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La miserable compañía del amor. por CieloCaido

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  Capítulo 12: Naturalmente cruel.


Aquella mañana, cuando abrí los ojos, me encontré nuevamente con aquel techo desconocido. Me hallaba otra vez en la casa de Marcela y nuevamente desconocía cómo había ido a parar allí. Di un hondo suspiro antes de sentarme en la orilla de la cama y frotarme la sien con cansancio. Todo era un desastre, cometía un error tras otro. Me sentía como el peor de los desgraciados, pues lo que había hecho era una cosa terrible, algo imperdonable.


Mi cabeza no era capaz de pensar en otra cosa que en Luzbel. Me arrepentía de haberme inmiscuido en su vida, de no ser capaz de ignorarlo. Me arrepentía de haberlo dañado... Quizás si me hubiera ido cuando él dijo que era un prostituto, las cosas no hubiesen resultado tan mal. Pero era demasiado tarde para lamentarme. Lo hecho, hecho estaba. Él me había lastimado a mí y yo lo había lastimado a él. Ambos enterramos un puñal en el corazón del otro.


—Hice daño y me hicieron daño... —murmuré desalentado.


Reconocía que me había dejado llevar por la rabia y celos. Ambos son sentimientos muy oscuros y perversos que llevan a la gente a cometer locuras. Dicen que para eso somos humanos: para cometer locuras, sin embargo, yo pienso que hay algunas que están permitidas y otras no. Hay locuras hermosas que permiten encontrar el oasis en medio del desierto, y otras que te llevan a la boca del infierno.


Suspiré otra vez... El durmiente de la otra cama se movió y las sabanas produjeron un sonido tenue que me alertó. Miré la cama contigua y fue entonces cuando me encontré unos ojos muy azules. Respingué, pues no esperaba que estuviera despierto, y me pregunté cuánto tiempo aquellos ojos habían estado observándome.


El muchacho permanecía acostado en su cama, muy quieto y con los ojos fijos en mí. Hizo un gesto con la mano que yo interpreté como un saludo.


—Hola —dije tímidamente.


El joven tenía su cabello rubio revuelto, pero su cara no parecía nada soñolienta. Supuse que llevaba mucho rato despierto y que tenía flojera de levantarse. Se sentó perezosamente en la cama y siguió contemplándome, esta vez hizo varios gestos con la mano, sin embargo, yo estaba algo oxidado con eso del lenguaje de señas


— Lo siento, no entendí lo qué quisiste decirme.


El muchacho rodó los ojos, exasperado y volvió a hacer los gestos, esta vez fue un poco más despacio y yo tuve que buscar en un cajón olvidado el significado de aquellas señas.


"¿Por qué estás aquí?" era lo que me preguntaba.


Me quedé un poco turbado por su pregunta tan directa.


—Quería ayudar a alguien, pero...—bajé la vista y el chico se ladeó un poco, buscando mis ojos y mi atención


"¿...La cagaste?" preguntó con cautela. Yo asentí, apesadumbrado. "¿Querías ayudar a Luzbel?" volvió a inquirir con sus manos blancas y yo nuevamente asentí.


Él pareció confundido, contrayendo sus rubias cejas por encima de su nariz de tobogán. Dijo algo con sus manos, pero el movimiento fue tan rápido que no alcancé a entender. Luego negó varias veces con su cabeza, como sintiéndose contrariado o como si no supiera canalizar las palabras debidas, y los rizos de su cabello se agitaron con gracia. Me miró fijamente y yo presté atención a sus manos


"Pero anoche subiste... y él lloró...Si querías ayudarlo, ¿Por qué lo hiciste llorar?"


Me quedé mudo, mucho más de lo que él estaba. Para aquella pregunta no había una respuesta coherente y si la hubiera no sabría cómo explicarla.


—No lo sé...—dije y él me contempló con curiosidad con sus ojitos de niño rubio.


"Hay personas a las que el llanto les resulta divertido" lo miré horrorizado, preguntándome qué clase de gente le gusta eso "¿A ti..., te gusta verlo llorar?"


—¡No, por supuesto que no!


"Ah, es que pensé que eras así. Luzbel lloró mucho anoche. Hacía mucho tiempo que no lloraba tanto"


—Lo siento mucho.


