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La miserable compañía del amor. por CieloCaido

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PARTE II

“He enterrado mi amor para darte el mundo…”

Jaymes Young - Moondust

______________

 

Capitulo 16: Una cucharada de azúcar.

Los seres humanos nunca podemos conformarnos con lo que tenemos, siempre queremos «más». Más fuerza, más valentía, más dinero, más juventud, más poder. Aunque suene como algo positivo, porque la ambición de las personas las hace crecer, también es una maldición, como si tener más de lo que tenemos nos hundiera en un abismo profundo.

«Quiero más»

¿Qué es lo que «más» quieres que pagarías lo que fuera por conseguirlo?

¿Hasta dónde serías capaz de llegar para alcanzar lo que «más» anhelas?

¿Qué sería capaz de hacer yo para conseguir el «más» que ese instante deseaba?

Todos deseamos más, mucho más, y yo no era menos.

Allí, acostado en la cama al lado de Luzbel, deseaba más. No solo más de su cuerpo, de sus besos, de sus miradas. Yo deseaba más de él. De su ser por entero. Era un «más» tan poco saludable que en ocasiones me asustaba, porque nunca parecía tener suficiente de él. Mi deseo se convertía en algo obsesivo, casi delirante, peligroso…

Cerré un momento los ojos, dejándome llevar por el cansancio y a los segundos volví a abrirlos. Mi miraba se enfocaba en el techo mientras mi respiración se calmaba. A mi lado Luzbel, boca arriba, también recuperaba el aliento tras estar al borde del cansancio. Ladeé lentamente mi cabeza para poder contemplarlo; la luz de la lámpara apenas iluminaba su rostro y  su cuerpo sudado, era una luz tenue y al observarlo no pude evitar pensar en las pinturas de Caravaggio. Luzbel mantenía los ojos cerrados y la boca semi abierta, dando bocados de aire. Abrió sus ojos y me miró de soslayo, esbozando una dulce sonrisa.

—¿Y bien, te gustó hacer el amor conmigo?

Noté que una sonrisa se empezaba a asomar lentamente en mis labios.

—Claro que sí. Fue extraordinario.

Esa respuesta pareció satisfacerlo así que enfocó su vista en el techo. Yo seguía observando el perfil de su rostro, fascinado con las luces y sombras que le proporcionaban la pequeña lamparita del cuarto.

—No sabía que tenías tanta energía… —comentó sin ningún tono en particular.

—¿Te he lastimado?

—Estoy bien.

Y nos quedamos en un tranquilo silencio. Cada uno con pensamientos aislados. Yo pensaba en tonterías, desde luego. Me preguntaba por qué de repente había aparecido en mi cuarto desnudo, pidiéndome que le hiciera el amor. O si debía decirle «Te amo» en ese momento, un te amo fulminante, explosivo y lleno de tantos sentimientos. Me preguntaba si estaría bien decírselo.

—Luzbel… ¿He estado a tu altura?

Yo no dejaba de observarlo y él no dejaba de mirar el techo.

—¿Te preocupa no haberlo estado?

—No, es solo que no sé qué decir en estos momentos.

Sonrió de medio lado.

—Duerme.

Se dio la vuelta, dándome la espalda y los hilos dorados de su cabello ocuparon mi vista. Suponía que tendría calor ya que no se arropaba con las sabanas, por lo tanto su cuerpo estaba completamente desnudo. Sudado y desnudo.

—¿Te molestarías si te abrazo?

—Mientras no intentes clavármela mientras duermo —murmuró divertido.

—¿Cuánto tiempo estarías molesto conmigo si llegase a hacer algo como eso? —gruñó en respuesta, dándome a entender que ni se me ocurriera hacerle algo así—. Solo bromeaba.

Sonreí y lo abracé de costado, rozando con mi nariz su hombro. Casi era un momento perfecto. Casi. Solo faltaba que yo dijese algo.

—Te amo.

