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EXTRAS por KeepKhanAndKlingOn

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Notas del capitulo:

Ya sabéis, a estas alturas, lo mucho que adoro a Lewis Carroll. He vuelto a releer sus libros, costumbre que procuraré no perder en lo que me reste de vida, y su espíritu se ha apoderado de mí; son cosas que pasan, no tiene la menor importancia.

Vemos, en este capítulo de EXTRAS, distintos momentos en la vida de uno de nuestros más queridos protagonistas: el sol de T'hy'la.

 

Y brillaba Jim siesteciente, *(a la hora de la siesta)

agiliscosos *(ágiles y viscosos) giroscaban *(giraban y excavaban) los limazones... *(animalillo inventado)

 

ALICIA, ES ALICIA UNA VEZ MÁS

 

                                                             Jim se golpeó la cabeza nada más entrar en la lanzadera. Le dolió bastante, recordaba haberse llevado la mano a la frente y comprobar que un buen chichón empezó a asomar casi de inmediato. Pero también recordaba haberse sentado junto a Bones y haberse presentado el uno al otro, haber charlado y compartido unos tragos de la petaca que éste le ofreció. Igual fue eso y no el golpe, o tal vez la combinación de ambas cosas. Lo que no lograba recordar, por más que se esforzara, era haber llegado hasta allí, fuera donde fuese que etaba. Lo único que tenía claro era estar hecho un verdadero lío.

 - James Tiberius Kirk, cadete recién graduado por la Academia de la Flota Estelar en San Francisco, terrícola, humano, color de ojos azul, color de pelo rubio oscuro. No, no puede ser. No hay en la lista de nuevos tripulantes ningún James T. Kirk que cuadre con esa descripción. Color de ojos avellana, puede... pero azul, amigo mío... Definitivamente no.

 - Oiga, mire usted mismo mis ojos ni no me cree.

 - Que los tengas azules y no negros, verdes o avellana, no prueba nada, amigo. Ni siquiera que seas mi amigo.

 - Entonces deje de llamarme así.

 - Dime entonces tu nombre y te llamaré de otra forma.

 - Ya lo he dicho antes: James Tiberius Kirk.

          El guardia de puertas se alejó con el pad en la mano, parecía contrariado y no dejaba de agitar la cabeza de un lado a otro mientras caminaba. Si aquel tipo se llamaba como decía llamarse, no debería tener los ojos azules. Ni debería ser un cadete recién graduado, o disponerse a embarcar por vez primera en la USS Enterprise. No, James T. Kirk tendría que estar en su puesto en el puente de mando: sentado en la silla de capitán. Pero eso sería si a las Parcas no les hubiera dado por enredar las madejas de hilo una vez más, retorciendo las hebras y entremezclándolas sin orden ni concierto.

 - Acompáñame, amigo. - Le ordenaba el soldado desde el interior de la cubierta A. - Iremos a ver a mi inmediato superior, el teniente Johnson, jefe de seguridad: él sabrá qué hacer contigo.

 - Un momento... ¿acaso estoy detenido por tener los ojos azules?

 - No es que sea un delito, no en general pero... en tu caso, que es el que debe interesarte, puede que sí lo sea.

          Nada parecía tener sentido, aun así Jim obedeció al soldado y lo siguió por el interminable pasillo a la búsqueda del señor Johnson. Pero al sobrepasar una puerta, automáticamente ésta se abrió; la curiosidad pudo más que el buen juicio y el joven Kirk asomó la cabeza por allí, dejando seguir solo al soldado que no se percató de aquel hecho, pasando los hombros, el cuerpo, los brazos y las piernas después, hasta estar por completo del otro lado.

 - Pero... ¿qué lugar es éste? - Se preguntó en voz alta. - No me parece que en las naves estelares haya jardines tan enormes y frondosos que casi podrían llamarse “bosque”.

          Y un bosque parecía extenderse sobre todo lo que abarcaba con la mirada. Altos árboles, densos arbustos, macizos de flores por todas partes y el rumor de una fuente no demasiado lejana. Jim oteó el horizonte y palpó el aire con las manos, había oído hablar de la realidad virtual holográfica pero todo le pareció demasiado real para estar hecho de ceros y unos por un ordenador. Las rosas olían a rosas, y eso no hay computadora capaz de simularlo.

 - ¿Quién eres tú y qué estás haciendo aquí?

