El ruido que lo envolvía lo despertó de su sueño.
Se había quedado dormido frente a la fogata, ahora extinta, esperando a que Sebastián volviera después de su extraño incidente. Agotado por el viaje, sus párpados habían cedido ante el cansancio y perdió la noción del tiempo hasta que los sonidos de Cubo de azúcar lo despertaron. Había nombrado al caballo de esta manera en honor al que solía montar las tardes soleadas de verano junto a su hermano, y que ahora probablemente se encontraba en el mismo sitio que este. Los relinches y resuellos lo habían espantado, obligándolo a despertar. Aún era de noche y sólo la pálida luz de luna iluminaba pobremente al claro del bosque en el que se encontraba. Miró alrededor en confusión, buscando al mayor y a Cubo de azúcar, pero no había rastro de ninguno de los dos. Un sonido detrás de él lo obligó a girarse, proveniente de los árboles. Era como el que ocasionaba un montón de hojas secas al ser pasadas por encima. Se apresuró hasta el origen del ruido, pensando qué tal vez Cubo de azúcar se había desatado y podría escapar. Hizo a un lado ramas y hojas para abrirse paso entre los arbustos, arañándose la piel de los antebrazos y las manos, pero lo que encontró no se acercaba a lo que imaginaba. Los músculos de su cuerpo se contrajeron en su posición, anclándolo en su lugar debido al pavor. Su corazón palpitaba desbocado, era casi audible, preparando a sus piernas con la sangre necesaria para correr lejos de ahí. El enorme lobo negro que había visto antes lo había encontrado, estaba ahí, frente a él, casi tan alto como un caballo, agazapado sobre Cubo de azúcar, masticando sonoramente su carne entre sus muelas, rompiendo huesos y haciéndolos crujir dentro de su hocico. Trató de alejarse lentamente, caminando hacía atrás sin darle la espalda, pero era imposible no hacer ruido con tantas hojas y rocas en su camino. La enorme bestia se giró ante el sonido de una rama seca siendo partida en dos bajo su pie y casi muere ahí mismo al encontrarse con aquellos ojos de nuevo. El terrible lobo gruñó al percibir su presencia, mostrando su letal dentadura y aproximándose hacia él, andando lentamente sobre sus cuatro patas tan grandes como las de un oso. Ciel se quedó quieto en su lugar, paralizado por el temor, pero al mismo tiempo convencido por una voz en su cabeza de que no tenía porqué huir. Se encontraban frente a frente, el hocico de la bestia se movía delante de su rostro, olfateándolo a escasos milímetros, rozando su gran nariz húmeda contra su piel algunas veces, tan fuerte que tenía que esforzarse por no ser empujado. En completo silencio y estático observaba a la increíble creatura, podía sentir su aliento caliente en el rostro como en aquel sueño, pero esta vez era real. Estaba de pie frente a él, pelaje tan negro como el cielo sobre sus cabezas, colmillos tan largos y filosos que pudieron atravesar a su caballo como un cuchillo a la mantequilla, y unos ojos redondos y carmín, el izquierdo marcado por una cicatriz, del color del infierno, fijos sobre los suyos, azules y horrorizados. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo, la noche era fría y una locura empezaba a tomar forma en su cabeza. Extendió su pequeña mano hacia el frente, temblaba por el frío y la posibilidad de que fuera arrancada de una mordida. El lobo gruñió por lo bajo ante sus movimientos, haciéndolo retroceder por un segundo, pero no lo suficiente como para desanimarlo.
-Esta bien... -Susurró, justo como su madre solía hacerlo para tranquilizarlo después de una pesadilla. -No te haré daño. -Dijo casi inaudible, pareciéndole irónico que fuera él diciendo esas palabras y no al revés.
El animal frunció la piel de su hocico, dejando entrever sus dientes, dispuestos consecutivamente como los de una cierra debajo de sus encías y emitió un bufido que le puso la piel de gallina y se materializó en el ambiente como una nube blanca de vapor.
