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Nada está escrito por Lauradcala

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Encontramos un restaurante pequeño y vacío, así que no lo pensamos dos veces y entramos allí, con la esperanza de tener algo de tranquilidad en medio de tantas emociones. El pedido llegó en minutos y comimos en silencio, a veces comentando cosas aleatorias, pero sin llegar a profundizar en una conversación. Estaba inquieto y no sabía que sentía Dante, pero sabía que no estaba bien. Si bien no me arrepentía de haber visto a Julián, su historia me había alterado. Había tratado de alejarme de las noticias e inconscientemente había creado una burbuja donde nada pasaba, ahora esa burbuja había estallado y me sentía perseguido, ansioso. Tenía la certeza de que era mi cerebro en estado de alerta, activando mis sentidos para detectar el peligro, pero estaba incomodo con la idea de la paranoia, yo no quería estar como mis padres, preocupado cada vez que pusiese un pie fuera de la casa. No quería estar asustado, el miedo no es algo a lo que estuviese acostumbrado.

Llegamos al apartamento de Dante como por inercia, apenas si era consciente de mis pasos. Mis pensamientos zumbaban uno detrás de otro sin detenerse, muchos con la pregunta “¿Y si…?” formulándose constantemente.

– Déjalo ya, Ángel –dijo Dante cuando me senté en el sofá.

Lo miré intentando encontrar el sentido de sus palabras.

– ¿De qué hablas? –pregunté.

– No has parado de darle vuelta a la situación y creo que en parte es culpa mía. Estas desarrollando un estado de ansiedad y, si lo dejas avanzar, después no podrás salir de él –regañó.

Suspiré y me froté los ojos.

– No sé qué me pasa, no es mi culpa y no puedo controlarlo. Esto es demasiado, Dante –dije con desesperación.

– Sé cómo te sientes porque todos estamos así, pero no puedes dejar que te domine. Todos estamos asustados, tú no eres el único.

Asentí y no insistí más. Él seguía preocupado, su expresión lo delataba, pero tampoco siguió con el tema. En cambio, desapareció un momento en el cuarto y volvió con una cajita en sus manos. Lo miré extrañado.

– ¿Sabes jugar a las cartas? –preguntó.

La pregunta no tenía sentido alguno y tampoco encajaba con la situación, pero respondí de todos modos.

– Sí, Derek me enseñó.

– Bien, entonces ya tenemos nuestra distracción asegurada –sonrió.

Lo miré con sospecha y él ensanchó aún más su sonrisa.

– Vamos a jugar con prendas, el que pierda se quita una pieza de ropa. El que termine desnudo primero, hará lo que el otro le pida –explicó.

Quería reírme por lo ridículo que sonaba eso, pero la propuesta sonaba atractiva y siempre podía ganar y pedirle cualquier cosa que quisiera.

– ¿Qué dices? –preguntó al ver que no respondía nada.

– Acepto, reparte las cartas.

Dante se puso serio al instante y se ubicó en el piso, al frente de mí y con la mesita de café en el medio de ambos. Lo imité y me deslicé del sofá al piso al tiempo que, con maestría, revolvía el mazo de cartas y repartía la cantidad adecuada sin cambiar su neutra expresión.

¿Has oído hablar de la cara de póker? Creo que Dante la inventó.

Recibí mi mano y abrí mis cartas, analizando lo que me había tocado y pensando en mis siguientes movimientos. La partida no duró mucho y perdí. Dante me mostró su jugada con una sonrisa de satisfacción que moría por borrarle de la cara, pero había jugado limpiamente y me remordía el reconocerme como perdedor.

– Mucha ropa, Ángel –remarcó con una mirada maliciosa.

– Ya lo sé. Esta vez reparto yo –dije al tiempo que me sacaba el suéter.

Dante silbó y me pasó la baraja para que la revolviera. No demoré mucho desordenando el mazo antes de repartir las cartas y dar inicio a la segunda partida, sediento de venganza.

Perdí de nuevo.

– Pensé que sabias jugar –se burló.

– ¡Cállate!

– También pensé que eras mejor perdedor, mira cuantas cosas no sé de ti.

Gruñí irritado. Él rió.

– Zapatos, Ángel, no tengo todo el dia –insistió.

Me quité las botas con prisa y las arrojé encima de la camiseta.

