Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

Al respirar por RyuuMatsumoto

[Reviews - 4]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

Notas del fanfic:

Créditos a esta canción, la principal base para la tontería que leerán a continuación.

(Ojalá algún día pueda escribir algo tan genial como la letra de estos dudes.)

Al respirar - Vetusta Morla

La burbuja en que crecí nos vendió comodidad y un nudo entre las manos.

 

 

Todo es blanco.

Ha llegado a los límites de su conciencia. Justo ahora, no es más que un ser incorpóreo atrapado en la frontera divisoria entre lo real y lo irreal, lo presente y lo pasado. Todo su alrededor es blanco y suave, y el silencio le hace fondo a una lejana palpitación: tanta paz es inverosímil y es por ello que no cree estar ahí. Dentro de su cabeza sin embargo, existe un mundo real pero intangible: un recuerdo evocado por un pitido esporádico. Casi inaudible, nublado por el ruido del tránsito local, el color bermejo del atardecer.

Pero el primer plano de ambos mundos es su voz.

«¿Conoces la leyenda del hilo rojo?»

Más voces. Transeúntes, el rugido de un motor, una puerta cerrándose. Unos labios que se mueven y frases inconexas escondidas en rincones inhóspitos de la memoria.

«Estoy seguro que nos volveremos a ver.»

 

* * *

 

—¿Te convertiste en un limosnero?

La voz indignada de Hiroto opacó su expresión estupefacta. De pie ante la mesita del local ambulante, mantuvo la mirada clavada en el hombre que no se dignó a dejar de sonreír ante la repulsión que su nuevo empleo inspiraba en el joven.

—Yo no vivo de la caridad, Hiroto. Me pagan por trabajar.

—¿Le llamas trabajo a esto? —Hiroto resopló con desdén.

No se lo esperaba, no de él. Pese a que desde la adolescencia Hiroto había aprendido a dejar de formarse expectativas a futuro, la sola idea de que su antiguo profesor particular —que lo mismo dominaba las matemáticas que la gramática, la biología y la historia— terminase convertido en un pordiosero le resultaba insoportable. Todavía no decidía qué era lo que más le indignaba: si la mediocridad en la que el hombre se había sumido, la naturaleza con la que parecía aceptarlo, o que la supersticiosa sociedad en la que vivía solapara toda esa vulgar superchería. Vivía en pleno siglo veinte, época en la que los ejecutivos habían reemplazado los teléfonos de monedas por teléfonos móviles, pero seguían pagando porque un cuarentón desconocido confirmara si era buena idea usar pantalones cortos el fin de semana. Insólito.

Más insólito aún fue la libertad —o más bien, el libertinaje— con la que el hombre se atrevió a tomar su mano, estudiando la palma con detenimiento. Una mezcla de azoro y repulsión viajó desde su cerebro hasta los nervios de cada dedo y, como si el tacto le quemara, Hiroto se soltó con innecesaria brusquedad.

—¡Ni siquiera lo pienses, viejo!

—¿Qué te sucede, chaval? —cuestionó el hombre, levantando las cejas. Hiroto lo descubrió estudiando su reacción, aunque no supo si su expresión se debía al asombro o la burla. Quizás ambos—. Actúas como un escéptico.

El comentario ayudó a encender su ira y, en un arrebato, el muchacho sólo atinó a barrer de la mesa un mazo de cartas, las cuales se expandieron a todo lo ancho de la acera.

—Púdrete, maldito mentiroso.

