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Albtraum por RyuuMatsumoto

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Notas del fanfic:

Para Shiu. (:

I just wanted to hold you in my arms.

Muse - Starlight

 

 

 

 

Muchos años después, cuando Kaoru soltó una maldición a voz de grito mientras él y sus compañeros limpiaban el taller en donde se instalarían, fue que se enteraron de los dos únicos e inmensos e irremediables miedos que le asecharían desde que tuviera memoria: las ratas y las agujas. A nadie le tomó por sorpresa lo primero, si después de todo, la presencia de los roedores no era algo que les hiciera sentir precisamente cómodos. Sin embargo, ninguno de los cinco miembros del equipo de diseño pudo concebir que Kaoru Niikura padeciera de belenofobia e incluso se lo tomaron como una muestra de sarcasmo o un intento de tomarles el pelo, insultando su inteligencia como regularmente solía –y gustaba– hacer. No obstante, supieron inmediatamente que la palidez que invadió su semblante cierta vez que a Daisuke se le ocurrió amenazarlo con una jeringa no podía ser actuada, así como tampoco la transpiración que escurrió por sus sienes cuando el pelirrojo se empeñó en perseguirlo con ella a lo largo y ancho del taller.

«¿Y entonces cómo demonios me explicas lo que tienes en los brazos?», preguntaría luego Toshiya con una mueca que delataba el aproximado de tiempo que llevaba mordiéndose la lengua para no cuestionarlo.

La suspicacia de Toshiya no le tomó por sorpresa: los rastros pueriles no solamente se habían quedado en su rostro pícaro, sino también en la curiosidad extrema que rozaba la terquedad. Como fuera, Kaoru se llevó el cigarrillo a los labios mientras desviaba la mirada hacia el ordenador que tenía en frente, evadiendo la pregunta. La respuesta era simple, demasiado en realidad, pero ello no le garantizaba la comprensión de Toshiya o de cualquier otro oyente, por mucho que se tratara de un sujeto de mente abierta.

Sus recuerdos no se decantaban por dónde comenzar: si por aquellos días de infancia en los que sufriera los primeros ataques de pánico producto de su belenofobia, los primeros diseños de tatuajes que vio en las páginas de una revista, o aquellas noches de insomnio que le aquejarían diez años atrás, cuando se enteró que el mecanismo de una pistola de tatuajes funcionaba, básicamente, con una ajuga que le perforaría la piel a una velocidad de cincuenta veces por minuto.

Aquella información, y las reacciones que se suscitaron en él al enterarse, fueron algo más que una humillación. ¿Por qué la vida tenía que ser tan cruel? La divinidad —de la cual siempre dudó—, no solamente se había regocijado con hacerlo belenofóbico, sino con dotarlo de un increíble talento para el dibujo, un exacerbado gusto por las artes plásticas y un complejo de motociclista rebelde al que nada más faltaba añadirle un tatuaje para completarlo. Y es que para él, un amante del color, el concepto del tatuaje como arte corporal era nada más y nada menos que el mejor invento de la humanidad, de tal modo que durante sus años de juventud, oteando con avidez ciertas revistas especializadas en el tema, llegó a preguntarse qué sería mejor: convertirse en un artista o ser una obra de arte andante. Mala suerte para él: cuando decidió que quería ser ambos, sus planes se vieron frustrados por la presencia indispensable de la aguja. Desistió pues, estaba seguro, no sería capaz de tatuarse ni una línea sin perder el conocimiento en el proceso.

O bien, morirse presa del terror.

Pero como bien era el orgullo lo que había caracterizado a la familia Niikura desde tiempos inmemoriales, no pudo negarse cuando sus amigos de la universidad le avisaron en diciembre que, como regalo de graduación, ellos le pagarían la sesión para su primer tatuaje. Envalentonado con el alcohol de la salvaje fiesta que celebraban, supuso que los meses restantes serían suficientes como para superar su miedo y mentalizarse con respecto al martirio que se avecinaría. Porque antes muerto que quedar como un cobarde.

