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Un día en el mundo por RyuuMatsumoto

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Notas del fanfic:

Todos tenían uno de estos. Yo sólo quería ser popular.

El único elemento que relaciona y da sentido al conjunto de relatos es que todos estarán inspirados en alguna canción/lyric/título de la banda madrileña Vetusta Morla. Tengo un crush intenso (pero INTENSO) con estos sujetos. Así que observen como poco a poco voy destruyendo sus preciosos temas con las pocas neuronas que me quedan.

Notas del capitulo:

Canción: El hombre del saco
Álbum: Mapas (2011)

Casi nada de lo que leerán a continuación me pertenece. Me gustaría poder decir que esto es un regalo de cumpleaños para mi campeón, pero se trata de algo tan poco elaborado que ni siquiera merece llamarse obsequio. De todos modos esto es para él. Porque Carpediem y sin él, no habría sido posible.

Ahora, observen y aprendan cómo destruir un excelente tema político con un capricho maricón. :D

«Ya cayó el dictador, eso dice la radio...»

 

 

 

 

Todos les llamaban La Satánica Trinidad.

Kaoru Niikura era algo así como el Padre, pues según se sabía, a sus casi cuarenta, era el mayor de los tres. Takanori Matsumoto fungía como el Hijo, no sólo porque el sujeto ni siquiera rayaba la treintena, sino porque según se sabía, él había formado parte de las filas en los aparadores de La Juguetería. Y Daisuke Andou estaba muy lejos de ser el Espíritu Santo (de hecho, se decía que solía condenar a muerte a cualquiera que se acercara de más a él), pero corrían rumores de ser menos cabrón que los otros dos. No obstante, eso no lo volvía menos diabólico a los ojos de Hiroto, quien evitaba siempre que podía entrar a la oficina de quien sería su jefe directo. Tenía la impresión de que, de pasar ahí más tiempo del necesario, terminaría hablando en arameo, girando la cabeza 360 grados y vomitando verde. Eso de bajar las escaleras como una araña no le molestaba del todo: haría menos cansado el día a día de su trabajo en la mansión.

Quizás a eso se debía la mueca de hastío que puso cuando su superior le envió con una bandeja a la oficina de Andou. El pedido de costumbre —una botella de whisky, un paquete de cigarrillos y un cenicero de cristal— ahora estaba destinado no solamente a Mefistófeles, sino también a algún infortunado visitante: una copa de más le hacía compañía a la usualmente solitaria usada por Andou, eso cuando no bebía directamente de la botella.

Con el equilibrio adquirido a base de regaños, botellas rotas, cerveza derramada y descuentos en sus propinas, Hiroto emprendió la agotadora subida que significaban tres pisos de escaleras. No se quejaba, pues aunque lo hiciera, era la única opción que tenía: era claustrofóbico y usar el ascensor jamás representaría para él una opción viable. Prefería tirarse desde la azotea que arriesgarse a ser aplastado en el interior de esa caja metálica, o que los cables se rompieran, o que la luz se fuera y lo dejase encerrado ahí hasta morir de inanición. Sí, también era un poquito paranoico.

Sin embargo, tras tres años de arduo trabajo y casi veintidós de vida, las escaleras se habían convertido en el menor de sus problemas. Como inquilino del primer piso, Hiroto Ogata no se dedicaba propiamente a la prostitución, aunque eso no significara estar lejos de las miradas inquietantes y palabras poco educadas de empresarios borrachos que parecían dispuestos a ensartarse a todo lo que pudieran llegarle al precio. Consciente de que su apariencia física rayaba en el adulto joven estándar (por no decir que tenía cara de recién estar saliendo de la adolescencia), y que su actitud hostil imitaba perfectamente a un roedor con rabia, ni siquiera se le pasaba por la cabeza probar suerte en el empleo más antiguo del mundo. El usufructo de su cuerpo a la larga llegaría a generarle más pérdidas que ganancias, puesto que nadie en su sano juicio invertiría en jugar con una muñeca defectuosa.

A lo mejor era por ello que durante esos poco más de tres años, había llegado casi a convertirse en una estrella de mar. No por lo exótica, no por lo bonita que podía llegar a parecer a simple vista (mirándolas a detalle, llegaban a producirle incluso repulsión), sino por lo asexual. Hiroto sentía por todos los clientes la misma animadversión que los niños pequeños por el sexo femenino. Como si eso no fuera suficiente, antes de comenzar a trabajar ahí jamás pudo definir enteramente su sexualidad: tuvo una novia preciosa con la cual llegó a tercera base y le demostró con creces por qué era siempre tan destacada en gimnasia. Luego, alentado por la experimentación que sus hormonas le urgieron, tuvo un affaire con un universitario que le mostró el lado más divertido de dejarse someter. Una vez cierto amigo suyo le había dicho «una vez que te la meten, las chicas no existen más». Sin embargo, Hiroto hasta la fecha se preguntaba cuántas veces tenían que metérsela para olvidarse por completo de Haruna, su ex. Supuso que una no era suficiente, y tomando en cuenta el poco compasivo panorama de su actual ocupación (por no decir estado de esclavitud), se quedaría pisando eternamente la delgada e inestable línea de la bisexualidad.

