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Nieve, oro y carmín por Adriana Sebastiana

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Notas del capitulo:

¡Ha pasado mucho tiempo!

Les ruego que me disculpen. De verdad, lo lamento.
Mi tiempo ha sido muy corto estos meses, así que no me he dedicado a ninguna de mis obras (y por consiguiente, no he escrito nada nuevo tampoco). Esta es mi historia favorita, así que le daré prioridad, aunque las terminaré todas.
Eso seguro.
Por favor, tengan paciencia.

Muchas gracias por seguirme. Mil gracias.

Espero que disfruten este capítulo.

Cuarto capítulo

El alma del bosque

 

 

—Creo que deberías engordar un poco más, rojizo. —habló susurrante un lobo de fornido cuerpo. El pelo era tupido y sus ojos parecían dos rendijas amarillas. —Deberías haber muerto.

—¿Oh? ¿Eso piensas? —respondió el zorro, ladinamente. Su sonrisa se ensanchó mostrando sus caninos en una mueca extraña. Cualquiera podía tomarlo como un desafío. —Quizás tengas razón, pero no pienso darte el gusto. —bufó y con sus patas traseras levantó polvo suelto en dirección enemiga. Eso sería suficiente para atontarlo. —Maldito iluso.

Siguió el camino que tan bien conocía y se escondió en la corteza de un árbol casi muerto, el olor a humedad camuflaba bastante bien el suyo. No le encontraría pronto, además, se trataba de un lobo joven. Tenía que seguir órdenes del Alfa de su manada, y seguramente, importunar a un zorro no era una de ellas.

Se frotó las patas delanteras, hacía frío, y si no se apresuraba, temía darle la razón a ese costal de pulgas. Esperaba no encontrarse con el líder, eso sí sería un problema.

Olfateó el aire del bosque y corrió sigilosamente hasta su hogar. Una vez dentro, hallándose seguro del exterior, se acomodó en su lecho de hojas secas y musgo, hundiendo su larga nariz en medio del pelaje de su cola. Parpadeó un par de veces más, recordando el rastro peculiar que le había llevado a esa putrefacta casa humana.

 

Raymond miró sus manos iluminadas por débiles halos de luz provenientes del exterior. No recordaba que el alba fuera de ese color. Se levantó de golpe, y su cabeza le daba vueltas. Se tocó el pecho que empezó a martillarle y comprendió que estaba casi empapado en sudor, incluso, en una primera instancia, había pensado que era orina. Caminó descalzo sobre la madera, provocando chirridos roncos y con paciencia, disfrutó de los colores del cielo y los sonidos salvajes del bosque. Aguzó el oído… no escuchó el mar, ni el relinchar de los caballos. Ya no estaba en casa.

—Abuela… ¿hoy también vas a salir? —preguntó apenas hubo salido de su ‘habitación’. La vieja le miró apenas. —¿Puedes ver?

—¡Por supuesto! Si no, no podría cazar. —refunfuñó malhumorada. —¿Por qué lo preguntas, mocoso?

—Tus ojos son…

—Hay varias formas de ver el mundo. —le interrumpió. —Veo sombras y luces, formas y pocos colores, pero sigo ‘viendo todo muy bien’. Ya soy una mujer vieja, y me he acostumbrado a la soledad… uno se halla modos de sobrevivir, y yo en eso, soy una experta.

—¿Experta? —replicó contrariado.

—Experta en vivir sola, a mi manera… sobreviviendo cada día. —resopló cansada.

—¿Puedo hacerte otra pregunta?

—Eres muy curioso —le miró con cierta ternura, sin quitar su semblante. Le recordaba a su hija.

—¿Eso es un sí? —la vieja asintió— Si estás casi ciega, eso significa que ves otras cosas. ¿Qué es lo que ves? ¿Cómo lo haces?

Ella pensó largo rato, inmóvil, de no ser por su respiración pausada, Raymond incluso llegó a pensar que jamás respondería a su pregunta.

—Las cosas más importantes son invisibles a la vista, incluso a los otros sentidos. Y yo puedo verlas, o, mejor dicho, sentirlas. Es algo que se adquiere con el tiempo, no sabría decirte si ocurre con todas las personas, pero conmigo es así. Por ejemplo, cuando te ‘veo’ solo encuentro luz, pero es tan débil que a veces siento que solo eres un fantasma… cuando salgo al bosque respiro vida, incluso en esta época, cuando los animales son escasos. Escucho los latidos de sus corazones, escucho sus almas. Lo mismo sucede con los árboles, los arbustos y los arroyos.

