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Nieve, oro y carmín por Adriana Sebastiana

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Notas del capitulo:

Hola a todos, leí los comentarios y estoy muy agradecida. Espero dejar una respuesta. Aunque en general, puedo decir que me hace muy feliz que se hayan tomado el tiempo de dejarme un par de palabras de aliento.

Continuaré con todos mis fics, no se desesperen, solo he estado muy corta de tiempo.
Les agradezco mucho.

Y les dejo ahora el tercer capítulo, son cortos, lo entiendo, pero significativos. La historia va teniendo forma.

 

 

Tercer capítulo

El arroyo de piedras blancas

 

 

Una gota.

Dos gotas.

Un aguacero.

Los relámpagos se rompían en el cielo en un escalofriante grito de colosos legendarios. Todo estaba tan oscuro, la luz del sol apenas se filtraba. No parecían las dos de la tarde.

El humo salía de la chimenea sin descanso, era como si el agua no le afectara o, mejor dicho, como si fuera un combustible. El caldero negro marcado por el hollín regurgitaba burbujas de espesa sopa. Olía muy bien, pero era difícil adivinar de qué se trataba. Quizás de un estofado de vísceras de animal salvaje, o simplemente, sopa de trigo y verduras con la manteca de alguna pobre vaca o borrego. Raymond nunca se había destacado por su sentido del olfato.

—¿Por qué estás aquí? —habló la mujer con la voz cansada. Sin dejar entrever sus intenciones.

—Me fui de casa. —respondió mirándola a los ojos, joyas de color gris blanquecino. Parecía que estaba ciega. —Y no pienso regresar.

—Ya veo.

Se levantó de la silla en la que se había acomodado tiempo atrás, y le dio la espalda para regresar a la habitación trasera. La puerta estaba corroída por la humedad, y como la de la entrada, chillaba.

—¿Estás enfadada? —replico Raymond, alzando la voz para que la vieja le escuchara. Temía que también estuviera sorda.

—No. No lo estoy. Eres mi nieto, ¿no? Y creo entender por qué estás aquí, aunque creo que escogiste el lugar equivocado. No hay nada bueno. —la vieja regresó con una olla más pequeña llena de manzanas silvestres. —Come.

Raymond sonrió y aceptó el detalle de la mujer. Aquellas frutas se veían de maravilla, a pesar de estar un poco maltratadas. Simplemente, le resultaron apetitosas. Se miraban y se esquivaban. Una marcha de nunca acabar. Cada uno estaba perdido en su mundo, pero agradecían no estar del todo solos.

Y en efecto… quizás no haya sido el mejor lugar para que un adolescente creciera, pero era ‘perfecto’. No contaba con nadie más.

—¿Y dónde voy a dormir?

La abuela suspiró sonoramente y acarició sus sienes con calma.

 

El silbido de la noche era diferente. Eran canciones infantiles. Tétricas notas al aire que viajaban por varios kilómetros, en medio de claros y madrigueras. Las estrellas lucían regias, tan claras. Miles de ellas en el manto nocturno. De diferentes colores, tamaños y densidades. Unas rojas, otras amarillas y muy pocas de color azul, aunque la mayoría eran blancas.

Era una larga noche de Luna Nueva.

Un zorro de bello pelaje rojo corría entre las zarzas, evitando las espinas. Las huellas de sus patas se quedaban grabadas en el lodo que había quedado tras la tormenta. Un olor desconocido le había obligado a dejar su cueva en una noche como esa. Se detuvo y vio de reojo a un grupo minúsculo de flores jaspeadas en carmín y blanco.

Un gruñido seco salió de su garganta y con la vista de nuevo en su objetivo, emprendió la veloz marcha hasta las afueras del bosque.

 

—¿Y si no soy lo suficientemente fuerte como para quedarme en este lugar? —murmuró a media voz entre las tinieblas de su nueva ‘habitación’. Hacía frío, y el olorcillo a tierra mojada le resultaba en extremo agradable.

Cerró los ojos y dio un par de vueltas en la cama tratando, inútilmente, conciliar el sueño. Mañana sería un día largo. No podía quedarse como un mantenido. Después de todo, en parte, por eso es que había huido de casa.

—¿Y si…?

Sus párpados se cerraron. El cansancio le había ganado la partida sin siquiera sospecharlo.

Tras la gruesa pared la respiración del joven zorro era áspera. Sus ojos desorbitados parecían haber encontrado algo desconocido. Es más, ni siquiera sabía por qué había seguido ese rastro. Solo le pareció peculiar, es todo… ¿o no? Deambuló durante cinco minutos, memorizando el espacio que ocupaba esa destartalada casa humana, olfateando cada posible amenaza. No encontró nada fuera de lo normal… pero…

Quizás no era momento para darle vueltas al asunto.

Desapareció tan rápidamente como vino. Huyó entre los arbustos llenos de quebradizas hojas. En poco tiempo empezaría el invierno, y aunque no estuviera acostumbrado a los reclamos de su naturaleza, necesitaba engordar.

Gruñó de nuevo cuando vio el claro a un par de metros de distancia.

 

La mañana era tan o más fría que la anterior. Estaba casi seguro de que llovería de nuevo, aunque esperaba que no fuera tan malo, es decir… ¿cuánta agua tendrían esas nubes? Sacudió la cabeza, consciente de que no debería retar a la Madre Tierra, porque ella tenía las de ganar.

