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La miserable compañía del amor. por CieloCaido

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  Capítulo 13: Roto.


Cuando era pequeño, siete u ocho años, rompí por accidente el adorno favorito de mamá. Aquel era una figurilla de cerámica, un bello payasito con la cara sonriente. Estaba en la sala, y era de un tamaño mínimo y mamá lo amaba. El día que lo rompí, corría deprisa por la casa, contento de estrenar los patines que me habían dado de regalo de cumpleaños, tan feliz estaba que no visualicé la figurilla y la tumbé sin querer.


El sonido de la porcelana romperse fue una tétrica melodía que quedaría grabada para siempre en mi memoria.


Asustado y sorprendido, miré los fragmentos de cerámicas en el suelo y, a pesar de estar roto, el payasito seguía con su carita sonriente. Mamá vino enseguida y me dio un sermón. Yo no entendía cuál era su molestia, había roto el muñeco, sí. Pero el muñeco podía pegarse, ¿No? Quedarían grietas, es verdad, pero aun así el muñeco lo tendría. Sin embargo, mamá dijo que de nada servía pegarlo, que era una pérdida de tiempo porque nunca podría arreglar las grietas. No dije nada y solo miré con curiosidad como mamá se deshacía de la figurilla que tanto le gustaba. 


A mi escasa edad no entendía cuál era el problema de las grietas.


Ahora que soy un poco mayor, podría decir que algunas grietas son feas, no todas por supuesto. Sin embargo, existen algunas que solo se abren como abismos que te consumen. Aquel muñeco era bello y pegarlo a pesar de estar roto, hubiese sido una crueldad. Sería como colocar una flor marchitada en la sala de la casa. Aun si tuviera su sonrisa encantadora... aun así ya no se vería tan encantador porque las grietas le darían un aspecto macabro. Las grietas iban a ser muchas y su sonrisa una sola, lo opacarían y harían que desviara mi mirada cada vez que me topara con él.


Supongo que hay cosas que no tienen arreglo.


Quizás algunas personas también estuvieran así... dañadas, rotas y con tantas grietas imposibles de reparar. Si, estoy seguro de que personas así existen. Quizás él también lo estuviera...


—A mi no me agradan los homosexuales —era la hora del almuerzo y todos nos sentábamos a comer en el comedor después de que los niños almorzaban.


Éramos como cinco o seis, nos sentábamos en una mesa y comíamos lo más rápido posible antes de que acabara la hora de descanso y tuviésemos que regresar a nuestros respectivos trabajos.


—Yo no le veo nada de malo, cada quien con su vida —comentó Miguel mientras se metía un pedazo de pan en la boca.


—Es verdad. Mientras no se metan conmigo yo estoy bien —agregó Anastasia, era la que tenía más edad en el grupo.


—Sí, pero es una lástima que haya gays tan guapos —se lamentó Carolina, con un suspiro melodramático—. Realmente me da pena que se desperdicien tantos hombres.


—Desperdicio no, que tu no puedas disfrutarlo no significa que otros no lo disfruten —habló Anastasia de nuevo, inmersa en el tema—. Ya lo he dicho antes, cada quien con su vida.


Apenas les escuchaba por pura curiosidad, no era la persona más sociable en el grupo. Era el más callado, el más reservado, el más serio y por ende no me inmiscuía en sus conversaciones. No me importaba lo que decían o lo que dejaran de hacer, yo simplemente me ocupaba de terminar de comer y empezar mis quehaceres. Así de simple. Pero aquella conversación extrañadamente llamó mi atención.


—Pero qué filosofía de vida tienen ustedes...—ironizó Gustavo, quien seguía sin caerle bien las personas homosexuales—. A mi no me importan a quien le den su culo mientras a mi me dejen en paz. Odio a los maricones que no tienen respeto por mi orientación sexual y quieren meterme mano.


—Bueno, no todos los maricos son así.


—¡Claro que sí!


—Difiero de ti, creo que hay hombres homosexuales que solo quieren hacer su vida como cualquier otra persona —por primera vez hablaba en medio de sus triviales conversaciones. Me miraron extrañados por inmiscuirme.


—Bah, todos esos maricos son muy putos. Unas locas de carnaval. Eso es lo que son.


No creía en su posición, en mi vida había tratado con personas homosexuales, y hasta hace poco estaba empezando a sentirme como uno de ellos, y no todas esas personas eran "locas de carnaval". Ciertamente existen personas así, pero también existían quienes querían vivir su vida tranquilamente, sin exponer su vida privada.


