Noche cordobesa.
El claro de luna arrancaba destellos como perlas al líquido, nítido y cristalino, que chisporroteaba de la fuente. El patio, de arcos moriscos pintados a rayas rojas y amarillas contenía el perfume de las azaleas y los naranjos.
Violetas, lirios, claveles y el olor de mil hierbas buenas que desde el patio interior subían inundaban el olfato de los dos cultos comensales.
El cisne de Córdoba envolvía con sus alas al despuntante polluelo de poeta, ese aprendiz de las artes del Parnaso.
Llamábase Miguel Garciposadas y era un garçon mas bello que Ganimedes, el de Ida, y admiraba la poesía, culta y delicada, de la que don Luis de Góngora y Argote hacia gala.
¿Cómo no acoger, al joven estudiante? ¿Cómo no invitar, al compañero de las soledades? Ser para él un maestro, a la usanza de los antiguos griegos... ese entendimiento, físico y espiritual que los árabes siguieron utilizando: esa pederastia tan incomprendida.
Los efebos se habían ido y para adorar el altar de Sodoma había que ir con mucho tiento, pues ni la sotana mantenía conjuradas las sospechas. Pena de fuego se tenia, para quien gustase de saborear los placeres a la usanza de Alejandro y Hefestión.
Los criados, la gente vulgar, habíanse ido y en vez de adivinarse su presencia se adivinaba la de Cupido y de Júpiter Tonante. Góngora servía de copero, aunque por la edad y la hermosura el honor correspondíale a Garciposadas.
Pero no quiso el poeta que el garçon fatigara sus manos, mármoleos esplendores que anticipaban las alabastrinas delicias del cuello y otros lugares...
El joven, de dieciséis primaveras, el clérigo, ya maduro. Garganta de plata bruñida, labios de coral: aliento de ámbar emanaba de aquella boca adornada de dientes como aljofares, como pequeñas perlas nacaradas y parejas. Estrellas pardas tenia por ojos, cabellos de puro oro, ensortijados y suaves como hebras de seda. Posaderas como colinas, y escondido en lo más profundo del valle, el pozo en el que Góngora deseaba saciar su sed.
Sin faltar a la verdad, o por lo menos sin adornarla con piadosas mentiras no podríamos decir que igualmente bello fuera el magister. Cabello azabache y ojos oscuros como la noche. Cuerpo fornido, de varón ya desarrollado, tal vez mas fofo que musculoso que al tacto, pero de manos cuidadas, marfilinas y claras.
Escancio el vino, sirvió los platillos y desde el patio de la cantarina fuente los aromas a alhelíes de la noche cordobesa llegaban. Terminada la ambrosia, lo mismo que el néctar, llegaba la hora de saciar las mas sublimes apetencias.
Sonrojase el garçon, el poeta lo mira, extiende un papel y le pide, que en voz alta lo declame:
- Si Amor entre las plumas de su nido prendió mi libertad, ¿qué hará ahora, que en tus ojos, dulcísima señora, armado vuela, ya que no vestido?
La voz se le quiebra, la mirada suplica; ¡Garciposadas mío, que congojas has conocío! El amor cree perdido, solo se arrullara en su nido.
-¿Y quien es la princesa, quien la graciosa dueña de vuestros amores?
-Mas hermosura posee que Endimión: tanta que a la Luna a capturado en el fulgor de su mirada. ¿Por qué lloráis, porque dejáis que esos liquidos diamantes broten de vuestros orbes?
Góngora se para, supera el espacio que lo separa y un dedo de marfil seca una lagrima diamantina.
- Saludaré tu luz con voz doliente, cual tierno ruiseñor en prisión dura despide quejas, pero dulcemente. Diré como de rayos vi tu frente coronada, y que hace tu hermosura cantar las aves, y llorar la gente. - acercó su boca, cuyo aliento, mas que de ámbar era de viejo - Llorar la gente, no tú.
Un ósculo prohibido, un beso misterioso y nocturno, del deseo que se acoje en la clandestinidad, de la lujuria mas ardiente que tantas hogueras prende...
El nuevo Ganimedes se deja secuestrar por Júpiter: es su dios, en culto y poesía. No hace caso de los dientes cariados, sino de los cristales fugitivos con que describe sus mares. En la frente despejada, de más de un palmo de anchura, ve su inteligencia más que su calvicie. Asi como Julio Cesar entrego la flor de su juventud al viejo y panzón Nicomedes asi Garciposadas emularía al garçon latino de la antigüedad.
En cuanto a Gongora, solo quiere mirar el mejor y más favorecido órgano de la naturaleza, aquel cuya forma es circular, como la esfera, ésta en medio, como el sol; su tacto es blando: el ojo del culo, de pliegues lleno y de molduras, repulgo y dobladillos. ¡Tan primorosamente trabajado!
Y así, como cosa tan necesaria, preciosa y hermosa, lo traia Garciposadas bien guardado y en lo más seguro del cuerpo, pringado entre dos murallas de nalgas, amortajado en una camisa, envuelto en unos dominguillos, envainado en unos gregüescos: todos ellos prendas retiradas por las ávidas garras de Gongora.
Candoroso, fulguroso, todo mármoles y alabastros; sendas perlas por nalgas y el ojete como flor que espera ser desflorada.
Lo pone en cuatro, como las bestias, arrima su inmenso palo al tugurio de piropos, se hunde bien... la pasta canela facilita su paso: la embarra toda, dentro del muchacho y en medio de la noche cordobesa sube otro aroma que no es el de los lirios ni de las violetas.
El garçon sufre y goza: su mástil se hincha, de sus labios coralinos corre un rio de saliva, sobre sus níveas montañas aparecen manchas purpureas, purpureas y ocres. El poeta le hace sentir todo el poder de su cálamo, gime, muge, se afana sobre el muchacho, en su cremoso interior resbala; a fuerza de sobar su verga arranca una lluvia de estrellas fugaces, blanquecinas, que caen sobre el embaldosado: derrama su simiente ahí donde natura y sotana lo han vedado.
Saca su columna, ya quebrada, de su virilidad contempla la obra acabada, y sin cuidarse de embarrar mas el marrón susurra sus versos al garzón:
- Tales de mi pastora soberana, parecían las lágrimas hermosas, sobre las dos mejillas milagrosas, de quien mezcladas leche y sangre mana.
Fin.