«Mentiroso, mentiroso, mentiroso.» El insulto se repitió en su mente una, dos, trescientas veces. La voz en su cabeza adoptó timbres, tonos y volúmenes hasta ahora desconocidos, como si se regocijara del mantra, como si aquél se hubiese convertido en su nuevo adjetivo favorito, como si su constante repetición fuese la clave anhelada por la humanidad para un mejor porvenir, la más romántica declaración de amor. Ni los murmullos de los estudiantes y otros testigos del incidente, el rugir de la motocicleta o el ruido del tránsito citadino fueron suficientes para distraerlo de su embotamiento. El clásico «beep beep» de todos los autos sería reemplazado por un «mentiroso mentiroso» igual o más insoportable. La reja de la puerta chirrió un "mentiroso" que alertó al perro de su llegada. Mogu ladró un alegre «mentiroso» antes de lanzarse a sus piernas. Pero ni siquiera los sinceros cariños del can amainaron el volcán incandescente que estaba a punto de estallar, por lo que corriendo escaleras arriba (y con un «mentiroso» susurrado cada vez que la suela del zapato cambiaba de escalón) se dejó caer en la cama de la habitación con la esperanza de que un sueño reparador lo salvara de la erupción. Tsuki, la gata blanca de los vecinos, maulló un «mentiroso» desde algún lugar junto a su ventana.

Porque si había algo que Hiroto realmente odiaba eran las mentiras.

 

* * *

 

Kaoru fue su tutor.

Hiroto nunca tuvo plena conciencia de lo que el concepto implicaba. Abandonando la educación pública poco después de cumplir los doce años a causa de lo que su madre llamaba «cansancio en el corazón», la imposibilidad de caminar una cuadra sin agotarse mastodónticamente le recluyó entre las cuatro paredes de un hogar carente de libertades y repleto de privaciones. La humilde casa que habitaba junto con sus padres y su perro se convirtió entonces en todo su universo, la gata de sus vecinos en su única visitante y su pieza, la habitación del pánico que servía como refugio del mal que merodeaba por el jardín y se expandía como una plaga por todo el mundo exterior.

Kaoru Niikura llegó para convertirse en un mediador entre aquél mundo y el suyo.

«¿Sabías que cuando una cucaracha choca con un ser humano, la cucaracha corre a esconderse para luego limpiarse?» le preguntó durante su primera clase, luego de media hora en el que Hiroto se hubiese enfurruñado ante la presencia del extraño, dedicándose a ignorarlo olímpicamente mientras su nuevo profesor se presentaba. Hiroto, obviamente, no respondió.

«¿Sabías que el jugador de fútbol más joven debutó a los doce años?»

Nula respuesta.

¿Sabías que su multiplicas 111111111 por 111111111 el resultado es 12345678987654321? ¿Sabías que el perezoso puede aguantar la respiración cuarenta minutos bajo el agua? ¿Sabías que el cerebro se encoge con la edad? ¿Sabías que la cerveza más antigua viene de Barcelona y no de Alemania? ¿Sabías que muchas de las estrellas que vemos en el cielo ya no existen, pero como su luz toma años en llegar a la Tierra, aún son visibles mucho tiempo después de que han dejado de existir?

Hiroto levantó la mirada.

«¿Vemos estrellas que ya no existen? Eso no se puede.»

«Claro que se puede. Por la velocidad de la luz.»

Ni su primera clase de física, ni los posteriores tres años de educación que recibió de parte Kaoru Niikura le fueron suficientes para percatarse del grado de excentricidad del académico. Su aislamiento con respecto al mundo le impedía establecer una comparación entre Kaoru y el resto de los profesores, Kaoru y el resto de los adultos, Kaoru y el resto de las personas. Ni siquiera enterarse por boca del hombre sobre ese don que le había sido concedido al nacer fue suficiente como para replantearse la estabilidad mental de su profesor. Para Hiroto, enterarse que Kaoru era un adivino le causó la misma impresión que si de pronto hubiera lo visto elegir té en lugar de café a la hora del desayuno.

En todo caso, para Hiroto lo impresionante no era que Kaoru fuese capaz de intuir y adivinar sobre futuro de las personas, sino la facilidad con la que plasmaba los eventos, ideas y conceptos sobre una hoja de papel. Era un artista impresionante.

«O sea que si dibujas algo para alguien se cumple, sea lo que sea» preguntó Hiroto, quien había interrumpido su lectura sobre orgánulos celulares para echar un vistazo sobre el hombro de Kaoru. Resopló cuando el cabello del profesor le hizo cosquillas en la nariz.

