Estaba demasiado agotado. Ampollas dolorosas habitaban sus pies, manos y rostro, donde el sol y los elementos lo habían quemado y dañado durante días. Tenía hambre, pero incluso antes de pensar en los alimentos, su mente solo pedía un poco de líquido.
Aun así el joven pelinegro se negaba a rendirse. Se aferraba a la vida con uñas y dientes, desesperado, agotado, pero aún demasiado terco para simplemente dejarse morir y convertirse en comida de los animales.
Expulsado de su propia tribu, el hombre sabe que fue una condena a muerte indirecta. El desierto es lo único que le rodea y el agua que le dieron cuando lo obligaron a marcharse solo le alcanzó para unos días.
Finalmente sus rodillas no pueden soportar más el peso de su cuerpo y se doblan, tirándolo de bruces en un montículo de arena.
¿Para que aferrarse tanto?
Suelta un suspiro, consciente de que hay pájaros en el cielo sobre el, esperando el momento en que muera para comerlo. Al menos alguien será feliz.
Escuchando el latido de su corazón, finalmente se desesperó lo suficiente como para permitirse llorar. El sacrificio de sus padres había sido en vano.
Todo sería en vano.
-por favor… que alguien me ayude.
Sollozó a la nada con sus últimas fuerzas.
Quiero vivir.
Cerró los ojos, tratando de resignarse a que ese lugar sería su tumba, cuando siente una briza de aire fresco acariciarle el pelo. Se obliga a abrir los ojos de nuevo.
Sobre una piedra en la que no se había fijado antes, hay dos figuras.
Se sorprende, porque hay un enorme pájaro azul frente a él. Sus alas son enormes y puede alcanzar a distinguir tres colas doradas que se arrastran por el suelo del desierto varios metros. La luz se refleja en el, haciendo parecer que son llamas… espera… en realidad son llamas.
No entiende muy bien lo que sucede hasta que ve al otro acompañante.
Un dragón de tierra.
Es azul, de un tono mucho más oscuro que el ave, pero brillante. Un par de ojos verdes rasgados lo miran con severidad y las escalas de su cuerpo parecen tan duras como cuentan las leyendas. Capaces de romper espadas y hacerlo inmune a casi cualquier ataque.
Entonces llega a su mente la leyenda.
Los guardianes de la tierra paradisiaca.
Moby Dick.
El lugar donde todas las criaturas y seres mágicos habitaban unas con otras hasta el final de los tiempos. Que se decía que estaba oculto en algún lugar recóndito del enorme desierto de Jaya.
Habían respondido a su llamado.
Lucho por encontrar una posición menos rastrera y se acomoda hasta que sus rodillas sostienen su peso, ayudadas por sus manos clavadas en la arena.
Los mira, con determinación y desesperación, haciendo su suplica.
- g-guardianes… por favor, sálvenme.
Inclina la cabeza en sumisión, esperando la respuesta.
El primero que se mueve es el fénix, estando aún más cerca que él, agachando su cabeza hasta que está justo en frente de la del muchacho moribundo.
-¿Qué nos darás a cambio, yoi?
Ace devuelve la mirada y ve que el dragón se acerca también, interesado.
- cualquier cosa que pidas de mí y yo pueda otorgarlo a ustedes libremente.
Él sabe que una súplica no puede ser tomada a la ligera. No puede ofrecer algo que no pueda dar. Sería un insulto tratar de comprar el favor de los guardianes con mentiras, las cuales ellos verían en un instante.
El dragón azul deja salir su lengua bífida y prueba el aire a su alrededor. Luego asiente satisfecho. El fénix hace un pequeño canto.
- tu cuerpo- habla por primera vez el dragón
- también tu lealtad- dice el fénix y sus llamas son más brillantes ahora
Finalmente los dos exhalan la última condición.
- queremos tu razón para vivir.
Para siempre.
No suena mal, bastante justo, es lo que piensa Ace (está a punto de morir después de todo) y suplicarle a estas bestias míticas es mucho mejor que pedir la misericordia de su propio pueblo, que destruyó su familia y lo envió a su muerte.
Extendiendo sus manos hacia ellos dice:
- mi cuerpo, mi lealtad y mis razones para vivir pertenecen a ustedes para siempre. Lo juro.
Levanta la mirada, sosteniéndola ante ellos, demostrando su firme determinación.
Después de lo que parecen horas ambos asienten, aceptando su ofrenda.
Las llamas del fénix se lanzan hacia él, y le rodean, metiéndose por sus fosas nasales y su boca abierta. No estaba siendo quemado vivo pero era extraño, sentía sus heridas y ampollas desaparecer, así como su hambre, sed y fatiga.
El dragón también estaba haciendo algo, pero no podía ver que era, pues las luces bailaban en su visión, y le sofocaban de energías, revitalizándole casi con violencia.
Después de unos minutos fue demasiado para él y su conciencia decidió abandonarlo.