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La miserable compañía del amor. por CieloCaido

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Notas del capitulo:

Este capitulo es de mis favoritos. Simplemente amé escribirlo, editarlo, leerlo. Tiene toda la poesía que nunca me sentí capaz de escribir. Tal vez poesía no sea la palabra indicada, tal vez me este equivocando con el adjetivo calificativo,  pero seguimos siendo  mortales ¿no? Y como mortal tengo derecho a elegir como equivocarme. Disfrútenlo.

 Capítulo 15: Seguimos siendo mortales.

¿Qué es el éxito? Supongo que es la capacidad de levantarse cada vez que uno se cae.  Me hubiese gustado ponerlo en práctica, me hubiese gustado levantar la cabeza cada vez que algo me avergonzaba. Me hubiese gustado alzar la vista y mirar a aquellos que dejé atrás y decirles «Lo siento»

Seguramente en el mundo habrá personas fuertes, capaces de reponerse cada vez que el viento los golpea. Caminantes en un desierto de preguntas dispuestos a encontrar un oasis de respuestas. Me preguntaba, si llegasen a caer, si se llegasen a lastimar tanto con la caída que ya no pudieran levantarse por si solos, ¿Recibirían ayuda?

Quizás sí. Quizás no. A veces esto depende del orgullo, de la dignidad y de la resignación de una persona. Difícilmente se puede ayudar a aquel que no quiere ser ayudado.

—Franco, no te olvides que mataste a un paciente en una operación —me recordó Luzbel antes de irme a trabajar.

—No, no se me olvida.

Con el tiempo, había aprendido a convivir con ese chico tan extraño y fascinante. Y con el tiempo, esa verdad que me recordaba dejó de ser tan pesada, volviéndose un poco liviana y hasta aceptaba sus palabras como el buenos días de todos los días.

Las heridas de su espalda estaban bastante curadas, ya había retirado los puntos y se movía con más facilidad, aun así procuraba estar atento a él y a sus movimientos en la noche. Porque sí, todavía dormíamos en la misma cama, con la misma sabana, pero con almohadas diferentes. Y sí, lo esperaba como todas las noches cuando él se iba a trabajar. Después de todo, sus pasos seguían siendo diferentes al de los demás y la hora de su llegada, tres de la mañana, era como un ritual.

Estaba completamente domesticado por una rosa con espinas afiladas.

¿Y saben una cosa? Estaba dispuesto a dejar que sus espinas me hirieran. Eso estaba bien, lo estaba para mí. ¿O acaso nunca han escuchado que si quieres oler una rosa primero debes pasar por el dolor de sus espinas?

Y no sólo eran las espinas de Luzbel. También estaban las mías. Quizás no era lo más adecuado compararnos con rosas, quizás lo más adecuado era compararnos con erizos, de esos que se lastiman mutuamente para poder estar cerca. O al menos yo quería estar cerca de él aunque mis barreras le hirieran, ¿Egoísmo, posiblemente?

—¿En qué piensas tanto, Franco? —me preguntó Luzbel con una voz tranquila.

—Me preguntaba para qué sirven las espinas —respondí. En ese momento tomaba la maceta con las semillas para ponerlo a llevar el sol de la primera hora de la mañana—. Me preguntaba si el aviador tendría razón al decir que las espinas son pura maldad de las rosas.

—Esas son preguntas tontas —dijo, sin mucho tacto—. ¿Por qué te cuestionas si nacen con espinas las rosas? Las espinas son espinas, son parte de su cuerpo, ¿O es que acaso tú te preguntas por qué naciste con brazos?

—Creo que debe ser algo más profundo que eso.

—Sí, supongo que sí —rió levemente sin ofenderse.

Las rosas no deberían nacer con espinas aunque… si no lo hicieran, cualquiera podría cogerlas. Supongo que su razón de ser está en limitar a las personas que pueden obtenerlas. Y solo podrían hacerlo aquellas personas fuertes y resistente, capaces de seguir tomándolas con amor aun cuando sus espinas lastimaran tanto hasta el punto de hacerte sangrar.

—Si sigues pensando en puras boberías llegarás tarde —expresó calmado y yo me apuré en poner la maceta al sol.

—No lo vayas a dejar mucho tiempo fuera. Máximo una hora.

—Sí, sí. Lo que digas. Ahora vete —me hizo un ademan con la mano para que me marchara.

Me fui corriendo al trabajo porque ya era tarde y no quería que me dieran un sermón por faltar, suficientes había tenido en la semana. Los días ausentes debía reponerlos de algún modo, por eso solía quedarme hasta muy tarde en el colegio, incluso durante los fines de semana. Mi trabajo era mantener todo limpio y descubrí una cosa maravillosa: de noche la escuela de transformaba en una escuela para adultos, dando clases de primaria y de secundaria a aquellas personas que no habían tenido la oportunidad de estudiar en su juventud.

Fueron muchas las noches que me tocó trabajar hasta tarde así que a proveché la oportunidad para investigar todo muy bien. Me parecía interesante esa idea  ya que por mi mente solo pasaba un nombre: Luzbel.

