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The Nerd's Trouble por Killer Cobain

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Notas del capitulo:

Hombre, que no he escrito en un montón de tiempo, sobretodo ahora que estoy más ocupada con la escuela. Y aún así encontré la ocasión para poder terminar este capitulo (aunque e siguiente ya lo tengo comenzado), así que aquí está xd 

Me da pena ya pedir disculpas por la exagerada cantidad de tiempo que me toma actualizar, pero ustedes deben comprender que a veces no hay tiempo o el ánimo para escribir, aunque suena como mal excusa xd 

Pero en fin, a partir de este capítulo estaré explicando un montón de cosas acerca de un personaje en particular, así que no veremos mucho de Jude y Johnny en un tiempo jeje 

En realidad estaba bastante enocionada por empezar con esta parte de la historia en particular y espero que les guste tanto como a mí me va a gustar escribirlo <3

Pasen y lean entonces c:

Habían pocas cosas que él quisiera en verdad, y ciertamente nunca le había molestado el hallarse como una persona sin demasiadas ambiciones. Quería estudiar lo que le gustaba y quería vivir una vida tranquila, trabajando y estudiando aún más.

No fue hasta que conoció a Jude que empezó a desear un poco más de lo que siempre había rondado en su cabeza.

Llegó a su casa, con el auto y la ropa apestando a cigarrillo y se sintió ligeramente aliviado al saberse solo en su hogar, con sus dos padres trabajando fuera. No tenía hermanos o más compañía además de los peces que nadaban en el enorme tanque decorativo de la sala de estar. Con cierta consideración inconsciente, vació un poco de alimento en el contenedor y golpeteó suavemente el vidrio helado.

No había mucho que hacer ese día y tampoco es como si tuviera las energías para hacer cualquier cosa. Sinceramente, sólo quería dormir.

Dormir todo el día, toda la noche, y todo lo que faltara para volver a la escuela y no tener que saberse solo con sus pensamientos.

Y aun así, ni siquiera quería volver. No quería mirar a Johnny, no quería mirar a Jude. No quería verlos juntos y entender las palabras secretas que se decían cuando nadie los oía, ni las miradas cargadas de sentir que comenzarían a darse, mientras él se sentaba a un lado y pensaba en todo lo que pudo ser.

Su cuerpo comenzó a sentirse más pesado sobre sus pies, a medida que subía y la mirada se le volvía borrosa, como aquella vez que se desmayó en medio de su cuarto después de días de bebida, cigarros y comidas a medias. Estaba casi seguro de que volvería a desplomarse.

Pero no lo hizo.

Cerró con un portazo la puerta detrás de sí, casi arrastrándose por el piso helado hasta alcanzar las sabanas limpias de su cama y dejarse entre las almohadas, aún con los tenis sucios en los pies, las llaves y el encendedor en el bolsillo. La mano se alcanzó el teléfono celular en la parte posterior del pantalón y lo sujetó frente a la cara media oculta en el colchón. Quería llamar a Daniel y oírle hablar de cualquier tontería que tuviera que decir hasta que el malestar de su cuerpo se fuera y le pidiera que lo sacara esa noche a algún sitio. Al final no lo hizo.

Dejó el móvil sobre la mesa de noche, junto a su lámpara, y dejó que la oscuridad de la habitación le aplastara. Odiaba el invierno, el frío de porquería y los días cortos. Le daban una sensación de melancolía tan fuerte, que a veces creía que podría echarse a llorar. Claro que nunca lo hacía.

Extrañaba el verano, en cambio, y las memorias que le traía. Memorias de moretones y humo de cigarro en su cabello, de cuadernos garabateados, y la única ocasión en que sus dedos delgados sujetaron su muñeca esquelética en un suave gesto de afecto.

El invierno solamente le trajo el doloroso adiós.

¿Cuánto tiempo podría permanecer con el corazón roto? Ya había pasado un año.

Y pobre tonto de él, que con cada día que pasaba se había convencido lentamente que lo había superado, y que las cosas estaban volviendo a su lugar de siempre. Pero nunca fue así. Ni siquiera en su intento de decirse que le preocupaba más la felicidad de él sobre la suya y aceptar el hecho de que otros podrían quererle mejor de lo que él hizo (como Johnny lo hacía), de que él podría querer mejor a otros de lo que lo hizo con él (como lo hacía con Johnny).

No. Nunca lo fue. Porque él siempre estaba ahí.

