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¡Bebé a bordo! por PruePhantomhive

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Sensitive!

 

Syaoran pegó un brinco en su silla y apenas tuvo tiempo de apartarse cuando Fai pasó volando encima de ella, cayendo de pie en el suelo con un equilibrio perfecto y corriendo hacia la puerta. Kurogane lo siguió exactamente por el mismo sitio con la agilidad de alguien que practica el salto con garrocha. Mokona y el muchacho los observaron con cierta incomodidad mientras los otros los ignoraban olímpicamente.

 

Fai cambió de rumbo antes de llegar a la puerta, pasó por debajo de los brazos estirados de Kurogane y desvió sus pasos hacia la escalera de caracol, subiendo apresuradamente, mientras el ninja se estrellaba contra una pared.

 

Syaoran se preguntó cuánto tiempo más duraría eso. Fue a recoger la silla que esos dos habían tirado y la levantó con poco ánimo, yendo después a servirse un poco más de café (la primera taza se había derramado sobre sus pantalones, pero una mancha en la rodilla le parecía insignificante comparada a otras penurias), mientras escuchaba ahora gritos y palabrotas en la azotea. Tendrían suerte si ningún vecino llamaba a la policía (con la que comenzaban a familiarizarse).

 

Se sentó otra vez y se dio cuenta de que Mokona mostraba un semblante preocupado, sosteniéndose el mentón con una de sus esponjosas manos.

 

—Fai no debería correr así —externó, angustiada, mientras intercambiaba una mirada con Syaoran, que acababa de quemarse la lengua con su bebida—, puede hacerle daño al bebé.

 

—¡¡¡QUÉ YO NO VOY A TENER NINGÚN BEBÉ!!! —gritó el mago desde los pisos superiores, haciendo temblar las paredes y ventanas de toda la casa.

 

Luego del pequeño escándalo del hechicero, escucharon al guerrero gritar triunfante "¡Te tengo!" un golpe seco y algo siendo arrastrado sin cuidado por el piso.

 

 

 

Eran exactamente las ocho de la mañana cuando arrojaron a Fai, maniatado y amordazado con los cordones de su propia bata, al asiento trasero de la camioneta de Kurogane.

 

Syaoran no había dejado de disculparse mientras se sentaba en el asiento del copiloto, con Mokona sobre su regazo, bamboleándose debido a la felicidad que le provocaba el paseo, pues no habían salido los cuatro juntos en un buen tiempo.

 

Fai los miró con cierto rencor a ambos y se quejó, pero una mirada de advertencia de parte de Kurogane le indicó al chico que no debía hacerle caso al mago por su propio bien. Syaoran bufó y se puso el cinturón de seguridad al tiempo que Kurogane encendía el auto. El motor ronroneó, orgulloso, y apagó los quejidos de Fai.

 

En el camino, se encontraron con los vecinos que salían temprano para trabajar y algunos de ellos los saludaban con la mano. Syaoran respondía gustoso a todos sus gestos a pesar de que Fai pateaba su asiento desde atrás. Sus gruñidos sonaban como los de un mapache rabioso.

 

Llegaron a la clínica del poblado en veinte minutos y se tomaron una milésima de segundo para admirar sus cimientos de roca y sus enormes paredes pintadas de blanco. Tenía puertas corredizas de cristal que se abrían eléctricamente y, al lado, estaba la entrada empinada al estacionamiento, cuidada por un simple guardia.

 

Kurogane condujo hacia el interior y buscó sitio entre los pocos carros que estaban ahí. Aparcó y encendió las luces de la cabina para ver mejor. Giró medio cuerpo sobre el asiento para contemplar a Fai, que lo observaba con cierto desdén, como retándolo a continuar con todo aquello.

 

Syaoran tomaba por imposible la situación. ¿Por qué habían tenido que llegar a eso? Era insoportable.

 

—Fai-san —comenzó un discurso improvisado, deseando, así, aminorar la tensión de la situación. Tanto Kurogane como Fai lo observaron. Mokona jugaba con la palanca de velocidades—, todos estamos preocupados. Ha pasado más de un mes desde que su enfermedad comenzó y es complicado para todos nosotros seguir en la incertidumbre. Queremos saber qué es lo que tiene.