Y también existían las personas como Luzbel, que vendían su cuerpo para subsistir porque la vida no les había dado otra opción.


—¿Qué sabes tú de ellos para que hables así? —pregunté con rabia.


Normalmente, soy una persona tranquila, muy callada y trato de no meterme en líos, siempre he tratado de esquivar los problemas, así que en ese momento era muy extraño que empezara a rabiar por un tema como la homosexualidad. Apreté lentamente la servilleta en mi mano. Gustavo, quien en ocasiones parecía ser mi amigo, me miró iracundo, casi como si fuera una ofensa que un chiquillo como yo le cuestionara tal cosa.


—Ja, qué va a saber un muchachito mimado como tú.


—Mucho más que tú, desde luego —respondí con desdén.


Dejé la servilleta y guardé mi almuerzo. Ya se me había quitado el hambre y prefería irme a tener una discusión. Ya lo he dicho, no me gustan los problemas, ni meterme con ellos. Además, si seguía allí las palabras rabiosas brotarían sin parar y acabaría en un buen embrollo.


—Ah, sí, desde luego que sabes mucho más que yo —tenía una sonrisilla maliciosa—. Después de todo, vives en la misma casa que el puto ese de Luzbel —escuchar su nombre en la sucia boca de aquel individuo hizo que me parara en seco, ¿Cómo es que él sabía aquello? Yo no hablaba con casi nadie, pocos sabían de mi vida, de mi situación y de mi estadía—. En el barrio lo ven irse todas las noches a la zona rosa del centro. Oloroso a una colonia barata, con chupones en el cuello y con camisas remendadas.


—Cállate... —dije muy bajo, casi entre dientes mientras comenzaba a respirar agitadamente a causa de la ira.


—Es un puto pobre que no teme darle el culo a nadie. Seguro que también te lo ha dado a ti por unas monedas.


—¡Cállate!


—Todos en ese barrio saben lo que ese maricón hace. ¡Ni siquiera sabe leer! —y rió cruelmente ante la vida desgraciada de Luzbel—. Eso da más bien pena: Un prostituto que no sabe ni el valor de los billetes. Un...


Y Gustavo no pudo decir más. Mi límite de escucharlo había llegado. Me arrojé sobre él y lo demás... bueno, lo demás fueron golpes, patadas, puños. Una pelea rabiosa donde ninguno quería darse por vencido, ninguno quería ceder a las pases. Ninguno quería entrar en cordura hasta lastimar lo suficiente.


Cuando nos separaron, me gritó un "¡Más te vale que nunca te vuelvas a meter conmigo o te hare vomitar mierda!" y yo en respuesta le grité: "¡Pues estaré esperándote, maldito bastado!"


En dirección me llamarón la atención y me mandaron a casa hasta que me calmara. Fue casi como si me expulsaran del colegio por haber hecho algo malo. Al menos no me habían despedido. Recogí mis cosas y me fui como a eso de la una y media. Antes de marcharme me lavé la cara y la boca.


Cuando salí, me colgué la mochila con mis cosas en un solo hombro y me fui pateando una botella de plástico en tanto pensaba las cosas con mente fría. Y llegué a la conclusión de que había hecho una estupidez, ¿Cómo pude haberme enojado por tal cosa? ¿Acaso no me había dicho Luzbel que ser prostituto es lo que él era? ¿Acaso no me dijo que no debía sentirlo? Sin embargo, Gustavo se lo merecía. Él no estaba diciendo lo que Luzbel era, ¡Él se estaba burlando de lo que Luzbel era! Eran dos cosas muy distintas


Al llegar al barrio, no pude evitar mirar despectivamente a ciertas personas. Todos ellos sabían lo que Luzbel hacía. Todos sabían que era prostituto y por eso lo discriminaban, por eso se burlaban de su trabajo y de no saber leer. Sentía resentimiento hacía ellos. No tenían derecho de burlarse de su desgracia. ¡Qué van a saber ellos de Luzbel! ¡Qué van a saber de su vida! ¡Qué van a saber de todo!


Estaba enojado y entré a la casa de Luzbel con enojo, sin siquiera saludar a los vecinos que miraban por sus ventanas al "muchachito que vivía en la casa del puto"


Adentro se extendía un silencio absoluto, de vez en cuando era interrumpido por el traquetear de un ventilador viejo. Caminé despacio, silencioso pues sabía que a esa hora Luzbel dormía, aunque no precisamente en el cuarto. A esa hora, una y medía de la tarde, él prefería dormir en la sala, en el suelo, con una manta viejita que resultaba súper cómoda y con el ventilador encendido. Así que allí estaba, arropando solo su cintura y con la cabeza apoyada en una suave almohada, aunque no dormía y eso me sorprendió un poco.