«Sí y no. Lo que dibujo es lo que veo, lo que sucederá.»

«¿Y no lo puedes cambiar dibujando algo diferente?»

«El destino no se puede cambiar, sólo intercambiar.»

Hiroto hizo una mueca de concentración.

«Dibújame algo.»

Kaoru golpeó la libreta de dibujo con la goma del lápiz. En sus ojos, ocultos detrás de un par de gafas de gruesa montura, se reflejó el brillo de la vacilación.

«Será para tu cumpleaños ¿sí? Ahora sigue leyendo, que el examen es en una semana.»

Pero el tramposo aquél se olvidaría de especificar el número del cumpleaños en el que su destino le sería entregado.

 

* * *

 

—¿No sientes remordimiento, Niikura? ¿De ganarte la vida a base de mentiras?

Las muchachas en uniforme se giraron para lanzarle una mirada de desdén, ofendidísimas, y a Hiroto no le costó comprender el porqué: para que un mentiroso triunfara, se necesitaba un puñado de crédulos e ignorantes, capaces de aceptar que su destino estaría trazado en la palma de la mano, envuelto en el humo de la bola de cristal, en la posición de los palillos que caían desordenadamente sobre el mantel o el orden de las abstractas ilustraciones en un puñado de cartas.

¿Se estaba burlando de él? Sí. ¿Obtenía algo a cambio de ello? No. Pero el regocijo de ponerlo en evidencia como el fraude que era compensaba un poco el amargo sabor de la decepción que el paso de los años no había logrado endulzar, y que Hiroto no podía desquitar con otro insulto que no fuera el de embustero, con todos los sinónimos existentes y por existir. Porque Kaoru no era perfecto, pero estaba tan insoportablemente cerca de serlo que la lejana admiración de su infancia se había tornado en la más sincera repulsión. Desgraciadamente para él, había muchas razones para que Kaoru le gustara, pero quizás la más perdurable de ellas era que como su tutor, no solamente había conseguido que se sintiera cómodo a su lado, sino también consigo mismo. Le gustaba, por ejemplo, la manera en la que Kaoru reducía la velocidad de su andar cada vez que salían a caminar, para estirar las piernas entre clases. Le gustaba la disposición de su profesor de sentarse en la acera de cualquier calle hasta que lograba recuperar el aliento. Le gustaba la manera en la que ignoraba olímpicamente la interrupción de las clases por el riguroso régimen de su medicamento, esa mirada que reflejaba simpatía, severidad, enojo y quinientas emociones más en las que no tenía cabida la compasión. Le gustaba porque era un ser sabio no con una respuesta para cada pregunta, sino con tres o cinco, o una pregunta aún más compleja que lograba tenerlo pensando por horas o días: todo dependía si se ganaba el derecho a que el profesor la resolviera. Le gustaba por su talento: la exactitud de los trazos en las hojas en blanco, la cantidad de historias que podía almacenar en su cabeza, la precisión para recordarlas todas sin confundirlas. Le gustaba por no haberse burlado cuando le contó que su más grande sueño era ser astronauta, pese a que tampoco se encargó de solapar sus fantasías infantiles, sino a convencerlo de que, con el esfuerzo necesario, cualquier cosa sería posible. Le gustaba porque compartían el mismo tipo de sangre, el mismo color de ojos. Le gustaba por esas tardes en las que, después de clases, podían pasarse un par de horas hablando, jugando, por ser la figura parlanchina que ocupaba su tiempo mientras esperaba que papá y mamá regresaran de trabajar. Kaoru le gustaba por ser varias personas a la vez: tutor, profesor, niñero, adivino, amigo, confidente, matemático, biólogo, vidente, artista, científico. Pero sobretodo, le gustaba porque, cada vez que el aire le faltaba, que el cansancio le abrumaba, no buscaba exageradas formas de consuelo ni su primer impulso era llamar a una ambulancia. Kaoru tan sólo se limitaba a abrazarlo por los hombros y murmurarle con afecto: «no te olvides de respirar».

