Este joven demonio me tienta con sus ojos centelleantes. Su cuerpo despierta algo en mí, revive un deseo que no experimento hace mucho. Sus finos labios, carentes por completo de cualquier sombra de sonrisa, retienen mi atención.
Pero yo no quiero caer en su trampa, ni ser parte de la corrupción que asola este mundo. En un mundo como este, hipócrita y malvado, he logrado mantenerme limpio. No quiero ceder a mis incomprensibles intenciones.
Sin embargo, no puedo apartar mi vista y mi mente de ese cuerpo sin edad.
– He sido un hombre bueno –me digo. Luché toda mi vida por lo que consideré correcto, luché contra esto que quiero rehusar. Debería odiarlo, sé perfectamente que tras esa apariencia impúber se esconde un criminal, un obstáculo. Pero también sé que los demonios suelen ser más bellos que los ángeles.
No puedo caer. Pero no estoy seguro de no querer caer. Toda mi verdad se desmorona con cada latido de mi corazón estremecido. Segundo a segundo, se hace la noche en mi espíritu. ¿Sigo siendo yo o hasta qué punto puedo ser tan diferente de mí mismo permaneciendo en el mismo cuerpo? Estoy perdiendo lentamente la capacidad de respirar. Hay muchas razones, muchas personas por las que yo debo ser un buen hombre.
Si cedo ahora… ¿podré seguir teniendo fe en mí mismo?
Él me mira agresivamente con sus ojos de ángel, invitándome, sin saberlo; ofreciéndome la manzana del Edén.
Pasadas las seis de la mañana, mi hijo toca a la puerta. Yo abro a medias, contesto un poco torpemente a lo que me dice.
Cuando se va, regreso a mi habitación en penumbras, donde la escasa luz revela un cuerpo desnudo arrebujado entre mis sábanas.
Yo he caído, he pecado como todos. He ido contra mis propias reglas, lo único que me era claro en este mundo torcido. Pero creo que cometería una y otra vez este pecado. Casi puedo decir que he sido tan feliz en una noche de abandono como en una vida de honestidad. Y pagaré gustoso el precio, porque allí reside la justicia, y la justicia no es siempre el bien, y mucho menos la moral. Yo lo sé, aún la estructura de mi conciencia no se ha derrumbado del todo, y eso es lo que me permite sentirme vil, despreciable, tras este acto imborrable. Con todo, no he podido sobreponerme a mis deseos, acaso los más puros, acaso los más reales.
Porque es inevitable ser parte de aquello que uno odia al menos una vez.
Hoy será un día de olvido. Él despierta, y yo advierto cuán desconocido me es todavía. Bosteza, se estira, busca a tientas su chaleco, su pantalón de cuero, y todos los demás elementos de su extravagante atuendo. Anoche, su absoluta falta de pudor me reveló cuánto ha sufrido ese joven cuerpo. Y se me ocurre pensar que quizás puedo salvarlo, apartarlo del inicuo camino de muerte y soledad por el que transita. Quisiera que se quedase conmigo, para siempre. Quisiera permitirme ser egoísta por una vez.
Me acerco a él, que se ha vestido sin mirarme. Sus ojos azules están exentos ya del fuego que los corrompía anoche. Lo abrazo con fuerza, quizás ante su sorpresa, aspiro por última vez su inolvidable aroma a chocolate y lo dejo marchar. Él atraviesa la puerta sin dudar, sale y desaparece de mi vida.
–He hecho lo correcto –me digo.
24, Sep. 13