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Una Distracción por Rising Sloth

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Capítulo 4. En aquella playa.

 

Las olas procedían en su calmado ritmo mientras el cirujano le mantenía la mirada al espadachín. El peliverde no tenía aquella frialdad ni arrogancia de su última conversación, su aura se mostraba serena, acorde con la melodía de aquella orilla, el delicado crepitar del fuego. Aún así, Law, se mantuvo alerta.

Casi le sobresalta la suavidad en la voz de Zoro.

–Hola.

En una milésima de segundo se replanteó mil respuestas a ese saludo, al final:

–Hola.

–¿Vas...–empezó el peliverde, se rascó el tabique de la nariz– a quedarte ahí de pie toda la noche, mirándome como un búho?

Entendió aquello como una invitación, se atrevió, y sus pasos se acercaron a la hoguera. Una vez sentado, se creó otro corto rato en silencio.

–¿Qué traes ahí? –le preguntó el espadachín.

Se refería a la mochila. Law se la descolgó.

–Toma. Se empeñaron en darme avituallamiento para una semana. Supongo que ese es el tiempo a que están acostumbrados a que te pierdas.

–Yo no me pierdo.

–Claro, será por eso que llevo siguiendo tu rastro todo el día por los más estúpidos de los sitios de esta isla.

Con la escusa de la mochila, Zoro la agarró en un gruñido y le apartó su ojo sano para examinar el contenido, a Law le pareció ruborizado pero con la luz naranja de la hoguera en su cara era difícil estar seguro.

–Sí que ha aprovechado el espacio ese rubio pervertido –masculló mientras sacaba una fiambrera detrás de otra–. Oh –le brilló la expresión de alegría aniñada, había encontrado algunas botellas de ron–. ¿Y has cargado con esto todo el día?

–No me han dejado opción –reconoció molesto.

El peliverde sacó parte de una tela, tiró de ella, era grande. Se levantó y terminó de extraerla. La desplegó ante Law.

–Creo que creían que nos íbamos de merienda campestre o algo.

–O algo. Ponla en el suelo, no me gusta estar sentado en la arena si lo puedo evitar.

Una vez extendida la tela colocaron las cosas sobre ellas: la mochila, las botellas, las fiambreras, las espadas. Ambos se sentaron, hombro con hombro, de cara a la hoguera, a la orilla y a la abertura de la cueva que daba al mar y a su horizonte. Law alzó la barbilla, hacia el tragaluz de aquel espacio, el cielo se mostraba cada vez más estrellado y menos rojizo sobre sus cabezas.

El peliverde alcanzó una de las fiambreras. El cirujano, con sus ojos escondidos tras la visera de su gorra, atendió a como comía, se quedó ensimismado con él. Zoro tomó una botella y la descorchó con los dientes, escupió el tapón y dio tres tragos seguidos. Exhaló un gutural.

–¿No vas a comer nada? –se limpió con la manga.

El de las ojeras reaccionó, de una manera un poco artificial recogió otra de las fiambreras. Entre los silencios tensos que le ponían nervioso y que no se alimentaba desde el desayuno, engulló deprisa; casi se atraganta, Zoro le pasó la botella de la que él mismo había bebido. El también exhaló tras los tragos. Oyó la risa del peliverde, no le preguntó que le hacía tanta gracia, no le miró cuando le devolvió la botella. Notaba calor en la cara, debía serla hoguera.

Terminaron, cada uno a su tiempo, aquella cena. Law sintió de nuevo que no había nada que evitara ese silencio incómodo.

Incómodo,repitió la palabra en su cabeza. ¿De verdad era incómodo? Vigiló al espadachín, éste, recostado, apoyaba su espalda sobre su codo izquierdo, su otra mano sostenía la botella de ron casi acabada. Bebió. Sí, era posible que para él no fuese incómodo, qué la conversación de la pasada noche no tuviese a penas ás era eso, que no debería tenerla.

No se sentía tranquilo.

–El agua se ve agradable ahora –dijo el espadachín distraído en el horizonte.

Law vio como dejaba su botella anclada en la arena y se levantaba impulsado por sus hombros y rodillas; luego, cruzó los brazos por delante del pecho y, con las manos en el bajo de su camiseta, se liberó de la prenda.

–Te preguntaría si me acompañas –dijo, con el torso al descubierto, ala vez que se desabrochaba los pantalones y se los bajaba, junto con su ropa interior–. Pero sé de sobra que los usuarios no os conviene demasiado el mar. Esperame aquí, si quieres.

Medio atónito, dejó que el cuerpo desnudo del espadachín se dirigiera a la orilla y se zambullera de un salto de cabeza. ¿Por qué todo lo que decía y hacía era tan provocativo? Sonrió. Incluso si no lo fuera, no podía esperar que se quedara ahí sentado, ¿cierto? Se apartó la gorra.