Él también le gustaba a Kaoru. Lo sentía, lo sospechaba, lo adivinaba. Lo sabía.

También sabía —no por empirismo sino por mera teoría— que las personas que se gustaban se besaban en los labios.

Lo que no supo en su momento, sino años más tarde, fue la razón de que un par de besos terminasen por expulsar de su vida a su persona, o más bien, a sus personas favoritas en el mundo: el tutor, profesor, niñero, adivino, amigo, confidente, matemático, biólogo, vidente, artista, científico, la persona amada. Una pérdida multidimensional por un gesto que había visto muchas veces entre sus padres, quienes se suponía, se amaban el uno al otro con eterna devoción. ¿Cómo podían no comprenderlo?

«No es justo», murmuraba, presa de la rabia, mientras se golpeaba las rodillas con los puños. A su lado, en el asiento del piloto, sabía que Kaoru se limitaba a observarlo en silencio, o quizás se encontraba expectante a su alrededor: no debían verlos juntos. No debían estar juntos. «Ellos nunca están en casa, yo quiero irme contigo.»

«No digas tonterías. Voy a llevarte de regreso.»

«¡Es que no entiendo! ¿Por qué...?»

«A veces los adultos son imposibles de entender.» Aquella era otra cosa que le gustaba de él: la culpa era de los adultos por su innecesaria complejidad, no de él y su escasa comprensión. Kaoru puso el auto en marcha. Por el retrovisor, Hiroto observó un par de maletas y cajas amontonadas en el asiento trasero del vehículo: algo bastante pequeño para tratarse de una mudanza, pero demasiado como para un viaje de un fin de semana. «Si no estoy por aquí, la gente no podrá hablar mal de mí», aclaró con jovialidad. El resto del camino, sin embargo, fue silencioso.

«Mi dibujo...»

«Te dejé algunas cosas debajo de la cama», le avisó, aparcando a una cuadra de distancia de su destino.

«¿Qué ves?» Hiroto le extendió una mano. Kaoru la tomó entre las suyas y empezó a conjeturar.

«Serás capaz de comprender el mundo como pocos lo hacen. El universo en la palma de tu mano.»

«¿En serio?» Hiroto sonrió complacido. «¿Algo más?»

«Tu vida cambiará cuando hundas los dedos en la superficie de la luna.»

Hiroto sonrió, pero su sonrisa se convirtió en un gesto amargo que desembocó en un llanto silencioso. Agachó la cabeza: era la primera vez que lloraba en frente de su tutor, era la última vez que estaría con él. ¿Por qué debía arruinarlo con sentimentalismos infantiles? ¡Tenía quince años, por todos los cielos! Los chicos de su edad no lloraban. Para empezar, los hombres no lloraban.

«No quiero que te vayas.»

«Sólo me voy de viaje.»

«Será largo.» Su tono era de reproche. Ya no era un niño al que pudiera engañar así de fácil.

Escuchó a Kaoru suspirar. Luego, su mano adulta entrelazándose con la de él.

«¿Conoces la leyenda del hilo rojo?»

Hiroto lo observó con sorpresa; luego se encogió de hombros y regresó la mirada al frente.

«Por supuesto, todos la conocen.»

«Estoy seguro que nos volveremos a ver.» La determinación en su voz le hizo pensar que estaba sonriendo, y Hiroto se volvió nada más para comprobarlo. Con un movimiento de cabeza, Kaoru le señaló las venas en ambos brazos. «Recuerda que tenemos una conexión de por vida.»

Ahora las venas también eran visibles en sus manos marcadas por la edad.

—Jamás he sido partidario de las mentiras, Hiroto —el dueño de las manos adultas frunció el ceño—. Te dije que nos volveríamos a ver.

—No juegues conmigo, viejo —escupió—. Te recuerdo que todavía hay una orden de restricción en tu contra, así que si fuera tú...

Dejó la amenaza en el aire. De pie, ante aquél viejo sentado detrás de su mesita, rebosaba superioridad. Se regocijó al verlo guardar todas sus chucherías en el baúl que usaba como asiento.