-Esta bien, solo quiero tocarte. -Murmuró, estirando su mano una vez más.
El lobo olfateó con recelo sus pequeños dedos y el menor pudo sentir la humedad de su nariz en la punta. Este lo observó con sus ojos impares, emitiendo un chillido como el que hacen los perros cuando son cachorros y permitiéndole colocar una mano trémula sobre su cabeza. Ciel respiró aliviado, dejando salir el aire que estuvo conteniendo dentro de sus pulmones todo ese tiempo. Acarició su pelaje negro, pudiendo sentir cómo era grueso y suave entre sus dedos, pero sobre todo, creyó poder sentir lo que el lobo sentía, sintió soledad. Fue como si por un momento pudiera ver por debajo de su piel, como si todo ese pelo y todos esos dientes no fueran más que un disfraz, y ahora pudiera ver detrás de la máscara. Sostuvo su pesada cabeza entre sus manos, y a través de sus ojos pudo ver a Sebastian, mirándolo con pesar. Sonaba imposible y él era un escéptico, pero todo aquello le resultaba tan familiar, que era como si lo hubiera sabido todo ese tiempo.
-No te preocupes, podemos conseguir otro. -Trató de calmarlo, observando lo poco que quedaba del pobre Cubo de azúcar, yaciendo sobre el pasto.
El enorme lobo se hizo a un lado, descubriendo lo que durante todo ese rato estuvo ocultando detrás de él. El chico se llevó ambas manos a los labios, tratando de detener las arcadas que le provocó aquella escena; un campesino y su hijo, tal vez un par de años mayor que él mismo, abiertos por el tórax como un libro, sus vísceras expuestas brillaban con un carmín apagado debajo de la luz de la luna, regadas alrededor de ellos y a medio comer. Ciel retrocedió aterrado, sabía que correr no le serviría de nada. Tomó una rama que era casi de su tamaño y apuntó su extremo más afilado hacia el lobo, quien instintivamente gruñó ante la amenaza.
-¡¿Porqué tuviste que hacer esto?! -Exclamó encolerizado, y pensando que tal vez el ruido lo ahuyentaría. -¡No te acerques a mí! -Gritaba, blandiendo el pedazo de madera frente al animal. Este gruñía y le mostraba los dientes, echando las orejas hacia atrás y frunciendo el hocico en claro signo de agresividad.
Se abalanzó sobre él pesadamente, tirándolo al suelo con facilidad, pues la diferencia de fuerzas era abrumadora. El chico pateaba y gritaba debajo de la bestia, interponiendo la vara entre los dos y rezando por que fuera lo suficientemente resistente. El lobo gruñía y clava sus dientes en la madera, tratando de quitarla de su camino. Ciel, desesperado y con aquella enorme bestia a centímetros de él, observó a su alrededor, buscando algo con qué defenderse. Trató de alcanzar una roca que se encontraba a su lado, estirando sus dedos tanto como su cuerpo y la colosal creatura se lo permitieron, pero esta no tardó en percatarse de sus intenciones, e inmediatamente aprisionó su brazo entre sus fauces, haciéndolo gritar del dolor, trató de deshacerse del agarre pero era imposible, bien podría arrancarle el brazo y aún así lo sostendría dentro de su hocico. Fue entonces, en medio de su desesperación, que recordó que aquel no era un monstruo, sino un hombre.
-¡Sebastian! -Vociferó tan fuerte como pudo, tanto que sintió como se lastimaba la garganta, pero no se comparaba con el dolor de los largos colmillos atravesando su piel como dagas.
La sangre se deslizaba espesamente sobre la piel mallugada de su antebrazo, para ese entonces apenas mantenerse consciente le parecía imposible. El hombre dentro del lobo pareció reaccionar al escuchar su nombre, soltando inmediatamente el brazo del chico. Si Ciel no se hubiera desmayado justo en ese momento, hubiera escuchado el aullido más desgarrador jamás concebido.