          Jim se giró al oír la voz a su espalda pero, por mucho que mirase a uno y otro lado, no vio a nadie. Solamente unas pequeñas volutas de humo que ascendían desde la hierba hasta sus rodillas para disiparse allí poco a poco. Agachándose con mucho cuidado, procurando no pisar al ser que había dicho aquellas palabras, Jim fijó su vista sobre una seta de la que parecía provenir el humito.

 - Una oruga azul fumando de un narguile... - Murmuró al descubrir de dónde había salido la pregunta. - Vale, ahora sí que me he vuelto loco de verdad.

 - Quién soy yo y qué estoy haciendo no es relevante, el asunto es otro, no cambies de tema.

 - El asunto es que yo no he fumado nada para verte a ti, fumando y hablando como si tal cosa. - Gruñó Jim apoyando la mano derecha en el césped, la postura en cuclillas le estaba cansando. - ¿Dónde demonios estoy? ¿En el País de las Maravillas? Pues me he perdido al conejo blanco...

 - No sé de qué país me hablas. Y aún no has contestado: ¿quién eres tú y qué haces aquí?

          El rubio se sentó cruzando las piernas igual que un indio. Aquella conversación, por absurda y por lo testarudo que parecía ser su interlocutor, tenía pinta de ir a durar un buen rato. Jim sonrió con una mueca retorcida y tragó saliva antes de hablar.

 - Es imposible que te responda a la segunda parte de tu pregunta, porque sencillamente no sé dónde estoy. - Dijo cargado de razón. - Y respecto a la primera parte... ya me lo han preguntado antes, hará unos minutos, un soldado. Lo que le respondí no le pareció correcto y sólo porque tengo los ojos azules. ¿Puedes creerlo?

 - Yo puedo creer cualquier cosa si me lo propongo, ¿por quién me tomas?

 - Por la oruga de Alicia...

 - No conozco a ninguna Alicia como tampoco te conozco a ti. Lo cual me conduce de nuevo al principio: ¿quién eres tú?

 - Primero dime dónde estamos y luego te diré quién soy. - Intentó negociar el rubio.

 - Si el problema son tus ojos siempre puedes ponerte lentillas de otro color, he leído en una revista que muchas personas como tú lo hacen.

 - Lentillas... buen consejo, lo tendré en cuenta.

 - ¿Y con qué número lo harás? - Preguntó la oruga dando una buena chupada a la pipa de agua. - Uno... dos... tres...

          Conforme iba contando expulsaba el humo, dibujando con él la figurita de cada cifra que pronunciaba. Aquel prodigio dejó boquiabierto a Jim al menos hasta que el bichito azulado llegó al nueve. Entonces comprobó, no sin cierto alivio, que la oruga había desaparecido. No sabía si verdaderamente estaba en el País de las Maravillas que Alicia visitó siendo una niña, ni tampoco por qué el cuento con el que su madre le enseñó a leer se le había metido de golpe en la cabeza.

 - El golpe en la cabeza... - Se dijo a sí mismo poniéndose en pie en aquel claro del bosque. - ¡Eso ha debido ser! Estaré en la lanzadera, sobando, con la cara encima del hombro de ese médico tan simpático. ¿Cómo se llamaba? Espero no babear demasiado, qué vergüenza. ¡Y no soy un cadete recién graduado! Yo iba camino de San Francisco, a ingresar en la Academia precisamente, y eso sólo porque el pesado de Pike me desafió... y entonces conocí a ese doctor... ¿Cómo diablos se llamaba? ¡Bones! - Recordó al fin con alegría.

 - Sí, en los mismos huesos *(Bones, en inglés) me dejó. - Su nuevo amigo seguía quejándose de lo mal que le había ido con su último divorcio. - Oye, chico. ¿Te encuentras bien? Tienes mala cara. ¿No irás a vomitar? Yo puede que lo haga, te lo advierto.

 - Estoy bien... - Se apresuró a responder. - He debido quedarme dormido un momento.

          No había otra explicación. James T. Kirk, humano, ojos azules y pelo rubio, iba camino de convertirse en el próximo capitán de la USS Enterprise. Todavía no estaba demasiado familiarizado con las anomalías espacio-temporales, los universos paralelos y los viajes en el tiempo, así que achacó sus extrañas visiones a un caprichoso sueño y recordó, con suma nostalgia, su breve infancia perdida definitivamente tras la muerte de su madre. Alicia era, por muchas razones, su libro favorito. El conejo, la oruga azul, el sombrerero loco y la liebre de marzo, siempre le acompañarían allá donde fuese su imaginación.