"Yo creo que una cuerda se rompió dentro de él y por eso no paraba de llorar. Aun así, yo creo que las cuerdas se pueden acomodar y seguro que Luzbel acomodará la que se rompió"


—¿Crees que Luzbel me perdone? —pregunté con cierta esperanza.


El muchacho lo pensó un momento y luego su cabeza subió y bajo, asintiendo con una enorme sonrisa.


"Él te gusta y yo creo que tú le gustas a él, pero Luzbel nunca recibe ayuda de nadie. No le gusta"


Aquello despertó una gran curiosidad en mí. Muchas veces le había dicho que quería ayudarlo y él se negaba, decía que no debía quererlo así como tampoco ayudarlo pero... ¿Por qué?


—Erick, ¿Tú sabes por qué él no quiere que lo ayude?


Erick se tocó el mentón con gesto pensativo, luego miró a la derecha y a la izquierda. No había nadie en el cuarto, y como un niño que va en busca de galletas, se bajó de la cama y trepó hasta donde yo estaba. Toda la acción fue realizada con rapidez y eficacia. El chico se puso muy cerca de mí como si fuera a revelar un secreto, luego miró a la derecha y luego a la izquierda, cerciorándose de que no hubiesen moros en la costa.


"«Buscaré una pistola y ¡pum! te mataré» eso es lo que oí"


—¿Qué...? —pregunté por inercia, parpadeando confundido con su respuesta. Aquello no tenía sentido, ¿Qué quería decir con eso? Erick se encogió de hombros, indicando que no tenía ni idea de lo que eso significaba.


Medité durante rato, tratando de encontrarle pies a aquella frase que me revelaba todo y al mismo tiempo no me entregaba nada. Y tan ensimismado me encontraba en mis cavilaciones que no me di cuenta de que el muchachito rubio me miraba fijamente, como queriendo a travesar mis pensamientos con los dedos. Y luego, sin decir nada, sin esperármelo siquiera, me besó en la boca. Fue un beso corto, apenas un roce, pero fue suficiente como para dejarme sin aire. La cuestión en sí había sido demasiada repentina.


—¿Por qué hiciste eso? —cuestioné perplejo, sin creerme todavía que me había besado.


Yo era un adulto de veintitrés años, y un niño de quince primaveras me había robado un beso. Simplemente inexcusable. El muchacho se cubrió sus labios con una sonrisita, casi parecía un niño inocente y travieso.


"Tenía curiosidad"


—Pensé que te gustaba Mauro


"Sí, Mauro me gusta y yo lo quiero"


Y fue cuando lo entendí: Erick había examinado aquello que le causaba curiosidad, tanteando terreno y estableciendo contacto visual, traspasando mis pensamientos, y al final decidió probar con el contacto físico. No había nada malo en ello, sólo lo hacía por extrañeza, como pasar la mano por encima del fuego para ver si te quema, y yo era el bichito raro que había despertado su chispa curiosa.


—Estoy seguro de que Mauro también te quiere —el chico asintió, sonriendo, seguro de sí mismo—. Él te quiere aunque seas un prostituto... Luzbel también lo es... y creo que aun así lo quiero, pero creo que no lo quiero como naturalmente se debe de querer a alguien


"Nadie quiere de forma natural. Todos ambicionamos querer un poco más allá de lo que se quiere naturalmente" me dijeron sus manos y sonreí perceptiblemente ante aquella frase tan bonita


—Erick, eres un muchacho jovial y maravilloso —dije con sinceridad y él sonrió


"Sí, soy maravilloso" y yo me reí. Una risa saludable y fresca como la mañana. Erick era agradable y por un momento olvidé la amargura que envenenaba mi corazón


—Pero no entiendo, por qué estás tú aquí, ¿Te gusta lo que haces? —negó ferviente con su cabeza.


"No me gusta. A veces me duele. Me metí aquí porque necesitaba el dinero. Dinero fácil y rápido" se quedó pensativo un momento y después sus manos dibujaron formas que tuve que indagar con cuidado para comprender su significado "Pero solo llevo dos meses aquí, es poquito tiempo, seguro que saldré y nadie se dará cuenta"


Y yo pensaba lo contrario, pensaba que dos meses era mucho tiempo en la prostitución.


