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15 años y una semana por Jashin-Angel

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La casa entera se estremeció cuando un nuevo grito, aún más enérgico que el anterior, salió de la potente garganta del joven rubio. Los pájaros que atestaban los árboles de los alrededores salieron en desbandada y los gatos callejeros que remoloneaban en el jardín a la espera de su desayuno dieron un brusco respingo y huyeron por los tejados que lindaban con la casa de Aizawa. El escándalo debió de haber despertado a uno de los vecinos, o quizá a todo el vecindario.

—Lo voy a matar —musitó la madre de Aizawa, con el rostro encendido. Al contrario de lo que creía firmemente su marido, el hijo de los Yamada no era un encanto de niño, sino un pajarraco ruidoso y mal educado.

Su marido se acercó a ella y depositó un suave beso en su frente, rogándole un poco de paciencia.

—No podemos dejar que te vea así —opinó el padre.

—No —ratificó Aizawa.

—Ni siquiera deberíamos abrirle la puerta, que se joda —insistió la mujer. Los dos hombres le dirigieron una mirada de reproche, a lo cual ella sólo pudo encogerse de hombros haciendo un mohín.

Aizawa agradeció en silencio no haber heredado ese matiz infantil de su madre ni la sensibilidad sobrehumana de su padre. Pretendía responderle, pero el apremiante golpeteo que había comenzado a sacudir la puerta principal le detuvo, obligándole a ocultarse antes de que el pequeño terremoto que aguardaba al otro lado de la puerta irritase aún más a su madre.

—¡Shouta! —Escuchó la puerta abriéndose de repente—. Oh… ¡Hola señor Aizawa!

—Buenos días, Mic —le saludó su padre, en tono jovial—. Tan exultante como siempre, ¿eh?

—Naturalmente, señor. La vida es una fiesta con múltiples opciones, y la más acertada siempre es divertirse.

—Y que lo digas, muchacho. Nuestro hogar es más bien un tanatorio, pero estás invitado a entrar de todas formas.

—¡Gracias! — Sus pasos ligeros se hicieron eco en el salón, donde ahora sólo estaba la señora Aizawa fingiendo que leía un periódico arrugado y roto. Mic le saludó con el mismo fervor, pero, a diferencia de la obtenida anteriormente, la única respuesta fue un par de gruñidos desganados—. Guau. ¡Menudo humor! Mi madre también se pone así cuando le da la regla.

La mujer, que había estado hasta entonces mordiéndose el labio, giró muy lentamente la cabeza hacia el recién llegado y compuso una sonrisa forzada.

—Deja de gritar si no quieres que te arranque la garganta, mocoso —le advirtió, y justo después volvió a enfrascarse en su falsa lectura.

Después de eso, el silencio se extendió durante un par de segundos en los que Mic parecía haber adquirido el suficiente sentido común como para comportarse como una persona normal. Aizawa aprovechó ese momento para atisbar desde su escondite el entorno, más concretamente a Mic. Su sonrisa refulgía casi tanto como su propia presencia, diferenciándose del resto del mundo por su alegría incondicional y su positivismo irracional. Su pelo estaba bastante más corto que el del adulto, pero ya empezaba a peinarlo primorosamente hacia arriba. Sus ojos, a pesar de estar escondidos tras sus sempiternas gafas de sol, danzaban inquietos de un lado a otro de la habitación, buscando algo que no podían encontrar.

—¿Dónde está Shouta? —preguntó tras haber inspeccionado cada rincón del salón y la parte visible de la cocina.

—Está… Indispuesto… —respondió el padre, no muy convencido.

—Oh… Está en el baño, ¿cierto? Esperaré.

—No, animal —dijo la madre de mala gana, acompañando sus palabras por un nuevo crujido y una mirada exasperada—. Está enfermo.

—Creía que las enfermedades como esas ya no existían —caviló el adolescente, debatiéndose entre la desconfianza y la aceptación inmediata—. ¡Simplemente no quiere a la academia! Hoy en día hay cientos de médicos capaces de curar cualquier cosa.

—Tienes razón —terció el padre, previniendo un próximo enfrentamiento entre su mujer y Yamada—. Mic, muchacho, los de tu generación ya tenéis aprendido que los Kosei no es ningún tipo de magia. Los Kosei de recuperación se nutren y funcionan mediante la energía del paciente, y Shouta no está en condiciones de sufrir tal declive de energía. Podría ser peligroso.

—¿Tan mal está? —preguntó, acongojado. La sonrisa, siempre presente e infantil, se había esfumado ante la posibilidad de haber despertado a su amigo enfermo con sus impulsivos gritos.