 

Kurogane movió la cabeza afirmativamente, ganándose una mirada de reproche de parte del mago, que después puso los ojos en blanco. Gruñó algo por lo bajo y, al ver que no podría quitarse la mordaza, negó con la cabeza y cerró los ojos, vencido.

 

Esta vez fue el turno del ninja de intervenir. Fai se tumbó de costado en el asiento como si pretendiera echarse a dormir. El guardia de la entrada al estacionamiento comenzaba a observarlos con curiosidad.

 

—No hagas las cosas más complicadas —siseó Kurogane, sin apartar sus ojos de los de Fai, acuosos desde hace semanas—, los vómitos, los mareos —recordó. Le había tomado manía al asunto, sobre todo porque no era eso lo único que le pasaba a Fai—, incluso te has desmayado. No vas a decirme que es normal. No vas a decirme tampoco que puede ser un germen cualquiera y pronto te vas a curar. Así que haremos esto te guste o no.

 

Fai farfulló otra vez, intentando levantarse, pero no lo consiguió. Era obvio que se estaba quejando, que estaba enojado y que ni Syaoran ni Kurogane obtendrían su cooperación.

 

Habían hablado sobre esa visita al hospital durante semanas y Fai siempre cambiaba de tema, creyendo que con eso lograría que los otros dos se olvidaran del asunto, pero cuando se había desmayado la tarde del día anterior, los otros dos habían decidido que lo llevarían a la clínica lo quisiera o no.

 

Y ahí estaban.

 

Kurogane se bajó de la camioneta y fue a abrir la puerta de Fai, lo atrajo hacia sí y le advirtió que le quitaría la mordaza. Fai no hizo ninguna clase de movimiento al escucharlo, sino que se quedó quieto, observándolo con un dejo de desconfianza mientras Kurogane estiraba las manos hacia su nuca, aflojando el nudo del cordón.

 

Mokona saltó sobre el hombro de Fai y le puso una suave mano sobre la mejilla, intentando darle ánimos. Fai ni siquiera la miró. Estaba ocupado contemplando a Kurogane con ojos fieros pero dolidos.

 

—¡Oye, oye, no pienses que me estoy divirtiendo! —se defendió este, mientras Syaoran bajaba también de la camioneta.

 

Mokona saltó sobre el hombro del guerrero y Fai aprovechó esa distracción...

 

—¡AGH! ¡ME HA MORDIDO!

 

 

 

Syaoran entró corriendo en el recibidor del hospital, buscando con la mirada a la recepcionista. Cuando la ubicó, le preguntó con un dejo de angustia si podrían ver a un doctor sin la necesidad de cita. Ella le advirtió con un gesto de la mano que esperara un poco, buscó en un libro de notas algo y luego negó con la cabeza.

 

Cuando Kurogane entró en el vestíbulo, midiendo más que cualquier hombre que la chica hubiera visto y con una cara de pocos amigos espantosa, ella se quedó con la boca abierta. Fai se removía como loco en el hombro del guerrero, siseando y gruñendo con desparpajo, pues le habían puesto la mordaza de nuevo. Las personas que rondaban por los pasillos se sorprendieron y decidieron no intervenir, yéndose por las vías de escape más factibles: hacia el baño, hacia los elevadores, las escaleras y detrás de una máquina expendedora.

 

 

 

La recepcionista levantó el teléfono murmuró la palabra "Urgente" un par de veces y luego le dijo a Syaoran que un médico ya iba en camino. El chico respiró aliviado, con Mokona saltando entre sus ropas, y siguió a Fai y Kurogane hacia la sala de espera, en donde el ninja acababa de soltar al mago sobre un mullido sillón de madera lleno de cojines acolchados de color amarillo y estampado de flores.

 

—Lo atienden en un rato, Fai-san. ¿Quiere que le busque algo para beber mientras tanto?

 

Fai negó con la cabeza. Mokona, dentro de la chaqueta de Syaoran, alegó que ella quería galletas, así que el chico se encogió de hombros y se encaminó a la cafetería después de buscarla en el directorio.

 

Kurogane guardó silencio, sentado frente a Fai, que no dejaba de observarlo con cierto desprecio. Bueno, si ese era el precio a pagar por saber qué demonios le pasaba, lo aceptaba gustoso.

