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Hanami [YuTae] [NCT] por Kuromitsu

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Cuando intentó hacer memoria, sin embargo, lo único que Nakamoto Yuta recordó fueron los suaves pétalos de las flores de cerezo cayendo a su alrededor.

Pasó las manos sobre la fría superficie de piedra que apenas sobresalía desde el césped. Se sentó a su lado y con el correr de los minutos empezó a silbar una melodía suave, pero lo suficientemente poderosa como para evitar el halo de total silencio que siempre surgía en la madrugada, en el rito que llevaba haciendo desde hace tanto que había perdido la cuenta. La compañía de su mascota, un adorable perrito marrón que llevaba a todos lados, no era suficiente.

Pensó, y no pudo recordar. No fue capaz de acordarse de nada.

No recordó cuando vio el cuerpo de TaeYong caer de lleno en la acera, en medio de un puñado de espectadores que poco y nada hicieron por él. Tampoco cuando bajó a toda carrera los pisos del alto edificio, ni los llantos que salieron al verle sobre un charco de sangre, la desesperación, los gritos y la gente intentando apartarle; todo era demasiado surreal para creer que era verdad.

Sintió lo mismo al subirse con él a la ambulancia y también al seguir todo el trayecto hasta que llegó a las puertas que separaban la sala de operaciones del pasillo, donde un par de enfermeras le retuvieron. Cuando se lo informaron después de horas de espera, no quiso creerlo, pese a que había sido testigo en la ambulancia del horrendo pitido que aún podía escuchar en sus pesadillas.

Fue incapaz de asistir a su funeral. Los restos de TaeYong, repatriados a un país que escapaba su presupuesto por mucho que golpeó puertas en la más honda de sus desesperaciones, fueron entregados a su abuelo. Al entregarle la noticia, no le vio llorar. Es más, todas las palabras que escuchó se centraron en un solo concepto.

“Gracias”

No le pudo mirar a los ojos durante aquella videollamada y, por lo mismo, envidió profundamente su fortaleza. Esa misma resiliencia, que evidenció en cada nuevo contacto que realizó con él, fue la que le permitió no abandonar finalmente.

Dentro de las miles de cosas que no pudo recordar de los últimos cinco años, dos semanas y un día que habían pasado desde aquel horrendo suceso, fueron las múltiples oportunidades en las que intentó seguir el mismo destino de TaeYong. Las horas interminables en el psicólogo y el psiquiatra, las pastillas que debía tomar para estar sedado todo el día y así no realizar algo que, como concordaban ambos especialistas, era “una locura”. Sin embargo, no fueron precisamente los medicamentos los que le impidieron jalar el gatillo.

Fueron las palabras del abuelo de TaeYong, que por mucho tiempo recordó.

“—Estaba pensando, y creo mi nieto no quería que aprendiera japonés por él…

—¿A qué se refiere?

Le quedó mirando con curiosidad, espabilando después de mucho. Debía tomarse la nueva dosis de ansiolíticos, pero eso significaba que su capacidad de prestar atención se vería incluso más disminuida. Retrasó aquel momento solo para escucharle con todos sus sentidos alerta.

—Quizá, lo que TaeYong quería que pudiera acompañar a otra persona muy importante para él —le miró con perplejidad, y se fijó después en las velas que brillaban al fondo de la estancia, junto con el retrato de TaeYong, sonriente. Un año se acababa de cumplir—. Es que… Yuta, él un par de días antes de suicidarse me dijo que te amaba. Y que me pedía perdón por ser gay y por amar a otro hombre.

—¿Qué…?

—Pero le respondí que estaba perfectamente bien. Que de seguro se debía tratar de un muchacho bueno. Y no me equivocaba.”

Esas palabras le permitieron incluso el sonreír otra vez. Cuando supo de su muerte a causa de un infarto, sin embargo, todo perdió su significado, y olvidó.    

Tal vez, era mejor así. No acordarse de absolutamente nada.

Al volver a pasar sus dedos sobre la pequeña lápida de piedra que había mandado a hacer y permanecía emplazada a los pies de un cerezo (la que tan solo rezaba el nombre de Lee TaeYong, y que procuraba visitar todas las noches donde la afluencia de público era menor), esbozó una sonrisa. Se estaba mintiendo a sí mismo. No era como si no recordara nada; eran todos recuerdos tan dolorosos, que simplemente era más fácil reprimirlos en el fondo de su mente. Últimamente, al menos, daba resultado.

Lo único que no era capaz de olvidar, y que tampoco quería, era aquella tarde primaveral con los pétalos de los cerezos cayendo sobre su cabellera mientras iba corriendo en búsqueda de un trabajo con la carpeta de currículums bajo el brazo. No quería olvidar la primera vez en que le había visto, con las manos metidas bajo el agua, chapoteando casi como un niño; tampoco quería olvidarse de la forma en que se había sentido cuando sus miradas se encontraron. Y es que, ante todo, no quería olvidar ningún detalle del primer encuentro que tuvo con él, el dulce hombre del que se había enamorado profundamente.  

Porque sabía que, por mucho tiempo que pasara, no podría dejar de amarle. 


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