—Se recuperará enseguida —aseguró la madre, con una imperceptible inflexión de ternura en la voz. Ahora vete.

—Quiero verlo. Él siempre me acompaña a la enfermería cuando me lesiono.

—No —negaron los dos adultos al unísono, el hombre casi con pena y la madre recuperando la acritud en su carácter.

—Pero…

Y no hubo tiempo para más protestas, pues la mujer le agarró de la camiseta y lo sacó literalmente arrastrando de casa. Por el silencio sepulcral, rozando la expectación, que invadió temporalmente el ambiente Aizawa supo que Mic había esperado unos minutos apostado en la puerta. Después habría reanudado su solitaria marcha dejando tras de sí un camino de rezongueos y protestas, además de una inconmensurable preocupación.

Sólo cuando la retahíla de infantilismos se perdió en la distancia Aizawa salió de su escondite. La visita de lo que en ese entonces era su amigo, o así lo presuponía, había dejado en él un cosquilleo reconfortante en el pecho. ¿Estaban ya saliendo en ese entonces o aún se encontraban estancados en esa etapa de duelo tan inocente que fluctúa entre la negación y el tonteo? A su edad no lo sabía, y probablemente no lo hubiese sabido jamás si Mic no se lo hubiese repetido hasta la saciedad, pero esos ojitos danzantes estaban rebosantes de amor hacia él.

Siguió abstraído en sus recuerdos hasta que la cálida mano de su padre se posó con dulzura sobre su hombro. Definitivamente quería saber de su vida actual con tanto afán como él tenía por callar.

—Mi niño, ¡mi amor! Cuéntanos, ¿cómo es el futuro? No, mejor aún, cuéntanos de ti. ¿Cómo se llaman mis preciosos nietos?

—Señor Medianoche y Raspa.

El hombre arrugó la nariz, miró a su esposa sin entender y, al no ver muestras de ironía o sarcasmo, se resignó a esperar que el sentido del humor naciese repentinamente en su hijo o a un futuro sin descendencia, lo que llegase antes.

—Qué pregunta tan tonta —intervino la madre, pletórica de alegría—. Era una respuesta obvia. Sin embargo, no te va tan mal en la vida, ¿no? No estás casado pero tienes pareja o, al menos, una relación informal duradera.

Siempre tuvo la corazonada de que su madre era algún tipo de bruja, en ese momento lo creyó más que nunca. Sin embargo, rápidamente cayó en la cuenta de por qué había deducido eso con toda la seguridad del mundo: la escasez de ropa —tan sólo llevaba puesta la ropa anterior, ni siquiera se quiso preguntar por qué— exhibía insolente una suerte de marcas rojizas e incluso amoratadas salpicadas caprichosamente por su piel, desde el cuello hasta lugares que prefería no concretar.

Maldito Hizashi y maldito su afán por reivindicar su amor de esa forma tan estúpida.

—Pareja —apostilló Aizawa tras suspirar profusamente. Un voto de silencio sólo conllevaría un interrogatorio más efusivo y, por ende, más abrumador.

—Debe de ser una muchacha encantadora. Muy bonita, resuelta y, por supuesto, inteligente —aseveró el padre, parcialmente perdido en sus fantasías.

—Y caprichosa, ¿o tal vez celosa? Yo apostaría por lo primero —conjeturó ella, trazando meticulosamente con su dedo índice una ruta ascendente por el cuello de su hijo hasta llegar a la barbilla, donde se detuvo—. Fíjate, quiere que el mundo sepa que Aizawa Shouta ya tiene dueña. ¿Por qué sino iba a concentrarse tanto en la zona más visible del cuerpo? Y qué decir tiene que la muchacha es apasionada. —Sonrió con picardía, dibujando un nuevo trazo invisible que surcó los labios y, finalmente, la nariz. Después su mano volvió a apoyarse en su propia cintura.

A su lado, el señor Aizawa trataba de cubrirse indiscretamente el rostro con las manos en un evidente gesto de vergüenza y contrariedad. Para él su hijo seguía siendo ya no un adolescente de 15 años con breves accesos de inocencia ni mucho menos un adulto de 30 consciente de todo lo vulgar y oscuro que alberga la sociedad, sino un niño pequeño. Su niño inocente y frágil.

—Eso es incómodo —protestó Aizawa, recibiendo el apoyo inmediato de su padre.

—¿Sabes qué es más incómodo aún? Haberte llevado 9 meses dentro. Ojo por ojo…

—Y nos quedamos todos ciegos —intervino con celeridad el padre, resulto a no escuchar nada más.