 

Pero cuando se cansó de sólo esa mirada furibunda que le taladraba la cara, se levantó y fue a quitarle la mordaza. Algunas personas estaban asustándose. Después de todo, Fai iba en pantalones de dormir blancos, con una camiseta azul, las pantuflas y bata (sin contar con que los cordones estaban atados alrededor del sitio incorrecto) y Kurogane, que nunca le daba demasiada importancia a su aspecto, se había embutido un par de pantalones viejos, los zapatos deportivos los llevaba sin atar y una camiseta negra que dejaba al descubierto sus musculosos brazos.

 

Parecían una pareja de amigos (bastante íntimos) sacados de una comedia mal enfocada. Y si sumaban a esa imagen a Syaoran, siempre lo suficientemente pulcro como para resaltar por ese simple hecho, lo parecían aun más.

 

—Entiende —dijo, con el mismo tono con el que una madre le explica al hijo la razón de porqué no puede comprarle un carrito de carreras.

 

Fai negó con la cabeza, abriendo y cerrando la boca para mitigar el dolor de su mandíbula. Rió por lo bajo después.

 

—Kurogane —susurró—, soy un mago.

 

El guerrero lo escuchó, confidencial, como si le estuviera contando alguien el más grande secreto de toda su vida. Asintió con la cabeza y, olvidándose de interpretar sus palabras de una forma u otra, asintió.

 

 

 

—Lo sé.

 

Fai agitó su cabello rubio, de por sí ya revuelto y volvió a observarlo con reproche.

 

—No, no lo sabes. No sabes que pueden encontrar estas personas si me llegan a hacer análisis de sangre. Si llegan a analizar cualquier parte de mi cuerpo y llegan a descubrir que en él hay algo más. Nos meteremos en problemas y yo seré cazado por la sociedad... ¿y qué tal si soy el fenómeno que todos ustedes quieren creer, eso no sería agradable, cierto?

 

Kurogane, descubriendo que esa era la verdadera razón de que Fai no quisiera estar ahí, bufó por lo alto, riéndose un poco. Se acercó a Fai y le rodeó los hombros con un poderoso brazo, apretándolo contra su cuerpo con rudeza, sin preocuparle mucho hacerle daño.

 

—He visto tu sangre. Y he visto la mía. Y las dos son de color rojo. Así que eres perfectamente normal. No encontrarán nada en ella a menos que desees que lo hagan, así que mantén la calma y deja de pensar tanto. Y si fueras ese fenómeno que el bollo menciona... ¿qué más nos da? Seguiré a tu lado, seas lo que seas.

 

Los ojos de Fai brillaron con furia y decepción.

 

—Yo mismo estoy dudando de lo que soy. Soy un mago. A eso se resume gran parte de mi vida. Al poder, a la magia. Soy un mago, Kurogane, un mago.

 

—Ya deja de repetirlo, lo sé.

 

—Mis prohibiciones no son las mismas que las tuyas. Mis capacidades son diferentes. Todo mi ser es distinto del tuyo. Mi carne, mi cabello, mi sangre. ¿Y si pudiera ser cierto? ¿Y si esta magia me hace tan diferente? ¿Y si...?

 

—No es así.

 

—¡¿Cómo puedes saberlo?!

 

—¡No! ¿Cómo puedes saberlo tú? —exclamó, harto, sintiendo a Fai temblar. Los dos se observaron sin pasión hasta que Syaoran volvió, con paquetes de galletas y jugos en las manos. Un crujido en el bolsillo de su chaqueta indicaba que Mokona ya estaba comiendo.

 

La recepcionista hizo un gesto con la mano para atraer la atención del muchacho y le dio a entender que ya podían pasar a consulta. Kurogane le soltó las manos a Fai y este se levantó lentamente, alegando que deseaba ir solo. Los otros dos no protestaron, pero se aseguraron de que el mago no hiciera nada para huir de la enfermera que, sonriente, lo acompañaba al consultorio al final del pasillo.

 

Los dos hombres se sentaron, se observaron con cierta complicidad y, al verse solos, conquistaron gloriosamente la sala de espera, haciendo eso precisamente: esperar, esperar y esperar.