– Voy a ganar esta –declaré.

– Veremos…

Repartió las cartas y comencé a poner mi mente en marcha. Su ceño se frunció en concentración al ver que la partida empezaba a demorar un poco más que las anteriores. Quería sonreír al olfatear mi triunfo cada vez más cerca, pero sabía que debía mantenerme inexpresivo. Cuando la reina llegó a mis manos, le dejé ver mi mano ganadora.

Rodó los ojos y murmuró por lo bajo, pero se sacó la camisa y la arrojó al resto de ropa, quedando con el torso desnudo. Tragué al notar que iba a necesitar mucha más concentración ahora que lo tenía semidesnudo al frente de mí.

– Ojos en el juego, Ángel –regañó con una sonrisa ladeada.

– Reparte ya, quiero verte perder de nuevo –respondí.

– Eso fue solo suerte.

– Tu camisa en el suelo opina distinto.

– Tu suéter y botas parecen estar de acuerdo conmigo.

– Ya veremos de qué lado se pondrán tus zapatos.

– Del mismo que tu pantalón.

Negué con la cabeza y recibí mi juego. Gané de nuevo esta vez y Dante mandó sus zapatos a volar con una patada.

– ¿Suerte de principiante otra vez? –pregunté con sarcasmo.

– Creo que empiezo a pensar que, quizás, puedas tener talento para las cartas.

– Bueno, a lo mejor y cuando te esté pidiendo ser mi esclavo personal como premio, empieces a reconocer que realmente sé jugar.

– ¿Me quieres como tu esclavo personal? –alzó una ceja.

– Es solo una idea, también podría pedir que me pongas una nota máxima en tu clase, no lo sé.

Frunció el ceño un momento antes de volver a sonreír.

– Sería interesante verte sobornarme con mi empleo –dijo.

– Ya veremos si me decido a hacerlo o si se me ocurre otra cosa.

La siguiente partida la ganó él, así que tuve que despedirme de mis pantalones. Dante me recorrió con la mirada de arriba a abajo antes de repartir de nuevo. Gané yo y fue su turno de quitarse el pantalón.

– Si sigues mirándome así, no vamos a poder terminar con la apuesta –dijo con la mirada fija en sus manos revolviendo el mazo.

– ¿Tú puedes mirarme y yo no puedo hacer lo mismo? Es algo injusto, ¿No lo crees?

Se rió y repartió de nuevo. Tuve que quitarme las medias cuando me mostró su full house. Luego fue su turno de quitarse los calcetines cuando le mostré mis ases. Ahora era decisivo. Era el momento de saber quién iba a ser el ganador.

– ¿Quieres decir cuál es tu petición si ganas o prefieres dejarlo como secreto? –preguntó.

– Conservemos el misterio un poco más.

– Está bien.

La última partida fue algo tensa y podía sentir la adrenalina recorriendo mis venas por la expectativa de saber que podía pedirle cualquier cosa si ganaba. Las probabilidades eran infinitas.

Perdí.

Dante me mostró una jugada que no conocía y que tuve que buscar en internet para comprobar que estaba dentro de las reglas cuando empecé a alegar y a acusarlo de tramposo. Su expresión triunfal no hacía más que revolver mi envidia y el coraje de haber perdido.

– Deja de enfurruñarte como un niño pequeño, Ángel –se burló.

– Aun creo que hiciste trampa.

– Acabas de comprobar que fui totalmente legal, el que hace trampa aquí eres tú porque, si mal no recuerdo, deberías estar desnudo y aun llevas puestos tu bóxer.

– Primero quiero saber mi castigo por perder.

– Que impaciente.

– Habla ya, Dante.

Suspiró y pareció pensarlo muy seriamente. Al final me miró con algo de duda y dijo su petición.

– Quiero que, cuando termines este semestre y tengamos unas pequeñas vacaciones, viajes conmigo unos días a Alemania –declaró.

Me sorprendí lo suficiente como para ser incapaz de decir algo o siquiera moverme.

– ¿Qué? –jadeé luego de un rato.

Él se rascó la nuca y me sonrió casi en disculpa.

– Quiero llevarte al lugar donde nací, Ángel, y quiero que conozcas a mi familia, incluyendo a Zeus –rió.

Parpadeé y me quedé estático.

