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Nieve, oro y carmín por Adriana Sebastiana

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Notas del capitulo:

Antes de nada, quiero disculparme. Me he demorado mucho en este capítulo, es que lo repetí un par de veces, y quería hacerlo más largo, pero a la final quedó de este tamaño.

Es solo para pasar al siguiente *-*
Estoy bastante conforme.

 

Gracias por los reviews preciosos. ¡Gracias! Ya los responderé.
Os quiero mucho, y gracias por tenerme paciencia.


Segundo capítulo

A orillas del Rin

 

 

El cielo cubría al astro rey. Solo se mostraba su circunferencia brillante que atravesaba incluso esas espesas masas de gas. No se escuchaba nada, ni siquiera el oleaje. Nada.

Se despertó y miró sus manos, sus pies, su pecho. Estaba entumecido, y no se explicaba el porqué. Trató de levantarse, pero no lo consiguió, tendría que esperar a que esa desagradable sensación de hormigueo abandonara su cuerpo.

Al cabo de diez minutos, se puso de pie y con paso firme abrió la ventana de su habitación. Miró el horizonte, el puerto a varios cientos de metros, los barcos mercantiles que empezaban con su jornada y la fachada de un par de casas que se interponían entre la suya y el vasto mar.

Hacía frío.

El relinchar de los caballos en el establo le daban la razón.

Cerró la ventana y bajó al primer piso. Seguramente los criados le estarían esperando con comida caliente. Comió y empezó a leer el pequeño diario que siempre andaba a llevar. Nada fuera de lo común. Ayer también había sido un día perdido. Por más que intentara varias cosas, no se encontraba a sí mismo. No encajaba en ningún lugar, y aunque lo ocultara, se sentía miserable.

Pero, ¿qué es sentirse miserable?

Meditó al respecto y dejó el cuadernillo en su escritorio. Quizás solo sea falta de constancia. Quizás…

 

Subió de nuevo a su habitación. Se miró en el espejo viejo que tenía frente a la puerta de su armario. Sus ojos celestes estaban tan vacíos. Su piel tan blanca. Su salud tan débil. Y sus cabellos azabaches parecían más oscuros que antes. Delineó la forma de su cuerpo. Estaba inconforme con la complexión tan esbelta que tenía.

Se dio media vuelta y se abrigó cuidadosamente. Aun no era invierno, pero las brisas otoñales le descalabraban los huesos con más facilidad que al resto.

—Me parezco mucho a ella. —dijo en un hilo de voz y cerró los ojos, como queriendo olvidar algo. Tomó su maleta de viaje, estaba preparada desde hace ya varios días. Miró el cielo opaco y sospechó que no había pasado más de dos horas. Es decir, no serían más de las once de la mañana.

Buscó hoja y pluma en su escritorio y empezó a mover su mano con cuidado. Dobló el papel y lo metió en un sobre del mismo color. Derritió un poco de cera azul y selló la carta. La dejó sobre su cama.

—Los quiero. —miró por última vez su habitación y cerró la puerta de madera. Respiró profundamente, parpadeó varias veces y dio un paso al frente. No miraría atrás de nuevo. Aunque, lastimosamente, su ‘familia’ también era parte de ese pasado. Bajó las escaleras haciendo el menor ruido posible. No quería que los demás se enteraran de tan absurda empresa. Se dirigió por la puerta trasera de la casona señorial y respiró aliviado al encontrarse inusualmente solo.

Al parecer, la mayoría de los criados habían ido a realizar sus actividades en el exterior, y los pocos que quedaban, estaban dispersos en las otras habitaciones. Muy probablemente, en la sala o en la cocina, o incluso, en el estudio de su padre, limpiando el polvo que se acumulaba sobre los libros de tapa gruesa que inundaban los estantes de madera italiana. De oscuro ébano.

—Joven Amo. —le sorprendió Damian Aldridge con la voz gruesa y cansada. —¿Está seguro?

—Lo estoy. Nunca he estado más seguro, Damian. —sonrió de medio lado y dejó que el anciano recogiera sus valijas para que las llevara al carruaje. —¿No quiere que me encargue de una de ellas?

—No se preocupe por un sirviente como yo, joven Raymond. —tomó la carga con ambas manos. Le sorprendía que eso fuera lo único que acompañaría al joven amo de la casa. Titubeó, pero no dijo nada. Era su decisión, y le haría más fuerte. —Ya está todo listo. —anunció tras asegurar las valijas. —Empecemos con el viaje.

—Gracias. —murmuró entre dientes, pero lo suficientemente alto para ser escuchado.

Damian sonrió, se acomodó la montura de sus anteojos y arreó a los caballos. Bestias magníficas de gran tamaño y sinigual belleza. El jefe de la familia siempre se sentía orgulloso de sus adquisiciones. Pero ahora, esos estupendos caballos alejaban a su único hijo de su tutela, y ni siquiera estaba enterado. No lo sabría sino hasta dentro de dos días, cuando regrese de Reino Unido.

—¿Damian?

—Sí, joven amo. ¿Qué desea? —detuvo la marcha, sospechando lo que le diría el joven de ojos celestes.

—Quiero que nos desviemos del camino. Quiero visitar a mi madre por última vez.

