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Nieve, oro y carmín por Adriana Sebastiana

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Notas del capitulo:

Muy buenos días.

Espero que les guste mi historia. Les mando un besito psicológico. Me encuentro de buen humor, y lastimosamente creo que mi frío corazón está corriendo peligro T_T

¡Gracias por comentar!

 

 

Primer capítulo

Sueño perpetuo

 

 

Los sonidos del exterior se filtraban por las delgadas paredes prefabricadas en madera de baja calidad. Una simple casa de la ciudad, igual a muchas tantas, sin ningún atractivo en particular, de no ser por las fresas que crecían en el diminuto jardín trasero. Ninguna otra casa de la zona gozaba de tan buena suerte. La fachada era de color amarillo. Un amarillo tenue decolorado por el sol. El techo estaba cubierto de tejas marrones con claras señales de moho. Las ventanas del segundo piso eran estrechas y tenían el marco de madera oscura. Chirriaban dolorosamente al ser abiertas, por eso casi nunca lo estaban, sino solo en verano, cuando el calor era insoportable. Sin embargo, la planta baja era amplia y tenía muy buena ventilación. Las puertas móviles le otorgaban un dulce sabor de sencillez campestre. Estas combinaban con la insípida fachada, con tonalidades rosáceas y algunas florecillas como adorno. Hace décadas, debieron lucir maravillosas.  Cubriendo toda la casa, esa pequeña casa de una pequeña familia, se encontraba un muro de piedra grisácea y en la entrada a la puerta principal, una valla baja de hierro. No estaba en muy buenas condiciones, pero aguataría para la limpieza de fin de año.

¡Ah! Pero ese sonido a la distancia, ese molesto crepitar de los automóviles a una calle de distancia no era acogedor en lo absoluto. El joven se movió de un lado al otro en su cama, incapaz de conciliar el sueño de nuevo. Miró con los ojos entrecerrados el reloj despertador que reposaba inerte en su mesita de noche. Parpadeó lentamente, con pereza, y comprobó la hora expresada en esos molestos números fluorescentes. Se acomodó en el espaldar de su cama y miró el calendario de papel con el paisaje del conocidísimo Monte Fuji en la parte superior y la fecha señalada con marcador rojo.

Contó los días en su cabeza, volviendo poco a poco a la realidad. Abandonando los últimos restos de un sueño inverosímil sobre bosques y seres fantásticos que canturreaban entre las hayas. Olvidó a los animales parlantes, el vívido olor a sangre y a rastros de territorio salvaje. Olvidó el dolor en sus rodillas, porque se había resbalado de una enorme roca lisa. Olvidó también el frío invernal, incluso esa delgada nieve que cubría la superficie. Lo olvidó todo. Solo era un sueño, un sueño y nada más.

Se desperezó y contó hasta diez con los brazos estirados hacia el cielo. Miró de nuevo la fecha remarcada del calendario y refunfuñó. Buscó su uniforme escolar en el armario de su derecha y lo encontró tal como lo había dejado la noche anterior. Resopló de nuevo y lo tomó de la percha para colocarlo sobre la cama y ponérselo después.

La alarma sonó y la apagó en un rápido movimiento. No necesitaba que le despierten, lo estaba desde hace rato.

Caminó al baño y miró su desalineado aspecto. Sus cabellos eran un revoltijo al igual que sus cobijas. Miró el reflejo de sus ojos celestes en el espejo y bostezó.

Abrió el grifo y se lavó el rostro con esmero. La noche anterior había tomado un baño, así que ahora no lo necesitaba. Sus pijamas a rayas azules y blancas se aferraban a su cuerpo. Estaban tan calentitas. Sería un desperdicio deshacerse de tan cómodo conjunto, pero era inevitable. Se sentó en el inodoro e hizo lo suyo. El tiempo no le preocupaba. Los automóviles a una calle de distancia eran molestos, aunque ahora no los escuchaba. Solo cuando quería dormir.

Era una lástima que las vacaciones terminaran tan pronto.

 

 

El olor a comida caliente en el primer piso le alertó que ya era hora de colocarse el uniforme de su nuevo instituto. Se sentó sobre la cama y ordenó rápidamente los cobertores, lo suficiente como para disimular. Bajó por la escalera de madera hasta la primera planta, saludó a su madre y se sentó en el lugar que acostumbraba desde hace años. Agradeció los alimentos, como es natural, y los comió con gusto. Una tostada con mermelada de arándanos, leche tibia, jugo de melón y una sopa de miso. Nada del otro mundo.

