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A tu lado por MissLouder

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Notas del capitulo:

Notas: Sí, MissLouder está viva(¿?) jaja. Robando un espacio de tiempo a mis tareas para desahogarme escribiendo han traído este resultado. *Sonido de trompetas*

Gracias a todos los anteriores reviews que me han dejado, no he podido responderlos pero pronto lo haré, agradezco que aún se acuerden de mí (heart).

Advertencias: Mezcla de pasado, presente y más pasado(¿?) & Lime.


"Los sentimientos son libres y no siguen normas de ninguna clase."
Laura Gallego.

[A TU LADO]

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Capítulo 3.

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Memorias Alzadas

~Parte 1~

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[Grecia, 5 años antes]

"Había decidido que no le iba importar nada. Había jurado que no volvería a intentar comprender la despreciable vida humana que se corroía sus venas, para desecharse de la contaminación de humanidad que ese mundo no merecía.

Quiso salir de la cárcel llamada "santuario", porque necesitaba un aire que le hiciera olvidar cada clavo que le estaba traspasando la piel. La noticia de la devastación de su pueblo en Italia, había sido un golpe duro para él —donde apostaba toda su masculinidad potencial— que había sido los malditos seguidores de Hades como primera alerta de su regreso. Él había estado de frente con el rostro de la muerte, había visto sus ojos negros sin fondos y había sentido el miedo que inducía.

Todavía reservaba en su memoria el nombre de ese infeliz, sabía que un día lo buscaría y acabaría con su vida, por ser el primer causante de la destrucción de sus raíces. No era confirmado su existencia, pero él, más que nadie, era totalmente consciente que si una plaga con hilos caminaba por el mundo; ese infeliz que se hacía llamar La muerte, también.

Y, como si no fuera poco tener que lidiar con el dolor de la pérdida de quienes había conocido en su tierra natal, ahora también tenía que luchar contra un sentimiento hacia una persona torcida que, para ser sinceros, no era más que arrojar trigo a un saco que estaba roto.

Albafica estaba destruido desde el día que lo conoció.

Frustrado, enojado consigo mismo, porque no podía culpar a nadie más, fue a esa taberna porque era el sitio ideal donde él podía sentir algo que le hiciera frente al fuego que le quemaba por dentro. Que los cortes y el escozor en su labio inferior le sirvieran para suplantar la insignificante tela que ocultaba un hueco que estaba vacío. Sólo quería un cambio de algún soplo productivo, hecho con la más rigurosa reserva de violencia que le sirviera de desahogo.

La demanda de peleas callejeras era tan natural que no cabían escrúpulos en su propio cubículo preparado, y más aún cuando Manigoldo carecía de todo cúmulo de rectitud santa. Esa noche una noticia, un nombre, una realidad le dificultaban la respiración, le rompían en pedazos de adentro y nadie veía como sus órganos se desgranaban en pedazos pequeños.

Atravesó a otro hombre con sus puños, cuando el nudo en su garganta se estaba apretando, donde cualquier otra consideración pasaba a un segundo plano. Jugueteó con los pasajes de su cabeza para suprimir el ácido de furia que encendía sus venas.

Nunca se imaginó que la persona que entró a la taverna luciendo una capa que cubría su rostro, fuera nada más y nada menos que su queridísimo Albafica. Lo reconoció por el cabello celeste que se escapaba de su capucha, de la rosa que atrapaba entre sus dientes, y en la ferocidad de enfrentar a los restantes delincuentes que le faltaba por apalear. Dándole la espalda a las consecuencias resultantes de la saña italiana, tal y como Manigoldo había hecho en un pasado. Era divertido como el mundo daba vueltas para desorbitar cada jugada y voltearla en la mejor manera que se le pareciera.

Fue impresionante como la belleza superficial fue fácilmente subestimada, abriendo la brecha para que su compañero dejara a la sobrante horda repantigada en el suelo de bar, con un dueño alterado gritándoles que se fueran. Albafica había inclinado la cabeza en son de disculpa, para seguidamente tomarlo de la muñeca y arrastrarlo fuera de ese lugar. Cuando sujetó su mano, el contacto de sus pieles los estremeció tanto a ambos que ninguno dijo nada, tal y como si se hubieran tragado la lengua.

El cielo aquella noche tenía una profunda luminosidad azul, tan nítida que parecía pintada, proporcionándole un toque a la sombra de los santos que iban de regreso, escoltados por los brazos de la brisa susurrándoles desde la costa. Manigoldo no le dirigió la palabra en todo el viaje, tampoco lo soltó y sólo realizó la pregunta que merecía letras de explicación cuando finalmente llegaron:

—¿Qué es este lugar?

—La granja de mi maestro. —se limitó a responder su compañero, mientras lo arrastraba hasta el interior del nido de espinas y colores célebres.

Entraron sin muchos preámbulos, observando como el recién nombrado santo de Piscis se despojaba de su capa blanca, revelando su propio uniforme de gala que se almizclaba entre negro y dorado.

—Al menos tuviste la decencia de quitarte las placas —se percató Albafica del uniforme del santo Cáncer, disponiéndose a entrar al calor de su propio hogar.

Por un momento, Manigoldo se reservó la respuesta por tener que luchar contra el sentimiento de envidia de aquella mundana pertenencia de un techo. Él no tenía un mísero cuadrilátero de bloques que pudiese llamar casa, ni antes ni después.

—No lo hice por desprestigiar a la orden, si es lo que piensas —respondió finalmente, observándolo pasearse entre su espacio alimentando unas brasas que parecían recién utilizadas—. Sencillamente me limité a no dejar huellas.

Albafica le dedicó una mirada de soslayo desde su sitio, con una pregunta o quizás réplica que se pensó mejor e intercambió su orden.

—Siéntate en el sofá y espérame aquí —le ordenó.

Hubo un contacto visual en esa noche velada que extravió sus festejos, unos segundos robados al tiempo cuando en sus iris se excluía la amistad pero ninguno tenía el valor de dar el primer paso para el acercamiento.

