Apenas llevaban tres días en Seúl, y JiMin ya deseaba volver a Busan. En las noches refunfuñaba en la cama, sobre como sus padres lo habían engañado con días divertidos y muchas cosas interesantes por hacer. Pero ni a un museo se habían dignado en ir aún. La mañana siguiente a su llegada, hicieron un exhaustivo recorrido por el centro de la ciudad y los alrededores, buscando tiendas de conveniencia, departamentales, farmacias y quién sabe otros locales más. Esa noche regresó tan cansado, que logró terminar de ducharse sin caer dormido; accidente que no logró evitar en la cena, haciendo que su rostro cayera en su bol de arroz, despertándose por las carcajadas de los mayores.
El segundo día no fue mejor. A pesar de tener auto, a su madre se le ocurrió la "grandiosa" idea de tomar el autobús. Y no solo uno. Terminó perdiéndose entre las calles por tanto colectivo al que se había subido; por suerte para él, iba con sus padres. Las únicas frases que había escuchado en todo el día, eran: "Entonces, esta ruta te deja aquí"; "¡Oh! Esta ruta también hace recorrido por esta zona". Pero ese día, el pequeño JiMin quería arrancarse el cabello de la frustración. Esta vez, su tía también los acompañaba; pero esa no era la razón de su desesperación. Llevaban desde las 9 de la mañana visitando casas y departamentos por toda la ciudad. ¡¿Para qué si quiera, querrían ver casas en Seúl?! Estaba empezando a creer que sus padres tenían un concepto muy extraño a "diversión en vacaciones". ¿Sería muy tarde para sospechar que es adoptado?
— ¡Esta es perfecta! —su madre no paraba de dar de vueltas, mientras su padre hablaba un poco más apartado, con un señor de lentes y calvo. Él, por su parte, estaba tirado en el piso laminado de lo que suponía era la sala. Por la última media hora, había estado escuchando al pelón enumerando las mil maravillas que la casa y el vecindario ofrecían; así como "un parque para que el pequeño pudiera salir a jugar".
—No se emocione, es solo un raro pasatiempo de adultos —pensó, rodando en el suelo, antes de ponerse de pie. Se acercó a la ventana; le gustó mucho esa parte, parecía un balcón circular, pero sin salir de la casa; un poco arreglado, esa pequeña zona podría ser un punto de comodidad, donde sentarse a observar pasar a la gente, mientras toma un poco de sol, entre mullidas almohadas. No dudó en subirse al extraño asiento, cruzando las piernas, y mirando de frente a la calle.
Tampoco es que hubiera mucho movimiento en ese lugar. Demasiado tranquilo. Hasta que lo vio. Al otro lado de la calle, ocultándose del sol, un chico caminaba, mirando al frente, ajeno a lo que pasaba a su alrededor. Cabello castaño, lacio, corto, cubriendo su frente; labios algo abultados, y de un natural tono rosáceo; nariz ligeramente respingada, y rasgos finos. O al menos, es lo que podía notar solo viendo su perfil. No se veía más alto que él; o quizás sí, hacer suposiciones sobre el físico de la gente, nunca fue su fuerte. Y se dio cuenta de que miraba al extraño fijamente, hasta que este decidió voltear, haciendo que sus miradas se encontraran. El pánico lo invadió por completo, sin saber dónde esconderse. Sin embargo, el chico al otro de la calle, se detuvo, saludándolo con la mano, mostrándole la sonrisa más dulce que había visto a sus cortos 10 años. ¡Solo después de la de su abuelita y la de su mamá!
La sonrisa más dulce que había visto fuera de su familia. Sí, eso sonaba mejor. Cohibido, y haciendo gala de su torpeza por los nervios, se señaló con un dedo, luego de mirar a los lados, como si hubiera más gente dentro de la vacía casa. El castaño sonrió un poco, asintiendo con la cabeza, sin dejar ir la sonrisa. Respiró hondo, como si llenar a lo tonto sus pulmones, le dieran la valentía que necesitaba; y devolvió el saludo, sonriendo con toda la timidez que le caracterizaba. La sonrisa del extraño se ensanchó un poco, dejando ver un poco más de aquellos dientes perfectamente alineados, y achicando ligeramente sus ojos. El castaño volvió a sacudir la mano, reanudando su andar por la calle, dejando a JiMin con el saludo colgado en la ventana, observándolo alejarse lentamente.
Ignoró el cosquilleo en su pecho, atribuyéndolo a los nervios de verse atrapado por un extraño, siendo un pequeño raro, mirando fijamente a otras personas. Como un chiflido, bajó del balconcito, escondiéndose tras la pared, lejos de los ojos críticos del resto de personas que llegaran a pasar por ahí.
— ¿Sucede algo, cariño? —la grave voz de su papá lo sacó de su ensimismamiento, notando su diestra justo sobre su pecho.
—No... nada, papá —respondió el chico, acercándose a su padre, quien lo llamaba con la mano, solo para ser abrazado por los hombros.