—Hijo, recuerda que esta noche regreso más tarde de lo habitual. Encárgate de la casa hasta entonces. —Su madre se deshizo del delantal blanco con manchas de aceite imposibles de quitar y lo dejó sobre el respaldo de la silla contraria en la que se encontraba él. —Cierra todo con llave, y apaga el gas. —Siempre le decían lo mismo, lo sabía de memoria.

—¿Y cuándo regresa mi padre? —cuestionó, mirando la sopa traslúcida.

—En una semana. Se disculpa por no poder estar de regreso en tu última semana de vacaciones. —Siempre era lo mismo. Ya no importaba. Lo comprendía perfectamente, y no tenía ganas de reclamarle nada.

—Ten un buen día, madre.

—Te deseo lo mismo, mi amor. —se acercó y depositó un casto beso en la frente del adolescente antes de tomar su bolso de cuero y caminar con prisa a la entrada de la casa. —¡Mucha suerte, Tetsuya! —gritó con alegría antes de que el sonido de la reja de hierro se hiciera presente, revelando su ubicación.

Tetsuya sonrió de medio lado. Ni siquiera parecía una sonrisa, pero lo era. Terminó de comer y dejó los trastes en el fregadero para atenderlos una vez que llegara a casa. Apagó el gas y tomó su maleta. Caminó a la entrada, se puso sus zapatos de diario y salió sin prisas. Cerró la puerta de madera, y la valla metálica. No había nada fuera de lo común.

Con paso lento fue a la parada que necesitaba, tomó el tren que necesitaba, y se quedó en el lugar que necesitaba. Era la primera vez que iría a ese lugar con el uniforme, y no podía evitar sentirse nervioso.

Pasaría ese último año en el Rakuzan. Una academia de gente rica. Ni siquiera sabía por qué le habían dado esa beca, pero ahora no era momento de arrepentirse.

 

—Buenos días, muchachos. —saludó una simpática maestra de unos veintiséis años aproximadamente. Impartía la cátedra de Literatura. Su nombre era Sata Evangeline. —Ese año seré su tutora, espero que nos llevemos bien. —Los estudiantes le dieron la bienvenida al unísono y se callaron. —Como veo, algunas personas siguen como el año anterior, incluso se sientan en los mismos puestos. Eso va a cambiar, la clase 3-1 va a ser un ejemplo para las demás. Ahora, antes de continuar con los anuncios de cada año, tengo que presentarles a un nuevo chico. Ven, no seas tímido.

El muchacho entró al salón con paso ligero, se sentía nervioso, pero no era razón para demostrarlo abiertamente a los cuatro vientos. Se detuvo frente a la clase y dijo su nombre con voz clara. —Soy Kuroko Tetsuya. Vengo de Tokio. Por favor, cuiden bien de mí. —El típico saludo. Hizo una reverencia y se sentó en uno de los puestos vacíos a mitad del salón.

—Como ya todos saben, a mediodía empieza la ceremonia de apertura. Quiero que estén puntuales y se ubiquen en orden de lista. —sacó una agenda y se colocó unos delgados lentes de borde dorado sobre el puente de la nariz. —Ahora, escuchen con atención, no repetiré sus nombres. Si no responden, contará como falta. —se aclaró la garganta y lanzó una mirada a sus alumnos de tercero. —Akashi Seijûrô.

Nadie respondió a ese nombre, la maestra mostró confusión, pero no dijo nada. Los estudiantes también hablaban por lo bajo. Al parecer, ese joven no acostumbraba saltarse las clases.

Los nombres iban pasando con rapidez, llegó el turno de Kuroko y no pasó nada especial. La tutora acabó con la lista y escribía en la pizarra el orden de los nuevos puestos. Algunos se mostraban disgustados, pero no importaba, la mujer seguía con su trabajo.

En diez minutos los muchachos tomaron sus cosas y se cambiaron de puestos. Kuroko Tetsuya estaba en el segundo asiento del lado de la ventana. El puesto del frente estaba vacío, le pertenecía a ese alumno faltante.

Resopló y miró el exterior con aburrimiento. Nadie le había dirigido la palabra, y tampoco tenía la intención de hacer de sociales. La campana sonó y los alumnos formaron una columna para ir al gran auditorio del campus.