Era más fácil huir. Era más sencillo dar la espalda, y eso era lo que hizo Albafica cuando sus mejillas ocultaron el color que habían recogido. Desde hacía ya un tiempo que esa persona estaba desorganizando el mundo que tanto le había costado construir, de la barrera que había puesto sobre todos, sólo por el orgullo de sentirse sucio. Porque tocar a alguien servía para transmitir un sentido de protección e instaurar una relación, imprescindible para hacer que se abriera y se explayara; él ya no estaba preparado para lastimar a otra persona.

Subió las escaleras con el corazón batiéndose dentro de su pecho, obligando a callarlo con el recuerdo de la herida en su orgullo que seguía en sanar. No podía dejar de pensar en el imán que era su compañero para él. Parecía una contienda de antónimos enfrentándose en respuesta de ver cuál prevalecía: Atracción, repulsión, atracción, repulsión…

Respiró hondo, y alzó la vista para despejar su cabeza, llamando a la mano helada que se aferró a su corazón, para solidificar cualquier sentimiento que pretendiese en salir. No podía volver a caer en las uñas de cualquier cupido mal inflado.

Regresó a la sala de la cabaña después de buscar el kit de primeros auxilios, preparándose mentalmente y repasando el plan de indiferencia que había trazado todo el camino de descenso de la escalera. Y cuando llegó en último lugar al recibidor, encontró a Manigoldo sentando en el alféizar de la ventana, mirando hacia un destino que su vista no alcanzaba. Tenía una expresión franca, ojos sin sorpresas y el aire decidido de quien piensa más en el futuro que en el pasado, a pesar que éste intentara jalarlo a su propia garganta de oscuridad.

Por un momento se dedicó a estudiarlo, pensando que podía ser apuesto sino fuera por la promesa de violencia que circundaba en cada poro de su piel, que parecía traspasar barreras y llegar hacia un lugar que…, cualquiera que fuera, Manigoldo prefería estar allá que donde estaba. Había oído los rumores en el santuario del ataque a Italia, todos conmocionados y exaltados, que fácilmente llegaron hasta él.

Albafica sabía que la zona atacada…, era el pueblo natal de su compañero.

Quiso saber si entre las tantas muertes, hubiese una persona que Manigoldo apreciaba. Aquel tipo que ocultaba tantos secretos a simple vista, que lo obligaba a cuántos más habría bajo las letras de su nombre. Con un efímero trayecto de misión, había descubierto uno de tantos misterios que Manigoldo ocultaba tras su fachada. Resultaba más sencillo recordar el montón de mentiras, su charlatanería, porque todas iban cargadas de cierta veracidad. Sabía que bastaba una sonrisa lánguida en su rostro, para que su sinceridad pasara desapercibida.

Y darle motivos para curiosear entre esa oscuridad, fue el primer ataque inconsciente de Manigoldo a la muralla que Albafica había levantado alrededor de su corazón."

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La calma se disipó, como si hubiese estado reclusa dentro de un libro y éste hubiese sido cerrado de golpe. Manigoldo había perdido el control de si, desencadenando a una bestia con tan sólo la mención de un paulatino e insignificante nombre que los había unido, pero que en algún momento de sus años, quitaba un grano de arena de la edificación de su relación.

Albafica intentó hacerle entrar en razón, más meter las manos en agua hirviendo cuando él había encendido la estufa, era el más malsano suicidio.

Había sido una noche dura para los dos. Para Cáncer, porque odiaba tener que soportar el nombre de Minos en una sola línea. Para Piscis, porque no soportaba chocar contra lo inevitable cuando lo que tenía en frente se había convertido en el relleno de su solitaria vida. Sin dejar nunca de alimentar una esperanza que sólo el tiempo sabía empañar con paciencia.

—¿Desde cuándo lo sabes? —la pregunta descuartizó la cacofonía que hacían eco en la paredes, armonizados por la tormenta que dejaba caer su ira sobre los alrededores.

—Intenté decírtelo cuando… —pretendió decir, antes de que su voz fuera cortada sin piedad con la mirada aguda que había recibido.

—¿Desde cuándo lo sabes? —repitió.

Bajó la cabeza soltando palabras, como si no soportara el peso de la culpa.

—El Patriarca me dijo hoy —se circunscribió a expresar, con el corazón llorando lágrimas de sangre al tener el deseo de gritarle que desde un principio quiso decirle.

—¿Antes de que te llamara? —La pregunta fue cubierta por unas palabras tan fría como la de los muertos que le heló la sangre a Albafica.

—Sí. —respondió, aún con la boca empastada haciendo que el monosílabo saliera con dificultad.

Manigoldo volvió a diluviar barbaridades que una persona podría usar su vida para decirlas. Se masajeaba el cabello con fuerza y caminaba de un lugar a otro en obvia irritación. Albafica deseaba acercarse, a sabiendas de lo pésima que era esa idea.

—¿Por qué te guardas tanto, Albafica? —le cuestionó Cáncer, y sintió como si con ello, le fuese arrojado un puñetazo al rostro. Cuanto deseó sentir en la boca el regusto dulzón de la sangre y no el sabor cáustico de la furia ajena—. ¡¿Por qué, maldita sea?!

Ambas preguntas resonaron en sus oídos y tamborilearon el silencio cuando cerró los ojos, en busca de una respuesta que de antemano sabía que no tenía. Si supiera ese italiano que más que cualquier otra acción anterior, le dolieron sus palabras, pronunciadas y patrocinadas con pura amargura.

Oyó un sonido rasposo que le abrió la piel cuando verificó que era conocido por ser una risa irónica.

—Cómo detesto tu silencio. —Se dispuso a irse, virando en sus talones para salir en zancadas con toda esa erupción que dilataba cada sonda en su cerebro. Siempre era así. Siempre sería así. Albafica no cambiaría esa malparida personalidad de creerse la metamorfosis de los héroes de todas las historietas de comic, creyéndose que podía luchar con todo el mundo y sobrevivir sin ninguna herida. Olvidando a quiénes estaban a su lado.