Y como respuesta solo recibí un silencio absoluto.

Pasadas las horas indicadas para que llegara el alba, abrí un ojo soñoliento y apagué por quinta vez la bendita alarma. Ya había sonado como cinco veces y a cada rato la desactivaba. Pero era algo inconsciente, no lo hacia realmente a propósito. No lo hacia para faltar al trabajo y de hecho eso era en lo menos que pensaba en esos momentos.

Sentía el cuerpo lánguido, cansado, ligero. Sensaciones raras, de esas que perduran luego de hacer cierta actividad durante mucho rato. Ya casi estaba soñando otra vez cuando la bendita alarma sonó de nuevo, ¿Qué tenía que hacer para que ese infernal aparato se apagara? Deseaba tener un arma en mano para pegarle un tiro a ese diabólico objeto. La apagué y hundí el rostro en la almohada. Mis pensamientos vagaron e inevitablemente pensé en todo lo que había hecho con Luzbel. ¿Había sido un sueño? Quizá... Pero había sido un sueño maravilloso. Magnifico. Extraordinario. Demasiado intenso.

Me acomodé mejor en la cama y aprecié la suavidad de la sabana contra mi piel desnuda. Ese pequeño pensamiento me inquietó, pensé en los motivos para estar desnudo en la cama. Que yo supiera siempre dormía vestido.

—¿No fue un sueño? —me pregunté en un susurro.

Tanteé con la mano, aun con los ojos cerrados, el lado donde dormía Luzbel. No estaba. Él ya se había levantado. Abrí los ojos y tanteé mi cuerpo, comprendiendo enseguida que me encontraba completamente desnudo. En la mesita de noche residía el lubricante y la caja de condones vacía.

—No fue un sueño...

La alarma sonó nuevamente y está vez lo apagué mucho más cociente y sorprendido de la realidad.

—Si ese maldito aparato suena de nuevo, te lo voy a partir en la cabeza.

El sonido de su voz hizo que respingara. Miré a la puerta y él estaba allí, solo cargaba un bóxer negro que resaltaba su pálida piel. Yo sabía con anterioridad que Luzbel odiaba el sonido de mi alarma porque era un sonido molesto, tan exasperante que te torturaba los tímpanos de la oreja. Te hacia doler los dientes. Te despertaba en un santiamén.

Recorrí con mi vista su figura. De arriba abajo y de abajo arriba. Me detuve en sus ojos.  Siempre llamaban mi tención aunque su color fuese bastante particular, de un color tan ordinario, y aun así podían ser realmente fascinantes si uno se quedaba mirándolos el tiempo suficiente.

—¿No vas a decir nada? ¿Acaso te comí la lengua anoche?

Pestañeé algo confuso, vacilante.

—Anoche estuvimos juntos, ¿Cierto? Tuvimos sexo…

—Claro que tuvimos sexo. Qué crees que hacia tu pene en mi trasero —me miró como si yo fuese una criatura particularmente estúpida—. Será mejor que te levantes ahora si piensas ir a trabajar. Ya son las seis y cuarenta.

—¡¿Seis y cuarenta?!

Me levanté casi corriendo de la cama. Finalmente había recordado que tenía un trabajo al cual asistir y donde mi hora de entrada era a las siete en punto. Para eso no faltaba mucho tiempo. Me duché y me vestí tan rápido como me lo permitieron mis manos. Ni siquiera me miré en el espejo.

—Nos vemos después —dije apresuradamente, saliendo de casa. Pero antes de salir me fijé en el chupón de su cuello que le dibujé con la boca, ¿En qué momento de la noche me había convertido en Drácula?

A mi me hubiese gustado hablar de lo que pasó entre nosotros, sin embargo, mi deber con la realidad me llamaba. De modo que tendría que posponer esa conversación hasta que llegara del trabajo. Aun así no pude evitar hacerme todo tipo de preguntas mientras laboraba. Andaba en las nubes, con la cabeza en la luna.