 

 

 

Cuando Fai apareció de nuevo, estaba tan pálido, que pensaron que se desmayaría otra vez. Kurogane lo sujetó del brazo para obligarlo a sentarse y, una vez seguros de que no se desvanecería, esperaron a que dijera algo, pero eso jamás pasó.

 

Fai apretaba los labios con una fuerza increíble, haciendo que estos se pusieran blancos como la tiza. Sus manos estaban empapadas en un sudor pegajoso y frío y le temblaban las piernas.

 

No había una razón en específico para eso, era sólo que el médico, amablemente, lo había hecho sentir como un bicho pegado a la pared a punto de ser aplastado. Le había hecho tantas preguntas que él había procurado responder de la manera más honesta posible. Le había revisado el estómago luego de hacer que se recostara en una camilla. Había usado sus dedos y un estetoscopio increíblemente frío. Le había pedido que se quitara la camisa y había revisado también sus pulmones.

 

Eso era de lo más normal. De lo más normal. No había pasado nada extraño. Pero, igual, se había sentido tan desconfiado.

 

Cuando el doctor, un hombre entrado en años, con cabello cano y que usaba gafas, llamó a una enfermera para solicitarle una muestra de sangre del paciente, Fai estuvo a punto de caerse.

 

Era cansancio mental, claro. Y la muestra sanguínea saldría de lo más normal. Nadie aparte de él y los demás chicos sabría que era un mago y todo iba a seguir como siempre... como siempre... no estaba esperando a un bebé. No podía estarlo.

 

Le acomodaron el brazo sobre una almohadilla, le limpiaron el revés del codo con algodón impregnado en alcohol, le pusieron una liga apretada, lo picaron y pudo ver el flujo de la sangre roja, espesa, llenando el contenedor de la jeringa.

 

Recordó cuando debía alimentarse de Kurogane para sobrevivir como vampiro y un apretado nudo se formó en su garganta. La enfermera malinterpretó eso y, para reconfortarlo, le dio palmadas en la espalda.

 

 ¿La situación podía ser más patética? Casi podía sentir algo burbujeando en su estómago... y más valía que no fuera un bebé, porque, de ser así, estaba seguro de que sus jugos gástricos y la bilis terminarían matándolo...

 

Apoyó la frente en el hombro de Kurogane y murmuró que los resultados estarían listos en cinco horas.

 

El hospital era tan deprimente, como un campo de guerra lleno de caídos, que decidieron marcharse de ahí antes de que a Fai le diera un ataque de histeria, porque parecía bastante perturbado.

 

Subieron a la camioneta de nuevo y Fai se recostó en el asiento trasero, con la cabeza sobre el brazo derecho, vendado con una tira elástica de color café. En su piel tan blanca, resaltaba de manera extraña.

 

 

 

Por la tarde, Kurogane fue a recoger los resultados de Fai en compañía de Syaoran. Aprovechando la momentánea soledad, el mago bajó a la sala y se quedó un rato tumbado en un sillón, viendo un programa sobre la crianza de delfines en cautiverio y escuchó un cuento de Mokona sobre palomas. Comenzó a quedarse dormido.

 

Estaba tan cansado... Pero no había hecho nada. Ese sueño insoportable que se estaba adueñando de él... ¿qué le estaba pasando? No tuvo tiempo para pensar demasiado. Mokona terminó su cuento y él ya estaba completamente dormido.

 

 

 

Kurogane abrió los resultados en el estacionamiento, iluminado por el foco en el techo. Bufó un par de veces, armándose de valor para leer los resultados y... en cuanto lo hizo, creyó ver cientos de puntos blancos bailoteando ante sus ojos.

 

Le extendió el papel a Syaoran y este lo tomó con manos temblorosas. Leyó atentamente y abrió mucho la boca, comenzando a abrirla y cerrarla como un pez fuera del mar.

 

—No puede... no... No puede...

 

—Pues ahí dice que sí —se torturó Kurogane, pálido y sudoroso—, él está... ¡ÉL ESTÁ...!

 

Intercambiaron una mirada seria y, mientras volvían a casa, Kurogane estuvo a punto de estrellar el auto, a propósito, contra un árbol (un poste de luz, contenedores de basura y el cartero), pero gracias a los rápidos reflejos de Syaoran, llegaron a casa, sanos y salvos.

 

Ahora sólo quedaba ver... cómo le dirían a Fai D. Flourite que estaba esperando un bebé.