Fue entonces cuando las pesadillas comenzaron. Durante casi tres semanas, Kaoru despertó en medio de la madrugada sudando frío y con un terrible dolor en el pecho; poco le faltaba para hiperventilar. Imágenes inconexas le perseguían en el paraje escalofriante del mundo del ensueño, cuyo único patrón común era la presencia de agujas y demás objetos punzocortantes que le perseguían ya fuese por voluntad propia o en las manos de algún personaje maléfico que se divertía con su calvario. Luego de la primera semana, supo reconocer a su verdugo: una figura menuda, de ojos felinos y risa insidiosa. Una especie de espectro al que reconocía no por una apariencia especialmente terrorífica, sino por una secuencia de líneas negras que se le marcaban desde el cuello hasta el filo del mentón. Kaoru, obviamente, lo relacionó con el tema de los tatuajes.

Al término de la segunda semana, las pesadillas se tornaron insoportables. Las horas en vela terminaron por provocar que se durmiera prácticamente en cualquier lado, así que de regreso a su hogar luego de la jornada en la universidad, fueron frecuentes las ocasiones en que se despertó una o dos paradas por delante de donde se suponía que tendría que haber descendido del autobús. Incluso pensó en que el desvelo lo estaba volviendo paranoico, pues fueron varias veces en las que al despertarse de madrugada, hubiera jurado que alguien le observaba desde los oscuros rincones de su habitación.

Nervioso porque esa sensación de compañía y los ruidos que solía escuchar fueran producto de las ratas, Kaoru no tardó en comprar algunas trampas que se encargó de colocar diligentemente por toda la pensión estudiantil, pero principalmente dentro de su pieza. No se contentó con los rincones, sino que prácticamente alfombró su piso con ellas e incluso dejó un par en el borde de la cama; no le preocupaba caer en ellas, pues él era algo así como un tronco cuando el sueño lo vencía. Sin embargo, jamás esperó que esa misma noche, luego de colocar todas las trampas, lo que escucharía luego del ruido de la trampa al funcionar, fuera no un chillido de roedor, sino un quejido humano.

—¡¿Pero qué demonios?! —gritaría alarmado al encender la luz, observando la figura menuda que tirada en el piso, se retorcía de dolor con los dedos de la mano derecha atrapados en una de las trampas—. ¡¿Qué diablos te sucede, pequeño ladronzuelo?!

—¿Qué me sucede? ¡¿Qué rayos te sucede a ti?! —le respondió la figura con rencor. Kaoru se sulfuró, pero cuando el ladrón se giró para encararlo, casi se fue de espaldas al reconocer las líneas que le adornaban desde las clavículas hasta el filo del mentón. La mirada encendida que le lanzó fue suficiente como para corroborar sus sospechas.

—¡Eres tú! ¡Tú me has hecho tener pesadillas todo este tiempo!

—¡Pues quién más! —recriminó la figura con desfachatez—. Soy un elfo ¿qué no ves? ¡Ahora quítame esta porquería antes de que me arranque los dedos!

La cara de aflicción del ladronzuelo era tal, que Kaoru no tuvo corazón para negarse. Lo ayudó a liberar unos dedos largos y delgados de la trampa, y cuando lo vio ahí, sentado en el piso de su cuarto, se dedicó a examinarlo con la mirada, en silencio. ¿Un elfo? ¿Eso había dicho? Tendría que ser una broma, pensó. Se suponía que ése tipo de seres eran algo menos que ficción barata y, en todo caso, una criatura típica en las excentricidades del folklore occidental. Así pues, lo que terminó por preocuparlo no fue el hecho de haber atrapado una criatura medieval fantástica, sino el medio por el que un ser que lucía tan enclenque terminaría justamente del otro lado del mundo.

—¿Un elfo? —repitió tras varios minutos de silencio. El ceño fruncido no desapareció y pronto se vio acompañado de la incredulidad de esos labios que se fruncieron junto con la nariz en una mueca despectiva—. ¿Un elfo de verdad?