En más de una ocasión me llamaron la atención por andar distraído.

No podía dejar de pensar en todas las cosas que hicimos. En los besos que nos dimos. Sentía en mi piel el calor corporal de Luzbel. Y si me esforzaba lo suficiente, podía sentir el sabor de su boca, la textura de sus labios. Cerraba los ojos y lo veía subir y bajar por mi cuerpo, una vista asombrosa y la más erótica hasta esos momentos de mi vida.

Un escalofrió agradable me recorrió la columna al recordar esas escenas y me esforcé en cambiar de  escenario para evitar excitarme.

—No puedo pensar en eso en el trabajo —me recordé mientras barría metódicamente las escaleras.

La maestra de segundo grado subía en ese instante y me observó con curiosidad. Fruncí el entrecejo.

Había una cosa que estaba incomodándome y hasta ahora comenzaba a molestarme. No sabía qué sucedía, pero al llegar a la escuela un par de maestra susurraron al verme. En el momento, no le di importancia hasta que noté que no solo eran las maestras. Muchas otras personas, incluyendo estudiantes de sexto grado, pasaban a mi lado y soltaban una risita divertida.

¿Cuál era el motivo de tanta atención?

—Creo que deberías verte en un espejo, cariño —me dijo Anastasia cuando le pregunté el motivo de esa sonrisa exasperante en su rostro.

Más enfadado que otra cosa, fui a mirarme al espejo del baño y al hacerlo sentí una vergüenza apabullante.

El espejo me mostraba una imagen de mi mismo. No había nada nuevo, desde luego. Era mi cuerpo y como tal debía de saber si habría algún cambio. Sin embargo, esa mañana yo había salido tan apurado que ni me miré en el espejo. Por lo tanto, no me fijé en el dulce rastro de cardenales que se dibujaban en mi cuello.

Al parecer no había sido el único vampiro anoche.

“¡¿En qué momento me hizo esto?!” pensé sin poder ocultar mi sorpresa.

La pregunta era cómo rayos iba a ocultar semejantes chupones. No cargaba puesta una camisa de cuello alto, sino una sencilla camisa blanca que no me tapaba nada la nuca. Tampoco llevaba conmigo una bufanda para ocultar la evidencia, aunque si la tuviera sería estúpido llevarla, ya que hacia un calor terrible. Lo único que me quedaba era seguir exhibiendo de buena gana aquellos chupones como si de un trofeo se tratase.

—Veo que tuviste una noche muy movida —comentó con picardía Anastasia.

Me hice el desentendido.

—Vamos, no te hagas el tonto, ¿Cómo no te ibas a dar cuenta de que tenías chupones en el cuello?

Suspiré molesto y la miré. Ella sonreía como una niña pequeña, esperando que le contase con lujo y detalle mi gran noche.

Anastasia era una mujer con muchos más años que yo. Suponía que tendría unos cuarenta como máximo, y de todos los que trabajaban conmigo ella era la que mejor me caía. No es que fuese mi mejor amiga, nada tan alejado de la realidad. Tampoco confiaba plenamente en ella. Lo que pasaba es que era una mujer madura y tranquila, y eso a veces inspira un poco de seguridad. Yo la admiraba, en secreto desde luego, ya que muy pocas veces cruzaba palabras con mis compañeros de trabajo.

—Salí apurado y no tuve tiempo de inspeccionarme.

Su sonrisa se agrandó.

—Eso significa que se acostaron tarde.

No dije nada porque no sabía a qué hora habíamos terminado.

—¿Y es algo serio o solo una aventura?

Ante esa pregunta, dejé de barrer. Generalmente tiendo a ser una persona reservada, pero en aquel momento, ante esa pregunta, las palabras salieron involuntariamente.

—A mí me gustaría que fuese algo serio.

—¿De verdad? —parecía muy sorprendida—. ¿Cuántos años tienes? ¿Veintidós? ¿Quizás veintitrés?