—Pensé que dormías —dije, muy bajito, susurrando. El pestañeó una sola vez, sus labios no sonrieron, no hicieron una mueca de desagrado, solo se quedaron en una línea recta.


—No podía dormir —su simple respuesta—. ¿Qué haces aquí? —fue una pregunta curiosa dicha con cautela. Dos ojos como lunas que observaban mi respirar lento y continuo, manteniendo la calma.


—Ah, es que me dieron la tarde libre —me miraba inquisitivamente.


Quizás vio tras mi tonta mentira, no pareció importarle, lo obvió y miró el ventilador que traqueteaba cada vez que giraba su cabeza. Era un ventilador muy viejo, como todo en esa casa y el aire que ventilaba daba más calor. A su lado había un libro, supuse que intentaba leer.


Me sentí algo culpable porque yo me había ofrecido a enseñarle a leer. Sin embargo, con todo lo que había sucedido, mis tardes enseñándole a leer cesaron. En parte porque no sabía cómo acercarme del todo a él. Luzbel seguía tratándome igual, no parecía guardarme rencor, pero aun así yo sentía vergüenza de lo que había hecho. Me sentía incomodo hablando con él. Los días pasaban y seguía en la misma incómoda situación. A veces no me atrevía a mirarlo a los ojos, a veces simplemente huía de su mirada y me limitaba a pasar tardes caminando, otras veces sentado en las cercanías de un parque, pensando, pensando, pensando...


Y en las noches, él llegaba a mi cama, dormía a mi lado y yo me embriagaba con su cercanía. Él dándome la espalda y yo boca arriba, contemplando el techo. Cada uno sumido en su propio mutismo.


Aún no me atrevía a dar un paso más.


—Quizás hoy podamos ponernos en la lectura otra vez —comenté como de pasada, con los nervios tocando mis cuerdas vocales.


Luzbel dejó de mirar el ventilador y me miró a mí. Su expresión no cambio nada. Sus ojos se cerraron y abrieron en menos de un segundo, pestañeando.


—Hoy no puedo, Franco. Hoy tengo que salir. Quizás mañana.


Lo sentí como un rechazo, aunque no lo era. Una fina grieta recorrió mi corazón al ver que despreciaba una invitación de mi parte. Luzbel rió suavemente


—No pongas esa cara. Hoy de verdad no puedo. Tengo que salir.


—Entonces será mañana —dije aliviado y él asintió, poniéndose de pie. Llevaba solo un short, dejando a la vista su torso desnudo que distraía mi vista. Tragué saliva y me obligué a mi mismo a apartar los ojos de allí.


—Intenté leer algo, pero sigo sin entender algunas palabras. Lo leí a medias y eso por pura chiripa.


—¿Quieres que te lea algo?


—Siempre es un placer que leas para mi, Franco —sonrió con indulgencia. A mi me gustaba esa sonrisa, me amansaba—. Me gustaría oír un capitulo de ese libro —señaló el que estaba al lado del ventilador —. Creo que es el capítulo tres, pero me cansé de buscar un tres en esas páginas —tomé el libro, era el mismo que siempre leía, el mismo que me decía cosas sin siquiera yo darme cuenta, El Principito.


—Te gusta mucho este cuento, ¿Cierto? —asintió—. Puede que te guste cómo está escrito, es una lectura muy sencilla y de fácil compresión.


—No es cómo está escrito, sino lo que dice...—esas palabras bastaron para que fijara mi vista en él. Tenía una forma singular de hablar. Además había otra pregunta en mi cabeza; el motivo por el cual hablaba así, como si lo supiera todo, como si entendiera todo.


—No pareces alguien que no sabe leer.


—¿Cómo?


—Que no pareces alguien que no sabe leer. He conocido personas analfabetas y muchas de ellas tienen una forma peculiar de hablar, un vocabulario como de jerga, de barriobajero. Pero tu no. Hablas con cierta elegancia, con precisión y sin trabas en la lengua. No hablas ordinariamente.


—Ah, eso —se estiró, elevando los brazos hacia arriba y la piel aterciopelada de su vientre me distrajo. Además estaba la V de su pelvis, era hipnótica. Me pareció erótico aquel movimiento y aquella piel mostrada—. Es verdad que no sé leer, pero aprendí de los clientes más "sofisticados" a hablar así. Muchos de ellos tienen habla educada y a veces son gente adinerada. Su forma de hablar llamaba mi atención, así que intenté aprender de ellos en ese aspecto. Puede decirse que estoy imitando, haciendo toda una mezcla de las formas de hablar de muchísimos de mis clientes.


