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49 Theurgy Chains por Kaiku_kun

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Notas del capitulo:

Ya he vuelto con la tercera parte! :)

Música:

Jeremy Zuckerman - The Legend of Korra

Billy Talent - Cure for the Enemy

3: El vacío

 

Sumido en una aburrida oscuridad, peor que la que habría si hubiera muerto, se encontraba un alma. No tenía cuerpo o, si lo tenía, era fantasmal, porque por más que se intentara mover o tocarse, nada surtía efecto. Solamente, todo ese tiempo, todos esos siglos, vivía con la sensación de estar flotando en el vacío, incapaz de avanzar o retroceder.

Esa era la vida de Kirino.

Las cadenas que sujetaban su alma desde el mundo real habían creado un espacio ingrávido, incoherente, inexistente al alrededor de Kirino. Un microcosmos totalmente hueco a excepción de su pensamiento, lo único que le decía que era real.

Durante sus primeros años encerrado pensó que se volvería loco, buscando una salida, una forma de volver a tener sus sentimientos, su cuerpo, su todo. Pero se abandonó conforme pasaba el tiempo. Se abandonó porque notaba cómo las cuarenta y nueve cadenas iban menguando y creciendo en fuerza. Kirino dedujo, entonces, que había gente a su alrededor que vigilaba que no se escapara, que las teúrgias no se rompieran.

Sí, desde el primer momento podía notar la energía opresora de las teúrgias en ese mundo hueco. No sufría por esa opresión, solamente notaba su fortaleza, exactamente como si fuera una prisión con barrotes, y no una atadura. Por eso, Kirino mataba el tiempo investigando esa fortaleza en las teúrgias. Y después de un tiempo que no supo calcular, notó claramente cómo su prisión se debilitaba más rápidamente que lo que quien fuera que le vigilara podía reparar.

No sintió nada al respecto. No se rio, no se alegró, no sonrió, nada. Era incapaz. Las cadenas también sujetaban sus emociones, las bloqueaban y las eliminaban en cuanto su cuerpo las creaba.

Con el tiempo, la fortaleza de las teúrgias fue menguando lo suficiente para empezar a ver más allá de su prisión. No veía, no escuchaba, no emitía sonidos por sí mismo. Solamente percibía. Percibía con su mente la energía que se aglomeraba a su alrededor para mantenerle encerrado. Eran como pulsos, olas, que se transmitían a su mundo hueco a través de las cadenas. Percibía esos pulsos como si su mente no quisiera seguir activa. Le debilitaban momentáneamente.

Pero no solamente sentía lo que le enviaban para castigarle. También empezó a percibir la fortaleza de quien le enviaba los pulsos. Al inicio, todo le pareció igual, pero las teúrgias seguían debilitándose, así que no tardó mucho en aprender a distinguir entre las energías de los distintos monjes que pisaban los bordes de su prisión. Todas tercas, serias, a veces enfadadas, a veces con un atisbo de placidez. Todo porque él, Kirino Ranmaru, estaba encerrado allí dentro y no podía salir.

De nuevo, a él no le importaba lo que sintieran los demás. No podía responder con sus propios sentimientos, porque no los tenía.

Entonces, hubo un cataclismo en su mundo. Su mente tembló, las cadenas, no sabía cómo, hicieron que se moviera, que vibrara. A su alrededor, notó montones de monjes canalizando su energía a la vez contra él, lo que hizo que su mente desconectara casi al instante. Pero en ese corto instante, percibió por primera vez un sentimiento: miedo.

Cuando su mente despertó, muchas cosas habían cambiado. Hasta entonces solamente se podía escuchar a sí mismo, sus pensamientos, pero nada más buscar la percepción que tenía antes, vio que ésta se había desarrollado mucho. Podía percibir que más poderes le bloqueaban, supuso que más teúrgias. Podía percibir que a su alrededor, en el mundo real, había algo que le rodeaba. Kirino pensó en un edificio, pero no estaba seguro. También empezó a percibir más emociones de los monjes que se presentaban, normalmente odio o miedo, además de su energía espiritual.

“El odio genera más odio. El miedo genera más miedo”, se dijo, en su propia mente.