Desde que había hablado con Marcela, me vi incapaz de dejar de pensar en sus palabras, rebotaban en mi cabeza y me perseguían como un alma en pena. Aquellas crueles palabras  no me dejaron tranquilo en el día, me inquietaban en la tarde y que no me dejaban dormir de noche: Pobre chico, sometido a esos usos y abusos. Está tan atado a la vida de puto que cree que no sirve para nada más.

….sometido a esos usos...

…atado a la vida de puto…

…no sirve para nada más...

Luzbel servía para otra cosa. Él no era solo un puto barato. Me negaba a creer eso, así que aquel colegio nocturno parecía la oportunidad perfecta para que él estudiara. Tal vez no era de gran categoría, pero era una oportunidad  de estudiar, era medía hogaza de pan y medía hogaza es mejor que nada. Solo existía un problema: los estudios eran de noche y Luzbel trabajaba en horario nocturno.

Cuando le comenté la idea, dijo que era lindo que pensase en él incluso en el trabajo, pero que no podía dejar de trabajar, ir a ese lugar no le iba a dar de comer. Con esas palabras dio por zanjada la conversación y si me atrevía a insistir me ignoraba deliberadamente.

—No necesito que me ayudes, Franco.

Todavía no pensaba darme por vencido, de todos modos, y lo primero que debía hacer era demostrarle que podía confiar en mí y esa confianza nacería con las amapolas. Y tras varios días, mi esfuerzo dio frutos porque la semilla finalmente despertó, emergiendo de la tierra para comenzar a alzarse como la planta que era. Se trataba de un pequeño brote, del color de la leche y tan frágil como pétalo.

Cuando Luzbel lo supo, puso una cara muy graciosa de asombro y fue a comprobar hechos por sí mismo. Sonrió perceptiblemente y aquel día esa sonrisa se mantuvo durante horas.

Y el pequeño brote empezó a crecer y crecer, formando el tallo y luego las hojas. Y con mucha más espera, el verde pálido se tornó verde oscuro. Sus ramas se extendieron y las hojas se agrandaron. No pasó mucho tiempo para que un botón emergiera, algo que se convertiría en flor.

Cada mañana, me levantaba e iba a ver la planta. Parecía como esos niños en navidad cuando van al árbol a buscar regalos.

Justo así me levanté aquel día...

Salí temprano del colegio puesto que ya había pagado las horas extras que debía pagar. Estaba en paces, así que me fui a las cinco y media de la tarde. A esa hora ya todos los niños se habían ido a sus respectivas casas y yo debía marcharme, por eso me sorprendí cuando al salir, vi a una pequeña niña en la entrada del colegio. Era Darinka.

Vacilé un poco. Suponía que podía saludarla, decirle un cordial Hola y pasar de largo. Pero no pasé de largo, no porque no quisiera, sino porque no pude. El llanto leve, un pequeño sollozo que sucumbía de su interior, me hizo detenerme y preguntarle si estaba bien.

La niña no respingó como creí que lo haría, solo se detuvo un momento y me miró. Su carita se encontraba llena de lágrimas y estaba manchada, seguramente de haberse frotado la cara para enjugarse las lágrimas.

Si hay algo que detesto es ver a una chica llorar. Y menos que menos a una niña.

—Hola —dijo, sorbiendo por la nariz.

—¿Estás bien? —asintió con la cabeza—. ¿Esperas a alguien? —volvió a asentir y  luego un silencio incomodo—. Bueno, me voy. No esperes hasta muy tarde, podría ser peligroso.

—Te esperaba a ti —dijo de repente.

—¿A mí? —asintió, no me miraba la cara, sino que focalizaba su vista en la acera, como apenada.

—Luzbel me dijo…—comenzó a relatar con tono suave, casi sedoso—, que tú lo ayudaste cuando salió lastimado. Vi lo que le hicieron en su espalda y también vi los puntos que le tomaste para curarlo —buscó algo en su mochila y de repente extendió las dos manos, entregándome lo que acababa de sacar de su bolso. Era una vela con forma de rosa.

La miré perplejo, realmente me había tomado por sorpresa.

—Muchas gracias por preocuparte por Luzbel —dijo.

Había alzado la cabeza y por eso me miraba. Fue enternecedor; tenía los ojos llorosos y la nariz roja de tanto moquear, también los labios fruncidos y la voz queda, aun así sus intenciones eran amables, transparentes y tranquilas como el agua.

Tomé la vela porque habría sido de muy mala educación rechazar un regalo.

—Gracias.

Sus brazos extendidos bajaron poco a poco hasta quedarse uno a cada lado de su cuerpo, parecían muertos, sin vida. Me preocupé un poco.

—¿Por qué le hacen daño? —preguntó con una voz tremendamente triste— ¿Qué ganan los hombres haciéndole daño?

—No lo sé…

—¿Y por qué él deja que lo lastimen? —empezó a sollozar nuevamente.

—No lo sé…

—¿Por qué no se defiende?

—No lo sé…

—¡No sabes nada! —gritó enfadada de mi ignorancia.

Quizás le enfadaba más el hecho de que yo fuese hombre y como hombre debía de saber todas las respuestas a las preguntas de este mundo.

—A mí también me gustaría saber qué fue lo que pasó y quién le hizo eso. Pero Luzbel se niega a decírmelo.

—Él nunca dice nada —corroboró ella, bajando la vista, giró sobre sus talones y empezó a caminar.