O eso habría pasado de no tener que llevarle a su jefe la maldita bandeja.

Llamó a la puerta y esperó hasta que Andou le concedió el permiso de entrar. Lo primero que vio (después de la expresión de enfermo mental que su jefe ponía cada vez que le dejaban una botella enfrente) fue una espalda desconocida y una cabellera bastante más larga que la suya. Tenía esa pinta que oscilaba entre el cuidado y el despeinado cool, pero a diferencia de Andou, el propietario hizo caso omiso de la interrupción.

Se acercó para dejar la bandeja en el escritorio. Lo primero que llamó su atención fueron las manos del visitante: las mangas del saco y la camisa no alcanzaban a disimular los tatuajes que iniciaban desde los nudillos, continuaban en el dorso y quién sabe hasta dónde irían a terminar. Colocó los vasos dispuesto a llenarlos, y decía mucho de su experiencia sirviendo bebidas el que lograse otear al desconocido sin derramar ni una sola gota de alcohol. Sus ojos ascendieron por esos brazos, envueltos en un bonito saco seguramente hecho a la medida del portador por algún sastre personal. No llevaba corbata: la nuez de Adán subía y bajaba con entera libertad cuando las palabras ascendían por la garganta y proliferaban por esa boca que tardó en localizar.

Oh, dios. Ojalá nunca lo hubiera hecho.

El hombre del saco tomó el paquete de cigarrillos y lo abrió con familiaridad. No había dejado de hablar en el proceso: contaba una anécdota cuyo contenido abarcaba algo que sonaba como a golpiza, ajuste de cuentas y un infeliz arrojado a un callejón poco transitado. Andou se reía como si le hubieran contado el mejor chiste del mundo, y el hombre del saco se limitaba a sonreír ladinamente, satisfecho por su proceder.

—Ogata, ¿nos harías el favor?

Buscó entre sus bolsillos con rapidez. Andou le asustaba especialmente cuando comenzaba a ponerse amable, porque sabía que nada bueno debía salir de aquello. Cuando localizó el mechero de plástico que casi todas las muñecas de su piso debían llevar por regla general, encendió el pitillo de ambos sujetos. Un escueto «gracias» salió de los (bonitos, sensuales, antojables) labios del visitante, quien de todos modos seguía sin mirarlo. Hiroto tuvo la imperiosa necesidad de incendiarle el vello que le crecía justo en el mentón.

Pero no lo hizo; se limitó a perderse en la cadencia con que expulsaba el humo hacia el techo, y en la extrañamente agradable combinación del aroma a tabaco con lo que seguramente era colonia o perfume que valdría más que su propia cabeza.

Aquella noche (o madrugada), mientras se duchaba después de su turno, se masturbó. Pese a su casi completa asexualidad (o su nunca explotada bisexualidad), no era como si hubiera podido dejar de hacerlo por tres años. Sin embargo, cada vez que le surgían las ganas, no pensaba en nadie en particular; aquello era más bien como una rutina que hacía para no comenzar a enloquecer, o para liberar el estrés después de un mal día. No obstante, mientras dejaba que el agua tibia le bañara el rostro y cabello, imaginó que ésa que descendía hasta más abajo de su ombligo no era su mano, sino alguna otra tapizada de tatuajes, revestida por la manga de un saco carísimo que él jamás podría llegar a comprar.

¿Amor? Qué va. Lo suyo había sido calentura a primera vista.

 

 

 

 

—¿Es que tú todavía vives en tu pueblo? ¡Ése es Niikura, pedazo de animal!

Hiroto le respondió el insulto con un gesto obsceno de la mano derecha, luego, regresó a la tarea de lavar platos. Pese a su ceño fruncido, se encontraba de bastante buen humor, cosa que su compañero notó cuando lo vio sonreír para sí mismo. Hiroto solía ser poco expresivo y daba la apariencia de encontrarse siempre a la defensiva, aunque no fuera así.

—¿Por qué la pregunta, castorcito?

—Por nada. Es sólo que lo he visto ayer en la oficina de Andou.