Desgraciadamente, su mujer tenía un arsenal completo de comentarios que esgrimir.

—Al menos no vas a negar que lleváis ya un tiempo importante saliendo juntos, ¿no? Cuando la confianza se asienta en una relación se puede percibir muy fácilmente. Por ejemplo, la apariencia se descuida —eso, obviamente era una indirecta bastante directa— y eso de depilarse se deja para ocasiones excepcionales.

—Eres una bruja —masculló, a lo que ella respondió con una carcajada—. Es correcto, casi 15 años.

—¿Quince? —Aparentemente el padre ya había empezado a cuantificar los años, completamente asombrado—. Tú tienes… ¿30? Eso significa que…

El padre no se atrevía a terminar la frase, pero sí miró inconscientemente un calendario con fotos de gatos —uno de los escasos caprichos de su hijo— que colgaba de una de las paredes visibles de la cocina. Aizawa le imitó y diferenció un número marcado en rojo, el mismo día —con unos largos años de retraso— en el que debería estar en su mundo actual.

—En una semana.

Lo dijo con aprehensión, con un nudo en la garganta que le robó el aliento. En una semana Mic se debería plantar frente a su versión adolescente y confesarle todo cuanto él había estado ignorando durante demasiado tiempo y, 15 años en el futuro, su yo presente debería de ir a cenar con Mic como sorpresa nada sorprendente de aniversario.

O adivinaba cómo volver, o todo eso acabaría relegado a una realidad que ya no existiría más allá de sus recuerdos.

—¿Y cómo se llama? —la voz de su padre irrumpió en sus pensamientos. Se mostraba cohibido, a punto de añadir algo que quizá le incomodaba—. Se supone que ya la conoces, ¿no? Pero… Ya sabes, cariño, no tienes muchas amigas. Ni siquiera sé si tienes una.

—No, no tengo —¿acaso las necesitaba? Con una amistad y un par de compañeros le sobraba, lo suficiente como para que alguien le lleve flores al hospital o a la tumba—. Lo has malinterpretado todo desde el principio. No es una mujer y sí, ya le conozco y además es caprichoso.

De los labios trémulos de su madre se escapó una risita nerviosa, de esas que nacen con baldía esperanza de que tarde o temprano la otra persona también se ría y todo acabe ahí, como una simple broma de mal gusto. Esa vez no fue así. La mujer continuó riendo y riendo mientras su marido también sonreía abiertamente, aunque por motivos totalmente diferentes a los suyos.

Aizawa mantuvo un rictus imperturbable hasta que ella se tranquilizó y comenzó a dar vueltas por el salón, deshaciéndose en suspiros y lamentos.

—Estás enfermo —le escuchó murmurar entre quejidos.

Eso quiso hacer que se replantease la postura de sus padres hacia según qué temas "escabrosos", pero no lo consiguió. Podía darse el lujo de alardear, si así quisiera, de que conocía a sus padres más de lo que le gustaría hacerlo, así que toda esa situación era incoherente. Su madre no se atrevería a articular aquel reproche, ni siquiera se le pasaría por la cabeza al saber la orientación de su hijo.

—¡Estás jodidamente enfermo, Shouta! —repitió, cambiando los gemidos lastimeros por gritos y gruñidos que provocaron que su esposo agachase levemente la cabeza, sin saber qué hacer.

—Se acabó la broma, mamá —lo que pretendía ser un ruego adoptó una tonalidad imperativa—. Nunca te ha importado la orientación sexual de la gente, y dudo mucho que eso vaya a cambiar ahora.

Ella se detuvo abruptamente, miró a su hijo con la cara desencajada y avanzó a él a grandes zancadas. La reminiscencia de aquellos días en los que su insolencia adolescente y su avidez de rebeldía habían desembocado en una discusión subida de tono con su madre se materializó vívidamente en su mente, superponiéndose con la realidad. Los pasos pesados, las manos crispadas clavadas como garras aguileñas en sus hombros, las mejillas encarnadas… Todo ello eran indicios de una inminente regañina.

—¿Orientación sexual, dices? ¡Ja! Como si me importara que te monten o te dejen de montar. El puto problema está en quién lo hace —mientras hablaba se recreaba en frotar enérgicamente uno de los chupetones que le adornaban en cuello, como si así pretendiese borrarlo—. ¿Cómo puedes salir con el imbécil ese? Es molesto, ruidoso, inmaduro, maleducado, irritante, irritante, irritante, muy irritante…

—Y un encanto —intercedió el padre, abogando por Mic en aquel juicio injusto—. Además siempre cuida de nuestro hijo y me consta que, más allá de lo que sea que sienta por él, le tiene mucho aprecio y cariño. Creo que con eso es más que suficiente.