Ninguna de esas emociones las podía sentir por sí mismo, pero las entendía por sus recuerdos. Era evidente que las cadenas aún surtían efecto. En algún lugar de su mente, sin embargo, algo le decía que si quedaba libre, los sentimientos de los monjes serían los primeros que él mismo canalizaría en contra de ellos. Por alguna razón que Kirino desconocía, los monjes se dieron cuenta ellos mismos de eso y la monotonía volvió, pues esas emociones desaparecieron o se veían forzadas a quedar ocultas. Kirino las seguía percibiendo, pero las percibía como aplastadas por una enorme fuerza de voluntad en cada uno de los monjes.

Sabían que esas emociones causarían estragos en las cadenas y permitirían a Kirino jugarlas en contra de los monjes. Si el alma maldita hubiera podido sentir algo, en ese momento habría aplaudido esa gran percepción en los monjes.

Pasó un tiempo que, por lo que contaba a través de la presencia de distintos monjes, llegó a ser un siglo. La rectitud y la calma habían vuelto, así que Kirino debía buscar otras cosas que percibir. Así, desarrolló una capacidad de percepción que superaba las cuatro paredes del edificio donde estaba encadenado y empezó a alcanzar a todos los monjes del templo.

Fue entonces cuando la notó por primera vez. Un alma distinta al resto, con una energía espiritual potentísima, pero no como las de los otros monjes. Era un alma cándida, caritativa, alegre, hasta ingenua. Kirino observó esa alma y dedujo que se trataba de un niño, puesto que la rectitud de los monjes aún no estaba en él.

O eso pensó. Mientras pasaban los años observando al niño, Kirino se dio cuenta de que su alma no evolucionaba como el resto. No se volvía seria, recta, no se preocupaba en odiar o temer a nadie, no dudaba en sus decisiones, no se corregía a sí mismo como lo hacían los demás. Tenía su propio camino.

Un día, ese niño, ya convertido en adulto, llegó a la estancia de Kirino. Se sentó delante de las teúrgias como todos habían hecho hasta ahora y, en lugar de dedicarse a transmitir energía a las cadenas, inexplicablemente, se la transmitió directamente a Kirino.

Era como una oleada de calma, era un punto de luz que no sabía cómo percibir, era como una estrella lejana que sentía que debía acercarse. Gran emoción era aquella que no supo describir ni tan siquiera recordando aquella época en la que estuvo libre de maldiciones por el mundo.

Era tan distinta que algo en él cambió: necesitaba llegar hasta su fuente. Necesitaba sentirla. Quería sentirla. Y fue entonces cuando sintió esa primera emoción, después de mucho tiempo encerrado. Débil. Lejana. Casi imperceptible, si uno buscaba en la energía de las cadenas. Era como si hubiera perdido parte de su insensibilidad y su maldad, porque sonrió aliviado entre sus pensamientos. Fue cuando surgió el Kirino sensible.

Tal oleada continua por parte de ese monje tan especial le empujó hasta los límites de su percepción hasta el punto que oyó. Oyó hablar al monje:

—… Pobrecito. Llevas aquí trescientos años. ¿No es suficiente castigo ya? Es imposible que seas como todos dicen, intrínsecamente malo. Yo creo en ti. Sé que podrías hacer las cosas bien. Solamente hace falta que aprendas a hacerlo.

Y la oleada de empatía pura seguía estimulando partes de la mente de Kirino que hacía tanto tiempo que estaban dormidas. Aunque no podía sentir todas las emociones, la empatía de ese monje le hacía preguntarse cosas, dudaba, quería conocer, quería aprender. Tal fue el impulso, que su mente tradujo esas ansias al mundo del monje:

—¿Creer en mí? —fue lo primero que dijo.

El monje se sorprendió muchísimo de recibir una respuesta. Nadie antes había escuchado al alma maldita decir nada, pero Kirino no percibió en él ningún tipo de miedo, temor, preocupación por ello. Solamente era sorpresa. Su oleada empática no había desaparecido.

—¿Puedes hablar?

—Gracias a ti, he querido hablar —dijo Kirino, usando esa voz suave y a la vez ceniza que le había dejado la maldición.

—El deseo de hacer algo y conseguirlo es mil veces más gratificante que no sencillamente poder hacerlo. Te comprendo.

Solamente un matiz, una palabra, y ese monje había comprendido que Kirino nunca jamás había sentido el deseo o la necesidad de hacer nada, estando allí encerrado, y ahora eso había cambiado. Kirino no podía dejar escapar la ocasión de conocer a ese monje. Jamás sintió tanta gratitud del momento en el que detectó el alma pura de ese niño.