Zoro nadó; tomó aire y buceó bajo la superficie, no oscura del todogracias a la luz plata de la Luna. La temperatura no era fría, tan sólo fresca. Sacó la cabeza del agua con una bocanada, se frotó los ojos, se apartó el pelo, y braceó un poco de espaldas para que las plantas de sus pies se posaran tocaran suelo. El agua le llegaba por encima del obligo. Cerró los ojos e inspiró el aroma del mar.

Unas manos se colocaron en su cadera.

Se quedó quieto, con la piel erizada, mientras en una caricia, esas manos de largos dedos, guiaban unos brazos tatuados al rededor de suvientre, le retuvieron. Notó el aliento del cirujano en su nuca, sus labios.

Zoro dejó una de sus manos sobre la de Law, la otra fue y enredó susdedos en su cabello oscuro, le susurró.

–Deberías volver a la orilla antes de que te ahogues.

Law hundió su nariz la piel del peliverde. Besó su hombro, subió por la curva de su cuello, regresó a su nuca.

–No sé en qué momento –decía entre beso y beso– te has creído –fue al otro hombro– que me puedes dar órdenes.

Llegó hasta su oreja, su mejilla. Posó besos lentos y suaves en lacicatriz de su ojo. El peliverde, se adelantó al siguiente paso, abrió su boca y dejó que se adentrara en ella e aliento cálido del cirujano, su lengua. Aquellos brazos tatuados aún le rodeaban, supecho permanecía contra su espalda y su erección, a pesar del agua fría, le rozaba por detrás.

Law tenía una habilidad extrema para que el permaneciera en tiempo presente, para que sólo existiera los segundos que pasaba con él y nada más. Ni un gramo de pasado, ni un litro de futuro.

Puede quepor ello, el espadachín, necesitara unos segundos largos en entender que el cirujano se había ido a pique junto con su bajada de tensión y que, tras que su abrazo se desprendiera del cuerpo del peliverde, se hundía en el agua como un ladrillo.

–¡Idiota!

Pescó y sacó del agua el brazo de Law; se cargó su peso y abrazó para que no se hundiera de nuevo. El de las ojeras se enganchó a su cuello y tosió. Zoro chistó.

–Mira que te lo he dicho.

Conforme la tos se apagaba la calma les rodeó de nuevo. El abrazó protector de Zoro era agradable, Law apoyó de lado su cabeza sobre el hombro del peliverde. Cerró los ojos, se dejó llevar por las olas del mar, el calor que aún persistía bajo la piel del espadachín.

Es extraño, pensó, ayer su cuerpo parecía que cupiera en el mío, pero hoy, incluso si yo soy más alto que él, es mi cuerpo el que cave en su torso.

–Voy a sacarte de aquí antes de que te desmayes.

Zoro se agachó y pasó uno de sus brazos por la rodillas de Law. Cuando se quiso dar cuenta, el peliverde lo llevaba en volandas mientras que él seguía abrazado a su cuello. Su cara se convirtió en un faro rojo escarlata.

–¡Sueltáme!¡No hace falta que me lleves así!

–¿Qué dices? Si te suelto voy a tener que sacarte del agua otra vez.

–¡Puedo andar hasta la orilla!

–Eres tonto, si no tocas el agua te recuperarás antes.

–¡Tú no eres quién para decirme que soy tonto!

Al final, entre el forcejeo y las acrobacias, se cayeron al agua con un contundente sonido del que se da un chapuzón. Zoro emergió, tosiendo esta vez él, y sacó a Law. Bueno, más que sacarlo lo arrastró por los sobacos.

–Es que todos los capitanes de todos barcos piratas estáis como una puñetera cabra, ¿o qué?

Cuando estuvo lo suficiente cerca lo lanzó a la linde de la orilla.

–Ya la próxima dejo que te ahogues, imbécil.

Law, boca arriba en la orilla, se tuvo que reír. Una risa tonta. Se tapó la boca con la mano, miró a Zoro que a su vez le miraba con cara de quien ve pasar un tren.

–Sí que te he preocupado.

El peliverde apartó un momento la cara, como si de verdad estuviese de mal humor, disimulando así su gesto de tímida vergüenza. Luego suspiró y volvió a su cara estándar.

–Creí que no te gustaba estar sobre la arena si podías evitarlo. ¿Te siguen faltando fuerzas o es que prefieres quedarte ahí el resto de noche?

Law estaba cerca del rompeolas, la espuma le llegaba a la altura de la cadera, una y otra vez. No era lo suficiente para que el poder del mar le arrebatara sus energías, de hecho notaba como estas volvían a una velocidad normal. Aún así no se movió.

–¿Por qué no vienes tú?

