Una obsesión o como yo hubiera gustado decirlo una atracción o curiosidad.
No supe ni cómo ni cómo ni cuándo, pero de alguna manera comenzó a sucederme, fue quizá el haber crecido en un ambiente en el cuál la escases de alimento era algo común; un pequeño pueblo que sufrió las consecuencias de la guerra, y las grandes ciudades se volvieron el centro de mi rabia y odio.
Como cualquier madre, la mía me obligó a ir a la mejor escuela que nuestros pobres ingresos le pudieran pagar, y en verdad destetaba ese lugar, ver niños sanos y regordetes me hacía envidiarlos y verlos como viles cerdos que pudieran ser cocinados y servidos en la mesa de mi casa o de cualquier hogar del país. Para mí algo simplemente apetecible.
No pasaron ni dos años de que aquel alboroto entre países comenzó para que a mi familia llegara la fatídica noticia de que mi padre había muerto en combate, jamás podre borrar la vacía y afligida mirada de mi progenitora. La única que de verdad se había interesado en mi persona. La hambruna se intensifico y mis dos comidas diarias se redujeron a solo una por día, y aún así para mi escasa suerte pude graduarme del infierno que represento la escuela, aunque debido al poco alimento que consumía, mi anatomía termino por hacerme parecer un débil y escuálido muchacho de veinte años.
Gracias a todo tipo de esfuerzos, mi humilde madre me pudo enviar a la universidad, y aún en mi mente tengo tan presente las palabras que me dijo el día que nos despedimos "Vuélvete una persona que valga la pena recordar" Para su fortuna la pobre murió antes de saber las atrocidades que cometería.
Llegué a París para comenzar mis estudios en literatura, y fue ahí donde lo conocí, al culpable de mi crimen, a mi musa de delitos a la única persona que le entregué mi ser, pero que para yo poseer el suyo tuve que arrebatárselo de a la fuerza.
Su nombre era Mikaela Serkin, tenía la misma edad que yo, pero el venia de las escondidas y heladas tierras de Rusia, de cabellos rubios, ojos azules de un azul tan hermoso que jamás se borraran de mi memoria, su piel era blanca como la porcelana, y si lo tuviera que haber descrito en una palabra sería la de un ángel. Era una persona sumamente encantadora, no pude evitar sentir aquella prohibida y mortal atracción.
Aún recuerdo como solía tratarme, como si fuera el tesoro más valioso sobre la tierra. Y el último recuerdo que tengo de él (además de sus ojos) era el sabor de su sangre y su carne entre mis fauces. Recuerdo aquel dulce y exquisito sabor entre mis papilas gustativas y el cómo llegue a hacer tal cosa.
Llegó a mi casa como cualquiera día en el que hubiéramos programado una cita, cenamos como cualquiera día normal, y lo hicimos como si nunca lo hubiéramos hecho antes, y aún recuerdo su suave voz jadeando mi nombre como si fuera la primera vez que lo hacía. Pero mientras el dormitaba de la manera más tranquila y pacífica, yo me preparaba para gozar el verdadero banquete.
Nunca supo lo que le pasó, simplemente el haber estado dormido le otorgo una muerte totalmente pacifica, recuerdo haber cortado la mayor carne posible y que su corazón era de un sabor de lo más exótico. Sus restos se perdieron en una maleta que lance tiempo después al bosque, que para mi mala suerte fue encontrada solo una semana después por un par de fisgones que caminaban en el lugar.
Fui arrestado y ahora escribo esta anécdota en una celda en una prisión de máxima seguridad escondida en lo más recóndito de París.
Yuichiro Hyakuya, 66 años, caníbal.