—Pronto cumpliré veinticinco, ¿Pero eso qué tiene que ver?

—La edad tiene mucho que ver. Es que es muy raro ver a un chico tan joven y atractivo queriendo compromiso —sonrió con desenfado—. Normalmente los muchachos de hoy en día solo quieren algo pasajero, algún revolcón y luego nada. Les gusta la diversión, las aventuras. Mi Jacob aun no quiere sentar cabeza, dice que esta muy cachorro para buscar compromiso, y eso que tiene la misma edad que tú.

Tomó la pala de plástico y terminó de barrer por mí.

—Tú me recuerdas mucho a mi hijo, aunque en realidad son muy diferentes. Mi pequeño bebé, como lo llamo yo, estudia ingeniera civil, aunque es bastante flojo y en más de una ocasión ha querido abandonar la carrera. Cuando quiere tomar esa decisión, viene y habla conmigo. Yo siempre le digo que si esa carrera le gusta pues que se aguante, si cree que ese es su lugar tiene que resistir. Hasta ahora me ha hecho caso porque él cree que la ingeniería civil es su lugar.

Metió la pala en la bolsa de basura que yo estaba abriendo. Ella continuó hablando. A nuestro alrededor se escuchaba el sonido de pupitres arrastrarse por el suelo, el de niños riendo y el de maestras explicando las clases.

—Pero te veo a ti y siento que este no es tu lugar. No pareces un chico que no haya tenido estudios. A mí más bien me pareces un joven que se ha extraviado y no consigue el camino a casa. Aunque de esas cosas yo no entiendo mucho, además tampoco es problema mío.

Yo asentí, dándole la razón.

—Sin embargo, espero que algún día encuentres el camino a casa, y también espero que esa joven con la que quieres algo serio, te ayude a encontrarlo.

—Estoy seguro de que él podría ayudarme.

—¿Él? —pestañeó confundida. Sentí pánico por haber abierto la boca de más—. Ah, ya veo. Es un chico —sonrió dulcemente—. Es el mismo por el que te peleaste la otra vez, ¿Verdad?

No dije nada, sintiendo que mis orejas se entintaban de rojo.

—Sí, debe ser el mismo, sino ¿Por qué otra razón te enfurecía que hablasen tan mal de él? —su voz estaba desprovista de toda acusación—. ¡Pero bueno! Amor es amor, ¿Cierto? Y pareces que tú estás muy enamorado de ese joven —sus ojos brillaban con emoción, quizás es que las historias de amor la conmovían o quizá le divertía ver mi expresión aterrada.

Un diente de león pasaba justo frente a sus ojos y ella, con velocidad, lo agarró antes de que se marchara. Siempre hacia eso porque los dientes de león le gustaban mucho. Lo sostuvo entre sus dedos, examinando minuciosamente todos los ángulos. Era una semilla tan frágil como bella.

—Espero que ese joven esté tan enamorado de ti como tu lo estás de él, y sino… Bueno, si no es así, es una pena.

Amarró la bolsa y me hizo seña para que la siguiera. Aun quedaba mucho camino que barrer.

—¿Y si él me quiere pero no quiere corresponderme? —hablé sin seguirla, con la angustia en mi pecho. Ella me miró un segundo, inexpresiva—. Si fuese así, ¿Qué debería hacer?

Anastasia viró la vista hasta mí, pensando, reflexionando. Por toda respuesta sonrió como una madre ante un chiquillo, abrió la palma de su mano y dejó que el diente de león se lo llevase el viento…

Al caer la tarde, me preparé para irme a casa. Había sido un día de mucho trabajo y de muchas distracciones en mi mente. Ansiaba regresar a casa para hablar con Luzbel, quizá hasta lo consiguiese de camino a casa.

—Menos mal que aun no te has ido —era la directora del colegio.