"Además, está Mauro y Mauro me gusta" me miró y vi un anhelo muy grande en sus ojos de agua clara, "Si él me dijera que saliera de este trabajo, yo saldría de allí. Si Mauro me pidiera que me fuera con él, yo me iría con él. Él me quiere y sé que me sacará de allí. Mauro me salvará porque Mauro me ama"


¿Cómo podría decirle a Erick que Mauro se había referido a él como un puto barato con el que apagaba sus ganas? Yo sabía que Mauro tenía sentimientos hacia Erick, quizás lo amaba, aun así, ¿Eso era suficiente para sacarlo de allí? ¿Era suficiente amar a alguien a pesar de algo? ¿Era acaso eso suficiente para cambiar el mundo? Yo no lo sabía.


Alguien carraspeó, casi llamando la atención. Erick y yo miramos hacia la puerta del cuarto, allí estaba Marcela, observándonos tranquilamente y con una sonrisa socarrona.


—¿Qué tanto le estás diciendo, muchacho? Mejor vete a cepillar los dientes que hoy te toca fregar los platos y lavar el baño —dijo sin ser demandante u odiosa.


Erick sonrió con indulgencia y se fue corriendo, como un chiquillo al que han descubierto haciendo una travesura y yo me quedé solo en el cuarto con aquel ser.


—Buenos días —le dije con cordialidad. Ella no me respondió, siguió observándome con aquella sonrisa que me ponía los nervios de punta. Me puse los zapatos, quería salir de allí.


—¿Qué es lo que piensas? —me cuestionó y su voz hizo eco en el cuarto tan pequeño.


—¿Cómo...?


—¿Qué es lo que piensas sobre lo que te ha dicho ese muchacho? —ella hablaba sobre Erick—. Te diré algo, caballerito. Todas las putas siempre esperan a alguien que las saque de allí. Y después de muchas promesas vanas y corazones rotos, te das cuenta de que es un anhelo imposible. Pero Erick no sabe eso. Erick es un cachorro con ilusiones, aun no comprende que Mauro nunca lo salvará de ser un puto.


Después de decir eso, me dio la espalda y se fue. Yo tenía un nudo en la garganta y sin pensarlo mucho corrí detrás de ella. Había una pregunta en mi lengua.


—¿Luzbel..., él..., él también esperaba eso?


—Ya te lo he dicho: Todas las putas siempre esperan a alguien que las saque de allí —ni siquiera me miró y siguió caminando hasta la sala.


Me fui de esa casa. No me sentía bienvenido en ella, aunque tampoco me sentía despreciado allí. Apenas me había lavado la boca y caminaba sin rumbo por todas partes. Sabía a dónde tenía que ir, pero no sabía cómo llegar. O mejor dicho, tenía miedo de llegar y encontrar mis maletas en la calle.


Pensaba, también, en lo que me había dicho Marcela. Me imaginaba a un ilusionado Luzbel, emocionado al conocer a alguien que lo sacaría de la mugrienta vida que llevaba. Me imaginé su sonrisa llena de alegría y esperanza. Y me imaginé su corazón roto al verse abandonado y despreciado por ser lo que era.


Yo también había despreciado esa parte de él. Lo había humillado y maltratado.


Era un domingo por la mañana y muy pocas tiendas permanecían abiertas. Aun no había desayunado, pero no tenía hambre. Estaba más preocupado que otra cosa, pensando muy bien mis acciones y cuáles serían los siguientes pasos que debía dar.


Debía de asumir la responsabilidad de mis actos.


Luzbel me había lastimado mucho, la herida aun sangraba copiosamente. ¿Podría perdonar eso que me había hecho? ¿Podría ser capaz de cerrar esa herida?


La respuesta era sí, claro que sí podía perdonarlo. Por increíble que eso sonara, era capaz de perdonarlo. Tal vez es que yo era muy tonto o muy estúpido. Quizás era que me sentía demasiado culpable y mi herida era pequeña comparado con lo que le había hecho. Quizás sentía que se lo debía...


Decidí entonces, ir a donde él se encontraba; en su casa. Y pedirle disculpas por todo. Humillarme en su presencia y rogar por un poco de piedad. Y mientras tanto, en el camino, y pensando muy bien qué diría, me paré en una frutería a comprar frutas. Sabía que Luzbel amaba eso, además, no quería llegar con las manos vacías.