Con el mismo rostro impasible que ahora le miraba sin emoción. Y solo le quedaban los recuerdos de cuando solía tener esa chispa de afecto, de compresión. De cuando le sonreía suavemente cuando lo atrapaba mirándole y no tenía inhibiciones a la hora de estar con juntos. De cuando se dejó llevar en sus borracheras frente a él y la voz le tembló cuando habló de todo aquello que le inquietaba, sin importarle que él le estuviera escuchando. Nunca lo miró llorar ni tampoco recordaba una ocasión en la que se hubiera abierto propiamente en su presencia, pero no lo sintió necesario en el momento.

Porque entonces no quería nada más de él además de eso. Al final, sólo Bill fue el único culpable de su propia miseria. Siempre sería así. Jude jamás tendría la culpa de ello. De nada.

* * *

 

William Donovan despertó esa mañana de septiembre con los pies helados y el cabello alborotado. Se estiró en su cama, bostezando y frotando sus dedos entumidos entre las sabanas finas de su cama. Las mañanas le parecían frías, incluso aunque aún estuvieran en verano.

Pero con el consuelo de que el frío de su cuerpo desaparecería una vez el día transcurriera, Bill se puso de pie, sintiendo el vello erizarse en su nuca y brazos cuando la piel de su espalda y pecho entró en contacto con el aire helado de su cuarto. Con apenas unos calzoncillos encima y sus pantuflas favoritas, arrastró los pies hasta el baño, golpeando la puerta contra la pared. No tenía que cerrarla, la puerta de su habitación tenía puesto el pestillo, nadie le vería desnudo.

Arrojando su ropa interior al piso junto con su cómodo calzado, Bill se adentró en la regadera de agua caliente, con su cepillo dental y el tubo de dentífrico en la mano. No se iba a tomar el tiempo de lavarse los dientes por separado.

Se duchó y cepilló tan rápido como pudo para no tener que soportar más el frío sobre su cuerpo húmedo. Se envolvió en la afelpada toalla, secando su rostro, cuello, torso y demás. Entonces corrió de vuelta a su habitación, directamente hacia su enorme armario y abrió las largas puertas de madera de par en par. Un par de boxers, una camiseta polo a rayas y unos pantalones de mezclilla azul serían suficientes.

Se vistió con prisa, mientras decidía cuál de todas sus costosas chaquetas podría usar ese día, para finalmente meterse en una vieja sudadera Adidas. Ropa simple para un día simple. Un poco de colonia en el cuello y muñecas, gel fijador en su corto cabello oscuro y un poco de vaselina sobre los labios, para evitar que se partieran con el aire seco del exterior. Se calzó sus botas favoritas y después de revisar su mochila, se echó escaleras abajo a la amplia sala de estar de su casa hasta la igual de espaciosa cocina.

Ahí encontró a sus dos padres sentados en la mesa, desayunando y hablando alegremente, antes de ir a trabajar. Su padre, en su acostumbrado traje de tres piezas, y su madre, con una ajustada falda y una camisa de trabajo bien fajada bajo ésta. Ella tenía puestas sus gafas y cruzaba sus largas piernas bajo la mesa, frotando con la punta de sus tacones las espinillas de su padre.

—Buenos días, hijo —le saludó su padre de forma animada, enseguida cayó en cuenta de la presencia de Bill —Apresúrate a comer, hoy tengo que dejarte en la escuela.

—Claro —fue la respuesta del joven, sentándose a la mesa, frente a un humeante plato de huevos con tocino que su madre había preparado. Como todos los días, desayunó en silencio, escuchando toda la conversación acerca de viajes, trabajos y fiestas de sus padres, los cuales reían y bromeaban como si fueran unos muchachos.

Henry Donovan terminaba su café a tragos largos, limpiándose las gotas que se escapaban entre sus labios claros con una servilleta de tela. Sonreía apenado a su esposa y a su hijo, quienes lo miraban con reacciones diferentes. Ella reía burlona, mientras que Bill se mostraba indiferente, como de costumbre.

Al joven siempre le pareció curioso tener exactamente el mismo rostro que su padre, con la única diferencia notable de un par de arrugas alrededor de los ojos y la boca del hombre, las diversas canas entre sus mechones castaños y la barba que iba y venía, a veces sólo un bigote, a veces unos cuantos vellos al ras de la piel.

Pero al tiempo que la cara de su padre revelaba una personalidad alegre y relajada para sus cuarenta y seis años de edad, Bill era un niño serio, taciturno, incluso tosco. Tanto a Henry, como a Charlotte, su madre, les preocupaba un poco, siendo que ambos relucían por su afabilidad y su actitud juvenil perpetua. Su hijo parecía ser el que estaba cerca de los cincuenta y no ellos.