 

 

 

Ahí, dormido tranquilamente en el sillón de la sala, con una mano debajo de su mejilla y otra sobre su estómago, Fai lucía inofensivo a ojos de Kurogane. Lo apreciaba bello, delicado, seductor, como pocas veces le pasaba.

 

Estrujó los análisis entre sus manos y, al sentir el papel encajándose en la palma de su mano, comenzó a contemplarlo como un ángel de piel blanca que, con una maravillosa lentitud, se transformaba en una horrenda gárgola con cuernos y cola terminada en punta.

 

Sus suspiros, suaves y tibios, sonaban en sus oídos como el soplo lastimoso de una enorme caldera tragando carbón.

 

¿Cómo mierda se lo iba a decir? ¿Cómo mierda iba a asimilarlo él mismo si lo único que podía hacer era sentirse horrorizado? Nunca había sentido tanto miedo en su vida y en esos momentos sentía que mancharía sus pantalones.

 

Se pasó la mano del brazo mecánico por el cabello, sintiendo como el mecanismo del artefacto crujía por lo bajo. Ya estaba tan acostumbrado, que percatarse de él en esos momentos le sorprendió. Se preguntó si lo que estaba pasando sería su castigo por haber salvado a Fai de la destrucción de Celes.

 

¿Debió dejarlo ahí, como sanción por lo que había hecho en el pasado, por ir detrás de ellos llevando a cuestas una maldición que de un momento a otro lo obligaría a atacar a Syaoran o a la misma Sakura? ¿Debió quedarse ahí, con él, para no sentir su pérdida, cerrar los ojos, abrazarlo y sólo esperar? ¿Estaba teniendo una pesadilla?

 

Comenzó a temblar.

 

Había acordado con Syaoran que él hablaría, así que el chico había desaparecido en su habitación junto a Mokona. Kurogane no había tenido el valor de quedarse en silencio y había dejado la televisión encendida, pero cuando Fai dio señales de despertarse, la apagó con un rápido movimiento de su largo brazo.

 

El mago lo observó en la penumbra, con sus grandes ojos azules brillando como lagos que perdieron, en algún momento, el resplandor de la luna. Levantó ambas manos para estirarse y desperezarse. Kurogane lo observó todo como si delante de él tuviera a una anaconda retorciéndose. Su boca estaba abierta un poco y sentía como su respiración pasaba entre sus dientes y luego sus labios.

 

—¿Los tienes? —preguntó Fai, observando el papel arrugado que Kurogane sostenía en su mano como si se tratara de un hacha—, ¿qué dicen?

 

 

 

De pronto, al ninja se le fue el aire. Su enorme pecho dejó de moverse y contuvo la respiración hasta que algo en su garganta comenzó a vibrar. Era su voz, intentando explicar de la manera más corta posible lo que estaba pasando, pero no le salía tal como él quería. Tuvo el desagradable presentimiento de que si no sujetaba a Fai antes de darle la horrenda noticia, este terminaría huyendo para después saltar desde la terraza.

 

La simple idea lo aterró todavía más.

 

Se levantó, dándose cuenta por primera vez en mucho tiempo de lo grande que era, y fue a sentarse al lado de Fai, observándolo pequeñito (a pesar de que no lo era) y desvalido, como un conejo de grandes ojos azules que se ha quedado sin madre por culpa de un maldito cazador.

 

No pudo tocarlo. Luchó por hacerlo pero jamás lo consiguió.

 

—Pues, verás...

 

Fai comenzó a dudar. Iba a abrir la boca pero Kurogane lo cayó, posando por fin su gran mano sobre esos labios que tantas veces había besado. El aliento de Fai casi lo quemó. De pronto lo veía enfermo, MUY enfermo. Muy, muy, muy enfermo. Tal vez sirviera de algo ponerlo en cuarentena... no, no, eso sería muy cruel... ¿en una jaula, entonces?

 

¡¿Pero en qué carajo estaba pensando?!

 

—De acuerdo: te daré estos papeles ahora, quiero que los leas y... te quedes quieto, ¿sí? Yo estoy aquí, contigo.