A diferencia de ese orgulloso santo, él tenía un tope para colmarse de moscas y ya había conseguido que incluso lo sobrepasara. Porque para su maldita suerte quería a ese idiota, y era por ello que se reservaba las rabietas con los desplantes de éste cuando quería ser un hijo de puta. ¿Y se preguntaban por qué tenía una putrefacción por dentro?

Sus groserías eran sólo el olor pestilente de esa basura.

Sumergido en sus maldiciones internas, no percibió cuando una mano le sostuvo la muñeca con fuerza y le hizo girar con brusquedad, para encararse nuevamente, para enfrentarse hasta dictar el ganador. Albafica lo estrelló contra la pared que se levantaba detrás de su espalda, y su voz, finalmente estalló.

Le gritó que había intentado decírselo, que habían pasado tantas cosas en un lapso de siete horas que no supo por dónde empezar por no querer romper la pobre liberación que él le causaba. La discusión había abierto la puerta a los gritos, insultos y casi puños que hacían juego con los estruendos que se abrían en el cielo.

Ninguno se recriminaba ningún hecho, sólo sacaban dentro de si lo que habían ocultado.

En un momento de la pelea, cuando el italiano empujó y arrinconó a su compañero intercambiando posiciones, la situación giró lo suficiente para cambiar de escenario, de papel, de guion. Para guiarse por un verso que tenía sus párrafos volteados.

Sosteniéndolo de los hombros con fuerza, Manigoldo intentó extraer de la mirada suplicante de Albafica cada explicación que deseaba. Y lo único que consiguió fue estremecerse por su color, por la intensidad oceánicas de los anillos de sus pupilas, de… lo cerca que ya estaban el uno al otro, sosteniéndose la batalla visual.

—Yo sabía que me ocultabas una mierda —expresó, y la acritud de su propia confesión le cauterizó la lengua, mientras clavaba los dedos en los brazos de Piscis—. Yo lo sabía, Albafica. Pude notarlo en las pausas de tus respuestas, ¿y sabes por qué no te pregunté?

No le dio tiempo de responder, y aunque se lo diera, hubiese sido inútil hablar con las palabras pegadas al paladar. Sólo dejó que lo aprisionara contra la pared, le hundiera los dedos en los brazos y le sostuviera la mirada que parecía un tizón encendido.

—Porque esperabas que yo te dijera —habló en un hilo de voz Albafica, tan tenso que parecía a punto de quebrarse—. Prometimos que no volveríamos a meter ese nombre entre nosotros.

Manigoldo se calló por ese momento, como si le hubiesen cosido la boca. Se observaron directamente, hundiendo el azul marino con el celeste, en el que se dijeron lo que no se atrevían a decir en voz alta. Fue un instante, un segundo, que ninguno de los dos se atrevió a romper, para arriesgarse a dar el primer paso de abrazarse con fuerza, pese a que lo estaban deseando con tanta intensidad que les dolía el corazón sólo de pensarlo.

Tal y como había sido en un pasado.

—¿Acaso no me crees, Manigoldo? —quiso saber y ahí el italiano supo, que si las cosas se daban así, nunca ganaría la batalla. Porque, al diablo Hades, ¿qué culpa tenía Albafica?

Con esa pregunta destellando en su cabeza, lo soltó lentamente dejando caer sus manos a sus costados. Quería acariciarle, tocarle, besarle, lo que fuera a esas alturas y su compañero le dio luz verde cuando bajó la mirada, ocultando el cansancio que se adivinaba en sus facciones, que se sentía en su alma…

No pudo resistir más.

Levantó la mano para conseguir el espacio para acariciarle la mejilla, su propia piel reconoció el tacto, la textura donde se resbalaba y en como su benefactor cerraba los ojos, cediendo ante ella.

—Eso es lo peor, Albafica de Piscis —Abrió la boca en esa espera interminable, aproximándose en la demanda que ya no podía ser ignorada—, porque para mi desgracia, y para la tuya, si te creo.

Sin poder retenerla, a Albafica se le escapó una sonrisa al tiempo que cubría la mano que estaba sobre su rostro.

—Si esto es una desgracia, quiero morir en ella, Manigoldo de Cáncer —enunció antes de que, toda palabra, toda exaltación, todo furor, fuera suplantaba por el beso que sus labios buscaron con ansiedad animal, lanzándose con efervescencia sobre los brazos que juraron retenerlo si caía.

Manigoldo lo recibió, a pesar que ambos tenían secuelas de su última misión, olvidando aquello para tratar de hacerse uno con la persona que también se aferraba a él. Se besaron como desde un principio desearon, yéndose a un túnel sin luces mientras sus bocas expresaban sus confesiones en su propio lenguaje.

Sin duda al representante de la constelación de Piscis debían darle una condecoración como "retenedor de maremotos italianos", cuando éstos rompieran los cálculos meteorológicos, arruinando toda estimación climática. No supo cómo había logrado calmar a Manigoldo, cómo había evitado que no destrozara la habitación, que le dejara sordo y que ahora estuviera contra él, armándolo de nuevo.

Sólo imaginar el tener a Manigoldo así de cerca en ese espacio tan reducido, en ese momento fantástico de caricias de ensueño... Le erizaba la piel, le aceleraba los latidos del corazón que retumbaban en pitidos dentro de sus oídos. Despidiendo aquella boca con un sonido húmedo, Piscis logró abrir una brecha para llenarla con palabras.

—Eso es lo que quiere él, Manigoldo… —le seguía diciendo—. Que su presencia nos altere, nos haga discutir...

Con los dedos cayendo por toda la pendiente de la espalda de Albafica, el italiano respiró sobre su rostro, volviéndose a enamorar de esa persona con labios en forma de pétalos, jadeaban por la adrenalina que aún no apagaba sus motores.

—Y le daremos al maldito, todo lo contrario —Se separó de él y ya lo siguiente, fue la transferencia de sus emociones, a través de sus acciones. Lamentarse y vacilar en definitiva no eran atributos que Manigoldo empleara, su seguridad en sí mismo era tan firme como su orgullo.