Dejó de estirarse y yo desvié mis ojos de su vientre para concentrarlos en su rostro. No me miraba a mi, miraba ligeramente de lado, pensativo, taciturno, casi me pareció que estaba a punto de desvanecerse como la sal en el agua. Luego, como despertando de un letargo, fijó sus ojos en mí.


—No soy autentico —informó sereno, aunque percibí una pizca de tristeza en aquella voz de hombre y de niño. Una voz melancólica y seria.


No estuve de acuerdo con eso. Para mí él era lo más autentico que había visto en mi vida. Era la aguja encontrada en un pajar. Era la gota de agua que le faltaba al mar. Era la estrella más pequeña que hacia falta en el cielo.


Era para mí una persona muy preciada y preciosa.


Quise decírselo, pero sentí que no tenía derecho con todas las cosas malas que le había hecho. Mi boca se cerró, guardando por mucho más tiempo aquellas palabras cargadas de sentimientos.


—No encontraste el número tres porque está escrito en romano —dije, cambiando de tema.


—¿Números romanos? ¿Y eso qué demonios significa?


—Significa que los números están escritos en otro idioma —abrió los ojos sorprendido. Señalé el capítulo tres que eran tres I en mayúscula—. El tres se forma con tres palitos, ¿ves? —contempló la página que señalaba—. Y el cuarto es una I con una V —eso pareció confundirlo—. Es como una resta, la V es el número cinco y la I es un uno, entonces se pone delante de la V para simbolizar que le resta uno. Por lo tanto, IV es el número cuatro.


—Eso parece muy complicado. —pasó varias páginas hasta que llegó al próximo capítulo, el V. Siguió pasando las paginas hasta el capitulo VI. Lo señaló.


—Es el capítulo seis. A la V, que es el número cinco, se le suma un uno, que es la I, formando el seis. Es decir, la V con la I, VI. —y así pasé diez minutos explicándole los números, a veces para que entendiese mejor, utilizaba los dedos. Sumaba y restaba con ellos. Era como explicarle las matemáticas a un niño.


Al final, quedó muy confundido y le dije que podríamos repasarlo todo de nuevo.


—Bueno, será otro día. Ahora tengo que salir.


Cerró el libro y me dijo que cuando estuviera listo le leería.


Luzbel se metió al baño y yo me acerqué a la puerta del mismo, entrar hubiese sido una locura. Escuché la regadera sonar, escuché incluso cuando se quitaba la ropa. Un sonido amortiguador y paciente. Imaginé su cuerpo desnudo entrando a la regadera, al agua que caía y mojaba su piel. Se me secó la boca, así que respiré lentamente.


Ya que había sentido el calor de sus entrañas, que sabía cómo era estar dentro de él, los pensamientos libidinosos me llegaban con más frecuencia. Era difícil verlo en ropas menores y no pensar cosas indebidas.


—¿Franco, estás allí? —preguntó desde adentro. Me sobresalté.


—Sí, estoy aquí —admití avergonzando.


—¿Me pasas la toalla? Se me olvidó traerla.


—¿Có... cómo...? —abrí los ojos con sorpresa. Sentí un calor en el estómago, una molestia punzante—. ¿Quieres que entre?


—Sí —y rió suavemente, divertido.


Lo más probable es que supiera lo que pasaba por mi mente. Busqué la toalla y entré al baño, la cortina me impedía ver su cuerpo, aun así veía su silueta. Tragué saliva. Eso casi parecía una oportunidad y yo no quería aprovecharme de eso. Lanzarme solo para satisfacer mis deseos estropearía todo. Dejé la toalla allí y salí deprisa. Cerré la puerta y respiré aliviado.


Pasaron varios minutos y mi corazón palpitante se tranquilizó un poco, más la duda y las preguntas corroían mi alma.


—Luzbel... ¿A dónde vas? —no hubo respuesta—. ¿Iras a ver a un cliente? —no dijo nada—. ¿Vas a ver a ese hombre?


Pero Luzbel no me respondió.


Salió del baño con una toalla y fue a su cuarto a vestirse. No lo seguí. Había algo oprimiéndome el pecho, un dolor agudo. Al rato salió, iba vestido con su gastados jeans y su camisa blanca. Se veía tan tranquilo mientras se secaba perezosamente el cabello con la toalla. Olía a desodorante de hombre y a jabón azul de baño.