Me sorprendí al verla. Se trataba de una chica y, a diferencia de las muchas directoras, ella era bastante joven, unos treinta y tantos años le calculaba. Tenía entendido que su padre había construido el colegio, quizás por eso ocupaba el cargo de directora siendo tan joven. Era bonita, y si no hubiese sido mi jefa, probablemente hubiese terminado gustándome.

—¿Me necesita para algo más? —pregunté con cordialidad, ella negó con la cabeza, sonriéndome.

—Mañana es treinta de junio.

Eso fue todo lo que dijo y yo me quedé en silencio, esperando que agregase algo. Sin embargo, no añadió nada más que una larga pausa, dejándome a la deriva sobre esa fecha. ¿Acaso debería recordarme algo? La fecha no me decía nada más que un montón de números. Ella al percatarse de mi silencio meditabundo, se dignó a refrescarme la memoria.

—Cuando aceptaste el empleo, me pediste que te diera libres varios días a partir de esa fecha. Por estoy aquí, para preguntarte si aun deseas esos días libres.

—¿De verdad? ¿Treinta de junio? —asintió muy segura. Pensé un momento, hurgando en mi memoria—. Treinta de junio… —repetí casi sin aire. Había recordado. ¿Cómo pudo habérseme olvidado semejante fecha?

Treinta de junio…

—Gracias por recordármelo, directora. Si pudiese darme permiso para ausentarme dos días, se lo agradecería mucho.

—Últimamente te has ausentado demasiado. Aun así te lo concederé. Parece que esa fecha es importante para ti… Eso si, tienes que traerme un recuerdo de ese sitio al que vas. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Le sonreí y luego me marché a casa con esa fecha en la cabeza.

A menudo, me tropezaba con Luzbel de camino a casa, pero esa tarde curiosamente no di con él. Pensé que me evadía, ¿Por qué me evadiría? Luzbel era quien había iniciado lo de anoche, no tenía porqué huir. Llegué a casa. Necesitaba hablar con él, no obstante no le encontré allí. Y fue esa ausencia tan vivida lo que me hizo pensar con seriedad que él realmente me estaba evadiendo.

—¿A dónde habrá ido?

Después de eso, casi al instante, la puerta fue abierta. Luzbel entraba relajadamente sin reparar en que yo estaba allí en la sala, observándolo.

—Ah, hola Franco, ¿Qué tal te fue en el trabajo?

—Bien, aunque estuve algo distraído.

Yo hablaba con voz tensa, inquieta y nerviosa. Y me sorprendía que Luzbel se mantuviera tan fresco y tranquilo, como si no recordara lo que hicimos anoche, pero si, él se acordaba muy bien, aunque eso no era una razón para mostrarse diferente ante mí.

—Te noto nervioso —enarcó una rubia ceja—. ¿Pasa algo?

—Estuve distraído en el trabajo porque no podía dejar de pensar en lo que hicimos anoche.

Pensé que él fingiría amnesia.

—Es normal, ¿No? El haber estado juntos fue una experiencia nueva para ti, ya que estás acostumbrado a tener sexo con mujeres. Tal vez por eso no podías dejar de pensar en eso.

—Entonces, ¿No me estás evadiendo por ese tema?

—¿Evadiendo? Claro que no, ¿Por qué te iba a evadir si fui yo quien te provocó?

Dejó a un lado el morral que cargaba con un gesto desenfadado, sin importarle demasiado a dónde iría a parar el dichoso objeto. Fue hasta el mueble largo y se dejó caer en él con cansancio. Lucía exhausto.

—Pensé que me evadías ya que no te encontré en el camino ni tampoco estabas aquí, ¿Dónde estabas? —pregunté por curiosidad, yéndome a sentar a su lado.

—Estaba atendiendo a un cliente.

Esas palabras me dejaron helado por segundos. Tanto que me detuve a mitad de camino.

—¿Un cliente?

—Un cliente.

