Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

Death is in love with us por RyuuMatsumoto

[Reviews - 1]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

Notas del fanfic:

Just because.

«….It's not our fault if death's in love with us. It's not our fault if the reaper holds our hearts…»


 

 

—¿Color de su preferencia?

—Rubio. —La enfermera le lanzó una mirada de poco disimulada incredulidad. Ville sonrió por cortesía—. Es para mi hija.

Ignorando la expresión interrogante de la mujer, se limitó a dejarse conducir hacia el pabellón correspondiente a los pacientes del sexo femenino. Durante las siguientes dos horas, el médico de mirada adusta se dedicó a comparar un aproximado de cuarenta cabelleras rubias con la imagen incrustada en sus recuerdos al mismo tiempo tan dulces y dolorosos. El resultado fue el mismo que en la tienda de pelucas: ninguno de los tonos disponibles consiguió acercarse al necesario. Con su prematura muerte, Annabel se había llevado a la tumba la única cabellera íntegramente dorada de toda la ciudad.

Abandonó el edificio con un humor peor del que le acompañó al llegar. Su cochero le abrió la puerta del automóvil y estaba a punto de doblar la esquina cuando, a través de la reja que rodeaba los jardines del asilo, un destello rubio pareció brillar con los últimos rayos del sol. Ordenó media vuelta y tan pronto como el automóvil se detuvo, sus pasos le llevaron de vuelta a la recepción. Preguntó por la paciente sentada en los jardines.

—Querrá decir «el paciente» —Ville observó un tinte de burla en la sonrisa de la enfermera.

—Es igual —replicó de mal modo, frunciendo el ceño con severidad—. Quiero verlo.

La mujer de uniforme blanco se opuso tajantemente: el paciente en cuestión resultaba poco accesible a cualquier tipo de contacto humano. Ville le ofreció una cantidad indecente de dinero y la conmovedora historia de una muchachita que, a causa de una enfermedad indiagnosticable, heredada de su difunta madre, necesitaba con urgencia una peluca adecuada. No supo si lo que actuó fue la empatía o la codicia, pero poco le importó cuando un par de guardias le condujeron hasta el sujeto en cuestión.

Un muchacho de aproximadamente veinte años parecía encontrar en el horizonte el mayor de los entretenimientos. El cabello rubio le llegaba casi a la cintura: lo llevaba despeinado y ligeramente sucio, nada que no pudiera arreglarse con el tratamiento adecuado. Parecía no haber reparado en su presencia hasta que el médico carraspeó para llamar su atención. Se estremeció cuando un par de gélidos ojos azules se posaron sobre sus pupilas verdes.

Sé que duele —el paciente profirió un murmullo apenas comprensible—. Pero no es nuestra culpa si la muerte se ha enamorado de nosotros.

El médico se quedó de piedra. Abrió la boca para replicar, pero las palabras se le quedaron atoradas en la garganta. Una mano blanca y de dedos largos se extendió hasta el muchacho en un acto reflejo, pero no alcanzó a tocarle el cabello que le caía sobre los hombros cuando de pronto notó una aguda punzada de dolor. Los labios que hubiesen pronunciado tan misteriosas palabras ahora estaban tintados de rojo: la sangre de Ville se le deslizó por las comisuras.

Los guardias se lo llevaron a rastras: el paciente había pasado de la paz a la irá a una velocidad impresionante. La enfermera que antes le hubiese atendido ahora corría hacia él para auxiliarlo. Con una mezcla de sorpresa, confusión y visible enojo, Ville la siguió con la vista clavada en la marca que los dientes ajenos habían dejado al tratar de arrancarle la piel.

—Con razón tiene el cabello tan largo —farfulló y habría podido jurar que la enfermera se sonrió.


 

 

Jonne se sabía fuera del plano terrenal, aunque nunca especificó su verdadera naturaleza. A través de sus numerosas terapias (a través de las cuales el médico retirado volvería a ejercer), Ville tampoco pudo determinar el tipo de locura por el cual se encontraba internado, pues a pesar de lo obvio, el muchacho siempre le pareció inquietantemente cuerdo. La camisa de fuerza resultaba, a su juicio, completamente innecesaria: estaba seguro de que manteniendo la distancia adecuada, no volvería a sufrir un percance como el de su primer encuentro, mismo que había requerido puntadas.

—Dices que quieres el cabello para tu hija —reclamó la última vez que lo vio, después de un prolongado silencio a los que ya estaba acostumbrado—. Pero nunca hablas de ella.

—Está enferma. El cabello se le ha caído y no puede salir de casa.

—Si no puede salir ¿para qué necesita una peluca?

El médico no respondió.

—Sé que tienes miedo, y sé que estás perdiendo la fe —replicó Jonne levantándose de su asiento. Ville dudó en si llamar o no a los guardias que esperaban al otro lado de la puerta—. Pero no ganas nada con mentirme. Además, olvidas que estoy enamorado de ti.

