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Y se fue el amor por lizergchan

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Disclaimer: Los personajes de Sherlock Holmes no me pertenecen, sino a su autor Sir Arthur Conan Doyle, la serie “Sherlock” pertenece a la BBC. Este fic lo hice sólo y únicamente como diversión.

Personajes: Sherlock, John Watson y otros.

Aclaraciones y Advertencia: Este fic contiene Slash, angustia y lo que se me vaya ocurriendo, kesesesese.

 

Resumen:Sherlock despertó solo en la cama, como había estado sucediendo en los últimos meses. Después del sexo —si es que llegaba a suceder—, John se levantaba nada más terminar, se daba un baño y se iba a su antigua habitación, dejando al detective con el corazón roto y sintiéndose como una vulgar ramera.

 

 

Beta: Lily Black Watson.

 

OoOoOoOoOoOoOoOoOoOoOoOoOoO

 

 

Y se fue el amor

 

 

 

Capítulo 7.- Los pecados de los padres, no son de los hijos.

 

 

 

 John y Antonio salieron de la cárcel al siguiente día. Mycroft se había encargado de arreglar el asunto para evitar cualquier problema que pudiese afectar la investigación sobre los Donceles, y la noticia de uno de los doctores encargados encarcelado por una pelea callejera, definitivamente era algo que no podía salir en ningún medio.

 

 Antonio se detuvo delante de John, ambos estaban desaliñados, con manchas de sangre en la ropa. El español tenía el pómulo derecho inflamado, el labio roto, sólo por suerte no le había roto la nariz; por otro lado, Watson tenía un ojo morado y la camisa rota.

 

—Hablaré con Sherlock para que, por lo menos te deje ver a los niños cuando nazcan —dijo Antonio, tomando por sorpresa a John.

—Gracias —. En esos momentos, tenía ganas de llorar, ya no le importaba si el otro doctor lo observaba. —¿Por qué me ayudas?—.

—No tengo hijos, pero si los tuviera y me encontrara en una situación como la tuya, querría que alguien me tendiera la mano —hizo una pausa para acomodarse los lentes —. Lo que hiciste no tiene perdón y sé que debería hacer todo lo que está a mi alcance para alejarte de Sherlock y los bebés, pero… —Suspiró. Todo eso era tan complicado, bien podría pedirle a Mycroft desaparecer a John y estaba seguro que éste lo haría, pero eso no era justo para los niños, ni para el mismo Sherlock.

 

 Antonio no era tonto, había visto el anhelo y el dolor en los ojos de su amigo cuando vio a John, lo seguía amando, pese a todo. No era sólo por el hecho de pronunciar su nombre cegado por el éxtasis, producto del sexo, era más por las innumerables veces que le había escuchado susurrar su nombre entre sueños. Sherlock, la persona más maravillosa que Antonio había conocido;  daba gracias a Dios de no estar enamorado de él, pero en cambio, lo quería como a un hermano. De algún modo, fraternal.

 Y por ese cariño que sentía, es que tenía que ayudar a John Watson, porque él era la felicidad de Sherlock. Le gustase o no.

 

—Hablaré con Sherlock, pero no esperes que te acepte de un momento a otro. Le has hecho mucho daño —finalizó Antonio, al tiempo que le hacia la parada a un taxi. —Vas a necesitar esforzarte mucho—.

 

John vio alejarse al español. Las esperanzas de un encuentro con Sherlock aumentaron a medida que el vehículo se alejaba. Quizás, con su ayuda, hasta disfrutar lo que quedaba del embarazo, al lado de Sherlock.

 

 

 

 

—¡Idiota! —gritó Emily nada más ver a Antonio ingresar al departamento de Sherlock. Se acercó a él a grandes zancadas y le propinó una fuerte bofetada, abriendo nuevamente el labio del español y causando que sus heridas le dolieran más.

—¡Dios Santo! Emily, trata de controlarte —le pidió su mellizo preocupado. —¿No ves cómo le han dejado la cara al pobre muchacho?

—Lo que necesita son unos buenos azotes, para que piense antes de actuar —respondió la doctora enojada. —¿Cómo se te ocurre armar semejante alboroto?, ¿tienes idea de lo que pudo costarle a nuestra investigación?, peor aún, ¿a Sherlock?