—Me llamo Endou Mamoru. ¿Cómo te llamas?

—¿No se supone que deberías saberlo? —Kirino se sorprendió que su tono de voz no fuera molesto, curioso, o de orgullo herido, nada de eso. Las teúrgias hacían su efecto incluso en ese estado.

—Eres Kirino Ranmaru, el alma maldita por los dioses que fue encadenado con las cuarenta y nueve teúrgias. De niños, a todos nos enseñan quién eres y porqué estás aquí.

—No debo tener muy buena propaganda, entonces.

—No mucho, la verdad. Pero no me importa.

—¿No temes que escape de esta prisión y te mate? —De nuevo, sin emoción en su voz. Además, decidió que mientras las teúrgias le sujetaran con tanta firmeza, escondería a Endou toda señal de poder, percepción de su alrededor o emoción. No sabía qué efecto tendría esa situación tan singular y prefirió optar por lo sensato—. Podría pasar. Esto es inusual.

—No lo harás.

—¿Cómo lo sabes?

—Confío en que las teúrgias hagan su trabajo mientras yo hago el mío.

—¿Y cuál es el tuyo?

—Comprenderte.

Kirino no supo responder a eso. Sabía que ahora tocaba sentir una emoción, pero no la sentía, así que prefirió quedarse callado. Endou también calló, pero la transmisión de su empatía no cesó hasta que el monje abandonó la estancia. Cuando lo hizo, Kirino perdió todo deseo, necesidad, impulso de contactar con nada o nadie del mundo real.

En cambio, fuera de su prisión, el alma maldita percibió mucha alteración, mucho miedo y dudas. Sabía que era porque había hablado con Endou. Un montón de monjes, Endou entre ellos, se acercaron a la estancia donde estaba Kirino y éste notó cómo estudiaban y canalizaban energía hacia las teúrgias, pero todos, incluso el alma maldita, se sorprendieron de notar que estaban perfectamente (a parte de su deterioro constante).

Pasaron unos días en los que Kirino notó lejos a Endou, como si lo hiciera expresamente. Muchos monjes venían a fortalecer las teúrgias, pero muchos de ellos lograban su opuesto, debilitarlas, pues canalizaban odio, ira, miedo y dudas, sentimientos que nada tenían que ver con la rectitud de sus predecesores. Notar todos esos sentimientos provocaba en Kirino el pensamiento de que acabaría siendo liberado casi involuntariamente. Si hubiese podido reír en ese momento, lo habría hecho.

En cambio, fue solamente percibir a Endou en la estancia y ese pensamiento desapareció, la empatía volvió a embargarle y ya no tuvo ganas de salir.

—Hola, Kirino. Perdona por estar tanto tiempo lejos de ti. —Kirino pensó que le trataba como a su pareja o algo así—. El consejo de ancianos ha estado debatiendo sobre qué hacer conmigo.

—Han decidido permitirte venir, al final.

—Sí. Han visto que, estando yo aquí, las teúrgias no se ven afectadas por tu impulso de salir.

—¿Qué impulso de salir? —preguntó, algo confuso.

—Tu alma siempre está intentando salir de su prisión. Por lo que me acabas de preguntar, lo hace inconscientemente. Pero cuando estoy yo aquí, ese impulso no está.

—Sigo queriendo salir —dijo, a medias mintiendo.

—Puede, pero no ahora —contestó Endou, acertadamente—. Algo distinto he hecho yo para que quieras hablarme, escucharme y permanecer calmado.

Era cierto. Su percepción había quedado impactada por lo distinto que era Endou del resto. Deseaba todo lo que él había nombrado. Él no lo sabía, pero la sensación era que disfrutaba de su nuevo compañero.

Y así fue como Endou y el alma maldita pasaron toda la vida del primero charlando.

Kirino siempre se reservó la parte en que sabía que quedaría libre hicieran lo que hicieran. También mantuvo en secreto qué percibía y cómo y las poquísimas emociones que llegaba a sentir. Todo esto lo hacía porque sabía que Endou jamás llegaría a ver el día en que el alma maldita quedara libre, así que prefirió que ambos se centraran en el presente.