Y lo decía con tanta calma que llegué a creer que me decía eso para herirme. ¿Cómo había sido capaz de ir a revolcarse con otro hombre después de lo que habíamos hecho? ¿Qué tan rápido se borró mi huella en su piel? ¿Qué tan pronto olvidó las dulces palabras que le susurré en su oído?

Sé que no eran preguntas justas porque él solo hacia su trabajo, pero era imposible no formularlas. Era imposible no sentir rabia al saber que nada más me había ido por un rato y él ya estaba en brazos de otro hombre. Lo sentía como una puñalada en la espalda. Respiré profundo, tratando de calmarme. No quería discutir. No debía discutir. Ni tampoco debía reprocharle aquella acción, aun así…

—¿Por qué te fuiste a acostar con otro hombre?

—Porque ese es mi trabajo.

—¿Entonces tú trabajo es tener sexo mientras yo estoy fuera?

Y mi preguntaba estaba envenenada de rencor. Apestaba a celos. A rabia contenida. Luzbel dejó la languidez de su cuerpo, sentándose recto y observándome fijamente. No estaba nada sorprendido de mi acusación, parecía más bien estarla esperando, como si hubiese tenido esa discusión miles de veces.

—¿Acaso crees que por haber tenido sexo contigo dejaré mi trabajo?

—Deberías. Dijiste que eras mío. Tú eres mío. Y a mi no me gusta compartir lo que me pertenece.

—Dije que sería tuyo solo por esa noche —enfatizó como una cosa muy importante—. Me parece que se te está olvidando que soy puto.

—¿Entonces lo de anoche fue solo eso: un revolcón como otros tantos? Si fue así debiste quedarte en ese burdel de mierda y dejar que otro tipo te quitara las ganas. —escupí con resentimiento—. ¡No soy tu juguete ni mucho menos tu payaso!

—Ya Franco, no te sulfures. Relájate hombre. Te tomas todo demasiado en serio. —se levantó del mueble y se estiró como un gato, inalterable por mi arranque de celos—. Anoche llegué porque quería que me cogieras. Sí, es verdad. Y supongo que cualquiera me hubiese hecho el favor. Pero no era lo mismo, no quería solo un revolcón, lo que yo quería era que tú me cogieras, ¿Entiendes?

Eso me calmó un poco. Y he de admitir, para mi vergüenza, que esas palabras alimentaron a mi lastimado ego de hombre.

—No quería coger por coger. Lo que yo quería era sentirme feliz por un momento. Quería recordar lo que es sentirse querido —me miró fijamente—. Quería que me hicieras el amor. Y lo hiciste, pero solo por anoche. A mi me basta con eso. Me conformo por haberte tenido, aunque solo sea un poco. No pido más, ¿No es suficiente también para ti?

—No.

—¿No?

—No es suficiente.

—¿Y qué más quieres?

—Te quiero a ti.

—Pareces un crio que hace un berrinche y no se detiene hasta que sus padres le compren el juguete que desea —suspiró con desgana—. Nunca vas a tenerme por completo, Franco. Nunca —se acercó a la meseta que acogía la flor de amapolas, acarició los pétalos con ternura, meditando y hablando al mismo tiempo—. No sería tuyo por completo, quizá mi corazón lo sería, pero eso no es suficiente para ti. Lo que tú quieres en encerrarme en un frasco como una mariposa para que nadie me toque. Pero eso es imposible porque soy puto. Y un puto se deja tocar por cualquiera que le ofrezca dinero. Soy algo así como una mariposa que va de flor en flor, y si tuviésemos una relación seria no soportarías eso. 

Y sin ningún tipo de consideración, le arrancó un pétalo a la flor, casi como si jugara a deshojar margaritas, aunque una margarita tiene muchos pétalos, y la flor de amapolas apenas tenía cuatro. Apreté los puños, notando como el aire se estancaba en mis pulmones. Él le estaba haciendo daño a la flor que tanto trabajo me había costado hacer crecer.