—Hiroto... —le llamó, mientras se disponía a doblar el rojo mantel de su local ambulante—. No te has olvidado de respirar ¿verdad?

—Vete al diablo...

—Tengo tu dibujo, por cierto. Estaré de compras el viernes, por si quieres pasar a recogerlo.

Hiroto fingió no escucharlo a causa del rugir de la motocicleta, aunque un kilómetro después, todavía sentía el resquemor de su voz en la superficie de la oreja.

 

 

* * *

 

Al inicio, todo era caos. Caos y ambigüedad. Caos y destiempo.

Con el orden llegó el conteo. Cronología. Espacio y tiempo.

Recuerdos.

Los recuerdos necesitan un orden: necesita recordar todo lo acontecido antes del caos. El ruido y la luz no hacen más que confundir su ya atrofiada cabeza, el sin sentido le rodea. ¿Está muerto? Desearía estarlo si con eso llega la paz.

Pero nadie debería morir en su cumpleaños.

Es cuatro de mayo. Cuatro: un número especial para la muerte. Su destino ha sido marcado desde el día de su nacimiento. Pero no es eso lo que interesa ahora; debe regresar, pero no tan atrás. No el cuatro de mayo de hace veinte años: uno más actual. El cuatro de mayo de... ¿Ayer? ¿Anteayer? ¿Qué suele hacer en su cumpleaños? Nada: los cumpleaños dejaron de interesarle desde la primera intervención. Lleva un reloj en el corazón: es una bomba de tiempo.

No fue a clases. El día de su cumpleaños nunca asiste a clases. Prefiere quedarse en casa. Entonces ¿qué hace en el hospital? ¿Por qué el hospital no es blanco? ¿Por qué tiene el mismo color que las paredes de su cuarto?

Una enfermera le ha ofrecido de desayunar. Un emparedado, jugo, una naranja. Él no desayunó naranja, no le gusta. Está ahora en la mesa de la cocina y aunque sabe que lo que está mordiendo es una manzana, el sabor a cítrico le inunda el paladar, pero no siente arcadas. Se relame los labios y vuelve a probar.

Camina por los rincones de la casa, pero nota la brisa veraniega acariciarle el rostro con melancolía, como si se apiadara de él. No le gusta la compasión, pero agradece. Ha caminado más de dos cuadras sin cansarse, a pesar de no haber salido de casa.

Sus recuerdos comienzan a convertirse en una paradoja espacial y temporal.

Ha llegado a otra casa que no es la suya. Ordena muebles que nunca ha tenido, limpia los pisos que jamás ha visto, riega las plantas del jardín que tan bien desconoce y Mogu maúlla antes de escalar por sus piernas. El día ha pasado muy rápido: lo tiene en brazos y ya comienza a extrañarlo. Lo estrecha con fuerza: Mogu vuelve a maullar y su ladrido suena casi a despedida. ¿Por qué?

Tiene una cita. Una pobre imitación del destino le ha citado hoy. Coge el casco de la moto, la misma cuyo derecho ganó hace dos años, y sube al auto cerrando de un portazo. El rugido del motor hace vibrar el vehículo y pronto distingue una tienda de autoservicio que recordaba más pequeña, austera. Se ha expandido con el tiempo.

Él está ahí.

Entra al auto. Ambos lo hacen. Sólo al auto esta vez. La motocicleta se ha quedado fuera.

—Dijiste que tenías algo para mí.

—¿Por qué me odias tanto, Hiro-

—¡Aquella vez dijiste lo mismo!

El grito retumba dentro del auto. Escozor en la garganta y molestia en el oído. Kaoru frunce el ceño.

—Creí que comprenderías el mensaje.