Curiosamente, era su parte menos cruel e insensible la que siempre contactaba con Endou para hablar, la que le preguntaba por sentimientos desconocidos, o lo que sentía Endou para comprenderle mejor (sin usar su tan buena percepción). Se explicaban historias entre ellos: Kirino contaba algunas de sus atrocidades sin ningún tipo de emoción, y a cambio Endou le mantenía al corriente de la historia de su mundo.

—Sabes que todo lo que me cuentes quedará escrito o grabado, ¿no? —le advirtió Endou, el día que supo cómo Kirino se convirtió en ese ser malvado, invadido por el poder divino.

—Lo sé. Pero no me importa. Yo solamente te cuento cosas.

—Está bien.

Cuando hubieron pasado muchos años y Endou se convirtió en un anciano, éste sorprendió de nuevo a Kirino.

—¿Sabes qué es la amistad?

—No lo sé.

—Es esta vida que hemos pasado juntos. Hemos hablado, hemos sentido, nos hemos comprendido, te has sentido en calma igual que yo y nunca jamás has deseado hacer nada delante de mí que no fuera hablar o escuchar.

—¿Eso es la amistad? Bueno, debo decir que está bien, entonces.

—Pues claro que está bien. Porque me has demostrado que puedes ser buena persona, aunque tus cadenas impidan que sientas nada.

—¿Por qué me dices esto ahora?

—Porque es hora de decirnos adiós, Kirino. Sé que para ti no significará mucho, pero para mí sí. He tenido una vida plena a tu lado, y al lado de mis amigos del templo y no deseo que termine, pero mi cuerpo ya no aguantará mucho más.

—Te mueres.

—Así es. Espero que en un futuro te encuentres a más personas como yo que crean en ti y puedas desear hablarles.

—Yo también lo espero. Ha sido toda una experiencia.

—Adiós, Kirino.

—Adiós, Endou.

Esa fue la única vez que llamó al monje por su nombre en toda su vida. Kirino notó cómo, aunque Endou siguiera delante de él, la oleada de empatía que tanto le atraía se desvanecía poco a poco. El alma maldita deseó por un segundo poder coger esa empatía y quedársela, pero se le escurrió entre sus pensamientos y huyó, hasta quedarse solo. De nuevo.

Su mente le decía que Endou había muerto. Su corazón le decía lo mismo, aun cuando en teoría no podía decirle nada, por culpa de las cadenas. Kirino sintió en lo más profundo de su ser cómo algo se rompía y no pudo evitar que su cuerpo inexistente reaccionara en consecuencia. Lloró lágrimas invisibles, sollozó con una voz que no quería que nadie oyera.

Frenó la percepción de su alrededor como si cerrara los ojos pero, desde fuera, una luz púrpura alumbraba la estancia, con el cuerpo sin vida de Endou reclinado en la madera, y una vocecilla débil y suave salía de esa luz púrpura. Involuntariamente, Kirino sentía tristeza y no podía evitar nada de lo que estaba ocurriendo en el mundo real.

La luz alertó a los monjes, que acudieron en ayuda de Endou, pero antes de que se acercaran siquiera a la entrada, la luz se apagó, Kirino dejó de sollozar y nunca nadie supo que el alma maldita había llegado a sentir esa tristeza. Solamente encontraron el cuerpo de Endou y se lo llevaron, comprendiendo que había muerto de viejo.

Desde entonces, muchas décadas pasaron, incluso siglos, en los que Kirino permaneció en silencio, sin sentir, entender, percibir nada igual a lo que Endou le proporcionó. Tampoco lloró nunca más por él, pues entendía que era así como funcionaba la vida.

Pasaron dos siglos antes de que volviera encontrar un alma pura parecida a la de Endou. De nuevo, tuvo una amistad duradera con el monje que llevaba esa alma tan pura. Hablaron durante muchos años. Pero no fue lo mismo, pues esa alma fue quedando empañada de los ideales de otras personas y perdió parte de su pureza.

Esa historia se repitió unas cuantas veces. Monjes que de jóvenes eran puros, idealistas, que transmitían de una u otra manera la empatía que Endou le proporcionó en un pasado, pero a todos se les implantaron ideas parecidas a las del resto, la rectitud, sentimientos adversos, firmeza, concentrarse en las teúrgias. Ninguno tenía la fuerza de voluntad que tuvo Endou para seguir su propio camino y no alterarse por las horribles historias que Kirino contaba. Todos acababan marchándose. Kirino nunca lloró por ellos cuando sus alma se apagaban, pues se apagaban siendo almas adversas a él, influenciadas o traumadas por su entorno.