Se encerraron en un segundo beso compartiendo aquel contacto que les hacía cosquilla en la lengua, abrazándose con tanta fuerza que podían arrancarse a pedazos la piel. Manigoldo no quiso esperar más, descendiendo sus manos por la cintura de Albafica con impaciencia, como si así marcara terreno. Pasando sus besos al cuello, arrebatarle las cadenitas de oro que se pendían desde en uno de los botones hasta al hombro, abrirle la gabardina para adentrarse a su piel.

No obtuvo negación, Piscis dejó que le mordiera cada centímetro, que escribiera su nombre en cada espacio que quisiera. Quería que le enturbiara los sentidos, que le dejara sin habla, que lo descociera con susurros. Porque él era tan salvaje como ese santo de la cuarta constelación, sólo que sabía llevar sus propias riendas.

Su cama se le había antojado pequeña, porque desde que había pasado por aquel pasaje de cruel burla, odiaba dormir solo en camas matrimoniales. Los siete años le habían enseñado a sobrellevar esa carga, pero que aún no lo toleraba del todo.

El clima pareció favorecer su nueva lucha, cuando el frío les arrancaba volutas de sus propios alientos, debatiéndose en una disputa por remover la ropa que les estorbaba.

Las manos de Manigoldo fueron descubriéndoles los hombros lentamente, pasando sus dedos por la espalda, en medio de una necesidad de separar las uniones de los rompecabezas de sus uniformes.

—Alba... —jadeó subiendo a éste sobre su vientre, y que prensara las rodillas detrás de su espalda, ahora siendo Albafica quien le pasaba con su propia congoja la camisa por los brazos, deseando tocar su piel.

Reconocía que Manigoldo poseía una belleza muy diferente a la suya, a diferencia de él que era facial, la de ese italiano era física. Una que le despertaba instintos que en toda su vida permanecieron en hibernación.

Era un cuerpo que parecía un arte de hierro que hacía desfaceller cualquier esqueleto como si se tratase de mantequilla. A pesar que el suyo carecía de languidez, y tenía el apropiado endurecimiento en ciertas zonas... Simplemente el de Manigoldo le sentaba diferente. No era exagerada como la de Aldebarán, no era voluminosa como la de Aspros; la suya parecía tener su nata rudeza y gotas de su nacionalidad europea que la concluía como distinguida.

Se sabía de memoria la división cuadrática que se extendía en su abdomen, las líneas de los omoplatos, el grosor de los pectorales, los músculos que se apilaban en los brazos, el tacto de sus abrasivos labios que fundían los suyos cuando ese color de piel que resaltaba cuando estaba sobre la suya.

En sus inicios había sido inmune a esa seducción, era invisible ante sus ojos a pesar que Manigoldo se paseaba sin vergüenza, en sus ocasiones, desnudo por la habitación que compartieron como reclutas.

No fue hasta que uno de esos entrenamientos que le habían dislocado el pie, toda esa invisible masa muscular cobró complexión y firmeza contra su abdomen cuando Manigoldo le llevó en su espalda. Su pecho había sentido la dureza y la arrogante curva en su médula espinal que le hizo saborear un suspiro cuando la presión de sus pieles parecía desarmar sus pensamientos.

Esa noche, lo había soñado contra su cuerpo.

Sabía que Manigoldo era un fanático de cualquier deporte que le hiciera correr, saltar, patear, y era esa misma obsesión que había perfeccionado los dotes que ahora se gozaba cuando sus uniformes no las escondían.

Hubo ocasiones cuando compartieron algunos juegos en los infinitos terrenos de la academia, y aunque ese italiano no destacaba como deportista por ser un holgazán que no se aplicaba como debía, sabía manejarse en los ambientes.

Tenía una resistencia un poco más amplia que la suya que, a pesar de ser sólo una minúscula calzada, solía drenarle el aliento cuando, aplicaban otro tipo de juego, en las sábanas. Ese cuerpo se bañaba de sudor con rapidez, haciendo resbalosa y terriblemente enloquecedora la sensación de sus cuerpos deslizarse sobre el otro cuando eran amasijos de pieles y gemidos. En su interior se reservaba el sentimiento que amaba cuando lo abrazaba con ímpetu, que cerniera sus fuertes brazos en su espalda y le exprimiera los pulmones. Que esa masa de concreto sobre su vientre, elevara el placer a máximas escalas.

Todo tal cual era ese momento, ese intervalo para ellos de poder amarse en privado, hablarse con gemidos, susurrarse sobre sus pieles todo aquello que sus almas ocultaban. Descargándose entre las zarpas de las primeras embestidas, buscado el mejor camino para abrirse hacia un destino que ambos necesitaban llegar.

Sus dedos se enlazaron, y sólo dejó que el peso que estaba sobre el suyo bastara para bajar una balanza que estaba desequilibrada. El sonido producto de sus bocas chocando transportó al santo de Piscis a un antiguo presente que construyó el actual gracias a ciertas innovaciones y mejoras. Pero que, seguía siendo el mismo.

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"Empezó a curar sus heridas, una a una, oyendo la ligera lluvia arañar los cristales.

Seguían sin decirse nada, ¿y qué podían intercambiar? ¿Qué cada uno era un idiota a su manera?

Sin embargo, a pesar de los hechos, a pesar de su pequeña molestia reservada para ese italiano, Albafica suspiró con una fuerte bocanada de aire que casi le sacó cada centígrado de la desilusión que arrastraba.

—No tienes que curarme si no quieres —Manigoldo dividió sus labios en dos para hablar—. Tampoco lo necesito. Ni te lo he pedido —añadió de último momento.

Llevándose una mano a la frente, el santo regido por los peces tomó otra gota de aire y le ambientara la paciencia.

—¿Por qué fuiste a buscarme? ¿Te mandó el viejo? —continuó hablando Manigoldo, y en su rostro se cruzó una mueca de dolor cuando la aguja esterilizada atravesaba su piel.