Yo le seguí de cerca y ambos caminamos rumbo a casa; ella iba algo inquieta, podía notarlo. Quizás le incomodaba mi presencia, o no sabía cómo debía de comportarse o tal vez quería hacerme una pregunta y no encontraba el modo de expresarla. De vez en cuando, le echaba un vistazo y ella me pillaba y me lanzaba una de esas miradas hurañas, como de gato acorralado y yo desviaba la vista rápidamente, como si me hubiesen cogido haciendo algo malo.

—Es incomodo —dije con fastidio—. Si vas a hacer una pregunta, hazla.

—¿Te gusta Luzbel? —directo al grano como yo lo pedí, aun así la pregunta me pilló desprevenido. Abrí muy grande los ojos y hasta sentí que la respiración se me quedó atorada en algún lugar de mis vías respiratorias.

¿Qué si me gustaba Luzbel? Gustar era una palabra demasiado tibia, carente de pasión e intensidad en comparación a lo que sentía. Yo diría más bien que me encantaba, me fascinaba, estaba perdiendo la cabeza por él. Y eso solamente lo sabía Luzbel, solo él, todavía no lo había manifestado ante el mundo, y mucho menos ante una niña, mi reciente atracción hacia el género masculino. No pude evitar ponerme nervioso ante su pregunta y su mirada perspicaz. Era una niña, caramba, y parecía tener mucha más inteligencia que yo.

Suspiré sin proponérmelo y la contemplé una vez más, ella esperaba mi respuesta.

—Sí, me gusta mucho —respondí finalmente.

—¿Y lo quieres mucho, mucho, mucho?

—Sí —sonreí ante su voz infantil—. Lo quiero mucho, mucho, mucho.

—Sí, eso está bien —asintió, completamente satisfecha. Luego, me miró directo a los ojos y me apuntó con su dedo acusador, diciendo:— No te atrevas a dañarlo porque si lo haces, ¡Haré que te despidan!

Y tras esto, me sacó la lengua como chiquilla malcriada y se fue corriendo.

No me tomé a mal aquella amenaza, más bien me tranquilizó que hubiese alguien a quien le importara el bienestar de Luzbel. “Es refrescante saber que en el mundo hay alguien a quien uno le importe…” pensé, yendo hacia casa. “Y también es refrescante saber que hay un lugar al cual regresar…”

Con ese pensamiento, cogí velocidad en mi andar. Había convivido tanto tiempo con él que ya me sabía el sonido de sus pasos. Conocía la hora exacta en que dormía y en que despertaba, y también la hora en que él salía a caminar para comprarse algo, y lo hacía justo a esa hora. Desvié un poco la ruta para alcanzarlo porque quería verlo.

Ciertamente lo veía todos los días, pero por limitado tiempo; trabajaba de lunes a viernes en un horario comprendido de siete de la mañana hasta las cinco y media de la tarde, de modo que estaba todo el día fuera de casa. Y los únicos momentos en que disfrutaba de su compañía era cuando llegaba del trabajo, unas poquitas horas antes de que él se fuera al suyo. Luego cuando regresaba en las noches, cuando allí en el regazo de mi cama lo esperaba con los ojos abiertos en la oscuridad, y finalmente en las mañanas, cuando yo desayunaba y él se tomaba su taza de café.

Así que para pasar más tiempo junto a él, memoricé su horario de salida, de modo que también podría estar a su lado mientras regresaba a casa. Sí, lo sé. Estaba desesperado por embriagarme de su compañía, pensaba que tenía que hacer todo lo posible para tenerlo a mi lado.

Era un amor demasiado desquiciado…

—Hola —saludé con una sonrisa y algo jadeante cuando lo alcancé.

Luzbel comía una jalea de mango. Me miró curioso e indagante; de arriba abajo y de abajo arriba. Su rostro mantenía la misma placidez de siempre.

—Hola —me devolvió el saludo y luego se llevó la cucharilla con jalea a la boca.

Miré adelante, caminado justo a su lado, y me percaté de que el camino por el que íbamos no era el que se suponía por el que debíamos ir.

—¿A dónde vamos? —no respondió verbalmente, más bien me pasó un folleto que yo ojeé con curiosidad.

«Enfermedades de transmisión sexual» leí en voz baja.

Se trataba de una charla que darían y el tema era ese. Allí marcaba la dirección y la hora exacta de la charla. No pude evitar sentirme inquieto, ¿La razón? Era obvia: Enfermedades de transmisión sexual.

Esas simples palabras podrían tambalear el equilibrio de cualquiera.

Me preocupé por Luzbel, es bien sabido que los sexo-servidores son más propensos de adquirir este tipo de enfermedades. La razón es obvia; su trabajo les obliga a abrirse de piernas a cualquiera. Es cierto que usan condones y toman las medidas que hay que tomar, sin embargo esas cosas no siempre funcionan, un desliz y ¡Zas! te enfermas. Y las enfermedades no distinguen ni sexo, ni edad, ni color, ni tamaño, ni condición. Las enfermedades no tienen compasión igual que el tiempo.

—¿Te has enfermado, Luzbel?

—Claro que sí, bastantes veces para ser sincero.

Me alarmé mucho.