 

 

                                         Años más tarde, estando embarazado de Amy, llegó a sus manos un ejemplar del cuento infantil de Lewis Carroll repleto de bellísimas ilustraciones que le cautivaron. Fue una de las primeras cosas que colocó en el antiguo dormitorio de Spock, junto con la cuna que Sulu y Scott les regalaron, a partir de entonces lo utilizarían como cuarto para el bebé.

 - Ahí, sobre la mesita de noche. - Se decía a sí mismo el capitán del Enterprise disfrutando de su baja por “embarazo psicológico”. - Así podré leerte las aventuras de Alicia mientras te mezo y aguardo a que el sueño te venza. Serás una niña buena y no llorarás demasiado, ¿verdad?

          Acariciándose el vientre plano echó de menos sentir a su hija allí dentro, tal y como la había sentido en el planeta Metafisto. Jim se dejó caer sobre la estrecha cama junto a la cuna y, como cualquier embarazada haría, soñó despierto con su pequeño bebé. Imaginó a su niña con orejitas vulcanas y el pelo negro, como su papá, con los ojos muy abiertos y espabilados... azules, los tendría como él. Y le miraría con atención la boca cuando leyese para ella... «¿Quién eres tú? - Preguntó la oruga.»

 - ¿Quién eres tú? - Se preguntó a sí mismo delante del espejo del lavabo. Tuvo que abofetearse para despertar del todo.

 - Eres el capitán James T. Kirk, hijo del que fue también capitán, George Kirk, cuyo nombre tu hijo dará a su hijo. ¿Eres capaz de seguirme o voy demasiado rápido para ti?

          La voz a su espalda correspondía a un tipo bajito y flacucho cuya escasa estatura era compensada, y con creces, por un estilizado sombrero de copa. El desconocido echó a andar en dirección al bosque y Jim, una vez más sintiéndose parte de su propio sueño, decidió seguirlo.

 - ¡Veo que sí eres capaz! - Murmuró el tipo del sombrero apretando el paso. - ¿Qué hora tienes? ¿Es ya martes o miércoles tal vez?

 - Eso son dos preguntas y tú aún no te has presentado.

 - Pero si ya nos conocemos, Jim. Estuviste aquí siendo niño, ¿no lo recuerdas?

 - Puede que esa sea la explicación pero no la solución.

 - A ver, capitán. - El desconocido se giró de golpe sobre sus talones echándole un buen vistazo directamente a los ojos, para lo cual tuvo que ponerse de puntillas. - ¿En qué se parece un cuervo a un escritorio?

 - ¡Mierda! - Exclamó el rubio. - ¿Alicia en el País de las Maravillas otra vez? Igual debería dejar de leer ese maldito libro.

 - Un cuervo se parece a un escritorio en una mierda, lo pensaré. - Dijo el sombrerero loco, pues no podía ser otro aquel tipo, volviéndose de nuevo y caminando más aprisa que antes.

 - ¡Espera! ¡Tengo que volver a casa... digo al Enterprise! - Le gritó Jim al ver cómo se alejaba, por mucho que intentase correr sus pies no se movían del sitio. - Puede que me encuentre de baja pero sigo siendo el capitán, he de regresar...

 - ¡Lo pensaré, Jim! - Le gritó el otro perdido ya de su vista.

 - ¿Cómo salgo de aquí? - Se dijo en voz alta creyéndose a solas.

 - Eso depende de para qué hayas venido, habiendo sido por tu voluntad, que si no lo ha sido debieras dejar de pensar y mejor irte, ¿no crees? - Dijo alguien sobre su cabeza.

          Al momento se formó en el aire una sonrisa que le resultó familiar, seguida de unos bigotes y unas orejas, rematado todo con un largo rabo al final del cuerpo.

 - ¡El gato de Cheshire! - Exclamó Jim boquiabierto. - El que faltaba...

 - ¿Faltaba? Lamento no haber aparecido antes, no lo creí oportuno.

 - Oye, minino, necesito salir de aquí ya.

 - ¿Y a qué esperas? ¿Un salvoconducto real? Pues ándate con ojo, la muy chiflada puede ordenar que te corten la cabeza. - Bromeó el gato.

 - Estupendo, total la tengo llena de pájaros, no se perdería demasiado. - Farfulló entre dientes, mirando a su alrededor por si encontraba algo parecido a un camino.

 - ¿Pájaros dices? ¡Tengo hambre, dame uno!

          El enorme gato de Chesire, cuya perenne sonrisa se mostró más fiera que nunca y repleta de afilados dientes, de un salto dejó la rama del árbol que le sostenía y apareció a cuatro patas a los pies de Jim. Éste, asustado, retrocedió un par de pasos con la mala fortuna de tropezar en unas raíces que sobresalían de la tierra, cayendo de culo al instante.