Aunque finalmente, los dos se consolaron diciendo que había salido a su abuelo paterno, un viejo callado y severo, y que no debían tratar de cambiar la forma de ser de su primogénito.

— ¿Listo, hijo? —le preguntó enseguida notó el plato vacío, poniéndose de pie y alisándose la corbata. Bill se apartó de la mesa y limpió los residuos de comida de su cara.

—Supongo que sí.

—Muy bien, vámonos —el hombre revisó la hora en su caro reloj de pulsera, y sujetando su maletín con la otra mano, rodeó la mesa de madera y plantó un sonoro beso en los labios pintados de rojo de su esposa —Nos vemos, bonita, suerte en el trabajo.

—Lo mismo digo —respondió la rubia mujer —Nos vemos, cariño, con cuidado.

Bill respondió al saludo de su madre con un gesto de la mano y siguió el paso de su padre, mientras atravesaba la espaciosa sala y cruzaba el marco de la puerta al exterior. Era un día seco y de cielo despejado, pero no podía importarle menos al muchacho.

Henry abrió la portezuela del mismo Mustang blanco del 2010 que usaría siempre, arrojando el maletín al asiento trasero y subiendo los seguros de todas las puertas; —Sube rápido, Billy.

Sin decir una palabra, el joven acató la orden y entró en el auto, dejándose caer en el sillón de cuero oscuro, acomodando sus largas piernas delgadas bajo el tablero, incomodo por la falta de espacio. Movió un poco el asiento y sujetó su mochila contra su estómago.

Cerró los ojos al mismo tiempo que echaba la cabeza hacia atrás y escuchaba el suave rumor del motor al ser encendido, y la forma en la que su padre tarareaba alguna cancioncilla de comercial de televisión mientras conducía en reversa sobre la acera manchada de aceite y césped.

William Donovan tenía escasos dieciséis años, y para el disgusto de sus padres, amigos y novias, parecía un viejo de cincuenta.

Toda la escuela primaria fue un niño callado, más no tímido o idiota. Al contrario, era brillante. A las niñas les gustaba su rostro bonito y a los niños les agradaban sus modos toscos y fuertes.

La secundaria no fue diferente. Las chicas se pegaban a él como moscas en miel, y los niños más escuálidos y tontos se le acercaban en busca de su protectora amistad.

Pero nada le interesaba del todo.

Quizá la única cosa que le entretenía en esos días era estudiar física, mirar programas de televisión violentos o asquerosos, y ponerse a leer todo tipo de libro que cayera en sus manos, desde novelas, hasta libros de divulgación científica, revistas pornográficas y comics. Bill solía decirse que si entonces hubiera dejado a alguien acercarse a él lo suficiente, se habrían dado cuenta que él simplemente era un niño muy raro con dinero y un rostro atractivo.

Y contrario a lo que la mayoría de sus compañeros, vecinos y pocos amigos creían, apenas y tuvo un par de novias desde los catorce años. Siempre las niñas más bonitas de su grupo o de su vecindario, pero ninguna podía soportarlo más de algunos meses. Su actitud indiferente y poco atenta las hartaba al punto de disgustarlas lo suficiente para terminar sus fugaces relaciones en gritos y lloriqueos de chicas no mayores que dieciséis años.

A Bill siempre le había dejado un gusto amargo el ver reaccionar a las niñas así, no del todo enterado de que provocaba tales reacciones. Aun así, solía superarlo rápidamente y para cuando lo notaba, ya había una nueva chica sentada junto a él, mirándole con ojos embelesados. Sólo para terminar igual, una y otra vez.

Finalmente la secundaria terminó, y se sintió frustrado al pensar que aún tendría que pasar otros tres años de escuela aburrida antes de entrar a la universidad. Él sólo deseaba volverse un físico famoso, construir su propia y enorme casa lejos de sus padres y de la gente, encerrarse ahí y no tener que hablar con nadie otra vez.

“¿Ya revisaste los folletos de escuelas privadas, cariño?” le preguntó su madre un día de esos en los que se encontraba tirando sobre el sofá de su amplia sala, leyendo uno de esos tontos libros sobre datos asquerosos.

“¿Por qué debería?” respondió sin darle importancia, ni siquiera preocupándose por mirar a su madre a la cara.

“Bueno, la secundaria está a punto de terminar y aún no nos has dicho nada. Tenemos que apresurarnos para inscribirte en una escuela decente, cariño” Charlotte se había dejado caer junto a su hijo, cuya cabeza descansaba sobre los mullidos cojines del sofá. Acarició cariñosa el cabello castaño de su primogénito.