Decía mucho de su buen humor al no mostrarse intolerante con ese mote que tanto le desagradaba. Generalmente solía desquitarse con acciones para nada propias de un muchacho de su edad, a tal grado que sus compañeros habían acordado silenciosamente no llamarlo así al menos cuando él estuviera presente. Pero si había algo en lo que otro muchacho estaba en lo cierto, es que a veces pecaba de distraído. O más bien era que poco y nada le importaban los asuntos que no fuesen hacer un trabajo eficiente, con tal de pagar la deuda que tenía con el burdel. Porque si había algo en lo que casi todas las muñecas coincidían, era en que nadie trabajaría ahí por voluntad propia. Y en su afán de no volver ése tugurio de primera clase en un hogar, Hiroto se empeñaba en pasar de todo tema que no involucrara trabajo.

—Es… atractivo —añadió, cuando cayó en cuenta que su interlocutor esperaba por una explicación.

El muchacho comenzó a reírse, incrédulo. Su risa era tan escandalosa que no tardó en llamar la atención de otro jovencito que rondaba su edad.

—¿Qué es tan gracioso? Podrían compartirlo con el mundo —reclamó, atándose un mandil impecablemente limpio.

—Nada, nada. Que Hiroto anda volado por el Padre.

El intruso se unió a la estrepitosa risa del primero. Al parecer les resultaba graciosísimo que alguno de ellos se fijara precisamente en el demonio mayor, y no era extraña la razón. La diferencia de pisos en la mansión no sólo servía para distinguir las funciones de cada trabajador, sino también para definir la jerarquía social a la que los miembros de ése remedo de pueblo pequeño estaban sometidos. La porcelana, habitante del piso más alto, era la hermosa e inalcanzable realeza. Los muchachos de vinilo, reinantes en el estrato medio, aspiraban a un ascenso y eran casi tan ambiciosos y petulantes como aquellos que usaban su techo para caminar. Y hasta abajo estaba el trapo, fabricado especialmente para limpiar.

Pero con una tenacidad y determinación que parecía haberles contagiado ése pelirrojo alcohólico que tenían por jefe.

—Vale, y si es así, ¿cuál es el problema? —preguntó con una hostilidad que buscaba disimular su estado cohibido.

—¿Cómo que cuál? —un tercer muchacho se había unido a la charla—. Niikura no coge con nadie que no sea de su piso.

—Más aún —dijo el segundo—, no coge con nadie porque ya tiene Primera Dama.

Volvieron a explotar en risas.

—¿En serio? ¿Quién?

—Es que parece que ni vives aquí —el primero revoleó los ojos—. Es un tipo alto, de esos carilindos insoportables. Se la vive regañándonos por todo.

—¿El que casi mata al autista del segundo?

—Ése mismo.

Hiroto levantó las cejas en una expresión que oscilaba entre el asombro y la burla. Comenzaba a entender en donde estaba lo divertido. Recordaba al tipo: un sujeto con evidente atractivo y desequilibrio mental, que se la vivía pavoneándose por los pasillos. Ahora sabía la razón. Los muchachos que se habían acercado a cotillear estaban seguros de algo: Hiroto no podía competir con eso; tan sólo considerarlo era ya bastante ridículo, y aunque él y su baja autoestima podría concederles la razón, el orgullo siempre lo orillaba a ser un boquiflojo picapleitos.

—Oh, vamos ¿es que tan minimizados están ustedes? —les dijo con un aire de superioridad que se le estaba haciendo costumbre usar con ellos—. Vale, ése es su problema, no el mío. Si yo quisiera, podría acostarme con él. Dos veces —aseguró.

—Ay, por favor —el segundo muchacho se burló con evidencia—. ¿Qué no se supone que tú eres abstemio?

—Ajá, ¿qué hay con tu onda de «nunca con el jefe»?

—Nuestro jefe —puntualizó, cruzándose de brazos. Los platos podrían esperar—. A mí Niikura no me da órdenes ni me paga el sueldo, así que él no cuenta. Puedo coger con él todo lo que se me antoje.

—Y vaya que se te antoja ¿eh? —soltó el tercero con tono mordaz.

Ogata se encogió de hombros como para restarle importancia al asunto… cosa que no logró. El grupo de muchachos ahora discutía sobre las probabilidades de que alguno de ellos lograse siquiera captar la atención de alguno de los administradores. Había un par que ya lo había logrado con Andou y aunque contaban sus experiencias como un evidente logro, aceptaban que, después del acto, el alcohólico y artificial pelirrojo pasaba de ellos como si no le hubieran ofrecido más que un vaso de agua (era un avance: Matsumoto solía tratarlos como si fueran una maceta más en la decoración). De todos modos nadie se atrevía a repetir con él, puesto que hasta donde sabían, la última Primera Dama del Espíritu No Tan Santo ahora se encontraba en el extranjero… En varias partes al mismo tiempo.

Al final, todos coincidieron que el castorcito iba a terminar por acobardarse.

—Todos aquí sabemos que eres un roedor, Hiroto —le espetó el primero con quien iniciaría conversación—. Vas a terminar escondiéndote en tu madriguera apenas te dirija la palabra.