Fue a la sala y se sentó en el suelo a ponerse sus zapatos. Está vez le seguí, recordando las palabras de Gustavo.


—En este barrio, todos saben lo que haces.


—Lo sé.


—¿Han sido malos contigo?


—Muchas veces.


—¿Y eso no te importa?


—Hace mucho tiempo que eso me dejó de importarme —se encogió de hombros, restándole importancia al asunto—. Además, aquí es un poco más tranquilo que donde estaba antes.


—¿Antes?


—Estuve en muchos lugares, la gente de las comunidades se reunían y decían que no querían un puto en sus barrios. No querían clientes viniendo a mi casa así que me sacaban. Al final terminé aquí, la gente sabe lo que hago, hablan mal de mí, y a veces me niegan ciertos beneficios de la comunidad, pero no se meten conmigo. No hacen nada para impedir que yo siga viviendo aquí —se terminó de calzar las zapatillas y se puso de pie, mirándose al espejo para peinarse su dorado cabello—. Cuando llegué a esta casa, estaba abandonada así que la invadí. Compré algunas cosas, todas usadas, excepto las sabanas y el colchón, y evite traer clientes para evitar que me sacaran. En vez de eso, decidí alquilar una pieza, esa dónde estás tú. Es una lata tener que mudarse cada vez solo porque no haces un trabajo decente.


—Por eso es que vas a ir a ver un cliente, para no traerlo aquí —concluí con pesadumbre.


Él no dijo nada, terminó de cepillarse su cabello y dejó el peine a un lado. Y yo me recriminé aquellas palabras cargadas de pena y celos. Habían salido sin mi consentimiento. No tenía derecho de recriminarle nada.


—Lee algo para mí —cambió de tema. Yo asentí, aun abatido. No terminaba de aceptar cual era su condición.


—¿El capítulo III del Principito?


—Sí.


—¿Por qué ese capítulo?


—El Principito me ayuda a recordar las cosas que quiero olvidar. Como cuando cada mañana te recuerdo que tú mataste un paciente en una operación —sus lagunas transparente me atravesaron y sus palabras se quedaron haciendo eco, como un disco que repite siempre la misma canción.


Abrí el libro y leí con tranquilidad, con amor, para la persona que era sumamente preciada para mí. Él se sentó a mi lado a escuchar, sin embargo, su mente estaba lejos, muy lejos, en un lugar al que yo no podía llegar ni siquiera con bonitas palabras. Seguía leyendo y leyendo, tratando de averiguar el misterio en aquellas palabras, pero los enigmas son grandes y muy difícilmente se averiguan en una sola vida.


«Y se sumió en un ensueño que duró largo rato. Después, sacando mi cordero de su bolsillo, se sumergió en la contemplación de su tesoro.


Se pueden imaginar cuanto me intrigó esta semiconfidencia sobre «los otros planetas». Me esforcé entonces por saber más.


—¿De donde vienes tu, mi pequeño hombrecito? ¿Dónde queda ese «a donde yo vivo»? ¿A dónde quieres llevar mi cordero?


Me respondió después de un silencio meditabundo:


—Lo bueno, con la caja que me has obsequiado, es que, por las noches, le servirá de casa.


—Por supuesto, y si te portas bien, te daré también una cuerda para atarlo durante el día. Y una estaca.


La proposición pareció chocarle al Principito.


—¿Atarlo? ¡Que idea tan absurda!


—Pero, si no lo atas, se ira a cualquier parte, y se perderá...


Y mi amigo lanzó una nueva carcajada.


—¿Pero a donde quieres que vaya?


—No importa adónde, a cualquier parte...


Entonces el Principito afirmó con gravedad


—Eso no importa, ¡Es tan pequeña mi casa!


Y, puede ser que con un poco de melancolía, añadió:


—A cualquier parte no puede ir muy lejos»


Luego de terminar de hablar, saboreé las líneas sobrantes del cuento, imaginándome, sin querer, la escena leída. Cerré el cuento y admiré como idiota, la portada gastada por los años, ¿Por qué era tan especial ese libro? No lo entendía.


Luzbel en cambio, observaba distraído las telarañas del techo. Quizás meditando en todo lo dicho. Sea lo que sea que pensaba, yo no podría saberlo. Se levantó, iba a irse y yo nunca podría detenerlo.


—Me voy, regresó más tarde.


Y, puede ser que con un poco de melancolía, añadió:


A cualquier parte no se puede ir muy lejos.


