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Caníbal por Candy002

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El Día del Desastre era un recuerdo funesto para la mayoría de la gente, pero no para Fabián y Marcelo. En esas 38 horas en las que el ánimo dominante era de pánico, ellos dos encontraron algo que ni siquiera en sus sueños más dementes podría haber sido realidad. Su encuentro fue como todos los encuentros importantes en la vida de cualquier persona: de sorpresa y falto de sincronización.

Fabián acababa de salir de su casa, apretando el saco alrededor de su cuerpo a pesar de la calurosa tarde. Cada movimiento a su alrededor le hacía pegar un respingo, pero él continuó caminando por las calles más solitarias, negándose a ver nadie ni nada. Al cabo de media hora llegaba a una zona de la ciudad en la que nunca había estado. El estado descuidado de los edificios y la cantidad de basura desperdigada representaban un violento contraste con su barrio, tranquilo hasta esa mañana. Apenas vaciló antes de introducirse en el sitio que le pareció más abandonado, una fábrica abandonada que más de un drogadicto habría usado como su guarida en el pasado.
Encontró el colchón menos sospechoso en un rincón y se echó con la intención de dormir. Esperaba que después de una buena siesta tuviera alguna idea de qué hacer más tarde, porque en ese momento no se le ocurría nada. Incluso dejarse consumir por el desastre como sus vecinos lucía como una opción tentadora. «Consumir», pensó y una carcajada quiso saltarse de su boca, pero él la retuvo apretando los labios. «No es gracioso», se recordó duramente antes de arrojarse a la piscina del sueño. No estaba bien reírse de cosas así.
Hubo muchos gritos, llantos y sonidos violentos llenando el aire esa noche, pero ninguno de ellos fue el que finalmente le sirvió de despertador. Fue la súbita caída de un vaso, acabado en trozos en el suelo, lo que le tuvo erguido y el corazón a punto de reventarle en el pecho. Volvió a cubrirse con el saco, aunque seguía sin hacer frío. El sonido había provenido de la habitación inmediatamente contigua a la suya, lo cual podría haber achacado a una corriente de aire y una mala ubicación para poner vasos de no ser porque continuaba habiendo ruido. Claramente, alguien más estaba con él.
Podría haberse retirado por donde había venido y quizá todavía encontrara otro refugio seguro, pero en su lugar asomó la cabeza por el marco de una puerta desaparecida. Un hombre se estaba cebando en las entrañas de un niño en el suelo. La escena le impactó a primera vista, pero en realidad no le sorprendió. Los ojos del niño estaban en su dirección y eran de un precioso verde azul, que lo tuvo fascinado lo suficiente para notar un detalle desconcertante. ¿Por qué uno de ellos necesitaba una linterna? Según el noticiero, ellos eran como ratas ciegas. No necesitaban de los ojos siempre que tuvieran la nariz y oídos intactos. Y las ropas ¿acaso no estaban demasiado blancas, demasiado pulcras para un muerto viviente?
Y entonces supo que ese era un hombre, un hombre perfectamente consciente de sus actos disfrutando del festín. La ancha espalda cubierta por la camisa a cuadros estaba manchada por el sudor que la oscurecía, ampliándose cada vez que el delincuente respiraba entre bocados. Fabián no tuvo la menor duda sobre que si lo veían, estaba tan muerto como el niño. El hecho de que fuera más bien delgaducho no le ayudaría en lo absoluto.
Intentó volverse silenciosamente, dando pequeños pasos hacia atrás antes de erguirse del todo y salir corriendo tan lejos pudiera. No se dio cuenta de que el cierre de su saco colgaba encima de su rodilla y cuando se movió, la parte metálica golpeó contra el marco, generando un solo sonido que le heló la sangre. Las mandíbulas dejaron de masticar. Una deglución perfectamente audible siguió a ese momento horrible.
Fabián se puso en pie, pero en la oscuridad y su desesperación había olvidado el archivero tirado en el suelo, el cual había evadido al llegar pero ahora lo envió a la caída menos oportuna de su vida. El hombre acababa de llegar y llevaba no un cuchillo de carnicero, no un bisturí brillante ni un hacha amenazante, sino un imponente revólver que usó para apuntar al frente. La luz de su linterna cegó a Fabián, obligándole a cubrirse los ojos.
—¿Quién es? —dijo el hombre con una voz ronca, rasposa—. ¿Estás vivo?
—¡Sí, sí! —respondió Fabián, rogando por sus adentros permanecer así. Sentía su cuerpo tensarse sólo por la idea de recibir un disparo en la espalda mientras huía—. ¡Nada más quería un lugar donde quedarme! ¡Acabo de llegar pero me puedo ir!