 

La ceremonia fue muy bella, sería imposible decir lo contrario. Los maestros estaban perfectamente uniformados con los colores de la institución. Lucían trajes muy elegantes, y peinados prolijos. Era notable el cambio entre este lugar y su antiguo colegio.

—¡Oi! Hola, Kuroko, ¿verdad?

—¿Eh?

—¿Me equivoqué? ¿No te llamas Kuroko? —repitió esa voz a sus espaldas. Si mal no recuerda, era uno de sus compañeros de clase.

—No, es correcto.

—¡Bien! —replicó, mostrando sus dientes bien alineados.

—¿Qué deseas?

—Solo quería saludarte, me di cuenta que no has entablado conversación con nadie, y bueno…

—Ya veo.

—¿Siempre eres tan frío? —enarcó una ceja y le miró con fingido reproche.

—Supongo que sí. —dijo sin quitar la impasible expresión de su rostro.

—¿Recuerdas mi nombre? —se señaló a sí mismo, pero el joven Kuroko negó con la cabeza. —Soy Aomine Daiki, un gusto.

Kuroko por fin vio a su interlocutor con atención. Se trataba de un joven alto, que fácilmente superaba el metro ochenta y cinco. Estaba seguro de eso porque uno de los amigos de su antiguo instituto tenía más o menos la misma estatura. La piel era tostada y los ojos eran de un profundo añil. Parecían dos mares salvajes. El cabello tenía el mismo color, o quizás sea un poco más claro. Era un tipo peculiar en varios aspectos, aunque no podría juzgarle, porque su propia apariencia también lo era. Ojos y cabello del color del cielo y piel blanca como la leche.

—Digo lo mismo. —le extendió una mano y el moreno la estrechó con la suya, teniendo cuidado de no lastimarle. Se notaba a leguas la fragilidad del alumno de nuevo ingreso.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —el más bajo solo asintió. —¿Por qué viniste desde Tokio? Es decir, la educación es mejor allá.

—Porque a diferencia de Tokio que está inundado de extravagancias, turistas e inmundicia comercial; Kioto aún conserva la esencia del Japón de antaño. Rakuzan es de las mejores academias del país, y se destaca deportiva y académicamente. Es un buen lugar para estudiar. Además, tengo una casa aquí y me mudé hace poco. —hizo una pequeña pausa, estaba olvidando algo muy importante. —¡Ah! Y también hay bibliotecas maravillosas. Incluso este campus cuenta con una de ellas.

—Libros, ya veo. —hizo una mueca y siguió los pasos del más bajo. No le gustaba el rumbo que tomaba la conversación, él no era un muchacho estudioso, sino todo lo contrario. Si no fuera un titular del equipo de atletismo de la preparatoria, sería un vago con medalla y todo. —¿Y qué más te cuentas? —trató de sonar casual, pero una mirada gélida arruinó sus intentos.

—Nada nuevo, y si me permites… —se dio la vuelta, encarándole de nuevo. —Necesito copiar los horarios e ir por mis libros. No pude recogerlos la semana pasada.

—¿Quieres que te ayude?

—No gracias. Hasta mañana, Aomine-kun. —el chico era agradable, pero algo en su interior le repelía con fuerza abrumadora. No entendía el motivo, pero esta vez prefería confiar en sus instintos.

—Bien, como quieras… Hasta mañana. —caminó en dirección contraria, y ambos jóvenes se perdieron de vista.

Exacto. Mañana volvería a verle, y esperaba que ese sinsabor se le pasara en el transcurso de la noche.

 

—Quizás sí debí pedirle ayuda. —se quejó Kuroko cuando tenía que lidiar con varios kilos de libros de ciencias y humanidades.

Subió de nuevo a su salón de clases, estaba vacío. Dejó los libros en el casillero que le correspondía, no sin antes escribir su nombre en varias páginas de cada libro, solo en el caso de que se diera algún ‘malentendido’. Antes de salir de nuevo, meditó y se volvió. Siquiera llevaría la mitad a casa, y mañana haría lo mismo con la otra mitad. Salió de nuevo del salón, con los libros de humanidades en una simple bolsa de tela. Suspiró y revisó el dinero que traía encima. No era mucho, pero serviría para comprar algo en la máquina expendedora.