Zoro no le sonrió, no dijo nada, sencillamente dio un paso sobre otro. Con cautela se acercó al cuerpo de Law y se arrodilló ante él. El cirujano cerró los ojos un momento, abrió las piernas para que el peliverde se acomodara entre ellas, rodeó con ellas su cintura.

Cuando los volvió a abrir, Zoro y él estaba en la misma postura del día anterior, en ese chiringuito, justo antes de que les interrumpiera la pelicallena.

–Sería mucha mala suerte que nos pasara lo mismo dos veces seguidas.

–No lo menciones.

Se sonrieron. Zoro bajó su boca hasta los labios de Law. Los besos, simples choques suaves y delicados, se sentían húmedos y en seguida supieron a poco. Mientras se devoraban, la mano del espadachín acarició su cara con el dorso de su mano, bajó por su pecho tatuado hasta llegar a su pierna izquierda, la cual apartó un poco.

Law se mordió los labios al notar uno de los dedos del peliverde atravesar su entrada. Reconoció que le había imaginado más bruto en el tacto, sin embargo, Zoro no rompió aquella suavidad que les acompañaba, incluso si con el segundo dedo el cirujano no pudo contener una queja. Vio como el peliverde se preocupaba.

–Si te sientes incómodo...

–¿Acaso tengo pinta de sentirme incómodo? –rio– No me trates con paños de seda, antes de que me hicieran uno de los Siete mi recompensa era más alta que le tuya.

Zoro guardó silencio mientras le observaba. Entonces, pegó aún más su cuerpo al del otro, pegó su frente a la de Law. Sus dedos reiniciaron el movimiento.

La otra mano de Zoro fue a la virilidad de Law. La masturbación permitió que se olvidara, en parte, de la intromisión de los dedos. Disfrutaba, tanto como para que sus quejas empezaran a sonar como gemidos casi mudos.

–Ya, para... –respiraba agitado–. Estoy listo, si sigues me voy a ir antes de tiempo.

Zoro besó su boca, su cara y su frente. Con ambas manos se paseó por su pecho tatuado, lo lamió, le abrazó. Law cerró los ojos de instinto nada más sintió la punta en su entrada. No se mentiría, fue más doloroso que los dedos, le costó mucho tragarse la queja. El peliverde le dio una pausa para que recuperara el aire. Entonces vino la primera estocada.

Fue sutil, casi imperceptible, como si Zoro solo estuviese probando si estuviera bien continuar. Luego vinieron las siguientes, con un poco más de confianza. Lentas, en un vaivén al ritmo de las olas, tan en sincronía que Law llegó a tener la ridícula sensación de que era el mar el que le estaba penetrando.

Después, las estocadas se hicieron más rápidas, más fuertes. El dolor se retiraba a un segundo plano, ambos dejaron salir su jadeos, sus gemidos. Entonces:

–¡Ugh...!

Al cirujano se le escapó otra queja. Era evidente que era de dolor. Zoro le miró, alterado por el detalle que acababa de recordar.

–Tu espalda...

–Mi espalda está perfecta, cállate.

El peliverde tomó una bocanada más profunda entre jadeo y jade.

–Sujétate a mi cuello.

–¿Qué?

–Confía en mi.

La parte más racional de Law pensó que aquella frase en ese contexto era absurda, sin embargo, no era su parte racional la que dirigía en ese momento. Se abrazó fuerte al cuello de Zoro, y lo que este planeaba no tardó en salir a la luz.

El peliverde le aupó, el cirujano notó como su espalda se separaba dela arena en una sensación de ingravidez. El cambio de horizontal a vertical hizo que la erección se adentrara muchísimo más, lo que sintió por dentro se intensificó por mil. El espadachín, en pie, le sostenía sin problema; el cuerpo de Law colgaba del de Zoro por su cuello y cadera. Desde esa altura le miró; el rubor de sus mejillas, la cicatriz de su ojo, su iris negro en el que se perdía; como si no existiera otra cosa. El cirujano fue a por su boca, la devoró una vez más.

Las manos del espadachín estaban bajo sus muslos, entre ellas y la cadera se reinició el vaivén. El cirujano también se movió. Más deprisa, las olas sonaban más rápidas. Zoro le atravesaba, como si quisiera sacar todo lo que había dentro de Law y quedarse dentro de él. No le importaba, no le hubiese importado de ninguna de las maneras.

Tanto preocuparse por su espalda y fue el propio Law el que acabó arañandola del peliverde, pero en ese instante, ninguno se percató. Su voces sólo fueron de un placer compartido. Zoro notó el líquido caliente sobre su vientre, mientras que Law sentía como se desbordaba desde su entrada.

La respiración de los dos jóvenes aún era rápida cuando aquel acto terminó, les faltaba el cielo entero para respirar y, aún así, se regodearon en otros besos. Las olas recuperaban su ritmo lento.