 - ¡Ay! ¡El bebé! - Gritó llevándose las manos al vacío vientre, como si realmente Amy estuviera allí dentro.

 - ¿Estás bien, mi t'hy'la? - La voz de Spock, suave y rasposa a su lado, le trajo de vuelta del inquieto sueño.

 - Sí, mi amor. - Respondió meloso, enganchándose a su cuello y dejándose tomar entre sus brazos. - Estaba pensando en la niña, en cómo voy a leerle el cuento de Alicia para que se duerma...

 - Y tú mismo te quedaste dormido. - Remató Spock con dulzura. - Últimamente echas muchas siestas, Jim.

 - ¡Oye! - Se quejó el rubio ofendido por el comentario. - ¡Que estoy fabricando un nuevo ser! Puede que no tenga al bebé en mi interior pero estoy unido a ella, ya lo sabes, y eso consume mucha energía. Bones dice que es normal que duerma tanto.

 - Si el doctor McCoy así lo dice, será cierto. - Afirmó el vulcano dejando a su esposo sobre el lecho de matrimonio en su camarote. - ¿Quieres que te arrope?

 - No, ahora no quiero dormir más. - Refunfuñó cruzándose de brazos. - Tengo hambre, quiero sopa plomeek. - Y con un ademán de su mano que parecía ser más una orden que otra cosa, añadió: - Ve a buscarme un cuenco.

          A Spock no le importó que fuesen más de las nueve de la noche y que él mismo, recién terminado su doble turno de trabajo, todavía no hubiese cenado; como tampoco le importó que Uhura se burlase de él cuando le vio llevando la bandeja con la sopa por la cubierta de oficiales, camino del camarote del capitán.

 - ¿Sopita para tu maridito? Tienes que cuidar bien de él, va a ser mamá... - Le dijo socarrona.

          No le importaba que Jim a veces le hablase de aquel modo, casi dando órdenes, ni que durmiese tantas horas o que estuviera agotando los suministros de sopa plomeek de la nave, últimamente era todo lo que consentía comer. A Spock, lo único que de verdad le importaba era averiguar dónde estaba su ko-fu *(hija) y cómo iba él a arreglárselas para ponerla en brazos de Jim cuando llegase el momento.

 - No lo sé, duende. ¡Por el amor de Dios! - El doctor McCoy básicamente siempre juraba igual. - ¡Soy médico, no adivino! No tengo ni idea de qué ocurrirá cuando el tiempo de... el tiempo de...

 - Sudef-wak. *(gestación) – Ayudó el vulcano a pronunciar la complicada palabra al médico.

 - ¡No sé lo que va a pasar con Jim! - Gritó éste desesperado, irritándose aún más al ver la cara impertérrita de su amigo delante de él. - Pero sí sé que querrá tener a su bebé, Spock... ¡Y de eso debes ocuparte tú!

          No, al vulcano no le importó que Jim relamiese el cuenco vacío sin darle una cucharadita siquiera, ni que aquel fuese el último tazón de sopa plomeek en toda la nave, a menos que Christine se compadeciese de él y volviera a prepararle una olla. La enfermera era la única a bordo que conocía la receta original. Spock siguió un buen rato sentado junto a su marido en la cama de matrimonio, oyéndole hablar de sus sueños con los personajes de Carroll que parecían pulular siempre por su imaginación. Oyéndole sí, pero no escuchándole. Una sola frase daba vueltas en su mente.

 - ¿Cómo lo harás, Spock, cómo vas a conseguir al kan-bu? *(bebé) – Se preguntaba una y otra vez.

 

                      Si en aquellos días el doctor McCoy era todo gritos, su amigo Scott era todo comprensión. Más de una tarde el vulcano acudía a la sala de máquinas para contarle sus preocupaciones al ingeniero que, en silencio y con una tensa sonrisa mientras trabajaba, le prestaba toda la atención que podía.

 - Sería más sencillo si te dejases llevar, Spock. - Le comentó el escocés con su duro acento en más de una ocasión. - Sólo necesitas un guía, cuando llegue el momento lo tendrás. ¿Por qué no había de ser así? Tú confía, hombre... confía y ya está. - Terminaba siempre sonriendo y dándole una amistosa palmada en la espalda.