—¿Qué mensaje? ¿Que no habías dibujado nada para mí porque no pensaste que viviría lo suficiente? ¿Que ya sabías que iba a ser un fracasado de mierda? ¿Que te burlaste de un niño que no sabía que tenía los días contados? ¿Qué se siente decirle a un enfermo que va a tener una vida larga, maldito embustero? ¿Qué se siente prometerle que va a cumplir todos sus sueños y luego largarte dejándole una puta hoja en blanco debajo de la cama? ¿Qué mierda se siente prometerle el cielo a un mocoso que no puede caminar a la escuela sin desmayarse en el camino? ¿Te divierte? ¡¿Qué mierda se siente?! ¡Respóndeme, diablos!

Guarda silencio pero de inmediato tiene la necesidad de abrir la boca nuevamente, aunque esta vez no sea para gritar.

—Jamás te mentí. Pero todavía no era tiempo.

—¿Tiempo para qué?

—Para despedirnos.

Las palabras de Kaoru no tienen ni pies ni cabeza. Desazón y confusión son dos emociones que le hacen telón de fondo a la tristeza y la decepción.

—¿Cuánto llevas manejando eso?

—Un año. Nunca voy a más de sesenta.

—¿Cómo la conseguiste?

—Todos llevan celulares ahora. Es más seguro viajar solo.

La respuesta es divertida, pero no sonríe. Inconscientemente se lleva una mano al pecho. Lo observa, se observa.

—Si de verdad crees que soy un estafador, ¿por qué te afecta tanto que no hubiera predicho tu futuro?

—Porque yo te quería. Y duele saber que la persona que amas no está dispuesta a apostar por ti. Yo no fui más que una hoja en blanco.

—¿Hubieras preferido que dibujara algo, aún si en el futuro llegabas a morir?

—Sí. Eso hubiera significado que tenías esperanza, que contemplabas un futuro en el que yo estaba ahí.

—Así que te duele más el despecho que la mentira.

Un golpe certero.

—Al menos hubiera confirmado que también me querías.

Quería, quiero. El tiempo pasado es en realidad un presente. Y lo sabe y lo ignora al mismo tiempo. Pero prefiere guardar silencio.

—Ilustración ¿cierto?

—Sí. ¿Lo predijiste?

—No. Te vi salir de esa escuela. ¿Lo hiciste por mí?

No les gusta mentir.

—Sí.

—¿Usaste el cuaderno de dibujos?

—No. Está intacto con todo y tu estúpida nota.

Evasión. La ventanilla le devuelve su propio reflejo, pero no es su rostro lo que ve, sino su espalda, su perfil. Lo que Kaoru está viendo.

—Todos dijeron que te habías aprovechado, que debía odiarte por eso.

—¿Lo hiciste?

—No. Te odié por abandonarme.

Porque sólo se odia lo amado. Porque el abandono implica una soledad obligada, y la mentira una confianza destrozada. Lo odia por obligarlo a estar solo, por abrirle los ojos al desengaño contra su voluntad. Porque le hace falta, porque le echa de menos. Porque sabe que, pese a todo, su conexión es real, y nada duele más que sentirse atado a alguien que le ha hecho daño.

Kaoru le extiende una hoja plegada en cuatro que ha sacado de pronto. Incluso antes de tomarla, las yemas de sus dedos reconocen la textura del papel.

—Esto está mal. El hilo rojo se ata al meñique.

—Nuestro hilo es especial.

—Sólo hay una mano.

—Tú sabes en dónde está el otro extremo. Siempre hay otro extremo.

Después de tantos años continúa con la misma tontería, la mentira más evidente que, sin embargo, el mismo Kaoru parece creer. Es lo peligroso de vivir consigo mismo: ha terminado convenciéndose de ser real. Lo peor es que casi puede asegurar que Kaoru no miente pese a no decir la verdad. Y casi lo convence a él también. Casi.

Arruga el papel y sale del auto. Puede ver su propia espalda alejándose hacia la motocicleta y el ruido de ambos motores canta el estribillo del ruido local. El tránsito les hace coro y ambos parten hacia rumbos opuestos. Pero parecen no alejarse. Se ve. Lo ve.

Esta vez regresa a una casa que está seguro, es la suya. Mogu lo saluda en la entrada, él concentra su afecto en la palma de la mano y lo esparce por todo el pelaje del can.