Albafica recapacitó gracias a las respuestas que se escribieron en su mente. No creía tener la suficiente sinceridad para decirle que había ido por cuenta propia, que al igual que él estaba de fuga de la academia sólo porque en su interior latía el presentimiento de lo que había ocurrido.

—No debiste ir a ese lugar —Ni una verdad, ni una mentira. Creía que hablar haría el aire menos denso—. Pudiste haber muerto.

—Sabes que es imposible que ratas de alcantarillas como aquellas acaben conmigo.

—Ratas que te han dejado heridas infectadas —apuntó con la mirada fija en la espalda de éste, viendo las diferentes marcas que se ocultaban allí.

Sin poder mirarlo directamente, el italiano se guardó la sonrisa para otro momento. Era mejor esa posición, tenerlo a su espalda significaba que no vería su rostro, no intentaría descifrar el brillo que se extinguía en sus ojos, no lucharía contra el pensamiento que lo anhelaba...

Suspiró con pesar, estar con ese tipo sólo traía guerras internas para él, debía irse, o de lo contrario, no sabía hasta donde la sangre derramada en su pecho llegaría a pudrirse y obligarlo a hacer una locura.

—¿Terminaste? —preguntó, y en cada una de sus letras se le escapó la ansiedad—. Tengo que irme a arreglar las cosas con el viejo.

—No —contestó Albafica sin desconcentrarse de su labor, siendo consciente que Manigoldo apretaba los dientes para no manifestar su ardor—. ¿Quieres que te aplique una anestesia?

Hubo un pesado silencio, tan cargante que Albafica empezaba a perder el aire y no sabía porque.

—No, sigue —El dolor físico sólo lo distraería y eso era lo que quería.

No necesitaba hablar de su propio dolor interno, no era necesario tampoco decir que odiaba no poder sanar la herida de aquel sujeto, no había suficiente peso para confesarle que tanta responsabilidad que estaban sumando a sus hombros lo estaba derrumbando. No podía hablarle que su propio pasado había saltado la línea de años que lo separaba del presente y ahora pretendía clavarle las uñas al cuello.

No podía, simplemente.

—Listo —anunció ecuánime Albafica, levantándose de su puesto.

Preso de sus emociones repentinas, en medio del silencio sofocante, Manigoldo cerró de nuevo sus ojos para evitar el derrame de algo que no podía dejar ir. No era para extrañar a la memoria sino para ignorarla, porque si no podía con ella, tenía que darle la espalda. Y uno de los causantes de sus peleas internas, era el hombre que se sumergía en la cocina como la sombra de un fantasma.

Decidió vestirse para marcharse de ahí, para irse lejos, para abandonar lo que ya estaba perdido. Se mordió el labio con fuerza para ahogar el grito que pugnaba por salir de su garganta, para tragarse cada maldición que quería clamar. Por su gente, por Albafica, por él. Sin embargo, con un chasquido de lengua, decidió irse por la vía que había considerado de un principio.

Debía irse, debía dejarlo ir.

Más adelante, en el secreto del cuarto de la alacena, Albafica se apretaba el pecho con fuerza, como si así pudiese contener sus propios latidos. No se explicaba porque Manigoldo causaba tantos destrozos dentro de él, porque hacía que le inundara un torrente de sensaciones: miedo, curiosidad, una extraña satisfacción.

«No entiendo por qué me siento tan atraído a él —pensó—. No entiendo esa reacción que provoca…, como si todo se sintiera familiar»

No había podido mirarlo a los ojos porque no quería encontrarse con las preguntas que éstos le transmitían. Manigoldo le ocultaba sus demonios, le escondía tantas cosas como lo hacía él también, y aún así, sentía el deseo impertinente de abrir esa caja de pandora.

Tenía la pertinaz codicia de buscar respuestas en cualquiera de esos ámbitos, a pesar del desastre que podría descubrir y que pensarlo dos veces, prácticamente lo paralizaba.

Eran compañeros de armas elegidos, quizás, antes que ellos tan siquiera se reclutasen a la orden de Athena, como si sus destinos estuviesen escritos. Como si sus vidas estuvieran enlazadas.

No tenía idea de si habían transcurrido segundos o minutos, un rato largo o corto, desde que había entrado a ese refugio en busca de un pobre consuelo de oscuridad. Tenía el corazón latiendo tan fuerte que pensaba que éste podría desprenderse de sus venas, sus mejillas estaban rojas y las manos le temblaban. No explicaba el comportamiento de su organismo, no consultaba una razón lógica para eso. No era normal.

No estaba acostumbrado que esa moribunda calidez le supiera agradable, que sus insultantes palabras y su reverberada esencia le dieran sentido a lo que en su vida consideraba innecesario. No podía caer en eso de nuevo… ¿De nuevo?

¿Había sentido eso antes?

¿Había sentido esa punzada en estómago que le robaba el aire cuando Manigoldo estaba cerca?

¿Había sentido antes la disimulada emoción de verlo babeando por él?

¿Minos había despertado esas anomalías internas que no eran precisamente biológicas?

Exhaló y notó la sensación pegajosa del miedo manifestarse en sus manos trémulas. No podía permitirse caerse en el mismo hueco, en el mismo deseo que casi lo había destruido y en ese hoy a penas recogía las piezas. Ya no era humano para sentirlo, había decidido levantar una muralla de odio y orgullo alrededor de él para impedir el paso a intrusos. En par de años había sido efectiva, pero nunca predijo que ésta no soportara los ataques que Manigoldo lanzaba a cada bloque.

Se le antojaba complicado sentir miedo y a la vez atracción hacia la misma cosa, y lo preocupaba que, de alguna manera desconocida, resultara ser igual que él.