– Lo siento, si crees que es demasiado, siempre puedes decir que no –dijo.

Negué y empecé a reír. Él me miró como si estuviese loco.

– ¿Y tú de que te estas riendo? –preguntó con el ceño fruncido.

– No era necesario armar todo esto para pedir que te acompañase a conocer a tu familia.

– No sabía que ibas a pensar al respecto.

Resoplé desesperado.

– ¡Por supuesto que quiero conocer a tu familia! De verdad que eres algo idiota a pesar de todo –exclamé con sorna.

Levantó una ceja indignado y luego pasó su expresión a una maliciosa.

– Ya que aclaramos los términos, quiero que pasemos al último punto de nuestro trato. Quítate la ropa interior –dijo cruzándose de brazos y entrecerrando los ojos.

Mi risa se detuvo al instante y pasé a la indecisión.

– Yo… – titubeé.

– Nada de excusas, White, quiero ver ese bóxer en la pila de ropa.

El que me llamara por mi apellido resultó ser extrañamente placentero. Eso y que estaba mirándome fijamente, casi sin parpadear.

– Sigo esperando –insistió.

Asentí y me puse de pie para quitarme la última prenda que me quedaba. Sus ojos siguiendo cada uno de mis movimientos y fijándose en la tela hasta que llegó al suelo, luego subieron lentamente hasta toparse con mi mirada y quemarla con su intensidad, haciéndome sentir demasiado consciente de mí mismo y cohibirme.

– Bien, ya cumplí con mi parte del trato –dije.

– Perfecto.

– ¿Ya me puedo volver a vestir?

– ¿Por qué la prisa? Yo tengo un excelente panorama desde aquí.

Lo miré con molestia.

– Me vestiré –informé.

– No, no –se puso de pie– . En este momento vamos a celebrar.

– ¿Sin ropa? ¿Cómo planeas exactamente celebrar sin ropa?

Sonrió de lado al tiempo que se desnudaba al momento. Luego me arrastró a la habitación y me demostró, punto por punto, como es que se celebra sin ropa.

Al caer la tarde, Dante me llevó de vuelta a casa. No nos veríamos hasta el siguiente fin de semana a excepción de las clases, así que tratamos de aprovechar cada segundo que nos quedaban.

Cuando llegamos al porche de mi hogar, nos despedimos con un corto beso y corrí a mi habitación con algo de pereza al pensar que al dia siguiente era lunes y que tendría que enfrentar otra semana de clases. No podía esperar la llegada de las vacaciones de verano, estaba impaciente por ellas.

La semana transcurría sin incidentes hasta que el jueves, a la hora de matemáticas financieras, Dante no se presentó.

Era muy extraño, él nunca se había fallado antes.

Al principio pensamos que se había retrasado, pero cuando habían pasado veinte minutos y no cruzaba la puerta, los murmullos empezaron a recorrer la sala.

– ¿Qué le pasó al profesor Weaver? –me preguntó Daniel.

– No tengo ni idea –respondí.

La preocupación empezaba a hacer su presencia a medida que el tiempo pasaba y no teníamos noticias algunas.

– ¿No te ha escrito? –insistió mi amigo.

Revisé mi teléfono y negué al ver mi buzón vacío.

Media hora después, una mujer entró al salón, callando todas las voces y haciendo reinar el silencio.

Mi corazón se contrajo al reconocer a la rubia. Era la misma mujer que se pegaba a Dante aquella vez que lo ataqué en el estacionamiento, la misma vez que descubrí que era mi destinado. Ella era quien había despertado mis celos. ¿Qué hacía aquí? ¿Acaso podría ella saber algo acerca de la ausencia de Dante?

– Buenas tardes chicos, mi nombre es Jennifer Kay y soy la asistente del rector –saludó.

Todos, menos yo, saludaron de vuelta. Ella me miró fijamente y me sonrió con curiosidad, lo que no hizo más que aumentar mi ceño fruncido.

– Como han podido notar, su profesor no ha podido asistir hoy –todos asintieron de acuerdo ante la obviedad de sus palabras. Ella continuó– . Dante se ha reportado como enfermo y les manda a decir que se disculpa por no haberse podido presentar a la clase. Todos pueden irse a sus casas si así lo desean.

¿Dante? ¿Eran lo suficientemente cercano como para tratarse por sus nombres? Él nunca me había hablado de ella.