En la habitación —su habitación, de nadie más—, finge buscar un cuaderno falsamente perdido. Los folios blancos se han vuelto amarillos con el tiempo, pero su apariencia inmaculada no cambia. Lee y relee la primera hoja infinidad de veces. Si no se ha olvidado de respirar es mera cuestión biológica, no la ciega obediencia a la última petición de un estafador.

Está a punto de arrancar la hoja pero un ruido lo detiene: Tsuki culmina su merodeo y por fin osa entrar a la habitación por la ventana abierta. Lo acorrala junto a la cama, escala por sus piernas en busca de caricias que seguramente le han sido negadas en casa.

No es amante de los gatos, pero la insistencia casi le asusta. Cede. Las caricias a Tsuki le han despertado los sentidos porque cuando intenta deshacerse nuevamente del mensaje, descubre que la primera página nunca ha sido la primera página. El rastro del papel delata su secuestro. La hoja con el mensaje ha sido siempre una usurpadora.

Tsuki maúlla, se gana una mirada, y de pronto sus ojos son reemplazados por otros de mayor familiaridad.

Atardecer, tránsito, una tienda de autoservicio y él bajando de un taxi que Kaoru ha prometido pagar. Lo ha reñido después de eso. Nunca antes lo había reñido.

«No es justo», murmuró, presa de la rabia, golpeándose las rodillas con los puños. No le dolía el regaño, no más que el incidente del beso interrumpido, las hirientes palabras de papá, la prohibición de mamá. A su lado, en el asiento del piloto, sabía que Kaoru se limitaba a observarlo en silencio, mientras miraba de vez en vez por la ventanilla: no debían verlos juntos. No debían estar juntos. «Ellos nunca están en casa, yo quiero irme contigo.»

«No digas tonterías. Tus padres te aman, sólo quieren lo mejor para ti. Voy a llevarte de regreso.»

«¡No!» replicó con vehemencia. Hace apenas unos minutos que había llegado y Kaoru ya pensaba en dejarlo. «¡Es que no entiendo! ¿Por qué...?»

«A veces los adultos son imposibles de entender.»

La voz de Kaoru era casi resignada. Por el retrovisor, pudo distinguir algunas maletas que no auguraban mudanza, pero sí una larga ausencia y con ello, la inevitable despedida. Hiroto se giró para comprobar que el mundo detrás del espejo no lo engañaba y luego, le lanzó a su tutor una mirada llena de angustia.

«¿A dónde...?»

«Si no estoy por aquí, la gente no podrá hablar mal de mí», aclaró Kaoru con jovialidad antes de poner el auto en marcha. El resto del camino fue silencioso.

«Mi dibujo...»

«Te dejé algunas cosas debajo de la cama», le avisó, aparcando a una cuadra de distancia de su destino. La casa era invisible desde ahí; por consiguiente, ellos lo eran también. Tenían todavía unos preciosos minutos hasta que sus ocupados padres llegaran, unos minutos que sentía transcurrir en cada respiro, en cada movimiento involuntario, en cada parpadeo y palabra no dicha.

Luego, le extendió una mano pequeña.

«¿Qué ves?»

Kaoru la tomó entre las suyas, examinándola con detenimiento, como si después de tres años de convivencia jamás se hubiese percatado de las líneas que la conformaban. Pronto empezó a conjeturar.

«Serás capaz de comprender el mundo como pocos lo hacen.»

Él quería ser astronauta, no un artista.

«El universo en la palma de tu mano.»

En su incapacidad para visitar nuevos mundos, se ha visto en la necesidad de crear los propios.

«¿Algo más?»

«Tu vida cambiará cuando hundas los dedos en la superficie de la luna.»

Un maullido. Tsuki y su pelaje blanco. Esta vez Hiroto no sonríe con regocijo. Tampoco llora de frustración. Tan sólo sabe que, de pronto, el casco impide que la violencia del aire al ser atravesado le nuble la visión.