Y se fue.


No quedó más opción que mirar por la ventana, observando su figura perderse en la lejanía. Me sentía inquieto, algo no andaba bien. Lo sentía, pero no sabía qué podía ser. Era una molestia que nacía de las entrañas, casi como tener un pedazo de cartílago atorado en una muela y no podérselo sacar.


Suspiré, tratando de alejar esos pensamientos de aguas contaminadas. Él estaría bien. Sabía cuidarse solo.


—¿Verdad que sí, mini-mi? —pregunté al gatito que ya no era tan gatito como antes.


Estaba un poco más grande, un poco más gordo y mucho más silencioso. Sentado sobre el mueble, me miraba largamente. No maulló, se limitó a posar su mirada en algo mucho más interesante, ignorándome como aparentemente solía hacerlo su dueño.


Me acerqué a las semillas sembradas. Habían pasado dos semanas enteras y no daban señales de vida. La cuidaba mucho, solía regarle abundante agua (sin llegar a ahogarla), le había echado abono y hasta la ponía al sol en las mañanas. Pero nada, seguía sin crecer algo. Ya comenzaba a preocuparme de que nada creciera y de que me quedara sin perdón alguno.


—Venga, tienes que salir de esa semilla. No puedes quedarte allí. Aprende a desperezarte y prometo que te cuidaré mucho —ya hasta hablaba con las semillas enterradas, tocaba la tierra y seguía rezando para que algo floreciera.


Yo no sabía nada de plantas así que decidí ir a un cyber para buscar información al respecto. Pagué a la chica una hora por la maquina y me metí en todos los sitios existentes sobre cómo cuidar una planta y en especial cómo hacer florecer una amapola. Anoté las cosas que me parecieron más interesantes y dejé de leer las cosas superfluas que otros decían.


Cuando salí, eran las tres de la tarde. Me pregunté si Luzbel ya habría regresado, si estaría en casa, preparándose un café. Decidí regresar, no tenía nada mejor que hacer.


Quizás es que ese día era el indicado para pelear con Gustavo, quizás que me mandaran a casa era lo más apropiado para un día como aquel. Pudiese ser es cosa del destino, no estoy seguro, pero de lo que si lo estoy es que agradecí no estar en ningún otro lugar más que en la casa de Luzbel para poder comprender finalmente su estado.


Al entrar a casa lo vi. Sí, había llegado, aunque me sorprendió mucho el estado en que lo hizo. Él estaba quitándose la ropa que traía puesta, lo hacía con mucho cuidado, como una persona que trata de no rozar una zona herida para no lastimarse más. Fue la segunda vez que lo vi vestido así; como una muñequita de porcelana. Un fino vestido de lolita.


Tuve que investigar mucho para poder entender aquel vestuario. En aquel momento no entendí nada, pero ahora entiendo un poco más y puedo explicar con más detalle aquella vestimenta tan extraña.


El vestido era manga larga, todo negro, con un delicado encaje veneciano en las muñequeras y en la vasta de la falda, la cual tenían un gran volumen gracias al pettit y el bloomer que había debajo. Una fina blusa con botones de perla y de cuello alto, que formaba parte de vestuario, reposaba sin vida en el mueble. Al vestuario le seguía unas medias negras con encaje veneciano del mismo color que llegaban hasta la rodilla, casi rozando el faldón del vestido, y los zapatos de princesita de color negro habían sido tirados en un rincón de la casa. Además, estaba la peluca que hacía juego con su vestido; un bello headdress negro con encaje blanco y dos listones a cada lado la adornaban. Para entonces, la peluca no adornaba su cabeza sino que yacía sobre uno de los cojines del sofá.


Luzbel se quitó la manga de un hombro, dejando relucir la piel lechosa y luego del otro, todo con mucho cuidado. Pero no fue aquello lo que me dejó boquiabierto, sino otra cosa. Sus labios se encontraban partidos, dejando que la sangre medio reseca se acumulara en una de las comisuras de sus labios y en los orificios de las fosas nasales. Tenía también un cardenal en la sien, un moretón que empezaba a tornarse violáceo.


Me acerqué deprisa, horrorizado ante tal espectáculo. Al estar más cerca, divisé que no solo su rostro estaba herido, su espalda también se encontraba en un estado lamentable. Tenía sangre reseca a lo largo de esta y esa era la razón por la cual se quitaba aquellas ropas con cuidado; la tela se adhería a su piel a causa de la sangre reseca y quitársela era sumamente doloroso.