—No gano nada con mentirte ¿eh? ¿Y cómo sé que tú no lo haces? —preguntó levantándose a su vez, poco perturbado por esa explícita declaración de amor que ya se había vuelto costumbre durante sus sesiones. Rodeó el escritorio hasta encontrarse de frente con él. Se vio reflejado en su mirada clara y por un momento estuvo dispuesto a creerle cuando Jonne respondió:

Los ángeles no mienten.

Permaneció impertérrito cuando los pies descalzos elevaron sus talones, apoyándose sobre las puntas.

—Creéme —le escuchó murmurar—, Lenore dejará de arrancarse el cabello cuando ambos estén listos para dejarla partir.

Cuando Ville abrió los ojos, Jonne se había llevado consigo no sólo el tacto de sus labios secos, sino también parte de su propia cordura: jamás, en alguna de sus tantas sesiones de terapia, había mencionado los nombres de su esposa e hija.


 

 

Jonne no lo recibió en su siguiente visita. Nadie del personal supo darle razón de su paradero: la mayoría estaba de acuerdo en que había escapado, aunque no sería raro que alguien más lo sacara de ahí por sus propios medios y para sus propios fines: hasta donde sabía, el muchacho no tenía familiares que lo procuraran. Nadie extrañaría a un vagabundo.

Aquella tarde regresó a casa más temprano de lo acostumbrado. Apenas fue recibido por la servidumbre, las ruidosas pisadas de un par de elegantes botitas se precipitaron escaleras abajo. Lo último que alcanzó a ver antes de que los brazos de su pequeña se le afianzaran a la cintura fue una cabellera dorada que ondeó dejando un rastro luminoso tras el vestido de oscuro terciopelo.

El médico se arrodilló, devolviéndole la sonrisa a su princesa. Pudo observar al brillo en esos ojos carentes de pestañas, las cejas parcialmente incompletas, rastros indiscutibles de esa terrible manía que padecía desde el traumático suicidio de su madre. Sin embargo, la larga cortina de cabello rubio le caía graciosamente sobre los hombros, disimulando la falta de cabello en esa cabecita de ensueño. Cuando la abrazó, levantándola del piso, el médico observó una caja abierta sobre la mesita de centro de la sala de estar. Distinguió algunos sellos del servicio postal.

No fue hasta que la chiquilla estuvo cómodamente recostada en su cama y hundida en las profundidades del sueño, que Ville se atrevió a echar un vistazo al paquete abierto. No llevaba remitente, y desconoció la caligrafía con la cual su propio domicilio y el nombre de Lenore aparecían garabateados sobre el papel —ahora vuelto pedazos por el seguramente excesivo entusiasmo de la infanta. Recogió él mismo el desastre, pero más tardó en recolectar cada fragmento de papel que en dejarlos caer todos de nuevo. Sus ojos se abrieron al máximo cuando observó a Jonne reclinado cómodamente en su sillón favorito: su larga cabellera había desaparecido, dejando en su lugar un casco dorado y suave de corte irregular.

—No fue culpa de nadie. —Ville pudo descifrar el mismo tono de disculpa que usara la primera vez—. Pero soy egoísta, y nunca decido de quién me enamoro.

No mentía. Ville vio el arrepentimiento en sus pupilas, en esos párpados caídos, en el tinte melancólico de su sonrisa. Su vista se dirigió al único cuadro colgado en la sala: una muchacha preciosa, de imposible cabellera rubia, abrazaba a un joven de cabellos ligeramente ondulados, más oscuros que la noche que cernía la vieja casona del otro lado de la ventana.

—Me encantaba.

—A ella también.

—¿Por eso lo cortaste?

Ville negó categóricamente con la cabeza.

—Pensé que así no regresarías por mí. —Sonrió—. Me equivoqué.

El único sonido de fondo fue el constante tick tack del reloj. Se miraron largamente. Parecían tan acostumbrados a la presencia de otro que el médico, de algún modo, supo que aquél encuentro había sido más que inevitable. ¿Cuándo había firmado su sentencia? ¿Desde el momento de nacer? ¿Al casarse con Annabel? ¿Enamorándose de ella? Suspiró, y su atención se posó automáticamente al pie de las escaleras: la habitación de Lenore estaba terminando el pasillo.

—Sólo te pido que me dejes cuidar de mi hija —susurró con apremio, regresando la vista a él. En sus ojos verdes no había más que la sombra de la resignación—. Déjame verla crecer un poco más, y te prometo que iré contigo por propia voluntad.

Por toda respuesta, el muchacho se levantó y caminó en su dirección. Los párpados del médico descendieron con languidez, y con esa misma delicadeza notó un beso imprimirse sobre sus labios semi abiertos. Un segundo después, advirtió el cálido aliento de su invitado susurrar sobre su boca la fecha exacta de su muerte.

Ville no se inmutó, tampoco lo culpó. Después de todo, él tampoco había elegido enamorarse de Annabel.

 

 

Notas finales:

Lenore padece Tricotilomanía.
Por el título, se sospechaba lo que iba a pasar.
Referencias de nombres femeninos tomadas de mi señor Poe.

Gracias por leer.


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).