          Pero la mayoría de las tardes, Spock se entretenía vagando por los pasillos de la cubierta de suboficiales, saludando de manera distraída a aquellos con los que se encontraba. Como los tenientes Sulu y Riley, que regresaban del gimnasio algo acalorados y sudorosos.

 - No está chiflado, tú no lo entiendes, es que es ruso.

 - Y yo irlandés, no te digo... ¡Que sea ruso no explica lo de esos ataques tan raros que le dan!

 - Es un genio, a veces es tímido, sólo eso.

 - Tímido dice... ¡Está como una regadera! Eso de que oye voces... ¿no te dice nada?

 - Tiene un vínculo especial con la hija del capitán, no creo que se trate de ninguna locura.

 - ¿Hablan ustedes de Chekov? - Preguntó el vulcano acercándose a ambos por detrás.

 - ¡Señor! - Exclamó Sulu sorprendido. - No sabía que estuviera usted aquí.

 - El chico se ha vuelto loco de atar, créame señor Spock... - Se apresuró a argumentar el irlandés antes de que su amigo le diera un codazo. - Ahora dice que oye a su supuesta hija, señor, que la escucha en su cabeza. ¿No le parece prueba suficiente? ¡Ay! - Codazo que acabó llevándose.

 - Mi esposo también la escucha, teniente Riley. - Dijo cruzando las manos a su espalda, con absoluta naturalidad vulcana. - ¿Sugiere usted acaso que el capitán está loco?

 - Kevin no ha dicho eso, Spock. - Intervino Sulu viendo a su amigo ponerse cada vez más colorado. - Ninguno de nosotros duda de las capacidades mentales del capitán o de ningún otro miembro de la tripulación.

 - Salvo Chekov, claro está. - Añadió Riley encogiéndose de hombros.

 - ¡Ya está bien! - Exclamó el japonés elevando el tono. - Pavel no se ha vuelto loco, sintió algo especial cuando rozó el vientre hinchado del capitán y conectó mentalmente con el bebé. ¡No creo que un irlandés borracho como tú entienda nada en absoluto acerca de mística vulcana!

          Dicho lo cual, el piloto giró sobre sus propios talones y emprendió el camino a su camarote con sonoras zancadas. Riley se quedó pasmado ante la salida de su amigo pero, considerándola una mera expresión de la frustración que Sulu debía sentir por no tener al ruso, pues según creía él, al japonés no podía sentarle nada bien que la hija del capitán fuese la futura “t'hy'la” del muchacho, no le dio importancia y lo dejó correr. Al fin y al cabo era irlandés y bastante borracho, Sulu no había errado en eso.

 - Si me disculpa, comandante Spock, llego tarde a una cita con Juanito Caminante... - Murmuró Riley con una sonrisa marchándose después a su habitación.

          El vulcano se quedó allí parado un momento, sopesando los hechos una vez más. Dándole vueltas y más vueltas al mismo asunto, ¿cómo conseguir el kan-bu? *(bebé) Igual todos tenían razón: McCoy en que debía ser él y no otro quien se ocupara de esa misión; Scott en que debía confiar y un guía le llevaría hasta la pequeña; Riley en que Chekov se había vuelto loco y Sulu en lo de la mística vulcana. El poder del tel *(vínculo) no debía ser puesto en duda, confiaría en eso.

 - Jim... ¿conoces a algún tripulante llamado Juanito Caminante? - Le preguntó aquella misma noche mientras le abrazaba en la cama, haciéndole entrar en calor.

 - Pues claro, un gran tipo... - Rió el rubio entre dientes. - Aunque a mí me cae mejor Macallan, ya sabes.

 - ¡Johnnie Walker! - Spock al fin cayó en la cuenta de quién era el misterioso amigo del teniente Riley. - No, si Sulu va a tener razón en todo. - Murmuró soltando una ligera carcajada que sacudió el cuerpo de su esposo apretado al suyo.

 - Mi amor... - Jim se giró para mirarle a los ojos, ahogando los negros pozos de los de Spock en su intensa y brillante luz azul. Parecía preocupado.

 - Todo irá bien, mi t'hy'la. - Susurró en su mente al tiempo que le besaba la jugosa boca. - Todo irá bien... - Repitió una vez más.

          Afortunadamente todo salió bien. Llegado el momento Spock tuvo a su guía en el chiflado de Chekov, quien le ayudó hasta el punto de procurarle una espada cuando más la necesitaba. El vulcano luchó por su familia y venció al minotauro, consiguiendo así rescatar a su bebé de la Nave Oscura. Y Kevin Riley celebró aquello como todos los demás, compartiendo su provisión de “juanitos caminantes” con sus queridos compañeros.