“No creo que yo quiera ir a una preparatoria de esas privadas, llenas de tipos refinados y presumidos. Me hartaría en menos de una semana” el joven de ojos grises se puso de pie, apartando la mano de su madre y alisó su floja camiseta de basquetbol “Iré a la casa de Daniel, regreso en un rato”.

Abandonó la casa sin despedirse, cómo acostumbraría hacer los siguientes sesenta y tres años, hasta su muerte por un derrame cerebral.

No necesitaba recorrer mucho camino en el elegante vecindario en el que vivía para llegar a la aún más grande casa de su buen amigo Daniel Grant, la única persona que conocía y con la que se llevaba casi desde la infancia.

Recordaba que aquella mañana de abril, unos meses antes de terminar la escuela secundaria, encontró al rubio joven en el patio de su casa, recostado sobre una larga silla plegable a la sombra de una ancha sombrilla de jardín. Tenía el teléfono celular entre las manos y a cada cierto momento se llevaba un vaso de limonada a los labios.

Daniel se percató de la presencia de su amigo, en la acera frente a la alta verja de su casa, y con un ademán de la cabeza, le dijo que pasara. No había candado alguno en la entrada.

Bill caminó hasta él, apreciando ligeramente los arbustos con formas de cisnes y los rosales a sus alrededores. Tenían un aroma muy agradable y a él siempre le había gustado olerlo cada vez que pasaba a la casa Grant.

Una vez cerca de su amigo, el muchacho le hizo el gesto de que podía recostarse en la silla a su lado. Bill se limitó a sentarse, con las piernas abiertas y el cuerpo inclinado al frente.

— ¿Quieres un vaso de limonada? —no hubo un saludo formal. Jamás los había.

—Claro —dijo mientras asentía. Había bebido un montón de gaseosa en casa, pero a su cuerpo hambriento por azúcar no le interesaba. Una vez una de las sirvientas de la casa trajo el gran vaso de bebida helada ante la orden del joven Grant, Bill se dedicó a beber y a pensar dudosamente en lo que estaba a punto de decir —Oye Daniel, ¿ya sabes a qué preparatoria vas a ir?

—Tengo un par de opciones, pero no estoy del todo seguro —Daniel hablaba sin apartar la mirada de su teléfono celular, algo que a Bill no le molestaba en absoluto —Pero estaba pensando en la escuela Roosevelt.

— ¿Roosevelt? ¿La que está en la calle Everdeen? Está un poco lejos de aquí —musitó con ligera sorpresa.

—Diez minutos en auto. No es tanto —le echó una mirada seria sobre el móvil frente a su cara, le dio un trago a su limonada y regresó a la pantalla brillante — ¿Tú ya pensaste a dónde irás?

—Ni idea, quizá a otra escuela privada —resopló rendido. Bebió rápidamente el último trago de limonada en su vaso, lo colocó cuidadosamente junto a la pata de la silla y finalmente se dejó caer en el respaldo de ésta. Se cubrió la cara con las manos, y se estiró cómodamente en su lugar, revelando sin querer su estómago blanco —Pero la verdad ya me aburrió.

— ¿Por qué no vas a ella conmigo? —Daniel bajó las manos lentamente, descansándolas con todo y teléfono sobre su pecho, para mirar a su amigo acostado. Bill apartó los brazos de su rostro y abrió los ojos —Si no se te ocurre ninguna otra opción, o ninguna te gusta.

—No sé si les agrade a mis padres —masculló dudoso —He ido a colegios privados desde siempre, y uno creería que quieren que siga así hasta la universidad. Pero no sé.

—Considéralo bien —Daniel regresó a mirar fijamente su teléfono —Si es que de verdad ya estás aburrido de otros niños ricos —masculló, ignorando la condición propia. Sabía con seguridad que para Bill, él era su amigo a diferencia de los jóvenes con los que solía rodearse sin querer.

Bill se quedó pensativo ante aquello. Poniéndose de pie, le dijo que lo pensaría bien en esos días. No se despidió y regresó por el mismo camino que recorrió para llegar a hasta él.

Cuando volvió a su casa, estaba casi decidido a entrar a aquella escuela pública. Daniel nunca había asistido a una escuela privada porque a sus padres les parecía que era igual ir a una pública, con la diferencia de que tenías que pagar mucho más.