—Si es que lo hace —se burló el tercero.

—¿Y para qué querría yo eso? —les espetó el muchacho en cuestión—. Esa boquita suya me gusta y no precisamente para hablar. Si lo tuviera en mi cama lo que menos haríamos sería platicar.

Un par silbaron asombrados. El resto coreó el siempre acostumbrado «uuuuuh».

El bullicio quizás había subido gradualmente de volumen, puesto que lo siguiente que vieron todos fue el rostro de Andou asomándose por la puerta de las cocinas, solamente para indicarles que esos platos no iban a lavarse ni servirse solos. Los instó, con palabras poco apropiadas para un público infantil, a mover su todavía virginal trasero (todo lo virginal que se podía ser en un lugar como ése) antes de que terminara extirpándoselos para colgarlos en su pared.

Tan encantador su jefe cuando estaba sobrio. No quería saber cómo eran los otros dos.

—Así que —el primer muchacho retomó la charla—, ¿cuándo piensas ir por él?

—Ah, pues… —Hiroto se interrumpió. ¿Lo estaba retando? Sí, definitivamente. Se mordió el labio: retarlo siempre era un arma de doble filo, porque él solía ser o muy valiente, o muy estúpido. Sin embargo, si el tal Niikura era tan inalcanzable como todos decían y tenía ya la batalla perdida… ¿qué más daba seguirles la corriente? De todos modos ése era un arroz que nunca se iba a cocer—. Uno de estos días iré al tercer piso, sólo para encontrármelo.

—¿Y luego?

—Duro contra el muro.

—Sí, claro.

Ambos rieron, no con la complicidad de los amigos, sino con el desdén que un provocador le generaba al provocado y viceversa. Y es que lejos de esa actitud que pretendía ser autosuficiente, era obvio que las bravuconerías de Hiroto se quedaban en eso: pura palabrería. Si bien estaba lejos de ser una inocente palomita, esa cápsula invisible en la que se encerraría desde que llegó era la culpable de que no hubiese terminado de corromperse como el resto de sus colegas. Era poco más que un pueblerino, un cachorro enclenque que mostraba los colmillos a la menor provocación pero se negaba siempre a morder.

Quizás había llegado la hora de hacer de sus gruñidos unos ladridos de verdad. Así, entre todos los involucrados en el debate, se encargaron de hacer que todas y cada una de las bravatas llegasen a los oídos del legítimo destinatario; una serie de teléfonos descompuestos terminaron por regalar detalles y exageraciones tan faltas de recato que lograrían poner a cualquiera más colorado que el cabello de Andou, pero la esencia del mensaje era la misma: en el marginal mundo del primer piso existía una muñeca que deseaba fervientemente tirarse al Diablo Mayor y andaba por ahí, gritándolo a los cuatro vientos. Cuando una semana después vieron al nombrado administrador bajar a paso tranquilo las escaleras que lo llevarían a los dominios de trapo, supieron que la novatada reservada por más de tres años para el pueblerino dientes-de-sable había valido la pena.

 

 

 

—¿Ogata Hiroto? —El muchacho lo observó con una expresión de estupor. Niikura, por su parte, pareció examinar el lugar en búsqueda de algún entrometido—. ¿Tienes unos minutos?

Hiroto balbuceó unas cuantas excusas ininteligibles. ¿Por qué razón se encontraría ahí? Al final no tuvo más opción que dejarlo pasar.

—Se… Seguro.

Sí, debía ir a trabajar; sí, ya iba bastante tarde (se había levantado, duchado, vestido y puesto los zapatos en un aproximado de un cuarto del tiempo que solía dedicarle al arreglo personal). Pero sólo se trataba de unos minutos. Nada malo podía resultar de ello. ¿Verdad?

La puerta se cerró en cuanto el hombre del saco desapareció por el umbral. Y sólo él y Hiroto (y el corro de oyentes clandestinos que se encontraban con la oreja bien pegada a la pared de la habitación contigua), supieron lo que pasó durante esos minutos que el muchacho le concedió.

Y los siguientes, y los siguientes, y los siguientes y los siguientes…

 

 

 

Notas finales:

La historia original de La Juguetería le pertenece a mi preciosa Dai. ¿Ya leyeron RUDER? ¿Sí? ¿No? ¿Qué esperan? Es gratis y es hermoso.
La mitad de la historia de estos dos le pertenece a él, porque ya sabe.
Esto pretendía ser algo de humor, así que si por lo menos he logrado hacerles rodar los ojos, me doy por bien servida.

Lo olvidaba: si quieren saber en qué terminó ésta novatada (?) píquenle AQUÍ y únanse a la familia. Hay galletas gratis para todos, y también podrían recibir una visita sorpresa.

Gracias por leer.


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