 

 De pronto, Antonio fue consciente de su estupidez; una mala caída, algún golpe o incluso un susto, podría  causar que el parto se adelantara, poniendo en peligro la vida de su amigo y de los bebés. Qué tonto había sido.

¿Qué clase de doctor era si se dejaba llevar ante la primera provocación?

 

—Está en su habitación. Lin le está haciendo un último chequeo antes de marcharnos —dijo James, y Antonio le hizo un asentimiento con la cabeza a modo de saludo antes de ir al encuentro de su amigo.

 

 Sherlock estaba en la cama, con cara de pocos amigos. La señora Hudson había llamado a los colegas de Antonio, muy temprano en la mañana, preocupada por el percance que el detective había sufrido el día anterior.

 

—Doctora Chong —la aludida miró al español con severidad, pero no dijo nada, no iba a regañarlo frente a un paciente.

—Eso es todo, señor Holmes —dijo Lin con seriedad —. Nos veremos en dos días para comprobar su estado —antes de salir, le dedicó una mirada a su colega —. Cuida bien de él, De la Rosa—.

 

Una vez solos, Antonio se acercó a su amigo. Sherlock estaba molesto; no porque el español se hubiese metido en una pelea con John (de lo cual, llevó la peor parte). Toda la noche tuvo antojo de comer sandía, helado con caramelo y churros, que el hispano no estaba para cumplir y la señora Hudson no se lo proporcionaba como quería.

 

—Sherlock, lo siento, realmente no fue mi intención pegarle a John —se disculpó pensando que ese era el motivo de su disgusto. El detective se encogió de hombros.

—Él te dejó peor —replicó Holmes.

—Vale, pero al menos, le he dado un par de ostias que le ha dejado un ojo morado—.

 

 Antonio pasó el resto de la mañana y parte de la tarde, cumpliendo hasta el más insignificante de los caprichos de Sherlock. La señora Hudson subía cada cierto tiempo para saber el estado de salud del detective.

 Sherlock se pasó la mayor parte del tiempo quejándose de lo aburrido que se sentía; le habían ordenado guardar cama por lo menos tres días, y sólo le permitirían resolver casos que no lo alterarán demasiado, siempre y cuando Antonio fuese mediador.

 El detective bufó por sexta vez en media hora. Acababa de resolver un suicidio que resultó ser un asesinato, desde su móvil (¡aburrido!). Era la hora de la cena y Antonio le llevó la comida a la cama para que no tuviera que levantarse y hacer esfuerzos innecesarios. Esa noche, ambos compartirían sus alimentos en la habitación.

 

—Habla de una vez —dijo Sherlock. Había visto a Antonio actuar raro todo el día; era obvio que quería decirle algo, pero no se atrevía. Antes de ser detenido no estaba así, lo que significa que sucedió algo durante su estancia en la comisaria. Seguramente lo habían encerrado junto a... —¿Qué te dijo John?—

 

 Antonio dejó su plato en la pequeña mesa de noche y miró a Sherlock, debatiéndose en la forma correcta de abordar el tema, ¿cómo decirle que la persona que tanto daño le ha hecho, está arrepentida y quiere remediar las cosas? Siendo sincero consigo mismo; ¿él sería capaz de perdonar algo así? Recordó a su esposa y lo enojado que estuvo tantos años con ella y consigo mismo, ambos fueron idiotas que prefirieron callar a solucionar las cosas.

—Puede verlos cuando nazcan, no se lo impediré —como siempre, Sherlock lo leyó como un libro abierto. Holmes estaba herido (en especial su orgullo). Un animal en ese estado, no permitía que se le acercaran tan fácilmente.

—Habla con él. No cometas un error del cual puedas arrepentirte —dijo Antonio con suavidad —. Comprendo que no quieras perdonarle (y estás en todo tu derecho de no hacerlo), pero, ¿no crees que te mereces un cierre? John fue tu mejor amigo, la persona que amas y el padre de sus hijos, ¿no crees merecer saber el porqué de lo que hizo?

 

¿Necesitar saber? No era necesario que John le dijera nada, él sabía sus motivos; una linda mujer, hijos y una casa, todo común, todo aburrido.  John no quería a un hombre como pareja y mucho menos a alguien como él, un sociópata altamente funcional, que a pesar del tiempo que estuvieron juntos, aún desconocía hasta las más simples formas de comportamiento aceptado por la sociedad.