—¿Y con las piedras? —cuestionó inquieto. No esperaba que su abuela tuviera tan hermosas palabras por decir.

La mujer estalló en carcajadas gastadas, casi parecían ronquidos.

—¡Claro que no! Las piedras no hablan. ¿Es que eres idiota? ¡Ah! Y en lugar de perder el tiempo escuchando a una vieja loca, deberías comer bien y recoger madera para arreglar las grietas de la pared, y usarlas como leña.

Raymond soltó aire, y sacudió la cabeza, retirando todas las dudas que se habían instalado en su mente desde que había partido de casa. El lugar en el que se encontraba era el indicado. Lo podía sentir.

Apenas se hubo ido la anciana, comió un par de frutas y huevos de no sé qué para recobrar energías. Salió de casa y contempló el nublado cielo. Resopló. Sus sábanas no se secarían, pero al menos podía ventilarlas. Las sacudió en el exterior y se dio modos de unir dos ramas bajas con una cuerda. Desde ahora, ese sería su tendedero. Se desperezó y bostezó. Esa vida de niño mimado no le hacía nada bien, y solo hasta ese momento acababa de dimensionarla. Estaba cansado por nada. Solo había comido y armado ese rudimentario tendedero, y su cuerpo se estaba entumiendo por el esfuerzo, era como si en todos esos años, no hubiera desarrollado ningún músculo. Y era entendible, desde que nació, hacían todo por él. Los caballos que caminaban debajo, los criados que lo llevaban por todo el puerto en carruaje y hasta su mismo padre, Alaric Schultz, estaba pendiente de que nada importunara a su único hijo, viva imagen de su esposa.

Raymond descansó unos minutos, preparándose mentalmente para la tarea que le habían encomendado, sin embargo… ¿de dónde sacaría madera para reparar las paredes? ¿y para la leña? Podía distinguir los árboles, tenía una enciclopedia muy completa en casa que hablaba de todo eso, pero de ahí a saber qué madera era mejor para cada cosa. Si eran hayas, estaba salvado. La casa estaba en medio de ellas. Suspiró de nuevo y caminó al almacén, tomó un serrucho, martillo y clavos. Observó el mohoso lugar de nuevo, ¿y si mejor organizaba todo allí? ¡No! No de momento, quizás en unas semanas más.

Buscó alguna otra herramienta, o una pista para iniciar con su labor, aunque estaba consciente de que solo perdía tiempo valioso de luz. Se animó y salió sin ver el tocón de madera a la salida, una especie de grada. ¡Perfecto! Ahora tendría un moretón en su canilla derecha.

—Soy tan estúpido… —se lamentó y finalmente, cerró el almacén. Dejó las herramientas cerca de la casa y recorrió los alrededores de la casa. Para ser precisa, se alejó unos cinco metros a la redonda.

A cada paso encontraba ramitas de distintos tamaños que serían perfectas (a su criterio) para una cálida fogata. Las recogía y volvía en incesantes viajes, más de veinte, seguro. Pero muy a su pesar, esas ramitas no servirían para reparar la casa, eran muy débiles y quebradizas. Se internó un par de metros más, la tierra seguía húmeda y sin esperarlo, escuchó la vida del bosque: un par de ratones comiendo, y una bandada de aves migrando tardíamente al sur. Cerró los ojos e intentó ubicar a esos pequeños roedores, aspiró el olor de las hayas, de las flores azules y amarillas cercanas al suelo, del agua en las nubes y la débil peste de otro animal desconocido. Parpadeó aterrado. ¿Había descubierto un predador? O mejor dicho, ¿le habían descubierto? Retrocedió un paso sin hacer ruido, luego dos más. Esa presencia no se iba. Sea lo que sea, se acercaba a la casa, se acercaba a él.

Miró a los alrededores, nada había cambiado. Las mismas ramas, el mismo color del suelo, las mismas nubes tempestuosas. Cerró los ojos nuevamente, concentrándose en ese hedor. Los roedores no estaban, y las aves estaban muy lejos para producir algún ruido perceptible. Abrió los ojos de nuevo, y nada.