—¡Madre de Dios, Luzbel ¿Qué pasó?! —empecé a ayudarlo, quitándole la ropa con cuidado.


—Estoy bien, Franco —dijo, susurrante.


Por supuesto que no estaba bien. Sin embargo, él no me diría nada de lo sucedido.


Terminé de quitarle el vestido y todo lo que conllevaba, quedando Luzbel en ropa interior. Fui corriendo al cuarto por agua oxigenada y algodón, tenía también alcohol por si acaso.


Él se tumbó boca abajo en su cama, esperando a que yo lo curara. Quité con agua oxigenada la sangre reseca, lavando con mucho cuidado y delicadeza la herida. Cuando terminé de limpiar toda la sangre, aparecieron numerosos cortes en su espalda, resaltaban como líneas rojas sobre su pálida tez, como si le hubiese rayado la piel con un cristal roto. Noté que algunos cortes eran más profundos que otros y necesitaba puntos. Por suerte en la caja de primeros auxilios contaba con ese material.


—Voy a agarrarte unos puntos. No tengo anestesia así que te dolerá un poco —informé con pesar. Luzbel asintió.


Coserlo sería doloroso, no sólo para él, sino también para mí. Tenía un nudo en la garganta.


Cuando fui médico, había visto mucha sangre, muchos pacientes con cortes espeluznantes. A veces en la prisión se formaban coliseos y los presos salían acuchilleados. Una vez llegó una familia que había estado celebrando los quince años de su hija. Ellos iban en auto y el auto se volcó, los vidrios del parabrisas se rompieron, hiriendo a la quinceañera, quien aun llevaba su vestido de princesita de color blanco. Todos estaban heridos y todos necesitaban puntos. Recuerdo que yo estuve presente y ayudé en la medida posible a los pacientes. Mucha sangre y muchos puntos.


En aquel entonces, no sentí un dolor tan terrible como el que sentía en ese instante, ayudando a Luzbel. Me dolía en el alma verlo en ese estado.


La aguja atravesó su piel. Él se mantuvo quieto, pero apretaba los dientes, aguantando el dolor. Mi mano se movió con gentileza, cociendo, tomando los puntos que fuesen necesarios en cada herida, en tanto Luzbel hacía muecas de dolor y aspiraba entre dientes. Cuando terminé de cocer las heridas necesarias, noté que él temblaba ligeramente. Era normal. Le había tomado muchos puntos sin anestesia. Le acaricié el cabello, tratando de calmarlo. No sabía qué más hacer. Mi mente buscaba un medicamento que pudiera aliviar el dolor de Luzbel...


—Te pondrás bien, ya lo veras. Ahora iré a comprar medicamentos —dije con apremió—. No te muevas mucho para que no se abran los puntos. Regresaré en seguida.


Fui corriendo a la farmacia más cercana. Corría todo lo que mis piernas daban. Al llegar a la farmacia, pedí el medicamento que tenía en mente. No lo tenían. Fui a la siguiente farmacia y lo encontré. Regresé corriendo, jadeando, sudando, bastante alterado y apurado. Quería darme prisa en aliviar la pena de Luzbel.


Me serené un momento. Mi abuela, antes de que me convirtiese médico, me decía que nunca se debía colocar una inyección con la sangre acelerada y caliente porque eso perjudicaba al paciente. Quizás eran leseras suyas, pero, pese a todo, yo seguía su consejo.


Cuando me tranquilicé, preparé la inyección y fui al cuarto. Él aun estaba despierto, algo más tranquilo, al menos no temblaba tanto.


—Esta inyección aliviará un poco tu malestar —asintió y yo apreté con un torniquete su brazo, palpé la vena que debía inyectar y a continuación introduje la aguja que mordió su piel hasta enterrarse en ella. El líquido se vacío en su sangre y la medicina corrió con prisa por su cuerpo.


Después de varios minutos, él se durmió. Yo respiré aliviado. Me senté en la orilla de la cama y entonces me di cuenta de algo. Abrí con sorpresa mis ojos al ver la escena muerta, la sangre reseca por sus piernas. La huella de verdugones en su piel. La marca de puntos y las futuras cicatrices que se unirían a las viejas. Parecía un muñeco remendado.


Algo se oprimió en mi pecho y sin pensarlo siquiera, me tapé el rostro con las manos y emití silencioso y tristes sollozos.


Sin querer, me quedé dormido y al despertar la luz del sol ya se había ido. Eran las nueve de la noche para entonces, aun así Luzbel no se encontraba en la cama. Me levanté con prisa, pensando a dónde podría haber ido en su estado. Pero no. No se había ido. Estaba allí mismo, en el cuarto. Sin embargo, no me sentí aliviado en lo absoluto.