«No puedes quedarte ahí dentro para siempre —se dijo—. O sales para terminarlo con tus manos, o lo dejas entrar para darle la cara »

Cerró los ojos en busca de la mirada de hielo que se asemejaban a los suyos, llamando su recuerdo a su mente para serle frente en práctica, para después hacerlo en la realidad. El silencio había invadido la habitación, y que, aparte de su propio resuello, no se oía nada más. La adrenalina comenzó a palpitarle en la cabeza de forma abrumadora, cuando la imagen de su compañero se trazó palmo a palmo, recordando cada segundo que había convivido con él.

Su primera misión, sus encuentros, sus… "accidentes".

Percatándose de algo importante, se dio cuenta que la lluvia parecía haberse disipado, permitiéndole oír en ese momento, el sonido de una puerta abrirse. Y sabía quién se estaba yendo, haciendo que, por un breve instante, su corazón se olvidara de latir."

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La detonación de los cúmulos de placeres fue inminentes, y tras el conteo de tres rítmicas embestidas, el clímax cantó victoria sobre ellos. Esparciendo una de las muestras físicas de su éxtasis, práctico en un líquido espeso en el vientre de uno y en el interior del otro.

El concierto de jadeos dio su primera estrofa cuando se derrumbaron en la cama, abrazados, uno sintiendo como el otro se calmaba en su interior, como si fueran unas brasas apagándose. Albafica le gustaba ese segundo cuando parecía que los cables del cerebro de Manigoldo se desconectaran. Le causaba cierta risa y, a su vez, le tocaba la última partícula de placer para dejarse caer sobre la almohada.

Cerró los ojos, refugiándose en la frágil penumbra, atrayendo al italiano a su pecho, en su momento de pausa donde el mismo placer explotó, desmoronando sus sueños y deseos, en ese cuarto de horas que había sido sólo de ellos; un instante de regeneración total. Uno que rescataba sus mentes de la pérdida total, convirtiendo algo rutinario, en una droga. Y sólo se dieron cuenta de que estaban enganchados, hasta que ninguno funcionaba sin el otro.

El silencio llegó nuevamente a ellos, aquel que en sus ocasiones era la conclusión abrupta o el resumen de muchas de sus conversaciones; Hablar o maldecir, y ahora, ni la síntesis decían. Manigoldo había aprendido que silencio era el que podía romper, cual debía apreciar, como era justamente ese. Suspiró convirtiendo el aire expulsado, en una sonrisa dibujada en cada comisura de su boca, que no tardó en aparecer en los labios de Albafica al conocerse a ese santo de cabo a rabo.

—¿Qué tal si salimos un rato, Alba-chan? —Con su organismo recuperando el torque de sus engranajes, buscó el rostro de su compañero, notando como éste condicionaba sus cejas como si así expresara mejor su pregunta.

—¿A dónde?

—¿Eso en un sí? —inquirió alzando la ceja con cierta malicia—. El lugar es lo de menos, podemos guardar los uniformes en los brazaletes y nos perdernos como los tortolitos que somos.

Una leve sonrisa torció los labios que tenía en frente, llamándole la suficiente atención para que pasara desapercibida la mano que llegó hasta su rostro, siendo un soplo cálido de dedos que barrieron su piel, creando como reacción automática de acercarse lo suficiente.

—Está bien —aceptó en un susurro—. Pero principalmente, debemos hacer un par de cosas cosas.

—No jodas, Alba-chan, no te atreverás a arruinar nuestra primera cita, si debo mencionar —agregó en una mueca fatídica—, con cosas de la maldita orden.

—¿Me puedes dejar terminar? —Ahora fue Piscis quien frunció el ceño, transformando el "mágico momento", en la primera advertencia.

Manigoldo se guardó las réplicas, en preferencia justa de tener a su compañero abajo y totalmente desnudo que, la segunda opción de tenerlo arriba y con una espada en el cuello. Aunque poco le importaba, en muchas ocasiones se había enfrentado a los demonios de ese santo, había sido atravesado por sus espinas, y por sádico que lo catalogaran, consiguió también placer en ello.

—Bien —apremió Albafica, contorneándole los labios como si le dijera "Buen chico"—. Lo primero que debemos hacer es hablar como las personas normales que somos de lo que acaba de ocurrir, ¿no crees, bolita de algodón? —añadió cierta tilde a una de sus palabras, acompasada de una nota de sarcasmo en su burla a los diminutivos afectuosos—. Y segundo, aún no amanece.

Sin contener la estridente carcajada que sacudió el recinto, Manigoldo se dejó ir con todos los hilos que se tensaban en su garganta por el intento de ser romántico de su compañero, más por el sarcasmo inducido que el esfuerzo de pretender serlo.

—Supongo que el orden superior de las cosas no es tanto. —Sonrió arropado por la antigua confianza, apresándolo entre sus brazos para remontarse en los hechos actuales, que sólo con el consuelo de estar uno sobre el otro, enredados entre sus pieles, le hacía soportar el sabor del recuerdo.

Y como pequeños destellos que pasaron por la mente de Albafica en su letanía de secretos ocultas bajo el antifaz de sus impenetrables ojos, le confesó todo lo que había ocurrido. Desde la noticia del patriarca, hasta el ataque a su hermano, y por supuesto, los extraños sueños que no podía dividir con una línea de lo surrealista a lo imaginario. Pero que, aún así, el hecho de verse vestido de sangre, así como el dolor de huesos astillándose que lo secundó después, no era algo que podía obviar tan fácilmente.

No creía que fuese una patraña de miedos hacia los enfrentamientos, y tal vez con un gran "quizás" de por medio, podía creer que podría ser una visión del futuro. Sin embargo, muy dentro de él, temía que ese mensaje viniera del pasado.

—No estoy seguro de lo que haya sido. Pero sin duda…, era yo —Y finalizó con un suave desahogo que se escapó de sus labios, en un suspiro que le extrajo los pesares—. Quiero creer que ese extraño acontecimiento fue culpa de esas películas de gladiadores y caballeros que me obligaste a ver.

Manigoldo flexionó sus brazos para tocarle los labios, antes de materializar una pequeña curva que desligó una carcajada.