—Pero qué demonios… —maldijo a media voz al escuchar unas ramas crujiendo. —¿Qué…? ¿Qué es lo que está pasando? —su frente estaba perlada en sudor, un sudor frío. Su espalda tocó un árbol de más de cinco metros de alto. Frotó sus manos con la corteza, sintiendo el rocío. Se agachó y buscó una piedra en la maleza, o al menos, una rama lo suficientemente fuerte como para defenderse en caso de que esa bestia se le acercara demasiado. —¿Qué eres?

El movimiento estaba presente, de un lado al otro, acorralando a Raymond. Los minutos eran eternos y todo moría a su alrededor. Sea lo que sea, estaban solos. El animal se acercó un par de metros más y se hizo visible.

—Pelo rojo… demonios. —susurró Raymond con la lengua amortiguada. —Un zorro.

El animal zigzagueaba el bosque, de un lado al otro, como perdido… como acechando. Nunca iba de frente hacia el muchacho, solo de lado, y sus ojos ámbar le seguían. O bueno, su ojo ámbar. El otro era invisible.

Raymond recorría el camino del zorro con la mirada, imaginaba su respiración y el sonido de sus pasos. Ya no tenía miedo, lo invadía una ola de curiosidad. No sabía mucho del comportamiento de esos mamíferos, pero sospechaba que ese espécimen actuaba de manera muy peculiar. ¿Y si tenía rabia? Lanzó una ligera risita al imaginar al zorro lanzando espuma por la boca, con los ojos como locos y el pelaje erizado. Parecía bastante sano, un poco escuálido para ser otoño, pero nada más.

—¿Por qué te ríes, humano?

—¿Qué?

—Te pregunté, el porqué de tu risa. ¿No escuchas bien? —repitió la voz del zorro.

—Estoy loco —exclamó y su rostro se desfiguró en una mueca de angustia. —Los zorros no hablan.

—Es cierto… —el animal se sentó, todavía sin mirarle de frente. Solo dejaba entrever su costado, y ese ojo ámbar inusual. Parecía cambiar, tener algo dentro y a la vez estar tan vació como las penumbras de un acantilado. —Los zorros no hablan. O, mejor dicho, los humanos no deberían escuchar.

—¿Qué dices? —su lengua se amortiguó de nuevo, pero juraba que no tenía miedo. ¿Qué era esa sensación de salir corriendo y a la vez querer estar con el animal toda la tarde? —¿Qué eres?

Ahora fue el turno del zorro para reírse.

—¿Qué no era un zorro hace un momento? ¿Qué crees que soy entonces?

—No lo sé, por eso pregunto. —sentía erizarse cada uno de sus vellos corporales. ¿Y si estaba hablando con un demonio que comía niños? Aunque técnicamente ya no era un niño, pero…

—Digamos que soy una existencia especial…

La bestia de color rojizo anaranjado le miró de frente y Raymond cayó al suelo sin quitarle la vista de encima. No podía creerlo. Un ojo era ámbar, como la miel más pura y el otro era sangre. —¿Quién eres?

—¡Vaya! Ya no soy un “qué”. Vamos por buen camino, muchacho. —olfateó el aire y movió la cola de un lado al otro. Una fuerza sobrenatural le llevaba a acercarse cada vez más al humano. —No eres de aquí, ¿verdad?

Raymond negó con la cabeza. La distancia que les separaba era cada vez más corta. Cuatro metros, tres metros, dos metros, un metro. El zorro se sentó de nuevo, no tenía la intención de avanzar un paso más.

—¿Quién eres? —insistió nuevamente. El vaivén de la cola de su compañía era hipnótico. No quería o, mejor dicho, no podía ver sus ojos. La mirada se le iba al piso, a sus patas, a sus garras, a su cola, pero nunca más a su mirada de hielo.

—Alguien especial. Si te quedas, es posible que lo descubras. De momento, mantente al margen, este bosque es peligroso. —su cola se quedó inmóvil a su derecha. —no salgas solo, y menos en las noches de Luna Llena.

—¿Qué estás diciendo?

—Sé que no eres estúpido, no me hagas perder la paciencia. —mostró sus caninos en un bufido amenazador. —Solo haz lo que te digo. Tengo cierto interés en ti y quizás vuelva. No me había pasado antes, así que quiero descubrir de qué se trata.

Raymond no podía creer lo que escuchaba. Seguramente se había desmayado al buscar leña y todo esto era un sueño sin sentido. Pellizcó su brazo y ahogó un chillido.

No era un sueño…

No lo era.

No era un sueño…

Notas finales:

Gracias por su lectura. Nos vemos en otra oportunidad.
Les mando un gran abrazo.


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