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Big Bad Wolf por HellishBaby666

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Dos personas montando un solo caballo no era algo cómodo ni elegante de ver. 


 


Sebastian ocupaba la mayor parte de la silla, cantimplora con vino en una mano, jalando las riendas con la otra, sirviendo su tórax como un incómodo pero tibio respaldo para Ciel, quien sufría de las incomodidades del cuero y la madera del fuste debajo de él. Habían transcurrido dos días desde su partida, y desde entonces casi le había resultado imposible dormir por más de un par de minutos, pues era interrumpido por la sensación de vértigo al inclinarse demasiado y por la firme mano del mayor sosteniéndolo y regresándolo a su lugar. Él había murmurado un avergonzado “gracias” cada vez que esto sucedía, obteniendo un asentimiento con la cabeza de parte del ojiescarlata. Nunca se había considerado un gran hablador, pero Sebastian lo superaba con creces. No había pronunciado más que un par de “sis” y “nos” cuando le preguntaba alguna trivialidad, además de eso, el sonido húmedo del vino deslizándose por su garganta al beber y su respiración acompasada eran los únicos ruidos que aquel hombre producía. Su actitud, aunque le resultaba graciosa, le hizo preguntarse si tal vez se debía a la poca interacción que tenía con otras personas o simplemente se trataba de un hombre de pocas palabras. No sabían nada el uno del otro realmente, y al mayor parecía importarle poco. Probablemente se debía a la curiosidad de la juventud o a su facilidad para aburrirse, pero el silencio del bosque comenzaba a volverlo loco y a picarle en la piel como el veneno de la hiedra.


 


-¿Esa cueva era tu hogar? -Preguntó queriendo sonar casual, pasando sus dedos a través el pelaje del corcel entre tanto. El mayor arqueó una ceja delgada y oscura.


 


-Era un campamento provisional. -Respondió con simpleza.


 


-¿Y dónde está tú hogar de verdad?


 


-El bosque es mi hogar. -Dijo en tono serio, tratando de darle un final a lo que consideraba  habladería sin sentido.


 


En su cabeza, el menor reflexionó aquellas palabras. Conocía a muy pocas personas que fueran capaces de sobrevivir más de una noche sin un refugio en los fríos Bosques del Norte, además de los sabuesos Phantomhive, claramente. Las creaturas que habitaban aquellas montañas nevadas y tupidas por los pinos podrían devorar a un hombre grande de un mordisco y limpiarse la dentadura con sus huesos al terminar, o al menos eso les había contado su padre alguna vez a él y a su hermano antes de irse a dormir. Su familia se había ganado su reputación eliminando a aquellas bestias salvajes por generaciones; su abuela, su padre tiempo después y su hermano, a quien le fue arrebatada la oportunidad de continuar con la tradición familiar. Él no era más que un heredero ilegítimo, sin embargo, representaba al último de su estirpe, y a pesar de que no le correspondía el cargo de cazador, lo llevaba en la sangre. Los Phantomhive no eran la única familia de cazadores de los Siete Reinos, pero si la más prestigiosa, tanto que incluso sus padres eran grandes amigos de la reina.


 


-¿Qué hay de los monstruos del bosque? ¿Cómo hiciste para evitar que te comieran? -Cuestionó con incredulidad, ante lo que el mayor rió por lo bajo, algo que escuchaba por primera vez. Su risa había sonado irónica y amortiguada por sus labios.


 


-Las creaturas del bosque suelen temerme más a mí de lo que yo les temo a ellas. -Respondió con una pequeña sonrisa que el menor no pudo ver, dándole un largo trago a su cantimplora. -Acamparemos aquí, falta poco para que atardezca. -Anunció al haber encontrado una zona despejada donde podían pasar la noche. Tomó la pequeña mano del menor y lo ayudó a bajar. -Consigue algo de leña para la fogata mientras yo busco la cena. -Ordenó, en el tono agresivo con el que solía hablar, sacándose el abrigo de piel de encima y revelando su torso desnudo.


 


Instintivamente tuvo que desviar la mirada hacia alguna parte al azar por la vergüenza, desacostumbrado a esa clase de intimidad y con el rostro encendido en toda la gama de colores rojos.


 


-Deberías cubrirte... Pescarás un resfriado. -Murmuró el chico, tratando de no quedarse viendo por mucho tiempo. Su torso parecía esculpido en mármol, como aquellas esculturas de la época del Renacimiento, a diferencia de que su piel se encontraba marcada por múltiples cicatrices, de todos los tamaños y formas.


 


-Estaré bien. -Respondió a secas. -No tardaré.


 


El ofuscado ojiazul decidió recolectar algunas ramas secas para distraerse, procurando no alejarse demasiado del campamento. El sol no se metía por completo aún, otorgándole a aquella mágica hora sus últimos rayos de luz, y dándole al menor la valentía suficiente como para aventurarse unos cuantos metros más allá, en busca de material para la fogata. Los ases de luz penetraban a través de las copas de los altos y frondosos árboles del bosque, formando líneas y figuras doradas sobre las hojas caídas, que producían un sonido agradable al ser pisadas. Por un momento perdió la noción de la realidad, y olvidó cuánto tiempo llevaba merodeando en el bosque, entonces fue que las palabras de su padre resonaron en su mente, tan claras como aquel día, “Cuando te internas en el bosque, de pronto los minutos se vuelven horas, el día se vuelve la noche y ya no sabes dónde te encuentras parado.” Muchos hombres se habían perdido así, y nunca volvieron a saber de ellos. Desesperado, observó a su alrededor, todos los árboles le parecían iguales y no recordaba por dónde había llegado hasta ahí. El corazón comenzó a latirle con fuerza, pudiendo escucharlo en sus oídos. El sonido de los búhos y del aire que mecía las hojas no hacían más que marearlo, caminaba sin rumbo e inseguro de si se alejaba o se acercaba al campamento, tratando de no perder el control ante el temor y la angustia que le provocaba la idea de haberse perdido en aquel inmenso bosque. Casi se desmaya al sentir un par de manos tomarle por la espalda, obligándolo a girarse repentinamente.