—Y tú, ¿eres un humano de verdad? —ironizó el ser, lanzándole una mirada rencorosa mientras se quitaba un sombrero que sacudió varias veces, liberándolo de un polvo invisible. Debajo de una mata de cabello castaño, Kaoru observó medio fascinado, medio asqueado, esas orejas en punta, ligeramente más largas que el promedio, adornadas con varias argollas doradas que no hacían sino acentuar su apariencia casi delicada.

—Eso igual no te importa —gruñó Kaoru—. ¿Qué diablos te crees que has estado haciendo todo este tiempo? ¡Llevo semanas sin poder dormir por tu culpa!

—Oye, que yo no tengo la culpa de que seas tan apetitoso —se defendió el elfo—. Si no tuvieras tanto miedo, ni se me habría ocurrido meterme aquí. Pero te olí a kilómetros: deberías dejar de transpirar mientras duermes.

—La transpiración no es algo que yo pueda controlar.

—Pues el hambre tampoco.

Casi —y sólo casi— le causó gracia la manera en la que aquél ser de apariencia inofensiva se empeñaba en llevarle la contraria, cuando claramente no era más que un invasor que se había aprovechado de su condición para saciar su hambre. Mientras más lo miraba con atención, más extraña se volvía su figura, pues contrario a la apariencia de los duendes o los enanos, el elfo no presentaba ninguna deformidad: parecía más una especie de muñeco a escala, un hombrecito que conservaba esa complexión que era la media ideal de un niño que ha pasado a ser un adolescente.

—Bueno, da lo mismo. Tan solo déjame dormir.

Kaoru apagó la luz y se acomodó debajo de las sábanas, como si aquél accionar fuera tan natural como echar de su habitación a un gato que se colara por su ventana. Efectivamente, fue la primera vez en semanas que logró conciliar el sueño, y hubiera sido el más reparador de no ser por el sobresalto que le atacó nuevamente cuando, al despertar, divisó una figura durmiendo en una posición de lo más extraña debajo de su cama: el elfo había tomado una de sus almohadas para abandonarse también a los brazos de Morfeo. Empero, la sorpresa de verlo ahí no fue tanto por corroborar que la aparición de la noche anterior no fue solamente un sueño vívido, sino porque no tenía ningún sentido que el elfo se quedase con alguien de quien sabía que ya no podría alimentarse.

—Me atrapaste —explicaría el elfo como si fuera lo más obvio del mundo—. Ahora me tengo que quedar contigo.

Kaoru lo observó sacudir el sombrero que le cubría las orejas, sin comprender. Por la cara de fastidio del elfo, estaba seguro que la situación no le complacía, pero en su voz había una determinación que más bien rayaba en la resignación: la misma actitud de alguien que se enfrenta a una situación incómoda e ineludible a la que sin embargo, parece acostumbrado de antemano. Y si el elfo, que ahora pasaba a convertirse en su propiedad, podía tomar aquello con naturalidad, él lo haría también. Pensó en que, ciertamente, no habría mucha diferencia entre eso y adoptar una mascota. Al menos —esperaba—, el elfo supiera escoger un lugar fijo para ciertas necesidades. Lo estudió un rato más, y lo que le llamó la atención no fue ni su estatura, ni esos ojos grises que casi parecían brillar a la luz matutina, mucho menos las orejas puntiagudas adornadas con argollas o el cabello castaño cuya textura se le antojaba igual a un punto medio entre el agua y la bruma. Lo que de verdad llamó su atención fueron esas líneas que le decoraban el cuello.

—¿Son tatuajes?

—¿Tata qué?

—Tatuajes. Dibujos que nos hacemos los humanos sobre la piel.

—Ah. No, no. Es una marca de nacimiento.

Ruki —como se enteró que se llamaba después de un breve pero conciso interrogatorio—, le explicó la dinámica que ambos seguirían a partir de ese momento. Kaoru apenas podía dar crédito a las narraciones del elfo que corroboraban esas historias en las que ciertos tipos de elfos ayudaban a los zapateros en su oficio, o que se dedicaban a dar vuelta a los molinos de los granjeros, los que ensartaban hilos en los ojos de las agujas de los sastres o encontraban objetos perdidos para reafirmar la fama de sus dueños los adivinos. Kaoru se sorprendió de los múltiples talentos que los seres como Ruki presumían.