Hasta que apareció el último de todos, Shindou. Fue como si Endou hubiera decidido volver bajo el nombre de otra persona. Allí estaba esa inconfundible empatía, esa energía positiva, esos sentimientos perfectamente regulados. Kirino se reencontraba con el pasado y, cuando recibió de lleno la primera oleada de empatía de Shindou, cuando éste aún era muy joven, no dudó en hablarle.

Por desgracia, eso complicó las cosas. Consideraron a Shindou como alguien especial, pero no sabían el porqué. Después de tantos siglos, habían olvidado porqué Kirino hablaba a algunas personas, y empezaron a moldear a Shindou bajo el paradigma de monje firme, recto e insensible, igual que el que lo encerró en cadenas de teúrgia.

Kirino no permitió semejante ultraje a una persona tan bella como ese chico. Sabiendo que las teúrgias originales estaban extremadamente desgastadas y que pronto saldría de su prisión, provocó, apremió, se mostró insolente, mintió, pinchó de todas las formas posibles a Shindou para que mostrara alguna emoción, buena o mala. Solamente así, Shindou volvería a ser esa alma luminosa y pura que Kirino recordaba haber percibido. Y solamente por ese camino, Kirino se mantendría calmado dentro de su prisión una vida más.

Dio su efecto. Debido a la debilidad de las teúrgias, Kirino iba recuperando emociones y deseos, la mayoría relacionados con su propia maldición, así que le costaba cada vez menos mostrarse como quien realmente era. Solamente cuando las teúrgias mantenían su energía estable se veía privado de todo eso, como en el pasado. Pero un solo desliz, una emoción mal puesta, cualquier exceso, falta de pureza, sentimiento adverso, y el Kirino poseído hacía acto de presencia, lo quisiera o no.

—¿Cuánto crees que aguantarán estas cadenas, Shindou? —le preguntó mordazmente ese día vital.

Fue cuando le reveló al monje todo lo que podía percibir, lo cerca que quedaba de ser libre. Era una advertencia que tanto la parte poseída de Kirino como la insensible probaban de comunicarle, pues la primera estaba deseosa de liberarse, como impulso natural, y la segunda procuraba provocar una vez más a Shindou para que recobrara su camino mostrando sus emociones.

Funcionó, alteró a todos. Los cambios fueron constantes y eso solamente aceleraba la liberación de Kirino a la par que recuperaba emociones.

Como ese par de… de… ¡idiotas! que decidieron ser pareja. Los había percibido desde que se enamoraron, pero nunca le había preocupado lo que ocurriera, porque Shindou estaba allí, con su empatía y su luz particular. Pero una vez llegó el caos y Kirino empezó a sentir, recordó los deseos que tenía cuando estaba libre y sintió ira y envidia de ellos porque eran libres de hacer lo que quisieran. Su amor le arrastraba como si fuera un alud, le agobiaba y le recordaba que estaba encerrado, que no le estaba permitido sentir todo aquello por culpa de las teúrgias.

Y también le recordaba a Endou. No percibía el amor de esos dos monjes igual como Endou le había proporcionado su empatía, pero recordarle precisamente estando en ese momento tan sensible y cercano a la liberación… Lloró. Lloró de nuevo la muerte de su verdadero amigo después de cientos de años de ese hecho, después de tanto tiempo sin mostrar sus emociones.

Y fue como un llamado. Como un grito de auxilio. El monje, Shindou Takuto, apareció y olvidó su rectitud para ser ese niño con el alma pura y luminosa que le mostró toda su empatía de nuevo. Kirino siguió llorando esa noche, poniendo excusas y mintiendo sobre porqué lloraba, pero se convirtió en un llanto agridulce, pues pese a que estaba triste por Endou, sentía la empatía de Shindou alcanzarle con toda su energía y, en parte, calmándole. En ese estado, Kirino no pudo evitar decir la verdad: el corazón de Shindou y de todos sus predecesores hasta Endou le liberaban. Le liberaban del impulso de salir, del ansia de volver a hacer daño. Shindou no tardó mucho en comprenderlo.