 


-No deberías de haberte alejado del campamento. -Dijo con voz gruesa y clara molestia en ella, causándole tal sobresalto que el montón de varitas de madera que llevaba en los brazos fue catapultado por los aires.


 


-¡Casi me matas de un susto! -Rezongó, acertando un golpe en el hombro desnudo del mayor. Este lo sujetó por el rostro firmemente, utilizando una mano para cubrirle la boca, ahogando sus reclamos.


 


-¿Escuchaste eso? -Susurró, agachándose para alcanzar su oído. El chico detuvo sus pataletas inmediatamente, prestándole atención a los sonidos a su alrededor, pero además del viento y el sonido de las aves, le era imposible percibir algo más. -Es hora de regresar. -Dijo con un tono de voz que no dejaba lugar a reclamos, ayudó al menor a recoger las ramas de árbol y caminaron de regreso.


 


En el campamento, Sebastian había preparado el lugar para la fogata y construido el anillo de piedras, además, dos liebres colgaban sin piel de la rama de un pino, listas para ser puestas al fuego. Ciel se preguntó por cuánto tiempo se habría ausentado.


 


-Eres bueno en esto. -Comentó el menor, observando mientras el ojiescarlata armaba la fogata. -Sobreviviendo a la intemperie, quiero decir.


 


-Es lo que sucede cuando no tienes otra opción. -Sonrío por segunda vez aquel día, era una sensación extraña la que aquel hombre irradiaba cuando realizaba un gesto tan mundano como el de sonreír, y solamente alentaba al menor a indagar más. Una chispa saltaba cada vez que chocaba dos piedras con sus manos, hasta que por fin fue lo suficientemente grande como para alcanzar a la leña, envolviéndola en un segundo con sus llamas, al unísono de un rugido.


 


-Debes enseñarme a hacer eso. -Bromeó el ojiazul, quien fascinado observaba el fuego bailando frente a él.


 


-Acércate. -Ordenó el mayor, mostrándole las piedras que había utilizado anteriormente. Ciel se apresuró a sentarse a su lado, no queriendo perderse esa oportunidad. -Esta roca se llama pedernal. -Dijo el mayor, sosteniendo una en cada mano. -Es tan dura, que se puede utilizar para hacer armas, pero también al rozar una con otra, puede crear fuego. El chico escuchaba atentamente, siguiendo con sus grandes ojos zafiro cada movimiento del adulto. -Toma, inténtalo. -Dijo depositándolas en sus manos.


 


-No estoy seguro de que funcione... -Murmuró con nerviosismo.


 


-Nunca lo sabrás si no lo intentas. -Dijo sujetando sus manos. El menor sintió la piel áspera y endurecida de Sebastian sobre el dorso de sus manos, que parecían ser aún más pequeñas cuando este las sostenía entre las suyas. Se colocó detrás de él, una pierna a cada lado de sus costados, y pasó sus brazos por encima de los suyos, sosteniendo sus pequeñas manos y guiándolo. -Debes hacerlo rápidamente y con fuerza, de esta manera. -Le explicaba, controlando sus manos y friccionando una piedra con otra. Una gran chispa saltó frente a ellos, encendiendo a una rama seca por unos segundos. 


 


-¡Lo logré! -Exclamó entusiasmado el menor, orgulloso de haber creado algo por primera vez.


 


-Buen trabajo. -Sonrió el ojiescarlata, atreviéndose a colocar su mano sobre la cabeza del chico, no sin antes hesitar. Su cabello de color índigo era lo suficientemente largo como para llegarle al mentón, y era lo más suave que hubiera tocado en mucho tiempo. Deslizó sus dedos hasta las puntas de su cabellera, terminando su recorrido donde empezaba la tierna piel de su cuello, que era tan frágil y níveo que casi podía observar a las yugulares realizar su recorrido ascendente por el todo lo largo de este. Imaginaba lo tibia y dulce que sería la sangre que transitaba a través de ellas, viajando de regreso al corazón con cada latido, deteniéndose detrás de cada válvula solo para ser impulsada una vez más. Fantaseaba sobre lo fácil que le resultaría a sus colmillos romper su piel delgada y suave, abriéndose paso entre músculos y tendones, atravesándolo de un lado al otro en un “crack”, seguido de silencio absoluto y la calidez de su sangre deslizándose espesamente entre sus fauces y su vida con esta.


 


Se apartó del chico vertiginosamente, perturbado por sus propios pensamientos. “Tumtum tumtum”, podía sentir las palpitaciones de su corazón como tambores retumbando en sus oídos, bombeando la sangre caliente hacia todo su cuerpo, pidiéndole instintivamente que clavara sus colmillos ahí y ahora, justamente como lo hacía con los conejos. Conocía esa sensación a la perfección, pero jamás así de intensa.  ¿Sería el vino jugando con su mente? Tragó en seco ante lo que su otro yo le demandaba, la simple idea lo aterraba y lo fascinaba al mismo tiempo.


 


-¿Sebastian? -Trató de aproximarse a él el menor. -¿Te encuentras bien? 


 


Un par de grandes ojos azulados lo estudiaban con escrutinio. Él no quiso perder el tiempo tratando de explicarse, pues sabía que muy pronto perdería el control de si mismo. Se limitó a correr lejos de ahí, dentro del bosque, como un hombre loco, ante la mirada sorprendida del menor, pues preferiría que lo creyera loco a monstruo.


 


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