La asistente sonrió una última vez y salió del salón.

– ¿Qué tendrá el profesor Weaver? –se preguntó Daniel a mi lado.

Enfermo. Dante está enfermo, lo cual era bastante raro desde que nos había dado clase el lunes. Demonios, tenía que ir a verlo de inmediato. Estaba siendo un total estúpido, por no decir inmaduro, dándole vueltas a mis celos mientras que ignoraba lo más importante que era que Dante se había ausentado por estar enfermo.

– Me tengo que ir –le dije a Daniel.

– Me sorprendería que me dijeras lo contrario –rió él.

Yo rodé los ojos y corrí a la calle para tomar un taxi. El sol aún no se había puesto y la luz clara llenaba la ciudad. Además, aun no era hora pico y las calles estaban vacías, así que llegamos al edificio con rapidez. Le pagué al taxista y bajé apresuradamente, alcanzando el ascensor antes de que cerrara y subiendo al quinto piso. Toqué el timbre una vez estuve frente al apartamento de Dante y esperé pacientemente a que me abriera la puerta. Un par de minutos pasaron antes de que el picaporte girara y me descubriera la imagen de Dante.

– ¡Demonios! ¡Luces terrible! –exclamé nada más verlo.

– Hola a ti también, Ángel –arrastró él.

– Lo siento…yo… – Dios, tenía que controlar mi lengua.

– Sé que me veo mal, ¿Vas a pasar? Tengo frio.

Asentí y entré rápidamente, cerrando tras de mí. Lo observé mejor con la luz de la sala. Estaba pálido y tenía ojeras debajo de sus ojos, sin mencionar el paso lento de sus movimientos, señal de que estaba realmente débil.

– Vamos a llevarte al cuarto –le dije mientras lo tomaba de la cintura, estaba aterrado de que fuese a caerse de un momento a otro.

– ¿Me acabas de ver y ya me quieres llevar al cuarto? Que travieso te has vuelto, Ángel.

– Que desgracia que tu supuesto sentido del humor no se haya afectado ni un poco.

Se rió suavemente mientras que lo ayudaba a recostarse y me sentaba a su lado. Toqué su frente con un roce y comprobé que estaba algo frio, así que lo cubrí con una sábana.

– De haber sabido que ibas a ser tan atento, me habría enfermado a propósito hace meses –murmuró.

– No seas tonto, tú habrías hecho lo mismo –regañé.

Rió y parpadeó lentamente.

– ¿Puedo preguntar que tienes? –dije con preocupación.

– Algún virus estomacal, he estado vomitando toda la mañana y parte de la tarde –explicó.

– ¿Has comido?

– No, no tendría sentido si lo vomito después.

– ¿Me estás diciendo que no has comido nada en todo el dia?

– Pensé que había quedado claro.

Me levanté y fui a la cocina por un vaso de agua. Al volver al cuarto, lo ayudé a incorporarse un poco y le hice beber lentamente, notando que tenía los labios resecos y que probablemente se habría deshidratado si hubiese permanecido solo el resto del dia.

– Y me llamas a mi irresponsable…– murmuré.

Se atoró cuando empezó a reír mientras tomaba un sorbo y le di golpecitos en la espalda para ayudarle.

– No tengo energías de nada, Ángel –dijo mientras se recostaba de nuevo.

– ¿Y por eso vas a matarte de inanición?

– Igual no puedo cocinar.

– Existe algo llamado servicio a domicilio, ¿No te suena?

– Ni siquiera habría podido moverme de la cama.

– Te levantaste a abrir la puerta.

– Sabía que eras tú.

– Bien podría haber sido la rubia –murmuré inconscientemente.

Dante frunció el ceño sin abrir los ojos.

– ¿Por qué habría de venir Jennifer a mi casa? –preguntó.

– No lo sé, por los mismos motivos por los que ella sabía que estabas enfermo y yo no.

Abrió los ojos lo suficiente para comprobar que no bromeaba. No lo estaba.

– ¿Estas celoso, Ángel? –una sonrisa ligera se asomó en sus labios.

– No lo estoy.

Soltó una risita y volvió a relajarse.

– Jennifer tenía que enterarse porque no puedo faltar a mi trabajo sin una razón, Ángel, tenía que notificarlo –explicó.

