por Maurice.  


 


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