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La cena de los idiotas por Sh1m1

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Sirius miraba como Severus dormía, y eran los únicos momentos en los que sentía que volvía a estar tranquilo.


 


Olió su pelo, el olor familiar de su champú, de sí mismo. Pero bajo aquello, había un olor antiguo, Severus tenía miedo. Y tenía miedo de él.


 


Reconocía que se había excedido tras la celebración de los Potter, se había excedido pero perdió cualquier control de sí mismo cuando Severus sugirió que rompieran su relación.


 


Apartó un mechón negro del rostro de Severus, y aún dormido, este se encogió levemente sobre sí mismo.


 


Realmente no le gustaba que le temiera, aunque todo hubiera iniciado motivado por aquella sensación de dominio sobre él. El sentimiento había mutado, cambiado y desarrollado en algo que ni siquiera él sabía podía llegar a sentir.


 


¿Qué era él sin Severus? Esa era la pregunta, y la contestación no le gustaba. Porque no encontraba nada a lo que agarrarse.


 


Asomarse a aquellas sombras que habitaban en él le llenaban de ansiedad. Siempre habían estado allí, desde niño su temperamento, su sangre como la llamaba su madre, era oscura, pero él la había manejado, la había domado. Ahora no sabía quién dominaba a quien.


 


Solo sabía que no viviría sin Severus, no sería capaz, y lo peor es que imaginó que él sí. Severus saltaría sobre él, dejándolo y no podía permitirlo.


 


Acarició sus labios, solo quería que todo volviera a ser como siempre. Pero Severus no lo ponía fácil con aquel tufo a temor. 


 


Le había quitado su varita porque no le había quedado más remedio, pronto comprendería que lo hacía porque le quería, porque su destino era estar juntos.


 


Cerró los ojos, el sueño no vendría, pero se abrazó a Severus, lo único bueno que le quedaba en la vida.


 


El temblor que recorrió su cuerpo le molestó, pero solo le abrazó aún más fuerte.


 


Pronto las cosas volverían a ser como siempre, pronto.


 


 


 


 


 


 


 


Severus amanecía día a día más triste, él era un mago, necesitaba la magia para vivir, pero Sirius aún no le había devuelto su varita a pesar que le prometió que no la usaría para nada más que las labores domésticas.


 


Ya no dormía atado, ni Sirius le había vuelto a amenazar. De hecho actuaba como si entre ambos no hubiera ocurrido nada.


 


Sirius le decía una y otra vez cuánto le amaba, pero Severus ya no sabía qué creer, no era así como quería vivir, ¿pero qué opciones tenía? 


 


 


Solo y apartado, siempre había vivido así, pero ¿por qué era incapaz de aceptarlo? ¿Por qué cuando Sirius llegaba sentía un miedo visceral recorrerle? ¿Por qué cuando le besaba, cuando le hacía el amor, sentía que estaba completamente vacío?


 


Escuchó el crepitar de la llamas en la chimenea, y su cuerpo se tensó. La alegría que sintió tiempo atrás cuando Sirius llegaba a casa había sido suplantada por el viscoso miedo.


 


Este avanzó hasta él para besarle, y Severus le correspondió, sin querer más enfrentamientos.


 


 


—¿Qué tal ha ido tu día?—le preguntó como sabía debía hacer, pero solo podía prestar atención a medias. Sirius no había cerrado la chimenea, pero pronto lo haría, siempre lo hacía.


 


 


Tratando de prestar atención a lo que Sirius decía, a ambos les sorprendió el aleteo en la ventana.


 


Una idea pasó por su mente, aprovechar la ocasión para salir por la chimenea, pero ¿a dónde iría? No había lugar para él, no más que allí con Sirius.


 


La lechuza que entró los miró a ambos pero fue directa hacia él, nunca recibía cartas, de hecho Sirius se había deshecho del búho que le había regalado al inicio de instalarse en aquella casa.


 


En cuanto se hizo con el sobre, Sirius se lo arrancó de las manos. Iba a protestar, pero no fue capaz de encontrar su voz.


 


Miró como Sirius la abría, como leía, no era un texto largo, eso lo pudo ver Severus. Pero cuando Sirius alzó los ojos del pergamino, supo que algo malo había sucedido.


 


 


—Lo siento, Severus, es tu madre.


 


Desde que había dejado su antiguo hogar, y a pesar de que usó el búho que Sirius le regaló, nunca obtuvo contestación de su madre, por lo que dejó de enviarle cartas.


 


 


—Ha muerto.


 


 


Severus creía haber escuchado mal, y cogió la carta que Sirius aún tenía entre las manos para leerlo por sí mismo.


 


La nota era corta, muy corta. Era del Ministerio que le reconocía como el último miembro de los Price tras la muerte de su madre más de un mes atrás.