—Si hay algo que desee en este momento es exterminar ese amor enfermizo que nace de tu corazón —dijo con naturalidad, doblando el tallo y arrancando la flor de su lugar—. Ese amor enfermizo, mórbido no debe existir. Debe apagarse de la misma forma en que uno apaga una vela cuando ya no la necesita —exhibía la flor arrancada en su mano, la giraba, observando con curiosidad cada uno de sus ángulos, puso especial atención en el hueco que había quedado ante el pétalo arrancado—. Si llegase a corresponderte, pasaría esto.

Y ante mi estupefacción, apretó entre sus manos la flor de amapola que había sembrado. Yo supongo que él imaginó que la amapola no era una amapola, sino que era mi corazón el que estrechaba, estrujando cada gota de amor que reposaba sobre los pétalos. Mientras lo hacia mantuvo una expresión pulcra, no existía arrepentimiento estropeando su superficie. No había nada en aquel rostro tan insoportablemente inexpresivo. Dos pétalos se desprendieron de la flor y cayeron arrugados al suelo sin hacer ruido.

Abrió su mano y yo solo pude apreciar una incompleta flor mallugada, con un único pétalo arrugado. Pobrecilla, mira que después de pasar tantas cosas y por fin florecer, padecer semejante tortura ante las manos de aquel que me había encomendado su crecimiento. Viéndola allí, en su palma abierta, indefensa, triste y muerta, me hizo pensar que a esa flor de amapolas le habían hecho falta unas cuantas espinas…

—Confórmate con lo que hicimos anoche —su voz no contenía ni la más leve aspereza, era pura finura—. Confórmate solo con eso porque no puedo darte más. Incluso si un chico tan limpio como tú me ama nada cambiaría. Un prostituto no deja de ser prostituto solo porque alguien lo ame.

Y se quedó contemplando las trémulas luces que despedían mis ojos. Y después apartó la vista, fijándola en la flor muerta en sus manos. La abandonó sobre la mesa y se marchó sin importarle si moría desangrada con su único pétalo.

Yo no dije nada y lo dejé ir como se dejan ir los dientes de león cuando no puedes atraparlos. 

Al anochecer, lo vi arreglarse para irse a trabajar. Primero se fue a dar un largo baño, luego salió con una toalla, secándose su cabellera rubia. Yo me encontraba en la sala, leyendo uno de los tantos libros de su biblioteca, aunque no leía en realidad. Leía y las palabras no se conectaban unas con otras, no tenían sentido, o yo no se los encontraba. Levanté la vista y lo vi en el umbral de la puerta, se había detenido un momento y me miraba quietamente. Quizás iba a decirme: “Lo siento, Franco” y para ese momento, no estaba de ánimos para aceptar sus disculpas. Así que corté el contacto visual, enfocando mi vista en las letras inconexas.

Quería odiarlo. Quería extirpar todo el amor que sentía por él, meterlo en una botella de cristal y arrojarlo a la inmensidad del océano. Porque ese amor ni debería existir, dolía en el pecho, y dolía en las lágrimas. Y pese a todo el sufrimiento que conllevaba amarlo, me fue imposible apartarme de su lado o ignorarlo.

Cuando salió, ya listo del cuarto, lo miré de reojo con el patético rostro de un muchacho enamorado.

Esa noche usaba unos pantalones que le iban flojos y una camiseta ajustada de color vinotinto. Su cabello revuelto le hacia parecer más joven, un aire casi infantil. Olía a jabón de baño, a desodorante de hombre. Se sentó a mi lado mientras se ponía unas zapatillas gastadas por la lluvia y el sol. Unas zapatillas viejas y cómodas. Y tras terminar de atar sus cordones, ambos nos quedamos quietamente uno al lado del otro, como si ninguno tuviese el valor de abandonar al otro. Y para nuestra desgracia, así era.

En medio de ese silencio hueco, vacío como cascaras de huevos, me sentí tentado a sacar la bandera blanca y pedir disculpas.