Respiré hondo y me encaminé a su casa con las bolsas de frutas en las manos.


Era ahora o nunca.


Al llegar al barrio, distinguí a alguien que iba en dirección de su casa. Me acerqué despacio, algo intrigado y curioso porque la persona que iba hacia allí era una niña. Tan alta como para llegarme a la altura de las caderas y con un cabello tan alborotado, como rizos que se iban en diferentes direcciones, que me hizo pensar en que tal vez le habían lanzado un traki-traki en la cabeza cuando nació. Iba muy contenta, dando saltitos como la chiquilla que era. Llevaba algo en sus manos y se situó en la puerta de Luzbel.


Yo ya había llegado y de hecho iba detrás de ella, pero la jovencita iba tan contenta que no se dio cuenta de mi presencia. Se aclaró la garganta y tocó la puerta un par de veces. No pude con el misterio así que hice la pregunta obvia.


—¿Estás buscando a Luzbel? —ella se sobresaltó, miró por encima de su hombro y me vio.


No perdió tiempo y se dio la vuelta, dispuesta a encarame. Me veía como si yo fuese un bicho al que deseaba aplastar. Me sorprendió ver tanto acoplo en una niña tan pequeña.


—¡¿Qué haces tú aquí?! —exigió saber y yo me sorprendí porque era la segunda vez que me preguntaban eso en un día. La observé con curiosidad, preguntándome por qué una chiquilla de once años me exigía una respuesta inmediata—. ¡Vete! ¡Luzbel no atenderá a nadie hoy! —y extendió sus brazos alrededor de la puerta para impedir que yo pasara. Más que molesto estaba boquiabierto.


De repente, la puerta fue abierta y vi a un Luzbel con el entrecejo fruncido.


—Deja el escándalo, enana —ordenó sin alterar su voz. Por su ceño fruncido era obvio que le molestaba que gritaran en la puerta de su casa. La chica volteó nuevamente hacia la puerta y le sonrió.


—¡Luzbel! —colocó sus manos tras su espalda, utilizando la táctica de niña inocente— ¡Tanto tiempo sin verte! Ya te extrañaba...


—Ya... ¿Y a qué se debe tanto escándalo?


—¡Le estaba diciendo que se fuera! —y con el dedo de la justicia me señaló a mí como un vil villano. No negaré que me sentí incómodo y mucho más lo sentí cuando él me miró desapasionadamente. Luego dirigió su atención a la niña y dijo:


—Darinka, él vive aquí.


—Oh...—la nena se tapó su boquita de pétalos de rosa y el color rojo acudió a su rostro. Luzbel se dio la vuelta y caminó de regreso a donde estaba, diciendo que cerráramos la puerta cuando entrásemos.


Darinka me observó, primero avergonzada y luego extrañada. Sus ojos me inspeccionaron groseramente de arriba abajo y de abajo arriba. Tenía el ceño fruncido.


—Estoy aquí para buscar su perdón —dije sin más, respondiendo a la pregunta que me había hecho en un principio. Ella arrugó aun más la frente, sabiendo que uno busca el perdón de alguien solo cuando has hecho daño—. Las damas primero —dije con una amable sonrisa, dándole el pase para que entrara. Ella siguió mirándome feo y entró, no sin antes sacarme la lengua en un gesto odioso e infantil.


Era bonita, una chica con un espíritu jovial, rebosante de juventud y belleza. Se sentó elegantemente en la silla más cercana con un tarro de vidrio en sus manos, estaba lleno de algo rojo/rosado y espeso que despedía un olor dulzón.


Hubo un silencio incomodísimo, tanto que yo, que soy silencioso, me vi en la obligación de hablar.


—¿Vives por aquí?


—Obvio, por qué más estaría aquí ni no fuese de estos lares, tonto.


Era grosera o quizás solo era grosera conmigo. A lo mejor yo no le caía bien.


—Nunca te había visto, eres muy bonita


—¿Y por qué habría de dejarme ver por un tipo como tú?


—Creo que no te caigo bien —dije con suavidad. Siempre he sido amable con las chicas. Siempre he intentado tratarlas bien, aunque ellas me traten mal.