—Y has ido al medico, ¿Cierto?

—Quizás no sepa leer ni escribir, pero no soy idiota —me miró, enarcando una ceja—. He ido al médico tantas veces como me sentí mal. Además, en el burdel siempre te exigen un certificado de salud por si las moscas, no quieren a nadie infectado allí, ya de por si la reputación de ese cuchitril es baja y no quieren que se baje más sólo porque alguien tiene una sífilis o alguna otra mierda —se encogió de hombros tan fresco como una lechuga—. Y si por estúpido te llegas a enfermar pues te suspenden los días que sea necesario hasta que quedes limpio otra vez. Y esos días que faltas luego lo repones hasta que el culo te queda ardiendo como si te echaran ají chirere

—¡Madre de Dios! —exclamé casi horrorizado—. Luzbel, en serio, tienes que ir al médico.

—Deja de preocuparte por mí y empieza a preocuparte por ti —me dijo—. Tú eres el que hace unas semanas atrás me cogiste sin condón.

Era verdad.

—Si te sirve de algo, ya yo había ido al médico con anterioridad y estaba bien. Pero bueno, uno nunca sabe así que lo mejor es que vayas con uno y te revises, digo por si las moscas, ¿No? —se metió otra cucharada de jalea—. Mira, ya llegamos

Era una charla pública, dirigida a personas mayores de trece años. Una iniciativa dirigida por los estudiantes de medicina que cumplían servicio comunitario. Al entrar había pocas personas. Suponía que no a todo el mundo les gustaba este tema. Eran como cinco estudiantes a punto de graduarse; hablaban con educación, con cordialidad y con conocimiento, acompañaban sus palabras con imágenes grotesca acerca de este tipo de enfermedades, catalogándola desde las más suave hasta la más fuerte.

Muchas personas ponían cara de espanto, de asco, de incredulidad. Algunos no soportaban esas imágenes tan fuertes y salían fuera del recinto. Había que reconocer que para ser estudiante de medicina se debía tener estómago de hierro, tener mente abierta. Muchas de aquellas imágenes ya las había visto y muchas de sus palabras me las sabía de memoria, sabía, incluso, de que libros las habían sacado, de que página, de que autor. Y eso hizo que se me retorcieran las tripas, no por asco. Yo había aprendido a lidiar con esas situaciones y con peores, así que no era asco, sino ¿Añoranza? ¿Miedo? Sentía aquello tan familiar, tan cerca que pensé que me iba a asfixiar si permanecía un segundo más allí.

Me levanté deprisa y abandoné mi sitio, dejando a Luzbel en aquella charla.

Yo había formado parte de la medicina… Había... Y para ese momento, yo ya no formaba parte de ella ni ella de mí, y ser cociente de nuevo de eso me perforó mi paz, trajo consigo todas las cosas buenas y malas que había vivido y no supe cómo reaccionar. Fue como si hubiesen lanzado una piedra a las aguas mansas de mi tranquilidad para agitar todo mi sistema y mis decisiones. Me hizo cuestionarme mi existencia.

«—¿Regresarías a la medicina por mí?

—Sí, regresaría a la medicina por ti.

—Preferiría que volvieras a la medicina por ti»

¿Por mi? ¿Regresar a la medicina por mí y no por él? No, no me atrevería a volver por mí. Definitivamente no.

—¿Franco?

Ladeé la cabeza en dirección a su voz.

—¿La charla terminó? —asintió—. ¿Nos vamos?

—De acuerdo —caminó hasta mí—. Mira, dieron condones gratis —dijo, sonriente y divertido para luego guardárselos en el pantalón—. Por cierto,  mataste a una persona mientras lo operabas, que nunca se te olvide eso, Franco.

Un disparo hubiese dolido menos.

Aquellas palabras que se habían vuelto livianas empezaron a volverse pesadas. Agrias. Amargas. Mi existencia volvía a ser insoportable.

—¿Haces esto para torturarme? —pregunté atormentado.

—Quizás… —respondió indiferente, mirando el cielo. Para entonces, ya había anochecido y las estrellas adornaban el manto azul oscuro. Empezó a caminar, alejándose.

Bajé la vista, aun apesadumbrado. Respiré hondo y repetí lentamente, como un mantra:

— He matado a alguien mientras le realizaba una operación, no debo nunca olvidar eso.

Observé luego a los estudiantes que se retiraban charlando, riendo, contando anécdotas sobre el hospital y otras cosas. Les di la espalda y fui tras Luzbel.

—¿Cuántas cosas vas a dejar atrás para seguirme? —me preguntó al alcanzarle.

—Las que hagan falta. 

—No debes amarme de esa manera tan inocente y sincera, Franco. No de esa forma tan incondicional. Amores con llamas tan fuertes como el tuyo están destinados a extinguirse.

—Yo te amo y dudo que algún día mis palabras se apaguen…

Y las estrellas en el cielo brillaron con más fulgor, convenciéndolo.

Al llegar a casa, Luzbel se fue al baño, era un poco más de las ocho y debía irse a su trabajo. Yo cociné la cena, algo suave y ligero para el estómago. No comió mucho, apenas algo y se fue deprisa, diciéndome adiós con la mano. Y yo me quedé en casa, con el corazón oprimido.