 

 

                                       A pesar de lo que pudieran pensar los demás, el inspector Kirk, de Inteligencia, decidió tomarse el día libre. No dijo una palabra a nadie al respecto, excepto al almirante Duke, su jefe; quería la casa para él solito. Por la mañana despidió a Spock que, de camino a su puesto como Director del departamento científico de la Academia, se llevó como cada día a Amy para dejarla en la escuela, y aguantó que el vulcano le recriminase que iba a llegar tarde al Cuartel General si no se vestía de una vez. Lo hizo estoicamente, sin un suspiro siquiera. Sin chistar dejó que su marido comentase con la niña, delante de sus narices, que la falta de puntualidad era algo muy feo, propio de los humanos e impropio en los vulcanos, y que no debía tomarla por costumbre. Le importó un pimiento frito. Lo mismo que le importó la carcajada de Peter que bajaba las escaleras listo para irse, con el gracioso de su querido tío Spock, a la Academia. Una vez se cerró la puerta, todo eso no le importó lo más mínimo.

          Lo primero que hizo fue llenar un bol de cereales y leche, dispuesto a desayunar en el sofá. Sentándose en su precioso chester, tomó de la mesita el mando del monitor grande del salón, listo para ver una de las reliquias con las que contaba en su valiosa filmoteca: Dos hombres y un destino. Una película de su amado siglo veinte que, por el título y las caras de los guapos protagonistas, llamó su atención de inmediato entre los cientos de registros del catálogo, viéndose obligado a adquirirla sin consultar siquiera la sinopsis. Jim estaba seguro de que le iba a gustar.

          Y lo hizo, le encantó. Aunque el destino de aquellos dos guapos ladrones de bancos fuese tan terrible y nada tuviera que ver con sus románticas expectativas: lo tipos no llegaron a besarse ni una sola vez, y eso que tuvieron numerosas ocasiones para hacerlo. Jim se secaba las lágrimas viendo pasar los créditos sobre la foto fija, los disparos de antes le hicieron estremecer.

 - ¡No llores más, grandullón, o formarás un océano! - Gritó una vocecilla desde abajo.

          Jim miró hacia la alfombra esperando no ver un maldito bicho parlante, pero es que la alfombra no estaba allí, ya no. El rubio abrió la boca al encontrarse de repente en mitad de un bosque. La voz que había escuchado era la de un diminuto ratón que le miraba preocupado y empapado por las lágrimas que habían caído desde sus mejillas. Ya había allí un buen charco, el animalito no iba desencaminado. Lo cual llevó a Jim a formular una pregunta:

 - ¿Me podrías indicar, por favor, hacia dónde tengo que ir desde aquí?

 - Eso depende de adónde quieras llegar. – Contestó el ratón.

          La respuesta del animalejo le hizo reír, le recordaba a las frases que Alicia y el gato de Chesire intercambiaron cuando ella le pidió lo mismo: que le indicase el camino.

 - Está bien, y ahora yo digo eso de: “a mí no me importa demasiado adónde... siempre que llegue a alguna parte”.

 - En ese caso da igual hacia dónde vayas. - Confirmó el ratón las sospechas del rubio al seguir el diálogo de Carroll. - Siempre llegarás a alguna parte...

 - Si camino lo bastante, sí... ya sé. - Murmuró terminando la frase del ratón, como haría un auténtico sabelotodo.

 - Y si ya lo sabes ¿para qué preguntas? - Dijo algo irritado el roedor. - ¡Menuda pérdida de tiempo!

 - Por lo menos he dejado de llorar. - Arguyó Jim en su propia defensa. - Ni siquiera me acuerdo de por qué estaba llorando.

 - ¡Será porque eres un infeliz! - Le espetó el animalito con insolencia, sacudiendo el cuerpo para deshacerse del agua entre el pelaje y salpicándolo todo alrededor.

 - ¡No, en absoluto! Soy un tipo de lo más feliz. Tengo una casa que me gusta, un esposo al que amo, una hija a la que adoro... un trabajo importante, amigos, grandes amigos...

 - ¿Cómo de grandes?

 - Más o menos de mi tamaño.

 - Entonces no son tan grandes. Yo soy amigo de un grifo.

 - Y yo de la ducha.

 - ¿Es La Ducha más grande que un grifo?