—Los talentos de los elfos varían de acuerdo a los talentos de nuestros dueños.

Aquello tenía mucho sentido. Pero ¿y si el que lograra atraparlos era un bueno para nada? Así se lo preguntó.

—Pues que estaremos condenados a años y años de aburrimiento extremo.

Al cabo de unas semanas, Kaoru pensó que el que terminaría muriendo de aburrimiento sería él si dejaba que Ruki continuara en las labores que, supuestamente, eran la demostración más pura de su talento. Al principio las habilidades de Ruki le parecieron una maravilla: el elfo era capaz de trazar complicados conjuntos de curvas con sólo pasar la mano extendida por la superficie que lo requiriera, y con un soplo de sus labios pequeños podía dar color a un boceto en blanco y negro. A veces, cuando Kaoru erraba un mal trazo, bastaba con que Ruki raspara superficialmente con el filo de la uña para que la tinta, pintura o el pigmento usado desapareciera sin mácula, y juraría que una vez lo vio mojar un pincel con la lengua para pintar una lámina de acuarelas.

Al final del curso, obtuvo las mejores notas sin presentar los signos de desvelo que el resto de sus compañeros presumían en forma de ojeras o ronquidos los últimos días de clases. Cualquiera estaría más que complacido… cualquiera que no fuera el siempre orgulloso y egocéntrico Kaoru Niikura. Así pues, mientras ambos desayunaban en la cocina de la casa que compartía con otros estudiantes (y aprovechando que todos estaban tan rendidos que no se despertarían sino pasado el mediodía), decidió poner fin a esa situación.

—No quiero que sigas ayudándome.

—¿Por qué?

—Me da remordimiento —hizo una pausa mientras el otro masticaba el cereal con deleitosa lentitud—. Además, si seguimos así el que terminará quedándose sin talento seré yo.

Las reservadas protestas de Ruki le hicieron considerar en cómo mantendría ocupado al elfo para que no muriera de aburrimiento, y al final decidió integrarlo como una parte socialmente aceptada en su vida (ya que las leyes prohibían la esclavitud o la servidumbre sin sueldo). Le consiguió ropa acorde a su estatura y complexión, tirando a la basura esos trapos sin chiste y forma con los que se le había aparecido, cambió su sombrero estrafalario por un gorro y lo peinó de tal manera que el cabello castaño le cubriera la punta de las largas orejas. Lo presentó a sus compañeros de vivienda como un pariente lejano («es el hijo de la prima de la hermana de la cuñada de mi madrastra») que por razones varias se quedaría a vivir con él por tiempo indefinido.

Finalmente, le consiguió un trabajo en el que no requirieron ningún tipo de documentación oficial: el chico mensajero en una empresa dedicada al diseño donde él realizaba prácticas remuneradas. Y si bien los dueños de la empresa no así lo eran de Ruki, sí sus jefes provisionales, por lo que al elfo poco le costó tomar práctica para convertirse en un eficiente miembro de las oficinas.

A Kaoru no dejaba de sorprenderle la rapidez con la que Ruki podía adaptarse a un nuevo medio, tampoco la diligencia con la que cumplía sus obligaciones y la gracia que su lánguida figura de adolescente adquiría en tareas tan sencillas como las de sacarle punta a los lápices. Movido por la curiosidad, le preguntó todo acerca de su antiguo hogar, su forma de vida, la personalidad de los elfos que frecuentaba, el color y tamaño de sus casas, el mecanismo con el que lograban inmiscuirse en los sueños de los humanos y el sabor que diferenciaba un miedo a la oscuridad de la aracnofobia. Ruki, por su parte, correspondía la convivencia interrogando a Kaoru con detalles que a él le parecían más que superfluos, pues contrario a sus predicciones, Ruki despreciaba las explicaciones detalladas sobre el uso del ordenador, pues le parecía mucho más interesante saber las razones por las que los humanos asesinaban animales por placer y el orgullo con el que colgaban las cabezas disecadas de sus víctimas en las paredes de sus salas, pero consideraban que el matrimonio entre familiares era algo más que una aberración. «Para ser unos simples sacos de carne que usan pañales hasta los tres años, tienen un ego muy grande» le dijo cierta tarde. Kaoru no pudo más que darle la razón.