—Abuela, voy a arreglar el techo. —le anunció Raymond tras comer un par de panecillos resecos y con agua de alguna hierba medicinal de la zona. No había miel en la alacena. La cocina estaba prácticamente vacía.

—Como quieras… —replicó la anciana antes de entrar a un pequeño taller contiguo a la casa. Como todo lo demás, estaba en pésimas condiciones. El adolescente se limitó a suspirar.

—¿A dónde vas? —miró a otro lado. Esa pregunta había salido sin siquiera pensarla.

—Al bosque. —respondió y con una bolsa de cuero en la espalda se adentró entre los altos árboles de hayas.

Raymond continuó con su labor. Pero acababa de percatarse que no tenía idea de cómo hacer lo que había ofrecido. ¿Necesitaba una escalera? ¿dónde podría encontrar una? ¿y los clavos? Refunfuñó su suerte, y buscó con afán las herramientas que necesitaba. Lo más probable es que estuvieran en el almacén. ¡Ah! Y también esperaba que se encontraran en buen estado, aunque viendo como estaba la casa, no tenía mucha fe.

—Manos a la obra. —Se dio animo a sí mismo y empezó con la labor. Las reparaciones del techo eran prioritarias, aunque el moho en las puertas y en las baldosas en el lavabo le llamaban la atención.

 

Damian Aldridge acariaba a los caballos de su patrón. Estaba a solo un pueblo de distancia de donde se encontraba Raymond. Aún podía regresar por él, pero esa convicción en sus ojos celestes le hicieron flaquear. Además, quiera o no aceptarlo, ese había sido el adiós. Él crecería lejos de la tutela de su padre, lejos de toda la gente que le quería, allá en las costas del Mar del Norte. Envolvió su bufanda gris de lana de oveja y aumentó la velocidad de las bestias, que relincharon al unísono y apretaron sus grandes cascos en el suelo.

 

Había concluido con las goteras en el techo justo a tiempo, pues varias nubes se acumulaban sobre su cabeza para iniciar otro ritual a la lluvia. Se bajó de las escaleras y las guardó torpemente en el taller. Decir que estaba agotado era poco. Solo entonces comprendió lo fácil que había sido su vida: el desayuno servido, paseos en las tardes, tutores particulares, viajes dos veces al año, entre muchas otras comodidades. Resopló y se masajeó los hombros antes de tumbarse en su ‘cama’, que era un poco de paja atada con algunas cobijas de lana gruesa. Al menos no pasaría frío. Cerró los ojos un par de veces, y se quedó dormido sin reparos.

Su abuela, mientras tanto… no interrumpió su tarea por la lluvia.

Un conejo de pelaje como la miel corría hacia su madriguera, ignorando la trampa de la que inevitablemente, sería víctima. La vida del bosque es cruda. A veces ganas, y muchas otras pierdes. La mujer tomó al conejo por las patas y regresó a casa. Era suficiente. En la bolsa tenía dos perdices y hierbas medicinales, junto a cinco manzanas pequeñas. Raymond era un problema desde que había atravesado esa puerta, pero, aun así, sonrió.

 

Cuando despertó, era bien entrada la noche. No había luz alguna, solo aquella que provenía de los astros. Se restregó los ojos y se llevó una mano a su estómago. Moría de hambre, se movió de lado y encontró dos manzanas y un cuchillo mediano con el mango remendado. Tomó la herramienta y peló las frutas. No eran suficiente para calmar su apetito, pero servirían. No tenía ánimos para bajar por esas extrañas escaleras hasta la cocina. Tampoco quería moverse hacia donde estaba la lámpara de aceite. Se veía impedido en varios sentidos.

¿Sería miedo? Quizás.

Tras dejar los corazones de las manzanas en el mismo lugar, se acostó de nuevo, y concilió el sueño en pocos minutos.

 

Y aunque las hadas canten, no entres.

El arroyo de piedras blancas que fecunda el suelo es el límite,

Porque las pesadillas también son sueños

Que se convierten en realidad.

 

Los peces saltaban y agitaban sus colas con desdén antes de continuar con su incansable ritmo. El arroyo era tan claro, se veía con detalle cada piedra en el fondo. Una hilera blanca marfil. Al otro lado, los árboles parecían ser los mismos, pero no lo eran, el hayedo era más alto y espeso. Dentro se veían abedules, olmos y arces. Ninguno tenía hojas, era invierno, pero no había nieve. El cielo era inmenso, más que lo habitual, y tenía estrellas a pesar de estar cubierto de nubes grises. No parecían más de las cinco de la tarde. Todo era confuso.

El viento era helado y sin pensarlo siguió los ligerísimos silbidos que escuchaban sus oídos. Eran dulces y le llamaban. Atravesó el arroyo de dos zancadas. No le había costado nada. Y caminó sin descanso hasta perderse en medio de brezos. Miró hacia atrás, todo era diferente. La canción sonaba más cercana, y a pesar del pavor que le inundaba siguió al frente. Dejó marcas en los árboles, pero al instante se borraban.

De un momento a otro, todo era oscuro, pero singulares luciérnagas posadas a la altura de sus ojos se encendieron de par en par, como si de lámparas se tratasen. Tragó duro, y caminó. Era una locura.

 

Y cantaban, cantaban las hadas…

Y cantaban sin tregua…

Y cantaban…

Cantaban las hadas…

 

En un grito agudo la pesadilla concluyó, pero en su mente se guardaron unos fijos ojos amarillos.

Notas finales:

Gracias por su lectura, nos veremos en una próxima oportunidad. (*3*)/


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