 

Fai tragó, preocupado, y asintió con la cabeza, aunque sin prometer fidelidad a la petición de Kurogane, que, con lentitud, le tendió la hoja de papel arrugada. Fai la tomó y sintió como Kurogane le aferraba una muñeca, como si previniera que fuera a salir corriendo de ahí.

 

Intercambió una mirada seria con el hombre y levantó la hoja tras alisarla con una sola mano. Leyó lo que decía con la poca luz que entraba desde la cocina y, poco a poco, su rostro mutó de la seriedad asustadiza a una sonrisa increíblemente larga.

 

Kurogane, que nunca lo había visto sonreír con ese nivel de locura, supo que las cosas no iban a estar bien.

 

Fai tiró la hoja y la pisoteó con fuerza. No dejó de reír en todo ese tiempo.

 

—Se equivocaron —rió—, ¡se equivocaron!

 

Kurogane asintió con la cabeza, tensó. No le soltó la mano.

 

—Tu nombre y datos están en la parte superior de la hoja.

 

—¡¿Y eso qué?! ¡Se equivocaron! ¡Esto es una broma!

 

Esta vez, Kurogane negó con la cabeza, convencido de que Fai estaba bastante perturbado por la noticia. Cuando lo sintió querer levantarse, lo obligó a permanecer en su sitio, tirando con fuerza de su brazo y casi haciéndole daño.

 

Fai se dejó caer con pesadez a su lado, conteniendo la respiración. Kurogane creyó que se pondría morado.

 

—Esto no puede estar pasando —sentenció. El ninja estuvo de acuerdo—. ¿Y ahora qué? ¿Deberé dejar de creer en todo lo que confío sólo por... esto? Te digo que es una broma. ¡Incluso me cambiaron el sexo! ¡Hay una F en vez de una M!

 

Kurogane suspiró hondo. Comenzaba a sentir algo apretado en su pecho, en su garganta. Era una sensación parecida a las náuseas. Pero ya tenía la irritación en el esófago y la boca, como si acabara de vomitar. Apretó los dedos de Fai con fuerza y lo obligó a observarlo.

 

Estaba pálido. Estaba llorando.

 

—¿Y si no es una broma?

 

—Lo deberíamos saber en... ¿qué? ¿Seis meses? Comencé a sentirme mal hace mucho tiempo, ¿recuerdas? El cansancio y eso...

 

Kurogane movió la cabeza de arriba a abajo con cierta desesperación. Levantó las manos y borró las lágrimas de Fai con sus ásperos dedos. Nunca había tenido oportunidad de hacer eso en el pasado y la primera vez ahora era amarga. Amarga y triste.

 

—En caso de que fuera cierto, ¿en qué sitio me deja eso ahora? ¿O tú también puedes? ¿Y Syaoran? ¿Los otros chicos? —Se pasó una mano por el cabello con aire desesperado—, ¿qué soy?

 

Kurogane tuvo muchas posibles respuestas a eso cruzándose por su cabeza, pero no dijo ninguna por temor a empeorar las cosas. Dejó que Fai se abrazara a él y una vez así, juntos, lo cobijó con sus manos, compartiendo su temor, su angustia, ¡el pánico!

 

De pronto no se enfrentaban sólo a una posible burla del destino, a una broma de la propia enfermedad de Fai (porque, ¿qué otra cosa podía ser?), de la nada, se ponían de cara contra la posibilidad de engendrar una vida de una manera anormal.

 

Y la simple palabra, anormal, dolía como una espada atravesándoles las entrañas.

 

Lo peor de todo era que... o se lo estaban tomando muy enserio sólo para hacerse daño o se lo estaban creyendo.

 

 

 

A la mañana siguiente, Kurogane intentó convencer a Fai de visitar la clínica otra vez, con los restos de los resultados (que Fai se había encargado de destruir en la licuadora) en las manos, pero el mago se negó. Deprimido, estaba hundido en su cama, cubierto sólo con una manta, dejando su espalda descubierta a la vista.

 

La habitación olía a desastre. Fai era el desastre mismo. Y Kurogane se sentía igual, pero sabía que los dos, estando deprimidos, no servirían de mucho.

 

Syaoran preparaba el desayuno en el piso de abajo y lo oían traquetear nerviosamente en la cocina, alegando con una encantada Mokona, el único ser que se había mostrado "contento" con la noticia.