Habían pasado seis meses desde su llegada; Ruki seguía trabajando como mensajero mientras él se esforzaba para no morir en lo que era su último año de la universidad. En aquél momento, se encontraban disfrutando de una bebida en una pequeña cafetería que se hallaba no muy lejos de casa y en la cual almorzaban regularmente en sus horas de descanso. La rutina que seguían y la rapidez con la que Ruki se adaptaba a su mundo era tal que por momentos Kaoru se olvidaba que estaba hablando con una criatura mitológica, y aunque nunca llegó a tragarse la idea de que se trataba del hijo de la prima de la hermana de la cuñada de su madrastra, llegó a convencerse de que al muchacho con el que charlaba o jugaba videojuegos hasta altas horas de la madrugada los fines de semana era un conocido bastante cercano. Pero cuando vio al muchacho perder el conocimiento en plena charla, después de que pagaran la cuenta y ambos se levantaran para regresar a casa, su comportamiento alarmado fue mayor que el de un sujeto que contempla a un simple conocido derrumbado sobre el piso.

Cuando despertó, tres horas después, ya no estaban en la cafetería, sino en su habitación de la pensión. La voz somnolienta de Ruki logró hacerlo apartar la vista del libro que sostenía entre las manos. Con las propias, Ruki se palpó la cabeza, sorprendido de no encontrar el inseparable gorro.

Kaoru le exigió enseguida una explicación de lo sucedido, como si Ruki fuera responsable de sus dolencias.

—Estoy… ¿cómo dicen los humanos? —murmuró Ruki jugueteando con una de las argollas de la oreja—. ¡Ah! Anémico.

Nada de eso tenía sentido: desde que Kaoru se hiciera a la idea de quedarse con él, el alimento no le había faltado. El elfo, usando ese mismo tono condescendiente de cuando se conocieron, le explicó que a él el alimento de los humanos no le servía de gran cosa; si los comía, era por el simple placer de la gastronomía «extranjera», pero ni el arroz ni las manzanas lograrían nunca reemplazar el contenido energético que para ellos significaban las pesadillas de los humanos: alimento al cual los elfos debían renunciar una vez descubiertos por un humano.

—Los elfos que son atrapados se alimentan de las energías de su dueño cuando ambos comparten un talento —expuso con detenimiento—. Y no es nuestro caso.

—¿Y no puedes volver a tu antigua dieta?

Ruki negó categóricamente con la cabeza.

—No, hasta que vuelva a ser libre.

—¿Y cómo se supone que se libera a un elfo?

—Regalándole algo que es muy importante para ti —aclaró—. Una prenda.

Kaoru miró a su alrededor, en busca de un objeto de valor, algo que pudiera equipararse a la libertad de Ruki. Cuando sintió una mano pequeña posarse sobre la suya, se volvió hacia el elfo, que volvió a negar con la cabeza, pero de manera más suave que la vez anterior.

—Es tarde.

Kaoru se pasó los siguientes dos días sin hablarle. Estaba, más que enojado, decepcionado de su silencio, de haberle ocultado un detalle así de importante. Sin embargo, su indignación se fue al tacho cuando la noche del tercer día Ruki le despertó en plena madrugada para pedirle que le acompañara a tomar un poco de aire. Los ojos grises del elfo brillaron con la escasa luz que se filtraba por las cortinas y Kaoru no tuvo corazón para negarse (de nuevo). Se vistió con lo primero que encontró, le puso descuidadamente el gorro sobre la cabeza y emprendió con él una caminata alrededor de la cuadra.

Diez minutos después, él y un agotado Ruki se sentaron en los escalones del pórtico de la casa.

—Estás pálido —le reprochó.

—Es la luz.

Un arbusto cercano a ellos pareció agitarse, y Kaoru rezó porque no se tratara de una rata.

—¿Sigues enojado?

Un silencio incómodo se extendió entre los dos. Kaoru fue quien lo rompió, limitándose a responder con otra pregunta.