          Como aquella conversación no parecía llevar a ninguna parte y lo que Jim deseaba era regresar a casa, a pasar el día consigo mismo haraganeando y sin hacer nada, el rubio se pellizcó en un brazo hasta despertar de su sueño. Levantándose perezosamente del chester, se fue a la cocina a prepararse una buena taza de café que bebió a sorbos muy despacito, disfrutando de su felicidad a solas durante un buen rato. Al menos hasta que Chekov apareció dando golpecitos al cristal de la ventana que daba al jardín.

 - ¿Qué haces tú aquí, mi niño? - Le preguntó con una dulce sonrisa. - Te aburres, ¿verdad? - El joven se encogió de hombros y asintió. - Anda, pasa... juguemos una partida de ajedrez. - Añadió abriéndole la puerta de la cocina.

          Pavel se aburría, era cierto. No tenía trabajo y Sulu, su compañero de piso, sí. Cuando cada mañana le veía marcharse a la Academia, donde el japonés ejercía como instructor de vuelo, el ruso se devanaba los sesos acerca de cómo hacer pasar las siguientes horas, como si fuese cosa suya y no del propio tiempo. Y cuando el diablo se aburre... mata moscas con el rabo.

 - Jim... he estado pensando en hasserme inspesss... inspenss... en trabajar como tú para Inteligenssia. ¿Qué opinas? - Preguntó distraído mientras ordenaban las piezas sobre el tablero tridimensional.

 - ¿Blancas o negras?

 - Blancos y negros, con pollitos... - Respondió describiendo su ropa interior. - Pero sal tú, a ver si así tomas ventaja.

          Jim se adjudicó las blancas con una sonrisa de medio lado, las bromas de su niño siempre le hacían reír. ¿Sería cierto lo de los calzoncillos de pollitos? Eso tendría que comprobarlo más tarde. De momento se concentró en la partida, dejando que el chico hablase sin parar. Aunque no era un Kirk, la verborrea de Chekov no se quedaba atrás.

 - Estoy harto de esperar, Jim. Paresse que toda mi vida sea eso ahora mismo: una larga y aburrida espera. Esperar a que salga un puesto para mí en la Academia y dedicarme a la enseñanssa... ¿Sabes lo que moy papa *(mi padre) solía dessir de los que enseñan? Pues me dessía: “Moy syn, *(hijo mío) los que saben hasser las cosas, las hassen; los que no saben, enseñan a hasserlas; los que no saben enseñar enseñan a los que enseñan, y los que no saben enseñar a los que enseñan se meten en política”. Eso dessía Anton Pavlovich Chekov. ¿No crees que tenía mucha rassón?

 - Jaque mate. - Sentenció Jim con un limpio movimiento de su reina. - ¡Genio mío! No estás en tu mejor momento, ¿verdad?

          Pavel tuvo que soportar que su ex-capitán le sentara sobre las rodillas, tiró de él con tanta fuerza que no pudo oponer resistencia. Le revolvía los rizos de la frente a la par que soltaba una fuerte carcajada, sacudiendo así todo su cuerpo.

 - Todo acaba pasando, cariño. - Le decía aún riéndose el rubio, dejando de enredarle el pelo para desenredárselo ahora entre los dedos. - Te reirás de esto algún día, probablemente junto a tu esposa Amy.

 - Y Khan, él también estará.

 - ¡Pues claro que estará! - Afirmó rotundo, levantándolo de su regazo con un empujón y una sonora palmetada en las nalgas del ruso.

 - Yebat! *(joder) – Exclamó Pavel quejándose por el azote. - ¿Qué hasses, Jim? Niet! *(no) ¡Déjame en pass! Pazhalsta! *(por favor)

          Pero por más que gritase, el muchacho poco o nada podía hacer contra la mayor estatura y corpulencia de Jim. El rubio no paró hasta conseguir bajarle un palmo los pantalones, dejando así a la vista su ridícula ropa interior.

 - ¡Son un regalo de Sulu! - Protestó Pavel subiéndose el pantalón hasta la cintura y apretando la correa un agujero más, desde su regreso a la Tierra no había dejado de perder peso. - Le gustan los pollitos.

 - ¿Y a quién no? Ah, no importa... - Murmuró Jim abandonando las burlas al instante y secándose las lágrimas que la risa había posado en las comisuras de sus párpados. - Estaréis tú, mi hija Amy, vuestro amado Khan y... tu Sulu. - Pensó para sí mismo preocupado por lo que el tiempo podría acabar colocando en su lugar pero, sobre todo, lamentando el aspecto de sombra de sí mismo que iba adoptando su joven amigo entre tanto duraba aquella obligada espera, sabiendo de su oscuro dolor por la ausencia del sobrehumano. - Eh... ¿quieres la revancha? - Le preguntó señalando el ajedrez.