Suspiré y fui a inspeccionar la planta de amapolas. Acaricié con cariño el botón que había brotado.

—Cuando florezcas, no me detendré —dije con determinación—. No me detendré…

Al despertar aquel domingo, dos días después de nuestra conversación,  fui a ver la maceta y que sorpresa tan enorme el ver que el botón había florecido, una amapola con sus cuatros pétalos de color rojo vivo me saludaban tímidamente. Sonreí como idiota, tomándome incluso el atrevimiento de rozar con delicadeza los pétalos sin poder creer lo que había hecho.

Sin esperar un segundo, tomé la maceta y fui hasta Luzbel, colocándola con mucho cuidado sobre la superficie plana de la mesa, la puse frente a él para que la contemplara y admirara la hermosura de su crecimiento. Y Luzbel, al verla así, toda despeinada porque acababa de florecer, se dedicó a su entera contemplación. Observó el rojo crepuscular que escondían sus pétalos, disfrutó de su aroma y acarició sus hojas. Parecía sorprendido, sonrió con indulgencia y me miró a mí.

—Bien, supongo que ahora puedes aceptar mi perdón oficialmente.

—Sí, perdonado oficialmente. —bromeé con una sonrisa tonta.

Fue un domingo extraño. Pensé que con el crecimiento de la amapola, Luzbel estaría emocionado, desbordante de alegría y sonrisas. Pero no. Luzbel se mantuvo todo el día con un aire pensativo, taciturno. Se movía con mecanismo, como  un reloj que lo único que hace es marcar la hora y esperar a dar la vuelta para volverlo a marcar. Distante, frío…contemplaba la amapola con desasosiego.

Me decepcionó un poco.

Al principio, me sentía orgulloso de haber logrado la meta, imaginando algún tipo de celebración por la amapola. Sin embargo, acabé desinflado por su indiferencia. Me pregunté si el esfuerzo había sido en vano.  

—¿Por qué usas esas camisas tan llamativas? —preguntó como de pasada, sacándome de mis pensamientos. Yo me miré la prenda, no veía nada raro. Llevaba puesto una sencilla camiseta sin mangas de un azul muy oscuro y unos pantalones deportivos.

—No es una camiseta llamativa.

—Sí lo es, me distrae.

—¿El color?

—Me distrae que se ajuste tanto a tu cuerpo.

 Siempre tan directo y sin avergonzarse de ello. Aunque yo tampoco estaba avergonzado, más bien me sentía complacido, satisfecho de que mi físico llamase su atención.

—Muchos de los chicos gays de esta calle, han puesto su ojo en ti —dijo con un matiz de celos impregnado su voz. Pero no, no eran celos, solo eran ideas mías.

—No tienes que preocuparte por eso, yo solamente tengo mi ojo puesto en ti —bromeé y él no pudo resistir y explotó en risas. Yo también me reí y contemplé fascinado la línea de sus labios, la curva de sus cejas, la intensidad de sus ojos.

—En serio, deberías detenerte, ¿Sabes?

—No quiero detenerme.

Y Luzbel se quedó largo rato observando la flor roja…

Esa noche, como siempre, se fue a trabajar, rechazando mi amor con aquel autismo que encontraba insólito para ese momento. Yo seguí acostado boca arriba en el suelo, mirando el techo de zinc que no paraba de sonar por causa del viento. Pensaba en todas las cosas que había hecho, pensaba en Luzbel y en su forma tan peculiar de ser y pensaba en mí.

—¿Qué debería hacer? —murmuré desalentado.

Creía que ya lo había logrado, que al florecer la amapola todo sería más sencillo con él, y sin embargo, el hecho de que la flor floreciera provocaba un vacío entre nosotros, como si ahora ya no hablásemos el mismo idioma.

¿Acaso eso era una prueba y yo no la había pasado?

Él era tan extraño, tan poco descifrable. Yo no sabía si debía avanzar o retroceder. Ya no sabía qué pasos dar, ¡Me confundía todo! Mierda, nunca me había sentido tan confundido.

Tú no tienes porqué entristecerte por mí, Franco.

Me dijo mi conciencia, esa que tenía la cara, los ojos, la boca y la voz de Luzbel.

—Y una mierda —murmuré enojado—. ¡Si quiero entristecerme por ti, es mi decisión!

Luego resoplé frustrado. Él se metía en mi cabeza cada vez que le daba la gana, me la pasaba el día entero pensando en él. Mi mundo se reducía a su persona, a su nítida sonrisa. A su fragancia limpia y su aliento con aroma a café. 

—No puedo seguir así… —me levanté y busqué un libro para distraerme, pero como era masoquista tomé el libro de “El Principito” y me puse a leer una y otra vez cada uno de los capítulos que le había leído a Luzbel.

Eso curiosamente, me alivió.

Me encontraba muy ensimismado en el cuento, tanto que me sobresalté mucho al notar que alguien entraba a la casa sin previo aviso y mucha más fue mi sorpresa al ver a Luzbel. Me pregunté entonces, si ya serían las tres de la mañana y yo no me había dado cuenta del correr de las horas.

—Hola —murmuré aun sorprendido, dejando el libro sobre mi regazo.

—Hola —me devolvió un saludo seco.