El padre de Bill, por el contrario, había asistido a escuelas privadas desde el jardín de infancia hasta la universidad. Y siendo así, planeaba que las cosas fueran en el mismo modo para su primer y único hijo.

Bill lo había aceptado bastante bien, sin mostrar entusiasmo pero sin objeciones. No buscaba otra cosa además de estudiar y continuar aprendiendo. Eso, hasta el último año de secundaria, en el cual se halló tan hastiado de las niñas bonitas ricas y los muchachos guapos, que caso quiso sacarse los ojos. Ninguno parecía importarle en verdad su futuro, seguros en el hecho de que sus padres acaudalados les mantendrían toda la vida, o les pagarían un buen colegio si no eran capaces de entrar a uno por méritos propios.

Esa tarde, Bill volvió a casa con una idea bien sembrada en la cabeza, y el ceño fruncido, no molesto, sino pensativo.

Para cuando dieron las cinco de la tarde, el muchacho se sentó en la larga mesa del comedor junto a sus padres, para cenar con ellos.

“¿Ya sabes a qué escuela irás hijo?” le preguntó esa vez su padre, que le miraba con acostumbrada expresión risueña. Su madre intercalaba la mirada entre el rostro de su marido y el de su serio hijo.

“Sí, en realidad” respondió, para la sorpresa de la señora Donovan. Ambos padres se vieron a los ojos, creyendo que ya sabían la respuesta.

“¿Ah sí? ¿A cuál?” su padre le sonrió con toda intención de animarle a hablar.

“A la preparatoria Roosevelt” respondió con tranquilidad, mirando a su padre a la cara y llenándose la boca con pollo frito casero.

Sus padres disminuyeron las sonrisas en un gesto de desconcierto, buscando en sus archivos mentales cualquiera que fuera la escuela privada con ese nombre.

“¿Roosevelt? No me suena” su madre le sonrió inquisitiva, y el rostro de Bill no daba mostraba mucho.

“Es la escuela a que Daniel irá. Es publica y está como a unos diez minutos en auto de aquí” hablaba con tono quedo, sin provocaciones, esperando a cualquier indicio de molestia que pudiera formarse en las caras siempre alegres de sus padres.

“¿Una escuela… pública?” su padre lo pronunciaba como si su Bill acabara de decirle que planeaba volverse bailarín exótico.

“Sí, lo es” Bill terminó de comer, y con movimientos rápidos, se retiró de la mesa. Para el joven Donovan, aquella conversación a medias zanjó el tema, no habría más discusión.

Y en realidad no la hubo.

Al día siguiente, su padre le preguntó por la dirección exacta de la preparatoria a la que quería asistir, y él se la dio. Le pidió todos sus documentos importantes y salió de la casa en su auto casi a las nueve de la mañana, para regresar cuatro horas más tardes con una pizza en el asiento del copiloto y el aviso de que su hijo estaba inscrito en aquella escuela. Bill comió pizza, bebió otro montón de gaseosa y masculló un áspero “Gracias” entre dientes ante la mirada cariñosa de su progenitor. Tiempo después se lamentaría no haber sido más efusivo con su agradecimiento, pero su padre lo conocía bien. No llegaría más lejos que eso, Bill no era un hombre hecho para las emociones intensas, solamente para los esbozos de éstas.

Aun así, apreció con sinceridad que sus padres hubieran aceptado su decisión con tal tranquilidad. No hubo intentos de buscar más razones a ello que el mero deseo de asistir por primera vez a la misma escuela que su mejor amigo. Tampoco lo bombardearon con constantes preguntas sobre si estaba realmente seguro ni trataron de convencerlo de pensarlo dos veces, buscar otra opción o simplemente obligarlo a asistir al colegio que a ellos le pareciera adecuado. Lo dejaron hacer las cosas cómo a él le parecían.

Para cuando finalmente llegó el día de vestirse y prepararse para asistir a su nueva escuela, Bill lo tomó con natural indiferencia. Sus padres lucían más emocionados (y preocupados) que él. Henry no paró de hablar de lo muy interesante que le parecía todo aquello, que esperaba que las cosas fueran geniales para él en ese día y que se lo contara todo al regreso. A él no podía importarle menos las palabras de su alegre padre y lamento no haber buscado lugar en el turno vespertino, porque estaba harto de despertar tan temprano para ducharse en el clima helado.

Pero aún con su acostumbrada mueca de apatía, podía admitir para sí mismo que muy en el fondo, sentía cierto destello de interés. Estaba ligeramente emocionado.