 

Al final, Kurogane desistió cuando Fai lo corrió por segunda vez de su habitación.

 

Por la tarde, tanto Syaoran como Kurogane se habían dado por vencidos. Fai dejaba las bandejas con comida tal cual en las mesas de la recámara y ni siquiera daba la impresión de haber notado que éstas se encontraban ahí.

 

Los dos hombres se sentaron en la sala, en silencio, contemplándose mutuamente como si mantuvieran alguna especie de conversación por medio de sus ojos mudos.

 

De pronto, la puerta de la habitación de Fai se abrió con un golpe seco y lo vieron bajar las escaleras ataviado con unos pantalones apretados y una camisa ceñida, como si quisiera resaltar que su cuerpo estaba en perfectas (muy perfectas) condiciones.

 

Sin decir nada, tomó las llaves de la camioneta de Kurogane y salió pitando de la casa, arrancando con un feroz chillido de ruedas que alertó tarde a los otros dos.

 

Estacionó la camioneta y bajó con un salto. El estacionamiento del centro comercial apestaba a desinfectante de pisos barato. Fue hacia la zona de elevadores y picó el botón de uno, esperando.

 

No le gustaba mucho ir por ahí, porque solía haber más gente de la que debería. Lo empujaban, lo llenaban de conversaciones que no deseaba oír y, sobre todo, lo distraían. Creyó que sería conveniente estar en un sitio tan ruidoso como él, deseando que ahí, su soledad fuera lavada a cubetadas de agua y pudiera verla partir por la alcantarilla.

 

El elevador llegó y, cuando sus puertas se abrieron, le sonrió a una mujer que llevaba a una niña pequeña en brazos y a un bebé en un carrito. Ella devolvió el gesto. Caminó hasta su auto bajo la atenta mirada de Fai y se marchó con sus hijos.

 

El elevador se había cerrado, tendría que llamarlo otra vez.

 

Subió al primer piso y estuvo vagando entre los escaparates de las tiendas de varones, observando las prendas, los accesorios, los zapatos. Nada le parecía especialmente tentador. No era nada que no hubiera visto ya en otros mundos. De hecho, la gente a su alrededor le parecía casi la misma de siempre: todos obnubilados por sus propias preocupaciones, sin ver más allá de ellos mismos.

 

En todos lados debía ser así. No podía quejarse, tampoco. Eso no era una opción.

 

Se rascó la cabeza y decidió que podría hacer las compras de la semana. Fue hasta el supermercado y tomó un carrito. El guardia de seguridad lo saludó con un gesto de la cabeza cuando pasó a su lado. Sonrió y se perdió en las diferentes secciones de la tienda, serio, neutro.

 

Aquellas dos veces que su cara se había contorsionado en algo que parodiaba a la felicidad, lo había hecho por mera costumbre, estaba seguro, porque en esos momentos se sentía enojado, frustrado, herido... todo, menos contento.

 

Pasó por la sección de vinos y licores y fue inevitable. Dejó el carrito a un costado y se perdió entre las diferentes botellas, las muestras y las ganas reprimidas de quedarse ahí toda la tarde.

 

 

 

Antes de que terminara de desmenuzar la sección de postres con la mirada y decidiera comprar una hermosa y enorme tarta de cereza, sus ojos se fijaron en "esa" parte de la tienda. Aunque no le dio importancia al principio, conforme se paseaba por la panadería, no podía dejar de pensar en echarle un ojo a "ese" sitio, así que abandonó la preciada tarta en el carrito, al lado de las botellas de brandy, y fue hacia ese sitio, sintiendo como si estuviera viajando a una dimensión desconocida sin Syaoran, sin Mokona, sin Kurogane.

 

Todo era encantador ahí. La zona, incluso, parecía tener más luz que ningún otro lado. Había una alfombra blanca cubriendo el piso y estaba bordada con formas de dados de color rosa y azul. A su lado, en una repisa, había biberones, cucharas y mordederas de todos los tamaños, formas y colores posibles. Abajo de eso, sobre una mesa de madera, había muestras de pañales, baberos y zapatitos de tela.

 

Lo observó todo como si acabaran de encerrarlo en una caja muy pequeña a sabiendas de que es claustrofóbico.