Zoro notó como le temblaban la piernas. Avanzó hasta la tela de playa, donde con mucho cuidado de no tirar a Law, se sentó. Tras unos besos más que le dio en la cara, y que el otro correspondió sobre su cicatriz, le liberó del abrazo y se tumbó. Aún respiraba con fuerza, igual que Law, el cual se fijó de nuevo en el rostro ruborizado y perlado de sudor del peliverde.

Quería diseccionarlo y llevárselo consigo, guardarlo en un cofre del que el fuera el único que tuviese la llave.

Respiró. Sacó el miembro de Zoro, se quitó de encima suya y se tumbó de lado, con la cabeza en el pecho del peliverde. Ambos estaban a punto de dormirse, sus voces sonaron cansadas.

–No te vayas a largar ahora.

–¿A dónde quieres que me largue?

–Siempre te estás largando.

Los ojos ojerosos de Law fueron para la hoguera, aún crepitaba. Su sonido le meció hasta el sueño.

 

Trece años antes...

 

Abrazado a sus rodillas, se mantenía con la mirada fija en las llamas.

–Entiendo si no quieres hablarme –le dijo Cora–, pero por lo menos come algo, lo necesitas.

El niño no dijo nada, no le miró, ni siquiera se movió.

–Sé que ahora mismo sólo piensas que te he fastidiado, pero adelantar este tipo de cosas...

–Sino las adelanto no las viviré nunca –le calló–. Ya tengo los días contados, por mucho que quiera habrás cosas que nunca sabré cómo son, y ese hombre estaba dispuesto a tocarme a pesar de la enfermedad del plomo blanco.

Le tembló la voz al final de esa frase. Odió el silencio que se hizo entre los dos. Los puños de Law se cerraron. La vergüenza hizo que se le revolviera el estómago, la sola idea de tener que mirarle a la cara le turbaba. El rubio se sentó a su lado, colocó su abrigo de plumas negras sobre el niño, frotó sus brazos con calidez.

–Este viaje se ha hecho más largo de lo que yo mismo imaginaba, pero no te preocupes, encontraré la cura. Te lo prometí.

Una vez más, prefirió no decir nada, se aferró al abrigo de Corazón.

–Así que en cuanto a lo otro, como a todo lo demás que quieras experimentar, tómatelo con calma. A todos los adolescente os entra prisa por hacer cosas de adultos, pero luego hay tiempo de sobra para todo.

Law tragó saliva. Le miró de soslayo.

–Todo lo que dices son conjeturas sin argumentos.

Corazón resopló.

–Piensas demasiado con la cabeza.

–Es como se supone que hay que pensar.

El rubio le sonrió con esa amabilidad cálida.

–Estoy seguro, Law, de que encontrarás a alguien que será para ti un buen recuerdo, y no sólo una mala experiencia para cumplir, valdrá la pena –hizo una pausa, se puso a divagar con los ojos cerrados–.Aunque me pregunto si un niño como tú será capaz de ser un adulto que reconoce el amor cuando lo ve.

–¿Qué?–se enrojeció–. Yo no te he hablado de amor en ningún momento.

–La verdad es que te imagino un poco: teniendo intimidad con una persona, pasándotelo bien y pensando "no puede ser amor, no tengo tiempo para enamorarme".

–Otra vez te has fumado tus cigarros de la risa –le afiló la mirada–.O es que estás borracho.

Corazón le miró, su sonrisa amable persistía. Colocó una mano en el sombrero peludo del muchacho.

–Cuando eso suceda, Law, intenta que no te pase desapercibido. Te mereces algo tan bonito como eso.

 

Trece años después...

 

El cirujano abrió los ojos poco a poco. La hoguera estaba donde la había dejado, pero mucho más apagada. Hacía un poco de frío. Con suavidad separó su cara del pecho del peliverde, tomó uno de los troncos que había al lado del fuego, avivó las llamas con un pequeño palo. Recuperaron fuerzas.

Mientras se quitaba un poco de la arena que se le había quedado pegada al cuerpo y al pelo, oyó un gruñido penoso, giró la cara hacia atrás. El espadachín puso de lado su cuerpo, tanteó el espacio con la palma de su mano; al no encontrar lo que buscaba, alzó la barbilla, echó un vistazo, y le miró con el ojo que le quedaba. Sin palabras, Zoro se acomodó junto a Law. Usó la pierna del cirujano como almohada y reposó la cabeza en ella.

El de las ojeras se tuvo que reír, parecía un animalillo acurrucado. Acarició sus cabellos verdes, imaginado que no tardaría en producirse una especie de ronroneo. Luego, fue a su oreja, la que iba adornada con sus tres alargados pendientes dorados, la acarició en un masaje con el pulgar.

–Mmm...

Eso no fue un ronroneo pero se le parecía.

–¿Te molesta?

Zoro sonrió, besó su pierna y reposó de nuevo la cabeza. Law continuó la caricia un rato más.