Siempre le había parecido que en las escuelas privadas no había mucha variedad de nada. El dinero y la posición social los moldeaba a todos casi del mismo modo, y hablar con una chica ahí, era hablar como con veinte de ellas en la misma escuela. Y era igual con los varones.

Estaba casi seguro (y por Dios que lo deseaba) que en una escuela pública como aquella, podría encontrar todo tipo de nuevas personas.

Al final, Bill no se equivocó.

Y esa misma diversidad que tanto anhelaba, lo llevó a conocer a Jude Black.

* * *

No escuchó las últimas palabras de ánimo que le dio su padre una vez bajó del automóvil, y apenas agitando un poco la mano en el aire, se despidió de él. Se subió el zipper de la sudadera hasta el cuello, rozándole la barbilla cuadrada cubierta de barba naciente, muy fina.

Se quedó de pie unos minutos, apreciando la antigua escuela que se erguía frente a él. Tres edificios grisáceos, cuyo color opaco contrastaba con el intenso verde del césped húmedo que rodeaba las construcciones. Había un par de árboles entre los edificios y junto a un montón de mesas de concreto en el patio.

Pensó que no había mucha diferencia entre las escuelas privadas y aquella, quizá sólo que el estacionamiento estaba lleno de autos caros y los muchachos usaban uniformes ridículos. Ahí todos estaban vestidos diferente y eso le daba cierto sentimiento de alivio. Siempre creyó que el uniforme de saco rojo y pantalones rectos negros de la escuela anterior se le veía estúpido. Estaba más cómodo con los jeans deslavados y las chaquetas viejas que tanto se negaba a tirar.

Sin darse más tiempo para pensar, recorrió el pequeño camino de concreto desde la entrada de la escuela a los escalones al primero edificio. Notó inmediatamente como llamaba la atención entre todo tipo de alumnas. Las mayores, las de nuevo ingreso, las feas sin oportunidad con él, y las chicas bonitas que le interesaban. Los hombres también le miraban, pero con intenciones totalmente diferentes (al menos, en la mayoría). Revisó la hora en su teléfono celular para percatarse que era lo suficientemente temprano para darse un tiempo de explorar un poco el patio de la escuela.

Regresó sobre sus pies sólo para caminar hasta una especie de tiendecilla que había afuera, llena de comida basura; pastelillos, refrescos, dulces y demás cosas. Sabía que la escuela tenía cafetería en el edificio donde estaban la mayoría de los salones de clase, así que no entendía del todo el punto de tener un pequeño puesto ahí afuera. No se lo cuestionó mucho y prefirió comprar un paquete con dos pastelillos rellenos de crema y comerlos frenéticamente. Adoraba el azúcar, y poco parecía importarle correr el riesgo de obtener diabetes.

Se limpió la cara con la manga de su chaqueta y se echó a correr de vuelta a la escuela.

La encontró ciertamente diferente a los colegios privados a los que iba. Menos cuidada, más llena de alumnos, con casilleros que lucían golpeados o mejor cuidados que otros. Las luces eran casi amarillentas y las losetas del piso relucían bajo sus pies. Los oídos se le llenaron del parloteo de los alumnos, las puertas que se cerraban y abrían, y el chirrido de las suelas de zapatos sobre el suelo. Se sentía algo de calor entre los muchos alumnos que caminaban en los pasillos y el mar de aromas era impresionante. Apestaba a colonia y perfume, a cloro y limpiador de pisos.

Todo aquello golpeó los sentidos de Bill con agradable sorpresa. Miró a gente diferente, gente autentica. Quizá habría un montón de niños bonitos superficiales, pero no le molestaba. Era mejor sólo un puñado de ellos que una escuela llena. Sonrió para sus adentros, y haciéndose paso entre los jóvenes de diferentes edades, llegó hasta el pasillo donde sabía que se encontraba su primera clase, según el mapa que le habían dado a su padre. Su primera clase era matemáticas, precisamente su materia favorita.

El tiempo había volado mientras él se distraía con las maravillas de una preparatoria pública. Faltaban apenas unos minutos para el inicio de la primera clase y se apresuró a escoger un asiento rápidamente. Nunca le había gustado estar hasta atrás, ni en el frente, así que se decidió a estar en los pupitres del medio. No tardó mucho tiempo para que Daniel atravesara la misma puerta por la que él había llegado y se sentara junto a él.

—Me gusta este lugar —masculló en voz baja, enseguida Daniel estuvo a su lado.

—A mí igual —le respondió su amigo, y sin perder tiempo se sacó el teléfono celular del bolsillo —Pensé que estaría más sucio, pero creo que es decente.