Me miró un instante, su rostro no revelaba nada, era como una pagina en blanco, y después de ver lo que quería ver se fue a su cuarto.

Me sentía muy extrañado.

—¿Realmente son las tres de la mañana y no he dormido nada? —me pregunté mientras buscaba desesperadamente mi celular para ver la hora. Y al encontrarlo supe que no eran las tres de la madrugada, apenas iban a ser las once de la noche.

¿Por qué habrá llegado tan temprano?” pensé desconcertado.

Quise ir a preguntarle, aunque luego lo descarté. Con esa actitud tan hostil no me diría nada. A lo mejor no había muchos clientes, o tal vez estaba cansado y deseaba dormir. Al pensar en esa última opción, fui hasta mi cuarto y arreglé la cama.

Me senté en el colchón a esperarlo, entonces me di cuenta de un pequeño detalle: no me había cambiado de ropa. Me levanté y comencé a quitarme la camiseta azul que había llamado la atención de Luzbel, y de repente me detuve, ¿Qué tal que Luzbel entrase y me viese en cueros? A mí no me importaba mucho, pero no creía que él pensase lo mismo. Seguro que creería que me lo quería tirar por puro placer y yo no quería que pensara eso.

Así que me volví a colocar la camiseta y me senté en la cama a esperarlo como un bendito. A mi me gustaba dormir con ropa más cómoda, pero no me daba tiempo  de cambiarme, Luzbel no tardaría en llegar. Sí, pensaba en todo, eso llega a ser un verdadero fastidio en ocasiones. Y tanto estaba embebido en preocupaciones tontas como la incomodidad de los pantalones al dormir o lo ajustado de la camisa, que apenas él entró al cuarto lo miré directamente. Fue un instante en el que nuestras miradas se encontraron y solo bastó eso para que desviara mi mirada, fijándola en el piso con todo el nerviosismo del mundo.

 Me sentí acalorado, con el pulso acelerado, ¿La razón? Luzbel entraba a mi cuarto completamente desnudo.

El corazón me retumbó en los oídos y aun así pude sentir el cliqueo suave de sus pies al caminar. Y mientras más se acercaba más nervioso me ponía. No creía que fuese a dormir en cueros conmigo, eso sería una crueldad sabiendo él mis sentimientos, así que, ¿Por qué? ¿Por qué estaba desnudo? ¿Acaso pretendía ponerme la tentación en bandeja de plata? Apreté los puños de mis manos alterado, casi temblado. Me negaba a levantar la vista en tanto él ya se encontraba frente a mí. Desde mi punto de mira, era capaz de ver sus pies descalzos.

—Franco —llamó—. Mírame.

Y yo, vacilante, obedecí. Desplacé mi vista de sus pies para irla subiendo de apoco por sus piernas, su pelvis, su estómago, su pecho y finalmente su rostro. Lo miré directo a los ojos. Una mirada insondable y que con la oscuridad del cuarto brillaba como esas estrellas del cielo.

—¿Me harías el amor?

Su pregunta hizo que por un segundo se detuviera la actividad de mi organismo, hasta se me olvidó cómo respirar. Se me fue el aliento, mi menté se nubló. No sabía qué pensar, qué decir. Estaba en jaque.

Él colocó algo sobre la mesita de noche, algo que no distinguí porque me encontraba muy asombrado.

—Quiero que me toques —continuó, llevando una de mis manos hasta su vientre plano—. ¿No quieres tocarme?

¿Cómo podría decir que no ante algo que ansiaba desesperadamente? ¿Cómo podría no dejarme llevar por el momento? ¿Cómo podría…?

—Sí —dije, sintiendo la sangre correr por todo mi cuerpo, cálida. Tan cálida como lo era mi mano sobre su vientre—. Quiero tocarte todo. 

—Esta noche, seré solamente tuyo —dijo, totalmente entregado, sonriendo con cariño.

Y colocando una pierna en cada costado, se sentó encima de mí, besándome, acariciándome el rostro. Y yo no pude hacer otra cosa que corresponder a esas caricias que tan delirantemente había deseado. Sus labios al principio, eran fríos y luego me parecieron maravillosamente calientes, sentía su aliento en mi boca, llenándome la cabeza, el corazón. Intoxicándome la vida.

Era una sensación exquisita.

Apenas tomamos aire un segundo para luego seguir indagando en la boca del otro. Quería ahogarme en sus labios, perderme en su aliento, en su boca, en su lengua inquieta. Mis manos se tomaron la libertad de explorar la piel de su espalda, y toqué cada cicatriz, y sus vertebras, contándolas una a una hasta que terminaron. Y luego abajaron más y más hasta llegar a sus nalgas. Las acaricié, ahondando mí agarré y me detuve, algo dudoso. Yo nunca había estado con un hombre, desde luego. Solo con él y aquella vez fue lamentable y terrible, una experiencia llevada por celos y rabia. De modo que todo lo que hice fue producto de la discordia.

Era palpable mi inexperiencia en hombres, pero no por eso dejé de besarlo aunque él lo notó porque rió suavemente en mis labios.

—No te detengas, me gusta que me toques, Franco. Tus cariños son como la suave caricia de una pluma, como la luz del sol de la mañana en mi piel. Son caricias dulces, de miel derretida, pero estoy seguro de que tus intenciones también son picantes ¿Y sabes algo? eso me pone caliente —murmuró juguetón, cerca de mi oído.

