Hay dos recuerdos en específico que marcaron nuestra amistad. El primero había sido la primera vez que invité a Jonathan a mi casa. No quería hacerlo realmente, pero en todos los recreos él y los otros niños con los que nos juntábamos hablaban siempre de sus casas bonitas, de sus padres que parecían modelos de fotos, de los juguetes que tenían por montón.
-Yo tengo un columpio en mi jardín – Balbuceé en tanto Jonah me volteó a ver para preguntarme por qué estaba tan callado. Nunca había visto sus ojos brillar tanto.
-¡¿En serio?! ¡Eso es súper genial, genial! ¿Puedo ir, puedo ir, puedo ir? – Respondió, y aunque la plática continuó, no paró de insistir hasta que acepté.
Saliendo de la escuela me soltó un “ven conmigo” antes de arrastrarme hasta donde su mamá y luego arrastrarnos a los dos hasta donde mi papá. – Señor, ¿me acepta en su casa? Es que Esteban me invitó, bueno, yo me invité, ¿pero me acepta, me acepta, me acepta?
-¿Y a quién le pediste permiso? – Inquirió su madre con fingida molestia a la vez que se cruzaba de brazos.
No estaba acostumbrado a ver a mi papá riendo, pero esa vez ahí estaba, haciéndolo.
Luego de un par de súplicas, tenía a mi mejor amigo saltando de un lado a otro alrededor de mí, y la mano de mi padre sosteniendo la mía como si realmente le importara. Una sonrisa se dibujó en mi cara, todo prometía, prometía mucho.
Y parte de la tarde cumplió muy bien con ello; papá nos había horneado galletas que comimos con leche, le mostré a Jonah mi habitación donde saltamos sobre la cama y jugamos con los juguetes y juegos de mesa que tenía, incluso salimos al jardín con los dichosos columpios –que papá tuvo que detener porque al subirnos dos niños se balanceaba y movía demasiado –.
Todo había estado muy bien, hasta que papá nos dejó de nuevo al escuchar la puerta, entonces todo se fue al caño.
-Tengo que ir al baño – Jonathan me dijo luego de haber estado un buen rato jugando en los columpios, asentí, guiándolo al interior de la casa hasta el baño. Donde los gritos de ella se hicieron evidentes.
-¡Es que no es posible! ¡¿Cómo puede ser que esto sea todo lo que hiciste?!
-Guarda silencio, te estoy diciendo que hay visitas y… - Nada hizo más ruido que el golpe de un aparato al romperse. Pasó muy rápido, atiné a empujar a Jonathan al baño donde nos encerramos.
-¿Esteban? – Mi cuerpo entero temblaba. Aunque estaba acostumbrado a ello, aunque había presenciado cosas peores, en ese tiempo no sabía lo que era la humillación pero la había experimentado varias veces, y esa era una de ellas.
Creí que Jonathan se pondría a llorar también, o que me preguntaría, que se asustara o qué se yo, pero en su lugar me abrazó. De esos abrazos que no sabes que necesitas, de esos que sólo él sabía dar. Se separó poniendo sus manos en mis mejillas. – Ya pasó, ¿sí? Mis papás también pelean a veces, ahorita se les pasa, hago del baño rápido y seguimos jugando – Ofreció, corriendo al excusado para cumplir con su palabra.
-Asco – Me burlé en tanto pude pronunciar palabra, para ocultarme en las cortinas de la ducha y no verlo.
-¿Por qué? Somos omegas, lo vi en la cartilla que le entregaste a la maestra – Explicó – ¡Ahorita hay que jugar adivina quién! ¿sí?
– Sí.
-Esteban.
-¿Qué?
-Mañana te invito yo a mi casa.
Una sonrisita apareció en mis labios. – Sí.
Hicimos tal y como él dijo, los gritos no pararon nunca hasta muy entrada la noche. Jonathan y yo jugamos hasta que papá nos trajo la cena con los ojos irritados y una de sus sonrisas mentirosas, yendo de entrada por salida para ya no volver. Luego de cenar dejamos los platos en la cocina a hurtadillas en medio de la oscuridad, nos acostamos en mi cama y hablamos de caricaturas y juegos hasta quedarnos dormidos.
Nunca me cansaría de sus abrazos, nunca me cansaría de sonreírnos con complicidad.
Creo que antes de eso éramos sólo amigos de la escuela. Ese día, en cambio, él se volvió mi mejor amigo.