Billie me había dado todo de él. Sus sonrisas más sinceras, esas que le iluminaban los cachetes paliduchos cuando sus hoyuelos se formaban. Sus llantos, que dejaban ver lo destrozado que estaba y lo que me enseñaba que sólo yo podía sacarlo de su abismo. Sus rabietas, cuando algo no funcionaba como él quería y enojado rompía los inocentes equipos que clamaban una piedad muda, porque de los actos de aquel muchacho ellos no tenían culpa alguna. Sus secretos, como cuando mencionó su adicción.
Sin embargo, no voy a mencionar que a pesar de conocer cada detalle, cada gesto y reacción, nunca pude ayudarlo. Saltaré el hecho de que jamás tuve la suficiente luz para crear aquel arcoíris después de su lluvia. Porque, para empezar, esta nunca cesó. Porque yo sólo me quedaba a su lado, en esa mierda a la que llamábamos habitación compartida, viendo como se inyectaba gramos de locura conmigo como espectador principal. Era de esos actos desagradables, pero quizá fue por el morbo que no me fui de su lado, luego de convencerme que mi ayuda no serviría de nada. Porque nunca lo intenté más de una vez.
—Mi-ke.— El peso del cuerpo ajeno cae sobre mis piernas y Bill se ríe, demasiado. Realmente, no negaré el asco que me daba verlo con la vista perdida y la risa estúpida tatuada en sus labios. No lo negaré porque tampoco hacía nada para con aquel rubio de párpados caídos y la existencia resumida. Su aliento se pudría más con cada beso, pero yo estaba muy concentrado en las mariposas invernales como para decirle qué tan incorrecto era lo que hacíamos. Prefería ver cómo se le hinchaban los labios y ladeaba la cabeza sin entender más de la mitad de lo que hablaba.
Tenía veinticinco años y la ansiedad salía por cada poro de su piel. Tenía tatuados recuerdos grotescos y amistades de papel. Tenía su derecho a querer desaparecer. Y yo, una obligación que nunca pude cumplirle.
Sin embargo y a pesar de todo, aquel condenado me quería. Y yo a él. Porque nunca dejé de verlo con ojos amistosos a pesar de lo jodido que pudiese estar. A pesar de que le estaba ayudando a dirigir su vida a una miseria peor que en la que estábamos.
Fue en uno de esos días sin mes ni año, cuando las nubes anunciaban tormenta sobre su cabeza, que Billie tuvo su primer colapso. Y si me sentí una mierda, es porque eso era. Saltaré las infernales horas en el frío hospital, donde las polillas se burlaban de aquel que se había pasar por un gran amigo. De aquel que no sabía cómo cuidar de lo más preciado que alguna vez pudo tener.
Pero había vuelto y con él los problemas. Cada vez que aspiraba sueños y la demencia volvía a correr por sus venas. Cada vez que bebía hasta rogarme que no lo dejara solo, que era lo único que tenía, porque no podía volver a casa. Que lo besara, y sólo en carnalidades pude cumplir promesas, porque quizá estaba demasiado joven, y él demasiado roto.