 


Su madre había muerto y él no se había enterado.


 


Alzó la mirada, y solo encontró a Sirius.


 


—Tengo que ir—dijo más para sí mismo.


 


—Ya no está, no hay necesidad.


 


 


—Tengo que ir—gritó Severus por primera vez en su vida—. Ella ha muerto.


 


 


Si Severus hubiera tenido el más mínimo interés en ese momento por Sirius hubiera visto como este se encontraba contrariado. Pero en ese momento, por primera vez, no le importaba Sirius.


 


Su madre había muerto y él no lo había sabido, incomunicado, rehén del hombre que decía amarle sobre todas las cosas.


 


Le miró, y se dio cuenta de algo, no había más amor para Sirius en él, lo había estirado tanto para hacerlo pasar por todos sus filtros que este le había abandonado.


 


Sintió la repulsión de su situación, sintió como aquello era una cárcel, y él su prisionero. Como si no lo evitaba él correría la misma suerte, porque algo que tenía claro Severus es que su padre la había matado, había escuchado demasiadas veces la amenaza de sus boca.


 


Para ella, para ambos, y al final la había cumplido.


 


El hermoso rostro de Sirius, ahora no era más que una máscara para el mismo monstruo. 


 


—Mañana—dijo Sirius agarrándole—, mañana iremos a ver su tumba, y te despedirás de ella.


 


No lo dijo, pero como si pudiera leer su mente, supo que aquella frase no terminaba allí. 


 


“Te despedirás de ella y volverás aquí, a tu cárcel de la que nunca vas a salir”


 


Severus miró las llamas, si corría a ellas tendría una oportunidad. Pero Sirius fue más rápido y la bloqueó.


 


—Mañana—dijo Sirius.


 


 


Severus usó todo su autocontrol, mañana, asintió. Mañana sería tarde, porque mañana podría volver a ser drogado con aquel falso amor.


 


Pero sin su varita no tenía opciones, la había buscado por todos sitios, y no la encontró, imaginó que Sirius la había sacado de la casa.


 


Esa noche fue tan dura, tan difícil acceder a las caricias de Sirius, pero cumplió sin oponerse. Con Sirius saciado, y dormido, el pánico le inundó.


 


Tenía que irse, tenía que huir, no podía quedarse más allí. 


 


“Mamá” pensó recordando a la mujer que le dio la vida y había muerto.


 


Miró a Sirius, y tomó la decisión, aquella que había sido incapaz de tomar en todos esos meses en los que entrevió algo que no era como debía. En los que el miedo, la necesidad de que le quisieran, el sentimiento de nulidad arrastrado durante toda su vida no le dejaban ver la realidad.


 


Aquello no era amor, ni siquiera lo que él había sentido por Sirius. Pero él no conocía otra cosa, y asumió que aquello debía ser todo a lo que podía aspirar.


 


Salió de la cama despacio, muy despacio. Sin quitarle ojo a Sirius, el corazón le latía tan fuerte que pensaba podría despertarle con él.


 


Pero no, no le despertó. En pijama Severus se contempló a sí mismo. Quizás debería vestirse, pero aquello podría despertarle, no podía correr el riesgo.


 


Tomó las zapatillas con sus manos, y fue dando marcha atrás hasta la puerta de la habitación que por suerte no estaba cerrada.


 


Sin quitar ojo de la cama y su ocupante, la salida fue angustiante, la encajó cuando por fin pudo verse fuera para evitar el sonido que pudiera llegar del salón.


 


Miró hacia todos lados, tenía poco tiempo, sabía que Sirius notaría su ausencia, siempre le apretaba contra sí cuando dormía, y notaría que ya no estaba.


 


La chimenea estaba cerrada, la puerta también. Cogió la carta sobre la mesa y la volvió a leer, y en ese momento lo vio.


 


La ventana por la que había entrado la lechuza, esa no la había cerrado con magia.


 


Miró a su espalda, temiendo ver a Sirius allí, pero solo eran sombras, y Severus fue hasta la ventana, mordiéndose los labios. La abrió intentando hacer el menor ruido posible pero sentía que cualquiera podría escucharlo en varios kilómetros a la redonda.


 


Estaba abierta, y a través de ella veía la calle, no lo pensó más, corrió a la sala, tomó su abrigo, y un par de monedas que Sirius había dejado tiradas, nada más.


 


No tenía nada más, no necesitaba nada más.


 


Miró a las sombras, ¿un movimiento? No se quedó para mirarlo y saltó por la ventana aterrizando en la calle oscura, notó el frío en su rostro, pero nada le detuvo una vez supo que era libre.


 


No miró atrás y corrió por las calles hasta el único lugar al que sabía podría ir. 

Notas finales:

Corre, Severus, corre.


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