—Me caes pésimo —contestó con sinceridad—. Detesto a los tipos como tú que solo quieren joderle la vida a Luzbel. —era una niña y casi hablaba como una adulta, a excepción de que sus ojos se nublaban por las lágrimas.


—Ya basta, Darinka. Deja de recriminarle cosas a Franco —Luzbel volvió de su cuarto y entonces vislumbré los cardenales que manchaban su rostro. Uno en la mejilla y otro cerca de la ceja derecha, y pensé en Javier y en sus moretones, en la historia del cliente que le había pegado y supuse que había sucedido algo parecido.


La chica lo observó un instante y luego rebuscó algo en su mochila. Sacó un rectángulo, un estuche blanco que tenía una cruz roja en el centro. Era una caja de primeros auxilios.


—Ya te dije que me curé.


—Yo quiero ayudarte, ¡Anda, por fis! —le zamarreó del brazo y Luzbel suspiró cansado, se sentó en el suelo y Darinka procedió a curar las heridas, extrayendo algodón con alcohol de la caja de primeros auxilios. Limpió con cuidado los morados y le puso una curita (apósito)—. ¡Listo! —dijo, muy contenta. Luego me dirigió una mirada malhumorada, como si yo fuera el culpable de aquellos cardenales.


—Yo no hice eso —me defendí.


Se escuchó una voz lejana que gritaba el nombre de la chica. Sospeché que su madre la llamaba. Darinka se apresuró en guardar todo mientras gritaba en respuestas un "¡Ya voy!"


—Ah, traje esto para ti. Lo hice yo —dijo con timidez, entregándole el tarro con aquel contenido rosa adentro. Me pregunté por qué era tan amable con Luzbel y por qué era tan arisca conmigo. Luzbel tomó el tarro y lo destapó. El olor dulzón impregnó la sala—. Es mermelada de fresa, ¡Está riquísima!


Él miró el contenido con curiosidad y metió un dedo en el tarro, llevándoselo luego a la boca para probar su sabor. Se quedó pensativo y confesó con voz patosa:


—Esto sabe horrible.


Era un comentario cruel para alguien que se había esforzado mucho haciendo aquello. Sin embargo, no dejaba de ser gracioso por la voz y la cara que había puesto. La chica tenía cara de espanto y después puso cara de molestia, inflando los mofletes como niña malcriada.


—¡Malo! —gritó para luego salir corriendo de la casa.


Luzbel la observó marcharse y no le dijo nada, en lugar de eso volvió a meter el dedo en la mermelada y la probó de nuevo, puso cara de asco y, sin embargo, continuó comiéndosela. No habían pasado muchos segundos cuando la niña regresó, asomaba su cabecita por la puerta, ya no tenía cara de enfado.


—Ah, casi se me olvida —dijo, acercándose a Luzbel para entregarle un sobre pequeño—. Vino con unas plantas que mi mami compró y pensé que a ti te gustarían, siempre has querido flores. Son amapolas y son fáciles de sembrar —Luzbel agitó el sobrecito y las semillas se agitaron.


—Gracias... Oye Darinka, esta mermelada realmente sabe horrible, ¿Cuándo aprenderás a cocinar de verdad? —ella le devolvió una mirada iracunda. Casi parecían un hermano mayor con su hermana pequeña.


A mí me pareció una escena muy bizarra, quizás porque yo nunca tuve hermanos. Ella se fue y Luzbel y yo quedamos solos. Comencé a temblar y hasta sentí nauseas por culpa de los nervios.


—Traje esto —le di la bolsa con todas las frutas que había comprado. Luzbel tomó la bolsa y revisó con curiosidad su contenido. A mí se me trabaron en la lengua las palabras de perdón y explicaciones.


—Gracias. Las pondré en la nevera —y se fue a lavar las frutas para después guardarlas en la nevera. También se llevó el tarro de mermelada, se lo había comido casi todo.


Yo permanecí sentado en la sala, si atreverme a seguirlo. Desde donde me encontraba, podía escuchar el agua corriendo en el fregadero. Imaginaba sus manos ásperas lavar las frutas con cuidado y luego colocarlas en un bol dentro de la nevera. Era así como hacía con todas las cosas que él compraba y a mí me gustaba mirarlo mientras lo hacía porque, de alguna manera retorcida, me inspiraba paz. Me sosegaba el corazón.