—Siendo una gran posibilidad, Alba-chan, déjame recordarte que la vimos hace dos jodidos y míseros meses. Apropiadamente sesenta días de abstinencia total —insinuó la protesta para seguidamente olvidar las bromas e irse al tema primordial—. Sea un sueño o no, no podemos comprobarlo. Sólo los malditos dioses saben en qué ciclo nos meten y porqué. Si en un caso hipotético, esa mierda sea cierta, debes recordar que siguen siendo personas totalmente diferentes porque, hey, no puedes preguntárselo. Si estás teniendo esos recuerdos, alucinaciones o lo que sea, es porque algo debe significar. No creo que una indigestión o la película gladiador te dé esas locas visiones de las que hablas.

—Entonces, ¿qué crees? —Albafica intentó buscar una respuesta que solventaran sus dudas—. ¿En verdad piensas que…?

—Pienso que es una advertencia —especificó con ligera voz, deslizando la sonrisa de su boca hasta desaparecerla—. Según el viejo, nuestras vidas se repiten constantemente por diferentes motivos que no me acuerdo —Hizo una mueca como si intentara acordarse que tras tres segundos después, se dictaminó el intento a fracaso—. En fin, después le preguntas, el hecho es que tienes que ver en lo que puede beneficiarte esa información. Sea la mierda que sea, debes ver el culo que la produce.

Meditando esas palabras e ignorando ese mal léxico empleado, tenía cierto sentido lo que decía, si lo veía por ese lado. A pesar de no creer con total peso el tema del ciclo de vidas pasadas, era ilógico tener memorias que no había vivido… Era absurdo…

Muy dentro de él, sentía como si tuviera el alma colgada a un hilo ante la idea de mentirse así mismo e intentar cubrir el sol con un dedo. Porque si eso era cierto, ahora la primera pregunta era seguida por otras: ¿Una nueva batalla se avecinaba? ¿Por qué justo ahora? ¿Qué querían decir?

—¿Tú crees que sea cierto, eso que dijo Asmita, sobre la posibilidad que vivimos en el pasado? —Tocó el tema tabú, después de cavilar las opciones y no decidirse por ninguna—. Es irrazonable, no tiene sentido. Cuando mueres, todo se acabó simplemente.

—La verdad, no me importa —Cáncer se encogió de hombros—. Tenemos que concentrarnos en nuestro presente, no en un maldito pasado que, si debo mencionar, mi antecesor murió como todo un cabronazo rey.

Albafica enarcó una ceja.

—¿Leíste los expedientes?

—Me obligaron más que todo —reveló, utilizando su mano para removerle el cabello del rostro—. El viejo Hakurei y el mío, tienen esa obsesión de quinta con querer despertar el cosmos. Por su obviedad tuve en mis manos los escritos originales del patriarca del siglo XVIII y en como contó la guerra santa de aquel tiempo. Yo también me sorprendí al leer mi nombre, pero no me puse a pensar mucho en ello. Quizás tengamos los mismos nombres o constelaciones, pero para mi súper intelectual pensar, seguimos siendo personas diferentes, sólo con la esencia de aquellos cadáveres. Ah, y por supuesto —añadió de último momento—, nosotros estamos vivos y coleando los toros.

Albafica aguantó sin responder por un segundo, asimilando cada información que entraba a su cerebro. Hablar con Manigoldo a veces le sentaba tan liberador. Era como tocar el más delicado de los violines, que respondía a cada toque y vibración del arco… Había algo terriblemente cautivador en ese raro influir que tenía sobre las personas, hasta que todo terminaba cediendo ante sus llamativas intensiones. Parecía un hechizo que proyectaba la forma de su alma en una forma interesante, como si detuviera el momento; emitiendo sus propias ideas para tener como respuesta la reverberación esperada. Tal vez la más satisfactoria que todavía permitía una época tan mezquina y tan vulgar como era esa; una zafiamente carnal en sus placeres y enormemente vulgar a sus metas.

—Pienso que es como un eco desperdiciado. —añadió el italiano ante su falta de respuesta—. Hay cosas que son mejor no recordar, ¿no crees, amorcito ácido con fresas? Morir con los huesos rotos, no es algo que se merezca repetir dos veces.

—El portador de la armadura de Piscis del siglo XVIII, murió luchando contra un juez… —recordó Albafica, echándose el brazo en los ojos—. Creo que leeré de nuevo los registros… Al menos que todo sea anacronismos futuristas.

Manigoldo esbozó una extensa curva en sus comisuras, acariciándole la mejilla para que su calor le fortaleciera. Reflexionó un poco, para cuando las palabras perdieron volumen dejando sólo sonidos sin volumen. Su mente se abrió para sus monólogos internos, cavilando en esa historia que desde mucho antes los santos de Athena existían para proteger al mundo de la tiranía de los dioses. Donde era obvio que todos aquellos que pertenecían a esa legión se ganaban un pasaje gratis a una de las prisiones del inframundo, encarcelando sus almas rebeldes por osarse a levantarse contras las deidades.

Sólo el alma de Pegaso era la única que reencarnaba constantemente cada dos siglos, al igual que su diosa; era relevante preguntarse si la muerte de Hades provocara que todas las almas atrapadas en cocytos, regresaran nuevamente. A pesar que los anteriores asesinos de dioses no tenían memorias de sus anteriores vidas, seguían teniendo la esencia. Algo estaba ocurriendo en ese siglo que esa vez fuera diferente.

Por ese motivo le creía a Albafica su relato, porque no era el único que manifestaba esas estúpidas manifestaciones de muertes pasadas. Era indiscutible que el despertar de sus memorias doradas podría traer el paso que los pondría sobre sus enemigos, sin embargo, ¿cuántos podrían soportar esa realidad?

—Nosotros hemos repetidos la reencarnación por más de setecientos años —concluyó Manigoldo, llamando la atención de su compañero que seguía bajo él—. ¿No es nuestra vida como un parpadeo en el calendario cósmico o algo así? Y a pesar de eso, nunca revivimos nuestras vivencias. Quizás ahora, lo que en verdad está volviendo, no son nuestras vidas como ocurrió en un pasado, sino las memorias de aquel entonces. La falta de cosmos y la muerte del dios de mierda del inframundo puedan tener un enlace con todo eso.