 

—Hablar con él no te matará, al contrario, podría ser muy bueno para ti —habló Antonio quien se encontraba en la puerta con un gran bote de helado y dos cucharas. Sherlock parpadeó, ¿en qué momento se había levantado?

 Antonio se sentó en la cama, al lado de Sherlock; usando la cabecera como respaldo, le tendió una cuchara al detective consultor, quien, sin consideraciones, le arrebató el helado y comenzó a comerlo, sin intenciones de compartirlo.

—No te estoy pidiendo que lo perdones y vuelvan a ser pareja como si nada hubiera sucedido (Dios, sabe que esa no es mi intención), pero sí que hables con él, por el bien de los niños —dijo Antonio, retomando el tema, pero Sherlock no daba indicios de dar su brazo a torcer. Tenía que cambiar de estrategia —. Además… están los casos que, aunque me divierte mucho ayudarte, no siempre podré hacerlo—.

—Molly lo hará entonces —respondió sin darle importancia al asunto, más interesado en su helado de galletas.

—¿Y cuándo ella tampoco pueda? —Sherlock bufó molesto, pero no dejó de comer su postre.

—Entonces iré solo, no sería la primera vez—.

—Y con lo tozudo que eres, seguro alguien te pega un tiro. ¿Qué harán tus hijos entonces? —Sherlock abrió la boca para responder, pero Antonio se lo impidió —Tus padres y la señora Hudson ya están muy viejitos y no están para andar cuidando críos a su edad. Tu hermano, ¿en serio quisieras que los mellizos fueran criados por él?

 

La sola idea de sus hijos siendo criados por Mycroft, volviéndose una copia de él, hizo que perdiera las ganas de seguir degustando el helado.

—Pensé que tú los adoptarías, si decidía no conservarlos —dijo Sherlock en un susurro. Miró a su amigo, expectante, añorando, deseando saber (para la tranquilidad de su alma), que habría alguien que cuidaría de esos pequeños que aún no nacían, pero que ya amaba con cada fibra de su ser.

 

Antonio sintió que se le partía el corazón; Sherlock se veía tan desolado, triste, como un cachorro al que su dueño abandonó a mitad de la carretera por ensuciar la alfombra.

 

—No hay palabras suficientes para describir lo que siento por ti y por esos niños —dijo el español, acariciando el vientre de Sherlock —. Te aseguro que criaría a Sherly y a Anthony como si fuesen mis hijos, pero, estoy seguro que heredarían tu inteligencia y tarde o temprano me preguntarían por su padre, porqué los abandonó a ti y a ellos, por qué no los quiso. ¿Qué  sucederá cuándo llegue ese momento?, ¿les negarás la posibilidad de conocerlo?… ¿a los dos?

 

 

Sherlock bajó la mirada; acarició su vientre, sus niños se movían, dándole ánimos, apoyándolo. Y entonces comprendió que sus hijos tenían el derecho de conocer al hombre que ayudó a su concepción.

—Bien. Hablaré con John —Antonio sonrío —, pero quiero helado todos los días—.

 El español aceptó sin problemas; un poco de helado no causaría nada grave en la dieta de Sherlock.

 

 

 

 

 John se encontraba en su departamento, frente al televisor encendido, pero sin prestarle atención realmente.

 Su última noche en prisión, junto al otro doctor. Otro, cualquiera en el caso de Antonio De la Rosa, se habría burlado, ignorado o incluso amenazado.  ¿Quién en sus cabales le ofrece ayuda al ex de su novio para que  hicieran las paces?

Tal vez era una trampa.

¡Ridículo!
¿Qué edad tenían, 16? Ambos eran hombres adultos; seguramente, Antonio sólo estaba preocupado por el futuro de los bebés. John sonrió, ilusionado. Imaginaba como serían sus hijos, seguro se parecían a Sherlock, con esos hermosos ojos que cambiaban de color dependiendo de la luz, altos, inteligentes (pero esperaba que fuesen capaces de comprender los sentimientos, propios y ajenos).

 

¿Podría conocerlos? Eso esperaba, ¡Dios! Cómo deseaba poder tenerlos entre sus brazos, cantarles para que durmieran y escucharles decir sus primeras palabras; sus primeros pasos.