Regresó a sala de estar y traía con él el tarro de vidrio. Estaba vacío y recién lavado. Lo puso en una repisa junto con muchos tarros iguales.


—Darinka siempre hace mermelada. Es su hobby, aunque siempre las hace horrible. No tiene buena sazón para cocinar, aun así las hace y siempre me trae un poco de las que prepara —comentó tranquilo, observando cada uno de los tarros.


Y siguió hablando. Luzbel siempre hablaba bastante, a diferencia de mí que siempre andaba silencioso como una tumba, pero ese día era distinto, se suponía que no debería de hablarme. Se suponía que debía de estar molesto conmigo, debía de sentirse indignado por mi falta de humanidad, por mi falta de respeto...


Lo observé porque me gustaba mirarlo. Porque había algo en él que siempre llamaba mi atención, como una luciérnaga en el techo. Como la primera estrella en el cielo oscuro. Pero también me dolía verlo.


Él me contó con tranquilidad que Darinka era la vecina de al lado, vivía con sus padres pero hacia algunos años atrás había tenido que irse a vivir con su abuela en otro lugar. La razón fue porque los padres de la niña tuvieron una discusión tan fuerte que la madre terminó en el hospital y el padre en la cárcel. Era por eso que la niña sentía aberración hacia los hombres. En otras palabras, sentía un odio irracional hacía la raza masculina porque su padre era un machista.


Y Luzbel siguió hablando. Él reía, sonreía y hablaba. Todo con el mismo aire sereno que lo caracterizaba y yo tenía un nudo en la garganta. No escuchaba del todo lo que decía, solo observaba sus labios moverse, su sonrisa agrandarse y sus ojos mirarme. ¿Por qué actuaba así? ¿Acaso no me odiaba por lo que había hecho? ¿O acaso ya ni lo recordaba?


—Vas a decir algo —me dijo, con los ojos muy quietos y muy serenos. Yo salí de mi trance y lo miré.


—Lo siento —dije de corazón. Él parpadeó un par de veces—. Lamento lo que te hice anoche, no debí hacer eso sin tu permiso. Perdón, ¡Te juro que jamás pondré un dedo sobre ti! No volverá a suceder nunca más. Estoy dispuesto a castrarme antes de volverte a hacer daño.


Él me observó con aquella extraña expresión en su rostro de ángel.


—No tienes porqué disculparte. Fuiste al burdel a solicitar mis servicios y yo me negué. Es normal que te enfadaras por resistirme a hacer algo que estabas pagando.


Estaba en jaque, sin creer lo que me decía.


—Soy prostituto y los hombres me pagan para que les de placer. Ese es mi trabajo y anoche me rehusé a hacerlo contigo. La disculpa te la debo yo.


— ¡Pero qué dices...! ¡No! ¡Esto está mal! ¡Es que...! —me pasé la mano por el cabello en un intento de ordenar las ideas en mi cabeza. Solté el aire despacio y hablé con cuidado—. Ya sé que eres prostituto, aun así yo... quiero pedirte disculpa. No importa si tu trabajo es dar placer o si yo estaba pagando para eso, el asunto es que te hice mal. Tuve una falta muy grande de humanidad cuando te herí. Y te hice llorar... Perdón.


—Está bien, Franco. No pasa nada.


—No, sí pasa. Me dejé llevar por la ira. Si quieres que me marche lo entenderé.


—Que tonto eres —rió levemente —. La semana pasada me pagaste el alquiler, cómo te vas a ir si ya pagaste.


—Pero te lastimé...


—Sí, me lastimaste —dijo sin rencor—. Pero no tienes que preocuparte por eso, Franco. Solo soy un prostituto, he probado muchos tragos amargos en mi vida, uno más no me afectará.


Yo no entendía cómo es que me perdonaba así de fácil, así de simple. No comprendía cómo es que estaba tan tranquilo después del daño que había ocasionado.


—Eres más que un prostituto —dije. Detestaba que solo se refiriera a sí mismo como eso y yo estaba seguro de que él era muchas cosas aparte de puto. Luzbel sonrió. Lo hizo con nostalgia, con placer, con satisfacción, con misterio, con ternura. Y yo amaba esa sonrisa cargada de tantas cosas—. Te hice algo feo y eso no se perdona así de fácil. Quiero tu perdón y quiero ganármelo.