 - Da! *(sí) Pero esta vess yo salgo con blancas, se acabó darte ventaja, suegro. - Bromeó regresando ambos a sus asientos, frente a frente en la mesa de la cocina.

           Esta partida la ganaría Pavel, el joven procuró mantener el pico cerrado durante todo el enfrentamiento. A Jim, sin embargo, la mente se le atragantaba con tantas posibilidades. Tal vez Sulu acabaría conociendo a alguien y formando su propia familia; no pudo desearle nada mejor, la verdad.

          Era uno de sus “más grandes amigos”, como le gustaba llamar a su familia del Enterprise. El japonés había arriesgado su vida mil veces junto a él, codo con codo, jugándose la piel por su capitán si era preciso. Como aquella ocasión en la que ambos estuvieron a punto de palmarla igual que un par de bichos estrellados contra el parabrisas del coche, cayendo sin paracaídas desde la plataforma que Nero utilizó para destruir Vulcano. Y fue Pavel, su niño, su genio ruso, quien les salvó a los dos de una muerte segura haciendo verdaderas virguerías con el teletransportador. Antes incluso de recuperar el aliento, al japonés se le escaparon aquellas palabras: “watashi no bara...” Las exhaló desde lo más hondo de su alma.

          En aquel momento Jim tenía el estómago en la garganta y acababa de ver pasar toda su maldita vida por delante de sus ojos. Si su compañero, con quien había compartido experiencia, susurró aquello en su lengua materna sin importarle que él estuviera escuchando, Jim no iba a quedarse sin saber qué demonios significaba.

 - Mi rosa. - Le acabó traduciendo la teniente Uhura, visiblemente irritada por lo absurdo de la pregunta y deseando quedarse a solas con su novio en el turboascensor. - ¡El planeta Vulcano ha sido destruido! La madre de Spock ha muerto y tú quieres aprender... ¿japonés o jardinería?

 - A lo mejor las dos cosas. - Protestó bajando la cabeza, la furia en los ojos de la morena le quemaba la piel. - O puede que ninguna...

          El caso es que Sulu, habiendo sobrevivido a la muerte gracias a la extraordinaria habilidad de su joven amigo ruso, dijo exactamente aquello: “mi rosa”. Ahora Jim sabía muy bien que el vínculo que unía a Khan, Pavel y Amy, era imposible de romper. Tarde o temprano los tres terminarían juntos. Pero, ¿qué sería entonces de su gran amigo Sulu? ¿Encontraría el jardinero japonés otra rosa de la que ocuparse?

 - Jaque mate, capitán. - Pronunció con satisfacción Pavel poniéndose en pie y echando un bailecillo delante del tablero tridimensional en la cocina.

 - Watashi no bara... *(mi rosa) – Susurró Jim sin que el muchacho llegase a escucharle.

 

                           Habrían de pasar años hasta que Sulu volviese a murmurar aquellas palabras a oídos de Jim, materializándose otra vez ambos a la par, ahora en el puente de la Katyusha. “Watashi no bara...” exhaló antes de que apareciese Khan y así, solamente el rubio pudo oírlo. Su amada rosa había sido arrancada delante de sus ojos. Por suerte, el disparo a la cabeza de Pavel no resultó letal, el genio salió adelante y pudo contarlo. ¿Y con qué número lo hizo? Uno, dos... tal vez tres.

 

 - A lists... *(una liza, en inglés suena como Alice) - Se dijo James T. Kirk segundos antes de su propia muerte. Habían transcurrido muchos más años desde su viaje al siglo veinte. Toda una vida llena de nietos y biznietos.

 - ¿Cómo dices, mi t'hy'la? - Le preguntó entre sueños Spock sin girarse para mirarlo por última vez, los dos acostados en la enorme cama “kling-size” medio vacía desde que perdieran a Bones.

 - Alicia... - Repitió el anciano ex-almirante sintiendo que su corazón se detenía. - Es Alicia una vez más... *(Alice, it's a lists one more time: es una liza una vez más)

 - ¿Jim?

          La dulce voz de Spock al pronunciar el nombre de su sa-telsu, *(esposo) ya no obtuvo respuesta.

 

Notas finales:

Lesek t'hyle, dif-tor heh smusma.


- Si conocieras al Tiempo tan bien como lo conozco yo, - dijo el Sombrerero - no hablarías de matarlo. ¡El Tiempo es todo un personaje!


-Lewis Carroll-


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