–¿Cómo supiste lo de mi espalda?

–Dabas algunos movimientos rígidos, así que lo imagine. Pero te la acabo de ver y no esperaba que fuese tan grave.

Law se había sanado así mismo, soldó los huesos de su columna vertebral, pero el verdugón que le cubría media espalda necesitaría su tiempo por su cuenta. Vergo no era el tipo de espécimen que se contenía, no lo había sido hacia más de una década, cuando el cirujano era un crío y le dejó inconsciente de una paliza. Todavía sentía esa vara de bambú cargada de haki sobre él, una y otra vez, una y otra vez.

Zoro notó los temblores en la mano de Law, tomó su muñeca y besó las letras tatuadas de sus largos dedos. Luego, el espadachín alzó la mirada hacia él y, pausado, se incorporó. Quedó sentado, con el rostro muy junto al de Law. Llevó su mano a la cara del de las ojeras, ajustó su palma en ella. Le besó a un lado de la nariz, y en los labios.

Law sonrió, esta vez con un poco de aprensión.

–Ayer me entrometí demasiado.

No sonaba a disculpa, el cirujano no estaba muy acostumbrado, sonaba más a un análisis de síntomas. Zoro le observó; luego giró la cara hacia otra parte.

–Fui yo el que sacó las cosas de quicio. No era para tanto –se rascó la cabeza–. Es sólo que...

Alcanzó otra botella, la descorchó como a su predecesora y se dio su tiempo en los tragos.

–El olor de esa flor me hizo que reviviera uno de los momentos en que más... –su atención fue al mar, al horizonte, a algo más allá–.Uno de los momentos en que más indefenso, y más débil, me he sentido en toda mi vida.

El otro se quedó parado. Zoro rio con pena, con culpa.

–Me encontré con un pirata, uno a un nivel muy superior al mío. Quiso que probara el vino que se hace con esa flor, a la fuerza. Después, eso, no le fue suficiente.

La voz se le fue al final de esa frase, se pasó la mano por la boca, bebió de su botella como si quisiera quitarse el mal sabor de algo.

–Sino lo llegan a interrumpir hubiese ido con todo hasta el final –hizo una pausa, cerró los ojos, inspiró. Dejó la cabeza gacha al espirar –. Lo peor no fue que, por más que yo no quisiera aquello, no pudiera evitarlo; lo peor es que aún sigo sin poder hacer nada–soltó una risa herida.

Law era incapaz de apartar la vista, más todavía cuando Zoro le miró con aquella cara de derrota. El peliverde forzó su media sonrisa, una máscara que se hacía extraña en un hombre tan sinceramente orgulloso como él.

Agachó la cabeza. Dudó, dudó muchísimo de lo que iba a decir.

–Yo no pude hacer nada cuando Doflamingo me arrebató a la persona que más quería.

No miró al peliverde, se fijó en su silencio. Law continuó:

–Han pasado trece años desde aquello, y en mi cabeza sigue un ruido constante, un pinchazo en mi pecho. No puedo. Si no voy a por él, me pasaré la vida temiendo que él venga a por mi. O a por mi tripulación.

Su mirada fue a la del espadachín. Igual que el otro antes, forzó una media sonrisa. Se encogió de hombros.

–Así que yo también sé lo que es sentirse indefenso y débil, continuamente.

Apareció un silencio entre los dos, un silencio que borró todo lo demás. Era posible que se estuviese viendo por primera vez, de verdad, el uno al otro.

Eno tra caricia, el peliverde pasó su mano por el hombro del de las ojeras, por la curva de su cuello, hasta la nuca. El pecho le bombeó más rápido. El sonido de la orilla le envolvió de nuevo en esa calma continua. Zoro quedó perdido en sus ojos grises. Quería besarle.

Se mordió los labios, de manera lenta, se tumbó de espaldas sobre la tela. Aún tenía la mano en la nuca de Law, el cual, sincronizado, gateaba hacia él; una vez encima del cuerpo del espadachín sus alientos se cruzaron, se acomodó en él.

Aquella noche no hablaron más.

 

Un par de semanas antes...

 

La alborada era una fina línea en el horizonte. La oscuridad del crepúsculo permanecía en aquella isla. Zoro lo observaba, a través de la cristalera, sentado con la espalda en el cabecero de la cama. A su vera, vuelto hacia el lado contrario, dormía Mihawk.

Era extraño aquel estado de calma, el silencio nocturno que no se iba. Sentía que en cualquier momento la isla se partiría en dos.

Cerraba los ojos y oía la voz de Perona, hacía medio mes atrás.

–Entonces, no se lo vas a decir. No le contarás a tu capitán lo que pasó con Shanks.

Ella se peinaba delante de su tocador. Era la primera vez que hablaban sin sutilezas de lo ocurrido en el claro.

–Yo no fui lo suficiente fuerte.