Y yo sentí el calor que despedía su piel, que me incitaba a acercarme, a perderme en ella, a probar su sabor y enloquecerme.

Luzbel no perdió tiempo y me ayudó a quitarme la camisa, tirándola lejos y me tocó los músculos del brazo; primero acarició la piel, la empezó a conocer por medio de sus dedos, y después clavó sus uñas en ellos y suspiró, como imaginándose una escena que estaba a punto de suceder.

—Bésame, Franco. Bésame más que la última vez —pidió y yo no dudé en tumbarlo en la cama y besar sus labios y luego besé la curvatura de su mentón, y bajé por su piel picante y sentí su pulso acelerado en la vena de su cuello. Lo mordí y escuché un débil jadeo. Mi lengua se deslizó fácilmente en sus pezones, en su pecho, en su vientre, en su ombligo y él se retorció gustoso porque le encantaba.

Ciertamente no tenía mucha experiencia con hombres aunque eso no significaba que no me dejase llevar por el instinto, por el deseo, el anhelo de recorrer su cuerpo desnudo hasta aprendérmelo de memoria. Nunca pensé que un cuerpo masculino pudiese excitarme tanto, y no pude evitar preguntarme, aun en medio de toda esa excitación, cuándo fue que su figura empezó a resultarme tan atractiva. No poseía tantas curvas como el cuerpo de una mujer, no era tan estilizado como la figura femenina y sin embargo, su cuerpo se me antojaba exquisito, seductor, tentador por su incuestionable madurez.

Llegué a su entrepierna y me di cuenta de que Luzbel era completamente rubio. Me estremeció peligrosamente el triángulo de vello dorado que coronaba su excitación despierta. Lo miré un instante y él se encontraba expectante, observando con paciencia cada uno de mis movimientos. Me acerqué a su intimidad, queriendo probarlo y saciarme de él hasta que mis pulmones dijesen basta, pero Luzbel me detuvo, diciendo que eso no le gustaba y yo desistí de mi cometido pues no quería hacer algo que le resultara insatisfactorio.

Él se dio la vuelta, quedando boca abajo y permitiéndome recorrer su cuerpo a la reversa.

Ascendí de nuevo con mis labios y contorneé con ellos la peligrosa curva de sus nalgas, incluso deposité un suave beso allí, en la piel pálida, y escuché como Luzbel se rió porque le había causado cosquillas. Yo sonreí para mis adentros, proponiéndome que le causaría algo más que cosquillas. Quería que suspirara, que me anhelara… quería que él me amara de la misma forma como yo lo amaba a él.

Subí a su espalda y miré con fijeza las cicatrices dejadas por el tiempo. No pude evitarlo y las dibujé todas con la punta de mi dedo. Luzbel se quedó quieto, pero no era el tipo de quietud que avisaba que el ciervo estaba por huir. Era más bien el tipo de quietud que se encuentra en el agua cuando ya se ha acostumbrado a las oscilaciones. Una quietud que esperaba pacientemente por más caricias.

Lo toqué de nuevo, aunque en vez de hacerlo con los labios lo hice con la punta de mi nariz. Un toque sutil y entregado que hizo que se estremeciera. Aspiré lentamente, embriagándome con su aroma a hombre, adormeciéndome los sentidos, y así hasta que llegué a su cuello. Una vez allí, me acerqué a su oreja y mordí suavemente el lóbulo, susurrando su nombre.

Luzbel ladeó un poco la cabeza, anhelante de más. Comprendí que quería darse la vuelta y me aparté un poco. Contrario a lo que yo pensaba, cambió totalmente de posiciones, dejándome acostado en la cama y sentándose a horcajadas encima de mí.

—Eres muy minucioso —Sonrió con picardía y se mordió los labios.

Y yo no pude evitar jadear al verlo descender, arrastrando por mi cuerpo el suyo que estaba completamente expuesto. Se detuvo allí, justo encima de mi pene y él podía sentirlo a través de la tela del pantalón, podía sentir mi calor, mi dureza, el ansia que precisaba en devorarlo. Sus ojos brillaban con más fulgor, más deseo, y empezó a frotarse contra mí. Una fricción deliciosa y dolorosa.

Entonces, Luzbel se detuvo un segundo, descendiendo un poco más y tironeó del botón de mi pantalón. Sonrió al conseguir desabrocharlo y yo alcé un poco las caderas para facilitarle el proceso. No bajó mucho el pantalón, solo lo suficiente para dejar mi ropa interior expuesta y deslizó su mano por el bóxer hasta llegar a mi sexo. Lo apretó con su mano sin pudor alguno y luego recorrió con sus dedos la longitud, tocó con experiencia los testículos.  

Sabía que él ya estaba adiestrado en las artes de placer, tan acostumbrado a los toques íntimos que la lujuria era parte de su vida profesional. Era prostituto y eso lo sabía, pero eso no impidió que lo amase con ese amor insano que fluía por todas mi venas y que para entonces, fluía con más rapidez.