Bill río ligeramente y le echó una mirada al resto del grupo. La mayoría lucían bastante normales, dos chicas realmente bonitas, las demás entraban en lo promedio y un par de tipas poco agraciadas. Había más hombres que mujeres en el salón, y a Bill le pareció que ninguno era interesante, excepto por el chico de rubio en puntas que llevaba una camiseta de Star Trek. Hablaba con animosidad a otros dos jóvenes del mismo aspecto flacucho que él sobre una película de horror que había visto y a Bill le dieron ganas de acercarse a oírle.

Mantuvo una conversación amena con Daniel sobre lo grande que era la escuela en comparación a las privadas a las que había ido, y su amigo rubio río con un dejo de ternura ante la emoción que representaba en Bill estar en una preparatoria tan aburrida como aquella. Para Donovan todo aquel lugar era algo nuevo, y a Daniel le resultó más curioso de lo que era. Se encogió de hombros con una sonrisa, y Bill le respondió con un gesto parecido.

Todo hasta que un alto hombre de cabeza calva, y delgadas gafas grises atravesó la puerta. Llevaba un montón de libros bajó el brazo y una pequeña lapicera.

—Muy buen día jóvenes, soy el señor Simmons, su maestro de biología —decía el hombre, al tiempo que dejaba sus útiles sobre el escritorio y se apresuraba a anotar su nombre en la pizarra. Todos los alumnos guardaron silencio y pusieron atención, aunque aún se escuchaban algunos murmullos en el fondo del salón —Sé que es su primer día de clase, así que antes de iniciar con la lección de hoy, haremos una presentación de cada uno de ustedes, ¿está bien?

Todos asintieron, mientras el maestro se recargaba en el borde del escritorio, haciéndose entre las manos de la lista con el nombre de los alumnos.

—Muy bien, diré sus nombres por el orden de lista y ustedes…

—Ah, buenos días.

Y esa fue la primera vez que Bill le miró.

Recordaba haber girado instintivamente el rostro en dirección de la puerta, de dónde provenía aquella peculiar voz grave.

Y lo primero que encontró en la entrada al aula fue un choque de colores hecho persona.

Era un joven alto, delgado y extremadamente pálido. Pero su rostro le resultaba demasiado inusual, incluso para su voz masculina. Los ojos enormes, redondos y purpuras, la boca rojiza y la fina nariz que se pronunciaba entre sus mejillas de manzana.

Pero aun así aquellas facciones suaves y delicadas le parecían tan fuera de lugar en toda su persona, de ropas holgadas y descoloridas, de manos cuyos nudillos se veían rojos y heridos, y de cabello profundamente negro, corto y desordenado alrededor de su cabeza.

Recordaba como aquel enigmático muchacho mostraba un gesto tan serio que lo puso ligeramente nervioso. Y también recordaba bien el extenso moretón que le bajaba por el cuello hasta perderse bajo la camisa negra de botones.

— ¿Puedo pasar? —masculló con voz tenue, tímido ante la mirada del maestro y los ojos fijos de la clase de más de treinta adolescentes.

—Por supuesto, tome asiento —el maestro señaló uno de los últimos dos pupitres vacíos, que estaba justamente a dos filas de distancia de donde estaba sentado Bill.

Bill se le quedó mirando un momento más, interesando en el aspecto tosco del muchacho. Pero pronto regresó su atención al maestro, mientras él hablaba nuevamente.

—Cómo decía jóvenes, los llamaré a todos por medio de la lista, y enseguida lo hagan, ustedes dirán “presente”, se pondrán de pie y dirán en voz alta como les gusta que les digan y algunas actividades que les guste hacer. Todo esto, claro, para que vayan conociéndose entre ustedes, ¿les parece?

Nadie objetó y el profesor se limitó a acomodarse el puente de las gafas sobre la nariz y empezar a leer con voz fuerte y calma.

Bill escuchó el nombre de todos, les miró ponerse de pie y hablar, sin sentirse realmente atraído por nada de lo que ninguno de aquellos muchachos decían. No pasaron muchos alumnos antes de que le tocara levantarse al chico del moretón.

—Jude Black —vociferó el maestro ante la clase, y enseguida se encontró con el joven pálido poniéndose de pie.

—Soy Jude Black, y… —se quedó callado un momento, pensado —Sólo me gusta que me digan Jude. Me gusta leer, las matemáticas, la química, mirar televisión y escuchar música.

—Muy bien, Jude —el maestro sonrió tenuemente y el chico se sentó de nuevo.