El hombre bajó el brazo con la linterna. El del arma se mantuvo en alto. Fabián alzó la vista. Entonces sucedió algo sumamente humillante para él: la imagen, por un segundo, le recordó a la escena de la Bella y la Bestia, cuando el príncipe Adam se enfrenta por primera vez a Bella después de haber sido transformado. La oscuridad aún era parte de su semblante, pero eso no importaba, porque los ojos recibían la iluminación justa para lucir todo lo indefenso y sorprendido que un cachorrito podía. Claro que no había nada indefenso en el hombre frente a él, pero la impresión de ver a la bestia convertida se acentuó cuando una de las gruesas cejas negras se arqueó con aire suspicaz.
Ese gesto inesperadamente le hizo caer en cuenta de un detalle: tenía el saco abierto.
Su remera azul manchada de sangre estaba a plena vista. Se volvió a cubrir con él, aunque ya era demasiado tarde y el gesto sólo sirvió para remarcar la culpabilidad en su rostro. El otro debió haber notado que la sangre no era suya, que incluso llegaba a su cuello y seguro algún rastro más debió escapar a su acelerado escrutinio en el espejo. Antes creía haber tenido miedo, pero se equivocaba. Lo de ese entonces fue verdadero miedo, casi pánico, mientras aguardaba una reacción, cualquiera.
—¿A quién mataste? —preguntó el hombre.
Fabián se quedó paralizado. ¿Lo sabía? ¿Tan evidente era? En ese caso en verdad no tenía esperanza. Jamás podría escapar.
—Mi mamá —dijo, sin nada que perder. Dejó caer sus brazos, liberando el saco—. Yo… llevaba tiempo deseando hacerlo. Con lo que está sucediendo afuera creí que sería mi oportunidad, que a nadie le importaría.
—¿Ella era mala contigo?
Fabián sonrió para sí.
—No. Sólo me aburría.
El hombre acabó bajando el arma del todo. Dio un par de pasos al frente y la luz de una ventana le dejó a Fabián vislumbrar su rostro. El cabello negro y enrulado era lo único perfecto, lo único inmaculado de su persona. Cualquier impresión que pudiera causar su rostro se vería afectada por las señales de sangre alrededor de su mentón y mejillas. Fabián no querría admitírselo hasta más tarde, pero le pareció mucho más atractivo así. Sobretodo cuando el hombre sonrió, revelando los dientes manchados con los restos del niño.
—Parece que somos dos los que hemos tenido la misma idea —dijo. Los ojos castaños lucían suaves y ávidos al mismo tiempo. Fabián se sorprendió encontrando simpatía en ellos—. Soy Marcelo.
Fabián estrechó la mano que se le extendía. Percibió el calor de su cuerpo y la humedad roja. Ahora los dos cargaban la misma mancha. La idea no le desagradó en lo absoluto.
—Fabián.
Ellos pensaron que iba a durar más. Los muertos se levantaban, la pandemia corría por todos lados, ninguna fuerza de ley era útil, el gobierno se había largado. Sin aviso, sin advertencia, el Apocalipsis, con justa mayúscula, parecía haber llegado por fin. Los dos se quedaron hablando toda la noche, deteniéndose de vez en cuando para escuchar la histeria general. Vieron a dos o tres enfermos merodear por los alrededores, aparentemente sin destino, pero como nunca entraron a la fábrica no les prestaron atención.
Cuando Marcelo se quitó el anillo de su matrimonio igualitario y comentó que ellos desde hacía tiempo tenían problemas (y nada tenía que ver con su fantasía obsesiva por devorar carne humana, si eso era lo que pensaba), Fabián tomó su mano y le limpió el rostro a lametones, que ahora sabía habían probado a más de un muerto, hasta tener por fin su primer beso con cualquier hombre en su vida. La experiencia por poco no lograba superar el asesinato de su madre.
Ver a las ambulancias y tanques atendiendo a los heridos, despachando a los enfermos, fue una tremenda decepción. Para el final de la tarde todos los noticieros anunciaban que la crisis estaba bajo control. Un desfile sería celebrado esa noche para que la gente pudiera regocijarse en la imposición de las fuerzas del orden sobre las fuerzas del caos, cuando tantos ya las daban por perdidas. Las tiendas volvían a abrirse, la gente todavía tendría que salir a trabajar. No habría ninguna batalla eterna por la supervivencia.
Fabián y Marcelo no dejaron que la irritante obstinación del ser humano los detuviera. Ellos también eran humanos, ¿no?, luchando por vivir. Emprendieron el viaje en el auto del esposo muerto de Marcelo, poniendo a Chile como su próximo destino. Se decía que las personas ahí eran dulces y amables. Estaban a punto de descubrirlo.

Notas finales:

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