2 DE OCTUBRE:
ROCÍO MATUTINO
En tu abrazo yo abrazo lo que existe,
la arena, el tiempo, el árbol de la lluvia,
y todo vive para que yo viva.
(Pablo Neruda, Soneto VIII).
Envuelto en la fría mañana otoñal de Shiganshina, bebiendo té mientras observas el jardín, dejas vagar tu mente en un suspiro y que se pierda entre las brillantes hojas que cubren el suelo como si fuesen joyas debido al rocío matutino. Un espectáculo de ensueño de aquellos que parecen repetirse como un ciclo interminable y el cual, sin embargo, jamás es exacto al anterior, porque no son las mismas hojas, ni el mismo sol. Porque el rocío desaparecerá al primer soplo de brisa y se convertirá solo en un añorado y bello recuerdo.
Nada puede nunca volver a repetirse.
Notando el regusto amargo del té expandirse por tu boca, rememoras la plática que Erwin y tú mantuvieron la noche anterior, así como el enorme desconcierto que este mostró ante la baja de un mes que solicitaste en la escuela donde trabajas y él dirige. El despido fue su amenaza, por supuesto, pero sabes que no lo hará, y no solo por la amistad que comparten, sino porque pocos maestros están dispuestos a impartir literatura a mocosos de mierda por un sueldo de mierda en un pueblo de mierda, y mientras tú aceptes esas condiciones, tienes la seguridad de que siempre contarás con un lugar donde enseñar.
Al pensar en los chicos a los que das clases, tu mente viaja inevitablemente al mocoso que duerme en la habitación de invitados que has acondicionado para él, y aún más lejos todavía, hasta la primera vez que ambos se conocieron, tres años atrás, y como, luego de ese primer encuentro, tu destrozado mundo comenzó a recomponerse.
Eren llegó a tu vida con dieciséis años pintados de verano y tonta osadía juvenil, colándose en tu jardín para robar tus fresas, como si le pertenecieran, solo porque era su deseo y podía hacerlo.
Como siempre que alguien irrumpía en tu vida, ansiaste maldecirlo y mandarlo al demonio, pero ante tu enfado una sonrisa de juego curvó sus labios y aquella mirada de verde mar te contempló cargada de una disculpa poco sincera, haciéndote pensar en lo imposible e injusto que era el que alguien tuviese esos ojos, y en lo absurdamente hermosos que resultaban. Un sueño por completo irreal e inalcanzable.
No obstante, Eren no fue un sueño, y lo viste llegar al día siguiente cargado con aquella misma sonrisa que parecía esconder mil secretos y un montón de fresas, lo que te resultó un absurdo. Aun así, decidiste aceptarlas y compartirlas con él mientras platicaban, sentados en el porche hasta que el día llegó a su fin y el debió marcharse.
Durante aquel verano todo fue idas, pláticas y obsequios por parte del mocoso, pequeñas ofrendas de su parte que esperaba bastaran para obtener tu compañía. Durante aquellos meses estivales, aprendiste a diferenciar el sonido de sus pasos sobre la escalinata de la entrada y la forma tan errática y desacompasada en que tocaba la puerta. Fueron meses de conocerse, de hacerse amigos a pesar de que prácticamente le doblabas la edad y los separaba un largo camino, pero Eren era Eren, y a él nada de aquello parecía importarle, porque solo te hablaba de las cosas que amaba, como la pintura y sus sueños imposibles, porque siempre, siempre había sueños.
Y no fue hasta que el verano llegó a su fin que descubriste que mucha de aquella felicidad era falsa y muchos de aquellos sueños eran un escape. No fue hasta que una mañana de octubre otoñal lo viste bajo el dintel de tu puerta, temblando como una hoja, con los verdeazulados ojos reluciendo como joyas a causa de las lágrimas contenidas y los labios manchados del carmín de su propia sangre, descubriendo por primera vez que las peleas en que se metía no eran realmente peleas, y que estar en su casa era realmente una pesadilla.
Observando a través de la ventana los árboles desnudos y el suelo tapizado en rojo, dorado y ocre, te preguntas que habría cambiado de haber hecho algo en ese momento aparte de consolarlo. Si hubieses tenido el valor suficiente para no dejarte convencer por sus ruegos y haber guardado silencio.
Tal vez aquella despedida entre ustedes no estaría ocurriendo, porque no habrían tenido el tiempo que hasta ahora han tenido. Y sabes que, a pesar de estar siendo un jodido egoísta, si Eren te lo pidiese nuevamente, volverías a hacerlo.
Los pasos sobre la escalera son suaves y ligeros, como el susurro en la hierba, y sin necesidad de volverte a verlo sabes que ha bajado descalzo y que su castaño cabello estará hecho un desastre de enredos. Sabes que en cuanto lo regañes por su descuido sus verdes ojos de ensueño se iluminarán con infantil alegría y una sonrisa pintará su boca, convirtiéndolo una vez más en un sueño imposible, tu sueño imposible, aunque ahora parezca tan real y tangible entre tus manos.
Sientes sus brazos rodear tu cintura y el calor de su cuerpo contra tu espalda cuando se apoya, ocultando el rostro en tu cuello y murmurando un «buenos días» que te sabe a nostalgia. Aún conserva la calidez del sueño junto a él y sientes el latir de su pulso junto al tuyo y eso te da tranquilidad, porque es real, porque le tienes; porque, a pesar de que la despedida está tan cerca, todavía puedes decir que es tuyo y te pertenece, aunque no lo haga en absoluto, porque él jamás a pertenecido a nadie, ni siquiera a sí mismo.
Aquel no es el primer abrazo que comparten desde que se conocen, pero sí es el primero que significa algo más, porque han cruzado la línea y se han convertido en la razón del otro, aunque sea por poco tiempo.
Y mientras observas el otoño a través de la ventana y la imagen de ambos compartiendo aquel abrazo reflejado en esta, comprendes que por mucho que el sueño parezca real, seguirá siendo solo un sueño etéreo que se desvanecerá en cuanto abras los ojos y la ilusión se rompa.
El rocío matutino.