– ¿Y por qué no me avisaste a mí? –insistí.

– Estabas en clase.

– Estaba en tu clase, un mensaje de texto no iba a interrumpir desde que el profesor no apareció.

– Tienes un punto a tu favor.

– Tengo todos los puntos a mi favor.

– Deja ya de preocuparte, Ángel. Jennifer es solo una amiga del trabajo y tú eres mi destinado, ¿Por qué diablos estas preocupándote?

Acomodé sus cobijas y le acaricié la mejilla, viendo como sonreía al sentir mi tacto en su piel.

– Estaba preocupado –dije al fin.

– Lo siento.

– Está bien.

Quería insistir acerca de Jennifer, pero Dante estaba enfermo y no era el mejor momento para preguntar. En cambio, fui por el teléfono y llamé a un restaurante cercano para que trajeran una sopa de pollo. Si no había comido en todo el dia, solo podría digerir alimentos ligeros y una sopa le ayudaría a hidratarse por ser liquida. Me asomé a la habitación y noté que se había quedado dormido, así que esperé a que la comida llegase en la sala para no molestarlo y le escribí un mensaje a Daniel con las noticias de su profesor.

“Espero que se mejore pronto.” Respondió.

“Gracias.” Escribí de vuelta.

El domicilio llegó un rato después y me apresuré en pagar y servir en un plato para alimentar a mi paciente lo antes posible.

Si mi madre me viera en estos momentos…

Entré con cuidado a la habitación y dejé la sopa en el escritorio para despertar a Dante, cosa que fue muy dura de hacer porque quería dejarlo descansar, pero sabía que comer le iba a ayudar.

– Dante, tienes que despertar, por favor –murmuraba mientras lo sacudía del hombro.

Su ceño se frunció y dijo algo que no alcancé a comprender, pero no despertó.

– Dante, por favor, tienes que comer –insistí.

Un momento después, abrió los ojos y sonrió.

– ¿Qué pasa? –preguntó con pereza.

– Sé que quieres dormir, pero traje sopa y debes comer.

Su gestó se torció y supe que no quería vomitar de nuevo, pero debíamos intentar. Puse mi mejor cara de cachorro en la espera de que le subiese el ánimo. Funcionó porque me sonrió y asintió, así que lo ayudé a sentarse con unas almohadas para apoyar la espalda y traje el plato para alimentarlo.

– Puedo hacerlo solo –dijo.

– Déjame alimentarte, estas muy débil y podrías quemarte.

Sus ojos brillaron y se relajó, abriendo la boca cada que acercaba la cuchara y tragando suavemente. Comió algo lento, pero no había prisa alguna y tenía que dejar que su estómago asimilara los alimentos después de haber pasado tanto tiempo sin comer. Bocado a bocado, Dante se comió casi todo lo que le había servido y no insistí cuando me dijo que estaba satisfecho y que no quería más, así que me llevé el plato al fregadero y volví con un vaso de agua para mantenerlo cerca por si le daba sed. Me senté a su lado y comencé una conversación con él mientras que digería un rato lo que había comido, si se acostaba ahora, existía el riesgo de que lo vomitara todo y ninguno de los dos quería eso. Cuando hubo pasado una hora, noté que el cansancio se apoderaba de él y lo ayudé a recostarse nuevamente para que pudiese dormir. Cuando terminé de acomodar sus cobijas, tomó mi mano y me miró fijamente.

– Quédate –murmuró.

– No voy a irme a ningún lado.

– Esta noche, quédate.

Sonreí.

– Alguien tiene que vigilar que no mueras –respondí.

Su agarre se aflojó y supe que se había quedado dormido. Alcancé mi teléfono y llamé a mi madre para avisarle que no llegaría a la casa por estar cuidando a Dante. Se mostró de acuerdo en seguida y prometió cocinar algo para que comiéramos mañana, luego se despidió después de hacerme asegurar que lo vigilaría con cuidado por si algo cambiaba y que lo llevaría al hospital si no podía manejarlo. Yo accedí solo para tranquilizarla, de igual forma iba a cuidarlo, me lo pidiera ella o no. Colgué y me recosté al lado de Dante para vigilarlo de cerca pero sin moverme mucho, no quería que se despertara por mi culpa. Lo miré dormir un rato más antes de que el sueño me venciera a mí también.


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