Ella esperó mientras seguía pasando el cepillo por sus cabellos rosados. Zoro no dijo nada más y eso la exasperó.

–Nadie debería estar obligado a ser fuerte para que no abusen de él.

Notó un pinchazo en la garganta, tragó saliva e intentó respirar tranquilo.

–No se trata de eso.

Se trataba de que él no quería sentirse así, y no quería que nadie supiera que se sentía así, necesitaba una imagen de si mismo que infundiera fortaleza, al menos hasta que la dicha imagen no fuese mentira.

–Sabes que eso significa que ese idiota de goma que tienes por capitán seguirá admirándole.

Zoro aguardó un momento.

–Sí, lo sé.

A través del espejo vio la expresión de Perona; quizás triste, decepcionada, preocupada, o todo a la vez. En el rostro de Zoro se formó un gesto de disculpa, lejos de su inherente altivez. Ella le apartó la mirada, suspiró.

–Cada cual decide la mejor manera para seguir adelante, es su derecho de elección. Los demás no tenemos ni voz ni voto.

–¿Pero?

La joven aguardó.

–Así los hombres atroces siguen en sus pedestales, con el apoyo de sus propias víctimas.

La voz de Perona se difuminaba, pero sus palabras no.

Una víctima, se repitió el joven fuera del recuerdo, entre las sombras de la alcoba de Mihawk. ¿Qué haría Luffy si supiera que se había convertido en una persona que correspondía a esa definición? ¿Qué pensarían los demás?

Oyó el movimiento de las sábanas, Mihawk se giraba hacia él, medio dormido aún le sonrió. Se frotó los ojos.

–Debe de ser el día del Juicio Final si es que de verdad te veo despierto antes que yo.

Zoro le correspondió la sonrisa. Esperó.

–Sólo queda una semana para que me vaya.

El mayor mantuvo su gesto amable, los ojos, sin embargo, emanaron cierta tristeza. Llevó su mano donde la del peliverde, la tomó con cuidado. Zoro ajustó los dedos a ella, a su calidez.

–Ven.

–¿Qué pasa con el entrenamiento?

–Llevo adiestrándote dos años, creo que soy el que mejor sabe que por un día no pasará nada.

–Y mañana me harás recuperarlo por dos, ¿no es así?

–Es evidente que te lo haré recuperar por tres.

Se rio. Su mano seguía enlazada con la del mayor. Zoro cedió, se tumbó de cara a los ojos dorados del halcón. Se esforzaba por no olvidarse de que aquello tenía fecha de caducidad, e incluso así, no se hacía a la idea de que en siete días estaría fuera de esa isla, lejos de él.

Le besó un par de veces en la comisura de los labios, su mano fue al pecho del mayor, se deslizó hasta su cintura. Mihawk tomó su hombro, le detuvo sin brusquedad.

–Deja que te contemple un rato más, mientras amanece –le acarició el rostro–. Deja que te memorice mientras la luz define tus rasgos, para que te recuerdo quede intacto.

Zoro también le miró a él, al dorado de sus ojos llegaba un tímido retazo del alba.

Algún día, pensó, quizás podamos estar así otra vez. No era una esperanza ni un deseo, ni siquiera un fugaz sueño. Eran tan sólo palabras volátiles que le gustaba como sonaban dentro de su cabeza.

Mihawk, como si supiera lo que no había dicho, atesoró la mano del joven, la besó.

–Es difícil que las personas que hemos sido en estos dos años, en esta isla, vuelvan alguna vez.

Al peliverde se le frunció el ceño, agachó la mirada, dolido. Notaba un pinchazo de vacío en el pecho. Mihawk respetó un silencio, sin dejar de sostener su mano.

–Los seres humanos somos extraños. Aprendemos a medir el valor de las cosas por lo que nos duele conservarlas. Cuanto más nos duele y más culpa nos genera más nos convencemos de que vale la pena. Creemos, así, que el amor real es sólo aquel que nos ha desgarrado tanto que nos deja cicatrices para demostrarlo.

Zoro le devolvió la mirada, no le comprendía. Mihawk siguió.

–Por eso, cuando encontramos a alguien que nos da un amor cálido, sencillo y sin cicatrices, no terminamos de aceptarlo, o lo aceptamos si acaso con escepticismo. Nos decimos que se soltara con facilidad porque no desgarra. Que no dejara cicatriz. Cometemos el error de dejarlo pasar.

En un roce suave, pasó su mano por el pecho del joven, por su cicatriz. Zoro se atrevió:

–Suena a qué sabes lo que es eso. Un amor cálido.

–He vivido el doble de años que tú, es normal que sepa algunas cosas–se rio.

El peliverde quedó con la mirada fija en él. ¿Qué significaba eso?¿Por qué a pesar de su risa amable emanaba aún más soledad que antes?