Él permanecía sentado frente a la peinadora que tenía en su habitación. Una peinadora con un vidrio roto. Además, estaba vestido. Nuevamente llevaba puesto ese atuendo extraño y esa peluca dorada que hacía ver que su cabello le llegaba hasta su cintura. Usaba maquillaje sobrecargado. Los vendajes en su espaldas estaban llenos de sangre, quizás se había abierto los puntos, no parecía importarle.


—¿Luzbel? —llamé temeroso. No se movía, no pestañeaba, apenas se le veía respirar. Su rostro se mantenía neutro e impasible—. ¿Luzbel?


—¿Yo te gusto, Franco? —habló luego de un minuto de silencio. Su voz sonaba vacía, bastante hueca. Eso me asustó.


—Sí. Me gustas.


—¿Por qué? —no me miraba, seguía mirando su reflejo en aquel vidrio roto—. ¿Por qué te gusto? ¿...Porque te gustan las cosas remendadas y sucias? Deberías buscarte algo nuevo, algo limpio y precioso.


—Tú eres precioso —esas palabras hicieron contraer su bello rostro.


Siguió sin mirarme y de pronto, sus ojos se llenaron de lágrimas. No lloró enseguida, se quedó un largo minuto inmóvil, con los labios cerrados, con los ojos fijos en las grietas del espejo, y de repente se derrumbó. Fue como si escuchara el agonizante estruendo de la porcelana romperse. Bruscos sollozos sacudían su cuerpo y el maquillaje de sus ojos se corrió. Ahora no eran lágrimas cristalinas, eran lágrimas negras, como de sangre reseca.


Fui hasta él deprisa y quise abrazarlo, hacerle entender que estaba allí con él, que lo ayudaría y lo protegería, más no puede hacerlo. Al acercarme lo suficiente, él levantó la vista y me tomó del brazo, su rostro parecía el de alguien que está consumido por la desesperación.


—Escucha Franco, escucha. Puedes acostarte conmigo ahora. Quítame la ropa y penétrame —me horroricé al oír sus palabras. Jamás pensé que él pudiera decirme tal cosa—. Estoy vestido como una señorita, a los hombres les gusta eso, ¿No? A ti te excita verme vestido así, ¿Verdad? Entonces, hazlo. Penétrame —su voz, coronada por un aura de pena, me apretó el corazón—. Si lo haces, estaré bien. Si lo haces, podré dejar de pensar en ti... Dejaré de pensar cosas tontas entre nosotros.


Una de las cosas más bonitas en la vida es que alguien que quieres se te declaré. Que te diga que también te quiere. Que piensa en ti así como tú piensas en ese alguien. Sin embargo, aquella declaración fue triste, dolorosa. No es de esa forma como una persona debe de decirle a otra sus sentimientos.


Sonreí con tristeza, acariciándole el cabello, colocándole un mechón dorado detrás de su oreja.


—Te amo, Luzbel, pero no haré nada de eso. No te lastimaré —él me soltó el brazo con brusquedad y chasqueóla lengua, molesto de que no me comportara como un bruto con él.


—Tú no entiendas nada —soltó despectivamente.


—Ven, quítate esa ropa y deja que te ayude con los puntos de tu espalda.


—¡Déjame! —apartó mi mano de un solo manotazo—. ¡Vete ya!


Pero no me fui. No podría irme aunque quisiera, estaba atado a él con unos lazos que no quería romper.


Él se sentó a llorar como siempre, como cada vez que estaba herido por dentro.


Luzbel era precioso pero estaba dañado, había demasiados vidrios destrozados dentro en él. Su cabeza era un desastre y sombras frenéticas y oscuras danzaban en su mente. Erick tenía razón; hay personas a las que el llanto les resulta divertido y ese cliente, quien quiera que fuera, disfrutaba hiriéndolo. Tanto que no pudiera curarse ni por dentro ni por fuera.


Y seguramente Luzbel se había quedado muchas veces así; hueco como una cascara, vacío y usado como un harapo, con lágrimas agrias marcando sus mejillas. Él estaba roto, tenía demasiadas grietas y eso me dolía. Recordé con pesar lo que él me había dicho; de que no tenía por qué sentirlo, de que no debía sentirlo, pero era imposible no sentir esto.


Ya lo he dicho antes; algunas grietas son feas, y a veces hay cosas que, por más que quieras, no se pueden arreglar...


 

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