Me quité los pantalones y así ambos quedamos desnudos. Su piel hervía, sus mejillas, sus labios, su pene… se acostó boca arriba, con las piernas separadas y yo me coloqué entre ellas, acariciándole los muslos, el vientre e inclinándome para besarlo otra vez. Froté mi cuerpo contra el suyo, podía sentir esas descargas en mi entrepierna al sentir el roce de su virilidad contra la mía. Él se mordía los labios y seguía mis movimientos, incluso me abrazó con sus piernas, un contacto más cercano y mucho más embriagante.

Estaba extasiado, completamente embriagado de su aroma. Quería hundirme en él y sentir su calor.

—Espera Franco, espera —me detuvo antes de que pudiese empezar.

Se alejó de mí y yo me sentí muy confuso al verle marcharse, ¿Se había arrepentido? ¿No lo había hecho bien? ¿No le había gustado? Respiraba agitado producto del placer provocado por la situación e iba a preguntar qué sucedía. Luzbel se bajó de la cama y fue hasta la mesita donde había dejado algo, luego regresó y al ver mi cara de confusión rió suavemente, dándome a entender que todavía no se arrepentía.

—Está vez lo haremos bien —dijo, abriendo con urgencia un condón.

Primero descendió y besó mi pelvis de una manera tan exquisita que hasta se me olvidó cómo respirar. Al instante, acarició la punta de mi miembro hasta repasar su longitud, masturbándome lentamente. Cuando notó que ya estaba tan duro que podría venirme en cualquier momento, colocó con cuidado el preservativo y volvió a subir hasta quedar cara a cara. Exhibía una sonrisa traviesa

—Ahora vas a aprender a preparar a un hombre para tener sexo anal —comenzó a destapar un tubito que aun a oscuras pude distinguir como lubricante. Luzbel frotó el líquido en mis dedos y luego, de rodillas, se puso de espalda, ofreciéndome su precioso trasero—. Imagina que estás haciéndole el tacto a una de esas mujeres cuando van a parir. Has ayudado en esos partos, ¿no?

—Sí, claro que sí —sonreí algo más tranquilo—. Pero no creo que sea buena idea pensar en eso ahora.

—Entonces piensa en mí.

—Siempre pienso en ti…

Me arrodillé detrás de él e introduje con delicadeza mis dedos en su interior, los moví hacia dentro y hacia fuera. Lento, pausado, con cariño y mucho cuidado. Primero uno, y luego dos, y después tres dedos. Quería que estuviese bien lubricado para que así la penetración no lo lastimara tanto. Lo oí gemir débilmente y entonces apartó mi mano de su interior.

—Ahora te quiero a ti.

Puse una mano en su frente, haciéndole echar la cabeza hacia atrás hasta apoyarla en mi hombro y cuello. Besé con cariño su mejilla y comencé a penetrarlo. Era estrecho al inicio, pero fue dilatándose exquisitamente, obsequiándome un placer maravilloso. Las embestidas fueron lentas, muy meticulosas para que él se acostumbrara a tenerme dentro y luego pasaron a ser repetitivas, directas, casi frenéticas. Escuchaba su respiración agitada y su boca acaparando sollozos.

—¿Por qué no gimes para mi? —pregunté entre jadeos.

—Porque… gimo como una puta…

—No gimes con una puta.

—Claro que… sí… pero a ti se te… olvida…

No era un buen momento para hablar de eso así que besé su mejilla y aquel gesto tan cariñoso hizo que Luzbel ladeara un poco la cabeza, sonriendo levemente. Quizás notó que quería cambiar de tema, eso no me importó mucho. Yo solo quería disfrutar del momento y eso haría. Busqué sus labios y le di un beso profundo, menos delicado y más entregado, necesitado. Y nuestros alientos se mezclaron aun en aquella posición tan incómoda para besarnos.

Al terminar de saborear la boca del otro, Luzbel pasó lentamente, y con algo más que insinuación, su roja lengua por mis labios. Me estremeció por completo, agitando mi respiración, mis sentidos, mi cuerpo… Una acción tan sutil como esa era capaz de tambalear todo mi organismo.

Solté su frente para posar mis manos en su cadera y continuar con aquel frentico contrapunteo, entonces él se sujetó, tembloso y excitado, de la cabecera de la cama para mantener el equilibrio. Me hundía en su interior con deliberada fuerza y Luzbel dejó de reprimir aquellos gemidos que ansiaba oír.

Su piel quemaba la mía. Su cercanía era como un hechizo que me incitaban a querer fundirme en sus entrañas. Los jadeos y gemidos impregnaron las paredes como el óleo al aplicarse en el lienzo. Y los suspiros viciaron el aire como un perfume que ni el tiempo puede consumir mientras nuestras respiraciones se agitaban como producto de una actividad indecorosa para el mundo y tan íntima para nosotros.

Luzbel tenía razón: esa noche fue completamente mío. Me hundí tantas veces en su interior como fueron posibles, le hice tantas veces el amor como la noche me consintió y él me permitió sentir su goce. Me permitió oírlo, reconocer su piel. Me permitió leer el brillo de su mirada y darme a entender que él estaba realmente desnudo ante mí; deseo, miedo, anhelo, amor…

Hasta entonces, no sabía que él era música hasta que lo oí. No sabía que él era poseía hasta que lo leí. Y no sabía que él era arte hasta que lo sentí…

 


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