Entonces, pese a que ya era irremediable que Kirino escapara (o así lo sentía él en sus débiles ataduras), Shindou se esforzó en ser la persona empática y amigable que Kirino recordaba. Y estuvo tranquilo por ello, porque su nuevo amigo lo había comprendido al fin.

Otros probaron de ser como Shindou, pero solamente se estaban mintiendo a sí mismos, estaban de nuevo moldeados de forma imperfecta a imagen de una sola persona, y eso agobiaba a Kirino, porque les habían impuesto la idea equivocada y no eran ellos mismos. Poco tardó Shindou en darse cuenta de eso también y, aunque fue con problemas para el monje, todo volvió a la normalidad.

Pero hacía nada, unos pocos días, Kirino había notado en Shindou un nuevo sentimiento que no era la simple empatía que siempre recibía. Notaba algo más.

Muchas veces a muchos monjes les había preguntado qué era el amor hacia una persona, cómo era sentirlo, y ninguno de ellos le había podido responder con certeza. Shindou tampoco lo había hecho, pese a que tenía amor a la propia empatía, la paz y la felicidad. Kirino buscaba ese sentimiento en las personas para saber cómo era, pero por alguna razón era incapaz de llegar hasta él. Ese par de tortolitos, a los que llamaban Hinano y Anemiya, lo habían encontrado, y notaba sus reacciones y emociones, pero no podía alcanzar a sentir como ellos el amor. Y eso le sacaba de quicio completamente.

Y eso que sentía en esos dos idiotas también lo había percibido en Shindou, pero no se lo había transmitido a él. Su parte más malvada y cruel aparecía entonces en su mente para empujarle a salir y a matar a todo aquél que sintiera algo parecido, y luego a matar a los que impedían que él mismo lo sintiera.

Tantos siglos encerrado, sin sentir nada, y ahora era incapaz de reprimirse cuando las teúrgias flaqueaban un tanto. Recordaba una de tantas matanzas de inocentes en su anterior vida y le daban ganas de seguir con eso porque él lo tenía todo excepto sus sentimientos.

Esto era cosa de la maldición de los dioses, estaba seguro de ello. Condenado a vagar sin rumbo esperando encontrar lo que buscaba, sin éxito. Las cadenas impedían sentir nada y la maldición le empujaba a eliminar todo lo bueno en las personas.

Luego sentía la empatía de Shindou, aunque fuera de lejos, y conseguía calmarse un tanto. Deseaba sentirla.

En esos momentos notaba que Shindou estaba usando sus emociones, en la distancia, y notaba un poco de esa empatía acercándose como una hoja en el viento hasta él. Era una brisa fresca.

Entonces notó que alguien entraba en su estancia. Iba cargado de buenas y malas emociones, muchas de ellas un tanto descontroladas. Nada había en él de la rectitud de los monjes que usaban para energizar las teúrgias. Kirino prestó atención a esa energía, pues no venía a hacer su trabajo.

—Hola, Kirino Ranmaru —susurró el monje, arrodillándose delante de él. Era el de pelo naranja, Anemiya—. Soy Anemiya Taiyo. Bueno, supongo que ya lo sabes. Sé que sólo le hablas a Shindou pero… quiero pedirte un favor. Sé que sabes lo que sentimos Hinano y yo. Sé que no te gusta. Pero te ruego, por favor… no le hagas daño a él. Lo es todo para mí, no podría… Por favor, no nos tengas envidia, yo… sé que tú y Shindou os tenéis el uno al otro. Sé que eso te basta…

Conforme el chico iba hablando, Kirino luchaba más contra sí mismo para reprimir sus emociones. El impulso de escapar y el de quedarse estaban luchando con fiereza. Qué ingenuo estaba siendo ese Anemiya, creyéndose que una simple súplica le valdría para salvar la vida de su novio. O la suya. O la de nadie. Cada vez se sentía con más ganas de salir. Que rezaran todos porque alguien apareciera a tiempo.

—¡Anemiya! —interrumpió uno de los monjes—. ¿Qué haces aquí? ¡Fuera!

El chico obedeció y se fue. Kirino se sintió algo menos dividido cuando ese monje empezó a poner su energía en las teúrgias. El efecto anestesia que provocaban las cadenas empezó a tranquilizarlo y buscó serenamente en su mente para calmarse.

“Está muy cerca el momento”, se dijo. “No hay posible escapatoria”.

Notas finales:

Ya reapareceré pronto con la cuarta parte jeje


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