Con un momento de análisis, Piscis comprendió lo que decía su compañero.

—Es poco probable, Manigoldo, ya he leído los registros y…

—Mira lo que obtuviste a cambio —lo interrumpió curveando las cejas—. Si leemos todo de nuevo, quizás podríamos recordar quienes fuimos y enlazarnos con el despertar del cosmos.

—¿Y si no? —cuestionó Albafica.

—¿Qué es lo que temes perder, por las bragas mojadas de las diosas? —trató de entender la tozudez de el pisciano al no querer verse reflejado en personajes antiguos—. ¿Tiempo? ¿O no quieres aceptar lo que fuiste?

—¿Qué te hace pensar que todo eso sea cierto y no una estimulación de mi cerebro ante esas lecturas?

—Porque no eres el único que ha sentido familiaridad ante ciertas cosas.

Buscando un recuerdo en el techo, Albafica no quiso discutir más ese tema. Haciendo que Manigoldo se reclinara a la idea de tomarle el rostro y depositarle un largo beso que le dio chispazo a sus cables cuando un insustancial gemido se ahogó en la boca que se estaba engullendo.

—Olvídalo, no hablemos de eso ahora —musitó, arrancando en cada letra una bocanada de aire—. Aprovechemos de lo poco que tenemos ahora…

—Manigoldo…—jadeó Piscis, recuperando la concentración de su propio cerebro, deslizando las manos sobre las de su compañero prodigando caricias en suspiros de ligeros roces—. Estoy cansado… —suspiró, deseando de regreso aquellos labios sobre los suyos—. Estoy exhausto de que mi pasado vuelva a estar en las calles, que posiblemente otro de siglos atrás quieran decirnos algo. Estoy cansado de eso, quiero estar aquí, en mi presente, contigo. No quiero mirar atrás, juré que no volvería a serlo, que no volvería a lamentarme y aún así…

Un fuerte abrazo se cernió sobre el cuello de Albafica que por un momento se olvidó de respirar, el oxígeno que le entraba le era tan soporífero y no era porque Cáncer imposibilitaba la tarea se sus pulmones. La realidad le restaba movilidad a sus pensamientos.

—Eso no importa —murmuró Manigoldo, con una sonrisa media que supo ocultar—. Acabamos de tener una gran confesión, viejas de río y vendedores de avena… Es lo más cursi que me has dicho.

Manteniendo su alegre expresión, Cáncer le pasó los dedos por las finas hebras celestes, regando besos suaves en el cuello y resbalarse por la dulce espalda plateada de ese santo tan deseado por tantos, y sólo uno lo tenía. Recordaba cuando tuvieron su primera vez, cuanto había pasado desde aquel momento para el que estaban hoy. Porque en aquel entonces no se le exigía nada a quien estaba siendo construido trozo por trozo, cuando se encontraron lo suficientemente destruidos, como para armarse por sí solos.

Tenerse como estaban, era como su ritual de curación, como la anestesia de mucha de las heridas que vivían en el día, y la razón era; porque dejaban de pensar. Dejaban todo a un lado para permitirse ser una sola entidad a la que ellos mismos adoraban.

Empezaron a darse besos, a correrse los cabellos, regalarse caricias y compartir la intimidad que ahora tenía. Albafica se irguió un poco para acordonar mejor a su compañero entre sus piernas, con sus uñas se aferrándose a ese torso simbólico, rociando ligeras y fijas marcas sobre lo que era suyo, mientras se deslizaban hacia abajo, ya sin la razón que no alcanzaba para justificar, no cuando la satisfacción le inundaba los sentidos.

La sensación le hizo olvidar la tormenta que se deshacía a fuera, el hecho de haberse escapado de sus horas de trabajo; todo lo desecharon, y su mundo se redujo a estar juntos.

—¿Recuerdas nuestra primera vez, Alba? —habló Manigoldo, a sabiendas que ambos podrían tener la misma evocación—. Fue aquí, y con una maldita lluvia.

Ladeando la cabeza en esa coincidencia mental, Piscis le acunó el rostro en respuesta a afirmativa a sus pensamientos.

—Lo estaba haciendo, precisamente. —Y lo atrajo a su cuerpo en una invitación silenciosa, altiva y arrogante tal cual era su nombre—. Cinco años, un parpadeo.

Continuará.

 

Notas finales:

Poco a poco se sigue desenvolviendo la trama en torno a nuestros protagonistas, donde en este cap y el siguiente serán especiales de romance entre ellos. Y futuramente tendremos apariciones de más personajes, recuerden que si mi inspiración no se acaba cada pareja tendrá su momento de brillar. Disculpen si ven errores, no me dediqué a echarle una ojeada, simplemente lo terminé y publiqué para que sepan que sigo viva(¿?) jajaja

La idea de la reencarnación vino por varias cosas: La primera, que como saben muchos dicen que a pesar de no ser canon, Shaka es la reencarnación de Asmita. Así como lo puede ser Camus con Dégel y Kardia con Milo, es decir, sus esencias. Ahora, la reencarnación de memorias pero sin perder la esencia de lo que son entonces, vino por el hermoso manga de D. Gray-man. Sólo que aquí lo tomé de diferente manera, y debo subrayar que tampoco es que son los mismos, sólo están teniendo pequeños destellos de memorias de quienes fueron. Por eso esto es un Semi-Au :3 Algo enredado, pero poco tendrán más detalles.

Aquí en este cap tenemos dos cosillas relevantes que no sé quienes se dieron cuenta:

1. La destrucción del pueblo de Mani (tal cual el anime cuando fue conseguido por Sage) adaptado acá.

2. El trauma de Alba-chan que esta vez tiene otro motivo que no es sangre xD

No me extenderé mucho, más porque ahora no tengo mucho que decir o mejor dicho no tengo tiempo para hacerlo así que cualquier duda, ya saben a dónde van. 


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