«No quiero que te vayas» murmuró restregándose los ojos para ganarle batalla al llanto. Sabía sobre la inutilidad de su ruego, pero la tristeza siempre fue partidaria de la obstinación.

«Sólo me voy de viaje.»

«Será largo.» Su tono era de reproche. Reproche no por el viaje, sino por el tono tranquilizador. Temporal o permanente, la ausencia, ausencia sería.

Escuchó a Kaoru suspirar. Luego, una mano adulta se entrelazó con la suya.

«¿Conoces la leyenda del hilo rojo?»

Hiroto lo observó con sorpresa; luego se encogió de hombros y regresó la mirada al frente.

«Por supuesto, todos la conocen», vaciló. Su mano apretó con más fuerza la de su tutor. «Es una bonita forma de ver el destino.»

Kaoru asintió.

«Estoy seguro que nos volveremos a ver.» Hiroto se volvió: Kaoru sonreía con seguridad, con una nostalgia no del tiempo pasado, sino por un recuerdo que todavía estaba por acontecer. Nostalgia de lo no vivido. Levantó las manos entrelazadas. «Recuerda que tenemos una conexión de por vida. Cuando los extremos de nuestro hilo se encuentren, tu corazón y el mío serán uno mismo.»

Kaoru había visto su futuro años atrás. El dibujo siempre había existido. Pero en el papel sólo había un extremo del hilo. Y aquél día en que lo vio partir, no había sido todavía una despedida. Esta vez sí. Pero hoy era el día en que podía cambiar su destino, ése destino pospuesto por obra y gracia del mentiroso más sincero del mundo.

Obnubilado por las dudas, abrumado por la emoción, paralizado por el miedo, desestabilizado por el descubrimiento y angustiado por la desesperación, las reacciones naturales y no tan naturales de los elementos que lo conforman se disparan en una hecatombe que terminan por congelar cuerpo, mente, alma. El vértigo producido por la velocidad sigue ahí, pero pies y manos no reaccionan. La cabeza cae contra el manubrio del vehículo y por instantes todo se oscurece.

Cuando abre los ojos acaba de cortar la llamada en un teléfono público. Ahora está ahí, de pie, en medio de la carretera y una motocicleta a toda velocidad se precipita hacia él. Nunca corre a más de sesenta. La ambulancia debe estar por llegar. El vehículo cada vez está más cerca, el bramido del motor le taladra los oídos. Kaoru no puede más que cerrar los ojos, sonreír y recordar el viejo mensaje en la segunda hoja del cuaderno.

«Respira fuerte.»

Un impacto, dos cuerpos tendidos en el asfalto. Y entonces uno de los dos se olvidó de respirar. 

 

* * * 

 

A su alrededor todo es blanco y suave.

Ha traspasado la frontera de la inconciencia, pisando por fin el doloroso terreno de la realidad. Es seis de mayo. No sabe cómo lo sabe, pero lo sabe. Abre los ojos y su vista nublada se fija en la mujer vestida de blanco que monitorea su pulso. Ella sonríe al verlo despierto y un haz de luz se cuela por la ventana.

—Senkou.

La sonrisa de Senkou vacila un instante.

—Así me llamo. Es bueno verte despierto.

Hiroto parpadea para acostumbrar sus ojos a la luz. El pitido del monitor atrae su atención, pero no más que la aguja en su brazo, indicadora de una transfusión.

—Perdiste bastante sangre. Al parecer tuviste un paro mientras conducías.

Se llevó una mano al pecho. Senkou le sonrió.

—Ya no tienes el marcapasos.

Hiroto volvió a contemplar el tubo flexible conectado a su brazo. Los labios invisibles de Kaoru le murmuraron al oído.

«El destino no se puede cambiar, sólo intercambiar.»

—Tenemos una conexión de por vida. Nuestro hilo es especial.

Respiró con fuerza. Instalados en su pecho, ambos corazones se sincronizaron en armonioso palpitar.

 

Notas finales:

Tsuki significa "Luna".

Senkou significa "Haz de luz".

Si llegaron hasta acá sin aburrirse, gracias infinitas por leer.


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).