Mihawk seguía con el dorado de sus ojos en la marca que le dejó al peliverde en el Mar del Este, luego atendió su ojo izquierdo. Su mano volvió al rostro del joven, su pulgar rozó con ternura aquella cicatriz.

–Estoy seguro de que en tu vida vendrá alguien. Al principio no lo verás, creerás que es tibio, falso o pasajero. Con suerte y el tiempo, entenderás que nada es tan intenso como antes porque no hay ningún daño, impotencia o culpa que los intensifique; a cambio no habrá cargas en el pecho, veras que eres más libre y que puedes respirar mejor.

Supo que el halcón miraba algo más allá de él.

–Verás que es tan sencillo como que con esa persona estás bien.

El peliverde aún sostenía su mano, notaba un nudo en la garganta.

–Tú no me haces daño.

El mayor le mostró otra sonrisa tierna. Le tomó la barbilla. Entendió como Mihawk también callaba ciertas palabras. Creyó que las oiría cuando vio que sus labios se abrían, que él si las entonaría.

–Gracias por quedarte conmigo todo este tiempo.

No, no eran esas las palabras que esperaba. Se humedeció la mirada del joven, se mordió los labios y se giró boca arriba; su brazo cubrió sus ojos. El pecho dolía tanto que creyó que se ahogaría. A penas contuvo el primer sollozo.

Mihawk restó distancia, le abrazó. El joven escondió la cara en su pecho. No soltó su mano, no era capaz.

Por primera vez, después de dos años en aquel sitio, después de cada día sucedido, se deshizo, hasta que no quedó nada de lo que había sido.

 

Dos semanas más tarde...

 

Zoro despertó. Abrió su ojo despacio y su mirada difuminada se enfocó. Encontró la cara dormida de Law frente a él. Se fijó uno a uno en sus rasgos relajados, en su respiración pausada. Cuando estaba despierto, el cirujano se mostraba tenso, alerta, más intranquilo delo que quería demostrar; pero cuando dormía era pura paz.

Tomó aire y se sentó sobre la tela, a esas horas hecha un gurruño en el que se habían ovillado. Sentía, a lo largo y ancho de su cuerpo, las marcas que le había dejado el cirujano. También tenía agujetas en sitios que no sabía que podía tenerlas por culpa de algunas posturas. Se puso la mano en uno de sus pezones y chistó, un tanto avergonzado; de verdad que ese ojeroso le gustaba demasiado morderle.

Miró al horizonte, y a continuación observó otra vez de reojo a Law. Con cuidado, su mano fue su frente, le apartó el flequillo oscuro. Reaccionó cuando se dio cuenta de se había quedado mirándole como un tonto, con una sonrisa de tonto. Se levantó en busca de su ropa.

Una vez vestido inspeccionó la mochila y, como suponía, Sanji no sólo había dejado fiambreras, sino también cosas e ingredientes de desayuno. Había salchichas, tostadas, huevos, entre otras cosas. También había café, así que decidió que reharía la hoguera y empezaría por ahí.

Se sentó y esperó que las llamas estuviesen en su punto adecuado. Una vez más, miró a Law. Pensó que esos días se había desarrollado de manera extraña, era posible que el tiempo distorsionado de su cabeza tuviese algo que ver.

Dos años, recordó, fueron dos años. Cuando estaba allí se le hicieron como veinte, salvo por los dos últimos meses; ahora aquellos días parecía que no habían durado más de un suspiro. A la vez se le hacía lejanos, difusos, como su hiciera un siglo desde que salió de aquella isla.

Tan sólo hacia una semana.

Pensó que con Mihawk nunca tuvo un momento con el de la noche pasada; nunca se había mostrado frágil, nunca había manifestado el mínimo deseo de hacerle una confesión como la que Law le hizo. Parecía una tontería, pero en una noche el cirujano le había dado la sensación de estar más cerca de él que el halcón en todo el tiempo que pasó en aquella isla.

Cuando le buscó en la torre vigía, su única intención era quitarse a Mihawk un rato de la cabeza, nada más, distraerse. Quizás se adelantó, quizás estaba demasiado tocado aún, el tiempo se difuminaban de más en su cabeza y le estaba dando importancia acosas que no la tenían.

Observó la espalda de Law, los moratones que deformaban sus tatuaje. Esperaba que el que le hiciera eso estuviese más que muerto o se encargaría él mismo de rebanarle el cuello.

Law se despertó. Estaba sobre el gurruño de tela, con parte de esta por encima a modo de manta, y le llegaba un olor a hoguera y a café. Se incorporó con ayuda de sus brazos, hasta quedar sentado. Notaba la smarcas que le había dejado el peliverde. Era muy tierno cuando quería; de hecho aún le chocaba que alguien como él supiese de una ternura así; y muy salvaje también.