Antes de regresar a casa, como había planificado, se fijó en el horario de la biblioteca. Cerraban a las cinco de la tarde. Lo pensó unos instantes, no tenía nada más que hacer. Su madre llegaría tarde, y la idea de estar solo en casa no era muy agradable. Al parecer, había tomado una decisión.

Entró, y estaba desolada. Solo un par de estudiantes silenciosos en los extremos más apartados y tres personas con uniforme. Dos mujeres de mediana edad y un anciano. Seguramente, eran los encargados de la biblioteca. Fue al estante de Literatura del siglo XX y tomó un libro pequeño de tapa marrón. Ni siquiera se fijó en el nombre de la obra. No le interesaba.

Se sentó junto a una ventana. Era una especie de salón occidental, con sillones grandes y pesados de colores oscuros. Un joven dormitaba en el de tres espacios, sobre su cabeza estaba un libro de pasta roja desteñida. El título, El arte de la guerra. Kuroko sonrió de lado, nuca había entendido esa obra por completo. Dudaba que alguien lo hiciera a la perfección. Sin prestarle mayores atenciones, se sentó en un sillón y abrió el libro de tapa marrón. Se trataba de El mito de Sísifo de Albert Camus. Las primeras veinte hojas hacían referencia al existencialismo, las demás detallaban la obra. Las últimas siete señalaban aspectos importantes de la vida del autor y menciones a sus otras obras. Era un libro pequeño como lo había indicado desde el principio.

 

El sol lentamente se ocultaba en el Oeste, estaba a punto de anochecer y dejar aquellos bellos arreboles en la bóveda celeste. Kuroko cerró el libro y lo dejó en el mismo lugar. El muchacho a un par de pasos de distancia no se había movido en todo ese tiempo. Quizás, lo mejor sería dejarle dormir, sin embargo, pronto iban a cerrar.

Era molesto involucrarse con otras personas.

—Hola, disculpa. Pronto cerrarán la biblioteca, despierta por favor. —le dijo con precaución y esperó a que el otro reaccionara. Solo se movió al otro lado, dejando caer el libro que cubría su faz. —Sé más cuidadoso.

Kuroko tomó el libro en sus manos y lo dejó en la mesa de centro. Era pequeña, y estaba cubierta por un delgado tapete blanco con un diseño estrellado. Sobre él, había un florero con un lirio blanco y otros dos rojos a cada lado.

—Sabía que vendrías a despertarme. —replicó el joven sin moverse de su lugar.

—¿Qué?

—Te estaba esperando, Tetsuya.  —los ojos del peli-celeste estaban sorprendidos por la engañosa revelación. Antes de que pudiera refutar algo, su muñeca era sujetada con firmeza por el muchacho que tenía al frente. Se había incorporado en un segundo, y su mirada estaba fija en el suelo. Los cabellos eran de un precioso color rojo, similar al de las nubes del poniente.

—¿Cómo es que…?

—¿Cómo es que sé tu nombre? —se puso de pie, con algo de pereza todavía, son soltar ni por un instante el vínculo que le unía a Tetsuya. El menor, asustado, pasó saliva y miró de frente. El extraño de cabellos carmín seguía mirando el suelo, pero poco a poco su cabeza ascendía en su dirección. —Te estaba esperando. —repitió casi en un susurro que para ambos era perfectamente audible.

Antes de que Kuroko pudiera decir o hacer algo más, su mirada celeste se conectó con la de él. Su respiración se agitó, sus piernas temblaron y una expresión inefable incluso para él mismo, adornó sus labios. Con su mano libre tocó el pecho ajeno, el corazón palpitaba con fuerza y toda esa sangre roja se distribuía por su cuerpo.

Esos ojos, los había visto en sueños innumerables veces.

Uno de ellos era fuego, un fuego celestial e infernal. Una llama que no se extingue, que siempre vive y devora todo a su paso.

El otro, era sangre, cálida y preciada. Fuerte, sublime, majestuosa y adolorida.

Dio un paso atrás y todo se volvió negro. Sus fuerzas se esfumaron, ya no era él mismo. Ni siquiera sabía si seguía vivo.

Pronto, olvidó todo… todo…

Como cuando despertó y ese sueño de bosques, poetas y trovadores había desaparecido. Su consciencia corría con el mismo destino. Solo esa mirada de fuego y sangre le perseguía, pero estaba seguro que también la olvidaría.

 

 

 

 

 

 

Notas finales:

Gracias por leer.

See you next time~! (/*o*)/


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