—Lo que usted ordene. —arreó a los caballos de nuevo. El negro con la mancha en forma de corazón en la frente relinchó y guio al segundo. Al que no tenía ninguna mancha en su anatomía.

 

Se levantó y pasó su mano derecha por la lápida grisácea del cementerio. Los musgos querían ganar terreno en la base, y Raymond sabía que tarde o temprano lo lograrían. Su padre casi no tenía tiempo de visitarla, y él se marcharía para nunca regresar.

—Lo siento, madre. —besó la superficie áspera y se apartó abruptamente antes de derramar alguna lágrima traicionera.

Habían pasado diez años desde que ella había muerto. Apenas recordaba el sonido de su voz, o lo que transmitían sus ojos claros como manantiales. Apenas recordaba la tibieza de sus manos o sus besos de “buenas noches”. Ella se había ido cuando él era todavía un niño. Su padre, quien la amaba más que a nada en este mundo no se volvió a casar, por lo que nunca pudo gozar del dulce amor de una madre después de que esa terrible enfermedad le arrancara la vida a la suya.

No quería seguir recordando.

—Damian. Ya nos vamos. —le llamó la atención y el anciano rápidamente ayudó al adolescente a subir al carruaje. Sería un viaje largo.

 

Los caballos se detuvieron al instante. Jadeaban cansados tras tantas horas de haber caminado a través de pequeños pueblos, o a veces, en medio de la nada. Era el quinto día de viaje, y faltaban uno más para llegar. Necesitaban descansar. Era agotador.

Además, hacía más frío que de costumbre. No podían pasar la noche fuera de una estancia. No tuvieron más remedio que apañárselas con el dinero que habían llevado.

—Dulces sueños, joven amo. —replicó Damian desde el marco de la puerta antes de apagar la vela que los iluminaba y abandonar la habitación.

—Hasta mañana —susurró el menor, pero no fue escuchado. El sueño le ganó partida de inmediato. 

 

Y cánticos inundaban el bosque. Eran hadas celestiales.

Eran criaturas divinas de frágil figura y alas de luz.

Y cantaban, cantaban sin cesar en la noche de Luna Llena.

Y cantaban, y cantaban sin cesar cuando se acercaba la muerte.

 

Era un nuevo día. La luz se filtraba por las rendijas que las simples cortinas de color ocre no cubrían. Raymond abrió los ojos y se dispuso a continuar con el último tramo de su viaje. Una vez en el carruaje, tarareaba tan inusual cántico. Miraba los árboles que cada vez invadían más y más el camino de tierra. Un nuevo ambiente se instaló en su alrededor. Faltaban un par de horas solamente. El destino no se veía tan lejano como la noche pasada, es más, parecía estar ‘a la vuelta de la esquina’.

Damian hablaba, pero Raymond no quería escuchar nada… solo el cántico de las hadas.

 

El sol estaba en su cenit, pero las nubes grisáceas que ascendían desde las montañas del lejano Este, parecían bestias a punto de engullir su luminosidad.

—Ya es hora. —declaró el criado. —¿De verdad no quiere que le acerque más a la casa?

—No es necesario… —replicó el joven a su vez con un suave movimiento de cabeza. —Estaré solo a partir de ahora. Y Damian, te lo agradezco mucho. Te encargo a mi padre… y a mi madre. —sonrió y se dio media vuelta, con las valijas desequilibrando su menudo cuerpo.

—¡Le deseo una buena vida! —alzó la voz, cerciorándose de ser escuchado. Subió a la carroza nuevamente y tranquilizó a los caballos. Parecían sentir lo que pasaba.

La casa se quedaría sola.

—Gracias… —susurró Raymond al viento.

El anciano arreó a los caballos y se alejó del lugar que, contrario a su precioso follaje otoñal, provocaba escalofríos. Regresó por el camino de piedra, a media hora a paso veloz llegaría al pueblo que se encontraba frente al río, aunque más que pueblo, le llamaría “brillante ciudad del suroeste”. Un par de castillos en ruinas delataban un glorioso pasado.

Tierras ricas, bañadas por el Rin.

Tierras de hermosa vegetación y leyendas ancestrales.

Tierras de risas, llantos y conquistas.

 

Caminó por cuarenta y cinco minutos con todo su equipaje hasta que finalmente llegó. No recordaba que estuviera tan lejos. Aunque no podría asegurarlo, solo había estado en ese lugar una vez, unas semanas antes de que muriera su madre.

La casa lucía igual. Exactamente igual que hace diez años. Las tejas cayéndose, y los árboles a los lados como parte de la estructura. Las ventanas estaban cubiertas de mugre y la chimenea despedía el olor familiar de una sopa casera.

Se acercó a paso lento, y con cuidado, subió los pocos escalones hasta la puerta principal. Al abrirla, las bisagras lloraban como condenadas. Adentro estaba oscuro…

Tal como recordaba.

—¿Abuela?

 

Y aunque las hadas canten, no entres.

El arroyo de piedras blancas que fecunda el suelo es el límite,

Porque las pesadillas también son sueños

Que se convierten en realidad.

 

—¿Abuela? ¿Estás aquí?

Un ronco sonido desde las profundidades de la casa fue la respuesta.

 

Notas finales:

Gracias de nuevo por leerme.
Nos vemos en una próxima oportunidad. ¡Besos y abrazos!

 

See you next time~! (/*-*)/


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