Le vio, frente a la hoguera y con la mirada perdida en la cafetera, con el amanecer de fondo y las olas en su vaivén. No supo por qué pero su imagen le trajo un cierto confort.

Se reprendió avergonzado. En menos de veinticuatro horas estarían en Dressrosa, lo del peliverde sólo había sido una distracción que ya duraba mucho. Simplemente se le habían mezclado con recuerdos deCora y se había puesto... sensible.

–Buenos días –como la noche anterior, la voz suave del peliverde le sorprendió.

–Buenos días.

Se fijó en que el iba vestido y pensó el debía hacer lo mismo. Rejuntó su ropa de una en una especie de gincana absurda; la tenía llena de arena y era molesto, pero no tanto.

–El café está listo –le dijo el espadachín–. Ahora haré las tostadas. También salchichas y huevos revueltos. ¿Quieres?

Law, sentado a su lado, le observó con recelo.

–¿Sabes cocinar?

–Un huevo lo sabe hacer cualquiera.

–Vale, como quieras –dijo no muy convencido.

–Sigue con ese tonito y tiro el café al mar.

Ninguno era de carácter hablador y además seguían con las legañas pegadas, así que permanecieron callados mientras Law servía el café en dos tazas y Zoro preparaba el resto del desayuno.

Law había visto como se movía con los utensilios y ingredientes el cocinero de los Sombrero de Paja, alguien que se notaba que lo llevaba de vocación y ejerciendo profesionalmente toda la vida. Zoro no era así, era más normal, puede que más chapurrero; eso no quitó que el cirujano se quedara embobado con él, con su concentración y como movía las manos.

Recordó la conversación que tuvieron de madrugada. Se le hacía irreal que alguien como Zoro hubiese pasado por una experiencia así. No es que hubiese un perfil especifico para que le sucediera algo como eso, pero de igual manera. Le costaba, no le imaginaba, no quería; prefería evitar aquellas imágenes antes de que la sangre le hirviera. Esperaba que el peliverde no le hubiese dicho el nombre de ese pirata porque pensaba cargárselo él mismo; era su derecho, pero si en algún momento se le escapaba Law tomaría medidas. La sala quirúrgica de su submarino servía bien sala de torturas.

–Pues sabe bien –dijo, tras probar el plato que le había servido el espadachín.

–Sí que pensabas que lo haría tan mal como para estropear unos huevos.

Law se sonrió, Zoro le correspondió la sonrisa con los carrillos hinchados de comida; de golpe, le bajó la visera de la gorra hasta la nariz.

–Idiota.

Comieron casi en silencio, con calma. Luego, recogieron sin prisa. El Sol subió y quedó centrado en el portal que daba al mar. Zoro se cargó la mochila grande, la que había traído Law.

–Espera, Zoro-ya, si vas tu primero te volverás a perder.

El espadachín paró en seco, le miro de arriba a abajo, extrañado.

–¿Qué ocurre?

–Nada... Me has llamado por mi nombre.

El corazón de Law bombeó significativamente más rápido. Por mucho que pensara no sabía en que momento había cambiado su apellido por su nombre propio para referirse a él.

–¿Te molesta? –preguntó con indiferencia.

–No –se encogió de hombros–. Si quieres te llamo Torao.

El cirujano se enrojeció.

–Ni se te ocurra.

–Es cuestión que la tripulación entera te llame así.

–Por eso mismo. No quiero que me llames como todo el mundo.

El silencio calló como un yunque. Law se quería morir, y lo hubiese hecho, si no fuese porque vio como Zoro se ruborizaba.

–Es posible que se me pegue llamarte así de tanto que se lo oiga a Luffy–dijo con la mirada distraída en otro sitio–. Pero puedo seguir llamándote Law. ¿O quieres otro apodo?

–No hace falta ningún apodo –intentó respirar–. Con Law basta.

Otro silencio más entre los dos.

–Está bien, Law.

Zoro le había llamado por su nombre desde el principio, de alguna manera ahora sonaba distinto. Se miraron, el peliverde carraspeó y se dio la vuelta en pos del camino de vuelta; el cirujano le siguió, se puso a su altura.

Aún era pronto, ambos tenían cosas que resolver y, por añadido, el carácter hermético de los dos no ayudaba. Aún era pronto para muchas cosas, pero no para ese paseo de regreso. No ocurrió nada antes de que avistaran el Sunny, no hubo nada memorable en aquel tranquilo trayecto; tampoco hubo nada que les doliera, que les hiciese sentir culpable respecto al otro. Caminaron, y en ese camino, sencillamente, estuvieron bien.

 

 

FIN

Notas finales:

Han quedado algunas cosas fuera, algunas escenas que fueron origen de este pequeño fic, así que quizás en algún momento escriba un epílogo . Pero de momento, aquí termina esta historia.

Muchas gracias por seguirla hasta el final.


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