—Y cocina para mí.

—¡Y cocina para él!

De hecho, de no ser por la intensa devoción de su pareja hacia él su dieta constaría únicamente de comida precocinada de dudosa calidad y gelatina para llevar. Más allá de saciar el apetito con platos hechos con una perfecta armonía de diligencia y cariño, también disfrutaba de ver a Hizashi improvisar divertidas coreografías al son de las melodías que escupía la vieja radio que —Dios sabe por qué— guardaba en su salón. A veces, cuando la voz del comentarista adoptaba un matiz más bien meloso y el temporizador del horno o del microondas se lo permitía, Mic abandonaba sus quehaceres y se deslizaba sigilosamente hacia el salón, donde él ya le esperaba con una sonrisa socarrona en los labios. Entonces ambos se unían en una danza más bien torpe que acababan en el sofá, en la cama o en la mesa; otras veces sólo bailaban, reían y se besaban con una inocencia ya perdida, y esas eran las mejores.

—¿Y qué hay de mí? —cuestionó ella, abandonando la indignación para dejar paso a la conmiseración—. Si ya es terrible soportarlo como el amigo de mi hijo, ¿qué será de mí cuando me convierta en su suegra? Aguantar ese yugo 15 años, ¡incluso más! Dime, Shouta, ¿cómo lo hice?

¿Cómo lo hizo? No lo hizo, no tuvo la oportunidad de hacerlo. Los dioses la arrancaron de su lado con sus gélidas garras antes siquiera de poder intentarlo.

No sabía qué decir, y por miedo a sentir un ápice de esperanza, la suficiente como para cambiar las cosas, sólo negó lentamente con la cabeza y la abrazó con todas sus fuerzas. Ella permaneció paralizada unos segundos hasta que finalmente su cuerpo aceptó la calidez de esa unión, pero también la algidez de las palabras que su pequeño no se atrevía a pronunciar.

Palabras, ¿acaso son tan necesarias? Se puede vivir mudo, nunca desalmado, y es precisamente el alma la que se ocupa de expresar aquello que los sonidos temen.

—Lo siento, cariño —su voz, amortiguada por el cuello de su niño, se escuchaba como un eco lastimoso.

Por primera y quizá última vez, enjugó las lágrimas de su madre como tantas veces ella lo había hecho. El padre se había retirado del salón y desde la cocina, también llorando convulsamente, trataba de observar la escena a través de sus ojos acuosos.

Deseó poder llorar como los demás en situaciones así, poder manifestar sus sentimientos más allá de un ceño fruncido o una sonrisa imperceptible. Siempre lo deseaba, sin embargo, él tenía fijadas ciertas pautas de supervivencia que eran difíciles de violar, siendo la primera la de no llorar, sino actuar. Y él no podía actuar ahora, así que optó por irse al dormitorio de sus padres para tomar prestada algo de ropa de su padre.

Cuando volvió el ambiente parecía haberse templado lo suficiente como para poder desayunar y malgastar toda la mañana sin hacer absolutamente nada excepto ponerse al día, charlar sobre cómo había acabado siendo profesor en la U.A y, finalmente, decidir que hablaría después de comer con Recovery Girl.

Y así lo hizo. Las puertas abiertas de la academia le recibieron como un viejo amigo y los árboles creaban la falsa ilusión de hacer una solícita reverencia al pasar. Se refugió del viento en los amplios pasillos del edificio y allí se enfrentó con una complicación aún peor que el viento: la mirada curiosa, inquisitiva e incluso hostil de los estudiantes a los que rebasaba a cada paso que daba.

Tan sólo uno de ellos le recibió con una sonrisa sorprendentemente amable y la expresión tan risueña que parecía contemplar no a su aspecto actual, sino al Aizawa perteneciente a esa realidad. Era Mic, que balanceándose sobre sus talones esperaba impaciente su llegada.

—Congratulations! Tienes la suerte de ser mi compi de entrenamiento hoy, ¿verdad que sí?

 

Notas finales:

Y... ¡Hasta aquí! Quisiera haber podido seguir escribiendo, ya que los capítulos van a constar de una mitad en la que se habla del pasado y otra del presente, pero estoy enferma y no consigo concentrarme, así que aquí os dejo lo que he podido escribir. 

Por cierto, ¿alguien sabe cómo se llama lo que suele beber Aizawa? De verdad que no he podido encontrar cómo se les llama a esas cosas. 

Bueh, hasta el próximo capítulo :D


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