Quizás, no podría ser…

Antonio le prometió a John ayudarle, pero Watson conocía mejor que nadie el temperamento de Sherlock y dudaba que le fuese tan sencillo convencerlo.

 

 

 

 

 Sherlock se despertó con el olor del desayuno: huevos, tocino, jugo recién hecho y pan francés. Su estómago rugió; se estiró perezosamente en la cama antes de decidir levantarse e ir al baño a asearse.

 Al dirigirse a la cocina —ya limpio y vestido—, encontró a Antonio colocando algo de fruta en la mesa. Sherlock frunció el ceño al notar que sus experimentos y equipo de laboratorio, ya no se encontraban en su lugar.

 

—La señora Hudson me dijo que la doctora Emily fue quien los guardó, y no trates de buscarlos en el departamento, se los llevó —Sherlock hizo una mueca de fastidio. Aquella mujer era peor que Moriarty, lo había comprobado en los primeros minutos de conocerle.

 Enojado, Sherlock, se arrellanó en su sillón con violín en mano. No necesitaba abrir el refrigerador para saber que las partes de cadáveres también habían desaparecido. Bufó molesto,  no podía ir a casos y ahora, no podía hacer experimentos, a ese paso, se iba a morir de aburrimiento.

 

—La doctora Emily te regresará tus cosas en cuanto des a luz —le aseguró Antonio.

—Aún faltan ocho semanas —dijo Sherlock enfurruñado.

—Bueno, podemos ir a los casos, siempre y cuando no salgas corriendo tras algún delincuente o hagas algo peligroso. Ahora, desayuna antes de que se enfríe—.

—No tengo hambre —Antonio asintió con la cabeza, seguro de que mentía y esperaba el momento de estar solo para comer.

—Iré a ver al doctor Watson; pude averiguar donde tiene su consulta. Ya que has decidido hablar con él, creí conveniente darle unas fotos de las ecos que hicimos la última vez, ¿te parece bien? —Sherlock no respondió, ya había comenzado a tocar ruidosamente su violín, fingiendo ignorar al español, quien sonrió. —Ok. Lo tomaré como un sí. Regresó en unas horas; pasaré a hacer las compras, si se te antoja algo, envíame un mensaje—.

 

 

 

 

 John suspiró pesadamente. No podía concentrarse correctamente en su trabajo, pero debía continuar, regresar a lo que era cuando estaba con Sherlock, ser mejor, por él y por sus hijos. Sus pensamientos se vieron interrumpidos por la voz de la enfermera que le anunciaba la llegada de un nuevo paciente. Al ver entrar a Antonio, no pudo evitar, levantarse de su asiento, tirando su silla en el proceso.

 

—Hola. Buenos días, doctor Watson —dijo el español, sonriendo.

—Doctor De La Rosa —masculló John. —Al parecer, peleó con alguien más —comentó al notar que la mejilla derecha de Antonio estaba más hinchada de lo que debería.

—Un… “regalo” de mi jefa, la doctora Emily, por lo sucedido con usted —respondió sin dejar de sonreír. John lo observó estupefacto,  si  su colega le había hecho algo así, no quería ni imaginar lo que le haría a él, sí llegaba a conocerla. —En fin, venía a entregarle esto—. Antonio, metió la mano en su saco y extrajo un sobre cuidadosamente tratado, se lo extendió a John.

—Es la última eco que le hicimos a los bebés. Pensé darte una copia durante nuestra noche juntos, pero no me pareció correcto sin el consentimiento de Sherlock—.

 

 

 John se apresuró a abrir el sobre, dentro, había dos fotografías de las ecografías en 3D. En una, se podía ver claramente al niño que bostezaba; la niña tenía las manos juntas, igual que Sherlock cuando estaba en su palacio mental.

 John sintió un agradable calorcito recorrerle el pecho; sonrió, olvidándose por completo de la presencia de Antonio, quien lo observaba; pero su alegría duró poco, al pie de las fotos, pudo leer el nombre de los niños: Sherly Holmes y Anthony Holmes.

 

 Anthony… Antonio,  John odiaba ese nombre, ¿pero qué podía decir? Sherlock y él ya no eran nada, Watson mismo se había encargado de destruir tan maravillosa relación.