 

Respiró profundo y siguió caminando entre los estantes, sin perderse detalle de nada. Mientras andaba, tocó por accidente un par de calcetines para bebé. Tan diminutos y cálidos. Sintió un escalofrío espantoso recorriéndole toda la espina dorsal.

 

¿En verdad pretendían verlo insertado a golpes en un mundo así? ¿En un universo del que no se sentía parte porque simplemente NO le correspondía estar ahí?

 

No le disgustaría ser padre. Tal vez, en un futuro, cuando su ida se calmara un poco y la de Kurogane también, podrían hablar sobre eso. A lo mejor adoptarían a un niño y lo criarían como suyo, dándole la vida que sus padres no podrían por X o Y razón, pero... pensar siquiera en que él podría gestar era... ¡absurdo!

 

Era un hombre. Había nacido como un hombre, estaba seguro (muy seguro) de eso. Y le parecía injusto que ahora lo hicieran dudar. ¡Dudar! ¡Como si él mismo no supiera quién rayos era!

 

Pero, después de todo, era Yuui y no Fai...

 

Levantó el rostro y dejó que las pálidas luces de neón iluminaran las desoladas líneas de su cara.

 

En sus viajes con Syaoran y la princesa había visto muchos mundos destruyéndose, aquel al que había aprendido a amar como un hogar al lado de Ashura-Ou también, pero si debía comparar, tendría que decir que jamás le había dolido tanto la pérdida de un mundo como lo estaba haciendo en esos momentos darse cuenta de que lo que había construido con muchos esfuerzos al lado de Kurogane se estaba cayendo por culpa de dudas y estupideces.

 

De pronto, se sintió tan vacío, triste y sinsentido como cuando era el mago de Celes. Como todas esas veces en las que sonreía a sabiendas de que ese no era el sentimiento que verdaderamente quería expresar.

 

En esos momentos, estaba de pie al borde de un acantilado, con las puntas de sus zapatos haciendo que pequeñas rocas se despeñaran en una caída libre que no tendría fin. Le mostraban el camino que debería seguir, le daban esa opción.

 

Estaba gritando, ahí, en ese pequeño círculo de luz blanca y nadie podía escucharlo.

 

Mejor dicho, a nadie le importaba.

 

 

 

Cuando volvió a la casa, pasaban de las diez de la noche. Kurogane esperaba sentado a la mesa del pequeño jardín y la luz todavía estaba encendida en la recámara de Syaoran y Mokona, a pesar de que el muchacho era de los que se iban a la cama temprano.

 

Estaba ebrio. No, no lo estaba. Sí, claro que sí. No, no podía estarlo, si aún quedaban botellas por vaciar.

 

Tropezó con la pileta de agua de las aves y, cuando la oyó caer con estrépito, hizo un gesto con las manos, pidiendo silencio.

 

Kurogane lo contemplo sin hacer ni decir nada, sin embargo, cuando Fai se percató de la presencia de él, se arrastró como un fantasma a su lado y lo saludó con una risilla traviesa y una disculpa efímera.

 

Le devolvió sus llaves y Kurogane pensó que había sido una suerte que no se estrellara por algún lado, estando alcoholizado. Pero en el fondo sabía que no era para tanto. Fai estaba haciendo al tonto otra vez.

 

—¿Ya estás tranquilo? —le preguntó el ninja.

 

Fai respiraba con la boca abierta y parpadeaba seguido. Apretó los labios a modo de puchero y negó con la cabeza.

 

—Esto no es divertido, Kuro-sama.

 

—Para mí nunca han sido divertidos tus estúpidos motes.

 

—Oww, Kuro-rin.

 

Kurogane se levantó y lo sujetó por el brazo para que dejara de tambalearse. Fai lo rodeó con los brazos. No fue un detalle romántico, más bien fue como abrazarse a la primera columna que tuvo delante para evitar caer.

 

Kurogane entró en la casa y apagó las luces del jardín. Subieron a la habitación de Fai y Kurogane tuvo que empujarlo sobre la cama pues Fai juraba que la alfombra era más suave. Cuando se retiraba, sintió la mano del hechicero aferrándose a la parte trasera de su camisa, impidiéndole irse.

 

—¿Ahora qué ocurre?

 

Fai susurró, con la voz tomada pero consciente:

 

—Quédate.

 

No tuvo que convencerlo.


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