—¿Por qué me lo ocultaste? ¿Por qué no me pediste antes que te liberara?

—Porque no quería que me liberaras.

Kaoru se volvió hacia él, y aunque el elfo no lo miró directamente, sus ojos grises brillaron más que nunca. Sopesó en su mente la respuesta a su inquietud y de pronto, tuvo la extraña y vaga sensación de que la duración de sus ahora inexistentes pesadillas no había sido una cuestión de mero sabor. Como si Ruki le leyera el pensamiento, se levantó para alejarse del pórtico y no dudó en seguirlo. Cuando se detuvieron en la acera, el elfo se volvió hacia él y una sonrisa avergonzada se dibujó en su faz. La luz plateada lo hizo lucir más lívido que nunca.

—Estás muriendo.

Ruki negó con la cabeza, por tercera y última vez en la noche.

—Nosotros no morimos. Transitamos.

—¿Hacia dónde?

—No lo sé.

Hasta la fecha, Kaoru seguía sin decidir si ése acto de enlazar sus brazos alrededor del elfo se debió a un impulso involuntario de afecto, a la determinación de no dejarlo transitar o un acto reflejo por la aparente debilidad que le indicaba que Ruki iba a desmayarse en cualquier momento. Pero los actos carecían de explicaciones, en especial si llevaba diez años arrastrándolos consigo. Lo único que sabía era que gracias a ése abrazo llevaba en la piel el único vestigio de la existencia de Ruki, pues en cuanto sus brazos delgados le devolvieron el gesto, una oleada de calidez —que nada tenía que ver con la magia— le envolvió. Cerró los ojos, por lo que nunca supo cuál fue el momento exacto en el que Ruki desapareció, ni la manera en que lo hizo: se había desvanecido en el aire.

No fue consciente de ningún cambio hasta la mañana siguiente, cuando desnudándose para ocupar la regadera, reprimió un grito de sorpresa al observarse en el espejo: sus brazos, los mismos que habían rodeado el cuerpo del elfo, ahora estaban revestidos de infinitos diseños que sin duda eran el fiel reflejo de los miedos e inseguridades que el alma de Ruki había acumulado con los años, robándose las pesadillas de incalculables ignotos para dejárselas tatuadas sobre la piel, sin un ápice de dolor.

Era una anécdota sencilla, sí. Pero estaba seguro que Toshiya no lo comprendería, así que se limitó a encogerse de hombros y sin apartar la mirada del ordenador, respondió con sencillez:

—Fue una locura de juventud.

Obviamente, no fue suficiente como para satisfacer su curiosidad.

—¿Y no te dolió?

Kaoru se lo pensó bastante antes de contestar. Cuando apartó la mirada del monitor, sus ojos reflejaban una intachable honestidad.

—No te imaginas cuánto.

 

 

 

Notas finales:

Albtraum es la palabra alemana para "pesadilla", y según mis fuentes (cofcofwikipediacofcof), quiere decir "sueño de elfo".

Belenofobia es el miedo intenso a las agujas o cualquier objeto punzocortante.

Como Shiu no especificó qué tipo de elfo quería, me robé cosas de por aquí y de por allá: la apariencia hermosa de los elfos de Tolkien, lo de las leyendas germanas y para rematar, la famosa dinámica de los elfos de la señora Rowling. Me salió una ensalada.

Y para rematar, unos cuantos acercamientos de los famosos tatuajes.

http://images5.fanpop.com/image/photos/26600000/Kaoru-s-Tattoos-kaoru-dir-en-grey-26697962-708-1023.jpg

http://images5.fanpop.com/image/photos/26600000/Kaoru-s-Tattoos-kaoru-dir-en-grey-26697963-710-1023.jpg

http://oi47.tinypic.com/2r7283n.jpg

[Asdf, semehaceagualaboca (?]

Ah, lo olvidaba. No puse "muerte de un personaje" porque como bien lo dijo Ruki, no murió, sólo transitó. (?)

Creo que es todo de momento. Ojalá no tenga muchos errores esto, lo acabo de corregir.

Espero te haya gustado, Shiu c:

Gracias por leer.


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