¿Podía culpar a Antonio por tomar su lugar? John sabía que no, pero eso no impedía que deseará verlo lejos de Sherlock y de sus hijos. Le dolía tanto ver al detective junto a ese hombre, saber que al nacer los bebés, sería al español a quien llamarían padre y no a él.

 

 

—Hablé con Sherlock ayer y está de acuerdo en intentar hacer las paces —dijo Antonio, sacando a John de sus pensamientos y llenándolo de más confusión.

—¿Por qué me ayudas?, ¿es que no te molesta que tu pareja se acerque a su ex, quien es el padre de los hijos que espera?—

Antonio se quitó los lentes para limpiarlos, mientras lo hacía, respondió:

—Si fuera por mí, te metería una bala entre ceja y ceja (a pesar de mi juramento como médico) —se puso las gafas nuevamente y suspiró —. Los hijos no tienen la culpa de los pecados de los padres—.

 El español se levantó de su lugar, dejó una tarjeta con sus datos en el escritorio y se marchó sin mediar palabras.

 

 John se quedó a solo. Observó nuevamente las fotos de sus hijos no natos y sintió deseos de llorar, gritar y golpearse; para esos niños, no sería más que “el donante de esperma”, jamás su papá…

Y dolía.

 Dolía mucho, ¿pero qué podía hacer?, él mismo se había labrado su destino, él y su mal interpretado concepto de familia.

 

La familia tiene muchos rostros, formas y tamaños.

 

 

 

 

 Sherlock se encontraba solo en casa, viendo el DVD que James Griffin le había dado sobre los embarazos masculinos y sus similitudes con una gestación normal. Las contracciones indoloras entre las semanas 25-28, nada de qué alarmarse, ya que el cuerpo se prepara para el alumbramiento, la única diferencia era que en el caso de los hombres, era necesario realizar una cesárea.

 Sherlock arrugó la nariz, mientras observaba como le abrían el vientre a un hombre para extraer al bebé; no es que le tuviera miedo a tal intervención,  ¿no podía ser peor que recibir una bala, o si? No es que le preocupara el dolor, claro que no.

 

“En los últimos dos meses de embarazo y posteriores al nacimiento, es cuando los nuevos padres necesitan más del apoyo de sus parejas. Es importante reafirmar lazos. Este es una etapa sensible, pues el parto puede causar problemas psicológicos, que de no atenderse a tiempo, pueden agravarse”.

 

 Sherlock rodó los ojos, él no era como las demás personas,  él tenía control sobre su vehículo. Suspiró con pesar; en la pantalla, dos hombres (el gestante y su pareja), compartían un pequeño beso, mientras uno de ellos acunaba a un recién nacido.

 La mente del detective no pudo evitar imaginase en esa situación, con John. ¿Qué tan diferente hubieran sido esos meses sí hubiese estado con él desde un inicio… ahora?    Ciertamente, Antonio hacía un estupendo trabajo atendiéndolo, muy pocas veces le negaba algo y nunca le había escuchado quejarse (ni cuando hizo agujeros de bala en su pared o dañado parte de su equipo de laboratorio en algún experimento), pero él no era más que un amigo, en ocasiones, un padre o hermano (que prefería mil veces en lugar de Mycroft), pero no era su pareja y dudaba que en algún momento pudiera verlo como tal.

 

 Se llevó una mano al vientre; la comezón es más molesta ahora que en días pasados. Tomó la crema que Antonio le había dado y se vació medio bote, embadurnándose completamente. Había optado por permanecer en pijama y sólo vestirse si debía ir a sus consultas u obligado a salir a caminar.

 Pronto, se aburrió del DVD y decidió irse a dormir. Había dormido más en esos meses que en toda su vida. Además, le dolían los pies y la señora Hudson era pésima dando masajes.

 

—¿Sherlock? —Molly había entrado sin que la notara, sobresaltando al detective. —. Lo… lo siento—.

 Molly se sonrojó. Sherlock estaba en el sofá, usando su usual ropa de cama (bata incluida), con su redondo vientre completamente expuesto y cubierto por una sustancia  blanquecina.

—Oh, Molly, qué bien que has venido —dijo Sherlock, sonriendo de oreja a oreja —. ¿Te molestaría darme un masaje? Los pies me están matando—.