—Ya veo...—miró las semillas en el sobre—. ¿Ves estas semillas? Yo tengo muy mala mano para las plantas, todo lo que siembro se muere, así que te pondré una tarea si quieres mi perdón —dijo, suavemente—. Si haces que las amapolas florezcan, te perdonaré, ¿Bien? —asentí y Luzbel me dio las semillas—. Por cierto, eres más estúpido de lo que imaginaba.


—¿Eh?


—Antes de que me penetraras, te dije que te pusieras un condón y no me hiciste caso. ¿Cómo se te ocurre tener sexo con un puto sin preservativo? ¿Acaso no has entendido todavía que me acuesto con un hombre diferente todas las noches? Esos hombres podrían estar enfermos y contagiarme a mí. Yo podría estar enfermo y tú por necio pudiste haber contraído una enfermedad.


—Lo siento y lamento haberme corrido dentro de ti.


—Eso ya no importa. La próxima vez que vayas a tener sexo, procura usar protección. Ah, y deberías ir al médico por si acaso.


—Sí...


—Ahora vete a sembrar esas semillas —hizo un ademan con la mano, indiferente, para que fuera a hacer mi tarea.


Fue así como comenzó mi trabajo, y aquella tarde sembré las semillas en una meseta. Lo hice con paciencia, con ternura y con esperanza, aunque me sentía algo torpe. Nunca antes había sembrado nada, pero esperaba que aquellas florecieran, que se convirtieran en hermosas amapolas para así ser perdonado.


Luzbel observó con atención mi acción, sus ojos de color café siguieron cada uno de mis movimientos; observó cuando iba en busca de un matero, cuando deposité la tierra húmeda dentro y cuando coloqué con paciencia las semillas en la tierra fresca. Lo vi algo turbado, algo inquieto. Quizás le resultaba raro que pusiera tanto empeño en algo tan insignificante como lo era sembrar unas semillas. Quién sabe, podría ser que le resultase extraño que quisiera ganarme su perdón, o posiblemente pensaba que yo era muy tonto.


Al terminar la acción, mis ojos se encontraron con los suyos, eran algo más grande y más triste, calmados y serenos, semejantes a las aguas quietas de una laguna por la noche.


—¿Qué estás pensando? —preguntó con voz tersa.


—Me preguntaba qué pensaste de mí la primera vez que me viste —Luzbel no dijo nada, se quedó sentado con gesto inexpresivo. No se movió. Apenas se le veía respirar. Seguía mirándome con sus ojos como de lunas. Al cabo de unos minutos me respondió.


—Desde el primer día, supe que tú le agregarías una tristeza más a mi vida.


Una sensación agria se alojó en mi pecho al tiempo en que pensaba que Luzbel tenía razón; yo había traído más tristezas a su vida.


Sentí los ojos nublarse por mi propia decepción que se figuraban como duras lágrimas, una amarga bilis y sentimientos de vergüenza, culpabilidad y reproche. Podría ser que lo observaba con pesar, con desconsuelo, porque Luzbel sonrió despacio. Una sonrisa pequeña y llena de enigmas. Y entonces, abandoné aquellos pensamientos de aguas contaminadas, turbándome ante aquel gesto, sintiéndome de pronto muy inquieto y acalorado. Luzbel rió en voz alta, apartando la mirada.


—Eres un buen chico, Franco —dijo, marchándose a la cocina y dejándome bastante desconcertado.


Que misterio tan grande había en aquellos pozos de agua, en las pestañas espesas que lo ocultaban...


Yo lo encontraba fascinante y sentía que lo había querido un poquito más que antes. Ciertamente era demasiado joven y nada entendía de amor, no entendía nada de su mundo, ni de su trabajo, ni tampoco nada de sus recuerdos. No lo entendía a él, lo que yo sabía era que lo quería con sus defectos, con sus cicatrices, con sus misterios. Lo quería con celos sin reversa. Lo quería con sus preguntas, con sus respuestas, con su indiferencia.


Lo quería de la forma más insensata en que se puede querer a alguien. 


 

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