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Mystera por sherry29

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Notas del fanfic:

One- shot. 

   No era un canto, no era una dulce melodía de amor; era un canto divino, una plegaria, una  oración que se extendía por el recinto con mucha mayor velocidad que el incienso.  Diáfana se repartía entre los presentes, erizándoles la piel, penetrando más allá de sus oídos; llegando hasta sus almas.

   Los elegidos eran hombres valientes y serenos, hombres de honor. Gracias a ellos, la tierra fértil de aquel valle permanecía resguardada de las manos tiranas de los enemigos que vivían más allá de las murallas. La sangre de los soldados era como un sello sagrado que durante siglos había mantenido a la población en paz y tranquilidad, vivos y felices.

   Y ahora, esos hombres buenos partían de nuevo, a la guerra; a la misión santa que año tras año les llamaba. No todos volverían, algunas veces no volvían ni siquiera la decima parte. Pero los que volvían traían consigo el orgullo del deber cumplido, la satisfacción de una nueva victoria.

   Casius miró una voluta de incienso que se movía graciosa hacía la puerta por donde entrarían los sacerdotes. Los sacerdotes, esos hombres más santos que los mismos soldados; más santos pues su misión no acababa tras una batalla, ni siquiera tras una guerra. Los hombres de dios tenían una guerra vitalicia contra las inmundicias del mundo terreno, una guerra donde el enemigo acechaba dentro de las mismas almas, corrompiendo desde adentro.

   Casius nunca había visto a un sacerdote antes, ni de lejos ni mucho menos de cerca. Había escuchado de las mujeres que eran hombres bellos, tan bellos como sus almas, y tan transparentes y limpios como el más profundo silencio.  Ahora lo comprobaría, en tan solo unos instantes, exactamente cuando ese trío de figuras que se acercaban hacia el altar se plantaran frente a ellos.

   El sacerdote principal miró a los soldados. Bajo el manto blanco que cubría su cabeza yacían los cabellos rubios más dorados que Casius viera jamás, como bañados de oro, como si los rayos del sol que ya estaba oculto hubiesen decidido quedarse atrapados en esas hebras. La palabra belleza se redefinió en su mente. Ya no eran las caderas orondas de una mujer, ni los pechos firmes de una hembra joven, ahora era la piel nacarada, los ojos azules y los labios delgados y húmedos que tenía frente a sus ojos.

   El pecado tocó a la puerta de su corazón, muchas veces lo había hecho antes pero nunca con tanta infamia. Casius vio el movimiento del sacerdote cuando se posó justo frente a él. La mano que lo bendijo era como una pluma que le acariciaba y le arrullaba, por la que valía la pena arriesgarse a morir por una causa menos loable que la paz. La mano que tocó su rostro, acariciándole tenuemente justo en el momento de la genuflexión del sacerdote.

   Casius pensó infamemente cómo sería ese hombre  arrodillado ante él para otros menesteres, y su menté voló un poco más lejos, imaginando ese par de ojos abiertos de par en par ante el éxtasis; los cabellos sueltos sin ese manto blanco represor, los labios separados tras la salida de un jadeo ahogado.    

    La sonrisa que afloró en sus labios no fue apropiada para el solemne momento y muchos menos lo fue la imagen del sacerdote sobre la piedra del altar, desnudo y abierto como una flor, derramando la miel de sus pistilos; envolviéndole en el sortilegio de su prohibida carne. Un camino sin redención.

   La bendición terminó. El precioso hombre se alejó nuevamente hacia el refugio oscuro donde su castidad permanecía resguardada. Casius pensó en robarlo, en sobrevivir a la guerra sólo por el placer de arriesgarse a un empresa más peligrosa que la de matar enemigos al otro lado del valle. Si lo lograba algún día, sería un traidor y un desgraciado; su rey pondría precio a su cabeza y hasta los hijos de los hijos de sus hijos pagarían por sus pecados.

   Pero lo valía. Esos ojos azules lo valían;  también la certeza de esa piel de seda entre sus brazos. Casius partió con esa idea en mente y al cabo de siete meses los sobrevivientes de su cuadrilla estaban de nuevo dentro de las murallas de la ciudad.

   De dos mil hombres sólo regresaron ciento quince. Casius entre esos.

 

 

Fin.

Sherry29. 2015. 

Notas finales:

Gracias por leer. 


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