Bill se le quedó mirando un rato más, con su nombre en la punta de la lengua. No le pareció más interesante que los demás, más allá de su desaliñada apariencia.

Un par de alumnos más, de entre los cuales solo miró a las chicas bonitas con atención, y finalmente escuchó al profesor decir su nombre en voz alta.

—Soy William Donovan, pero todos me llaman Bill. Me gusta mucho leer, jugar videojuegos, mirar vídeos en Internet y salir a la calle.

Se quedó de pie unos cuantos segundos, y regresó a su lugar una vez terminó de hablar, mirando fijamente al maestro. El hombre calvó le ofreció el mismo gesto de aprobación y se dejó caer sobre su pupitre, hojeando desinteresadamente el cuaderno entre sus manos. Se puso a hacer garabatos entre las páginas, aburrido de escuchar nombres de personas que no le importaban. Ni siquiera tenía que escuchar a Daniel, porque a él le conocía de ida y vuelta.

Lo único que entonces le llamaba la atención era la forma en la que aquel chico, Jude, se notaba tan fastidiado como él. Le miró jugueteando con el anillo plateado que llevaba en el dedo, el cual se había sacado sólo para entretenerse con él mientras el maestro llamaba a los demás chicos.

Deseaba un poco poder mirarle la cara, puesto que desde el asiento donde estaba apenas y podía apreciar la enmarañada melena negra que se cargaba, y el largo cuello de marfil del muchacho. El moretón se notaba reciente, con aquel intenso color oscuro, y se preguntó por qué el maestro no le cuestionó por él. ¿Sería uno de esos muchachos que sufrían de abuso en el hogar, cómo los que salían en la televisión? No sabía, pero tenía apariencia de que quizá lo era.

Una vez las presentaciones terminaron, el profesor Simmons se apresuró a tomar un trozo de gis entre los dedos y escribir el tema de la clase de ese día en la pizarra a sus espaldas. Ese día hablarían sobre los ecosistemas del planeta, y mientras daba la lección, les explicaba que pronto tendrían que ir a recoger los libros que la escuela les daría para las clases.

Entonces Bill se olvidó de aquel muchacho Black, y se enfocó en la clase.

* * *

Dos horas de clase, que en realidad estaban reducidas a una hora y cuarenta minutos. Tenían veinte minutos entre las clases para descansar un poco.

Bill revisaba los apuntes del día, mientras el salón se iba vaciando y llenándose de otros alumnos. Volvió el rostro a donde se suponía que Daniel estaba sentado, para encontrarse con una figura borrosa levantándose a toda velocidad.

— ¿Daniel…?

Su amigo rubio corrió entre las filas y los chicos que abandonaban el salón, hasta posicionarse a un lado del muchacho de cabello negro y ojos violetas. Él seguía muy enfrascado escribiendo en su cuaderno, y Bill alcanzó a notar la mueca de disgusto que se sembró en su rostro bonito cuando se encontró con Daniel Grant de pie junto a su pupitre.

Bill no pudo escuchar la conversación de aquellos dos debido al barullo que envolvía la habitación, pero bien podía percibir el desagrado en Jude. A Daniel sólo podía verle la espalda ancha.

Eso hasta que finalmente se dio la vuelta, y volvió a su lugar para guardar todo dentro de su mochila. Bill decidió no decirle nada, y salieron juntos del salón. Jude iba frente a ellos, pero al salir al pasillo, el chico pálido tomó un camino diferente a ellos.

— ¿Lo conoces? —preguntó mientras subían las escaleras que daban al segundo piso. Daniel, quien inmediatamente había sacado su teléfono del bolsillo, le volteó a ver.

— ¿A quién?

—Al chico ese, Jude.

—Ah —la expresión de ligero desagrado de su amigo lo desconcertó —Sí. De la escuela primaria y la secundaria. Fuimos en el mismo grupo desde siempre, parece.

— ¿Y eran amigos? —preguntaba sin apartar la mirada del rostro de su amigo.

—No, él no tenía amigos —Daniel elevó la cara lejos de la pantalla de su móvil y sonrió sarcásticamente ante Bill —Era muy raro. Casi tanto como tú.  

Bill no se lo tomó a mal, pero tampoco dijo nada. Pensó un poco de ello y se dijo que debía estarle mintiendo. Era un muchacho guapo, de la clase que siempre tenía amigos.

Sí, Daniel le estaba mintiendo, se dijo entonces.

 

 

Notas finales:

Cualquier aclaración, crítica o comentario que quieran hacer, dejen un review y con gusto les responderé <3

Gracias por leer uvu


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