 

 La pobre de Hooper creyó que se desmayaría; ya no estaba enamorada de Sherlock, se había resignado cuando él y John comenzaron su relación, fue difícil, pero lo había logrado, aunque, eso no significaba que no se pusiera nerviosa cada vez que el detective dejaba lucir algo de su piel desnuda.

 Molly se sentó en el sofá, con los pies de Sherlock sobre su regazo y comenzó a masajearlos. Pasaron alrededor de veinte minutos, ninguno de los dos habló durante ese lapso. La joven observó al detective, su salud parecía estar mejor que nunca, pero aquel brillo en sus ojos, que tenía cuando recién inicio su relación con John y que había desaparecido la última vez que le vio, fue reemplazada por una luz diferente, más hermosa, pero que tenía un dejo de tristeza.

 

 Sherlock gimió, gustoso por el agradable contacto, Molly era casi tan buena como Antonio; tenía unos dedos mágicos. Sin darse cuenta, Holmes comenzó a gemir, complacido, tan sensual y erótico que la pobre chica estaba teniendo problemas para concentrarse.

—Mmm Molly…

 

 

 

 

 Antonio bajó del taxi; había comprado lo suficiente para tres días, pues con Sherlock bajo su cuidado, prefería tener todo lo más fresco posible. Subió las escaleras, la señora Hudson no se encontraba, una pena, pensaba invitarla a almorzar como agradecimiento a su amabilidad.

 

Un gemido lo hizo congelarse en el último escalón, conocía bien esa clase de sonidos y al dueño de ellos, él mismo había provocado muchos a lo largo de los últimos meses. Meditó si debía o no entrar.

 
Sherlock podría estar teniendo sexo con alguien, pero ¿y si se lastimaba?, ¿Qué tal si alguien había entrado y se estaba aprovechando de su amigo?

Antonio dejó caer las bolsas en la entrada y abrió la puerta de golpe.

 

—¡Sherlock!, ¿estás bien? —dijo Antonio desde la entrada. Se detuvo en seco al comprender que su preocupación había sido infundada. —Oh, tenemos visitas —agregó dando un ligero suspiro, levemente sonrojado y tratando de recuperar la compostura al ver a Molly junto a Sherlock, ambos con la ropa puesta.

 

Sherlock observó a su amigo, agitado y apenado, era obvio que el español había pensado que estaba teniendo actos coitales con Molly; su rostro no demostraba celos, más bien preocupación y miedo, seguramente temía que lo estuviesen forzando o algo parecido.

 

—Oh, vaya, tardaste tanto que le pedí ayuda a Molly para satisfacer mis necesidades. Por cierto, ¿ya se conocían? Antonio, Molly. Molly, Antonio —dijo Sherlock con voz aterciopelada.

Ambos se sintieron algo incómodos por el doble sentido de la oración.

—Emm. Es un placer, señorita, soy Antonio De la Rosa —habló el español, después de unos segundos de silencio, le extendió la mano a modo de saludo.

—Mucho gusto. Molly Hooper —dijo aceptando el gesto de Antonio, aunque estaba realmente avergonzada.

—¿Y mis galletas? —dijo Sherlock, bufando por ver su diversión interrumpida tan pronto. Inmediatamente, Antonio se apresuró a cumplir el pedido del detective (aun algo azorado). Le entregó un paquete de galletas veganas que había comprado en una adorable pastelería cerca del consultorio de John.

—Come un par, haré el almuerzo (ya casi van a ser las 2). Señorita Hooper, espero acepte quedarse a comer con nosotros—.

—Cla-claro —aceptó apenada —; pero sólo si me permite ayudarle—.

 

 Antonio asintió y los dos se fueron a la cocina a guardar las cosas y preparar el almuerzo. Sherlock los observó; en el tiempo que tenía de conocer a Antonio, había llegado a meterlo en situaciones embarazosas (frente a Teresa, sus empleados, conocidos o extraños), pero era la primera vez que realmente parecía afectado —y avergonzado—, por ello.

¿Tendría que ver con Molly? Definitivamente. Y todo ese tiempo, Sherlock pensó que Antonio estaba interesado en Teresa, ¡siempre debe de haber algo!

 

 

Continuará…

 

 

 

 


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