—A veces me gustaría que mintieras. Tus mentiras podrían llegar a ser muy dulces —él sonrió de medio lado, con melancolía—. Sería como agregarle azúcar a ese café tan amargo que te tomas.

—Me gusta mi café amargo.

 —Y a mí me gustaría que tuviera una cuchara de azúcar.

Se levantó. Ya estaba listo para irse a prostituir. Colocó una mochila color verde olivo sobre su hombro y se fue a la puerta que separaba el interior del exterior. Para entonces, estaba dándome la espalda y yo solo podía observar su cabello rubio que con el pasar de los días crecía un poquito más.

—Yo sé que tú me quieres.

—Nunca dije lo contrario.

—Entonces dilo —se quedó callado—. Dilo aunque solo sea una vez.

—¿Por qué te lo diría? ¿De qué serviría? Diga lo que diga el resultado es el mismo.

—Solo dilo. Quiero escucharlo.

Mantuvo su silencio, negándose a decir las palabras que yo anhelaba oír. Como si quisiera evitar decir esas dos palabras por miedo a que se intensificarán en su pecho.

—Te amo, Franco —dijo y yo sentí que algo se rompió dentro de mí—. No todo el tiempo. No de buena gana. Pero en este momento, yo te amo.

Y se fue…

Al día siguiente, me levanté muy temprano. Cerca de las cinco de la mañana y empecé a alistar mi maleta. Metí un par de remudas de ropa, cepillo y crema dental, dinero que tenía guardado, mi mp4 para escuchar música y mi celular por alguna emergencia. Entre tanto jaleo, Luzbel se despertó.

—Lo siento. Te desperté.

—En algún momento tenía que levantarme —dijo.

No se le notó, pero estoy seguro de que se inquietó al verme alistar mi ropa. Sin agregar nada más, se levantó y fue a preparar su café. Para entonces, el azul oscuro aun gobernaba fuertemente en el cielo y el frío te hacia castañear los dientes. Yo seguí empacando, repasando que nada importante se me olvidase. Y él al ver mi insistencia con la maleta, no pudo evitarlo y formuló la pregunta obvia:

—¿A dónde vas?

—Tengo que irme —fue mi simple respuesta.

Había respondido así para saber si él me detendría, si él me iba a pedir que me quedara, pero no. No dijo nada de eso. Con ese aire resignado que cargaba cada día, se sentó en una de las sillas del comedor y se dispuso a observar su humeante café. Si mi partida le dolía yo no lo supe, cada uno de sus sentimientos estaban enterrados tras toneladas de indiferencia. Tras un velo fabricado a base de sangre, sudor y lágrimas.

Con un suspiro triste, me colgué la mochila en el hombro. Ya eran la cinco y cuarenta, suponía que a esa hora el terminal de pasajeros se encontraba abierto. Debía apresurarme si quería tomar el bus.

—Adiós, Luzbel.

—Adiós, Franco.

—Vendré pasado mañana —aclaré para su alivio—. Sabes, hoy es treinta de junio, por eso debo irme. Tengo que estar allí como cada año… Debo disculparme. 

—¿A dónde vas? 

—Lo siento, me lo repetiste muchas veces; que no olvidará al paciente que murió mientras le hacia una operación. Pero se me olvidó. Y por eso también debo disculparme —me miró sin entender de qué diablos hablaba—. Hoy, hace tres años, operaba a un chico y ese chico murió porque yo tenía miedo.

Cada año iba a su tumba donde reposaba. Lo visitaba, llevándole flores, velas, oraciones, culpas y disculpas.

—Si quieres puedes venir —dije tímidamente. Me sentía raro pidiéndole eso porque siempre iba solo—. El cementerio queda en otro estado, así que tengo que viajar durante muchas horas. Si quieres puedes venir...

—¿Puedo ir?

—Claro —le sonreí—. Aunque si vienes no podrás trabajar hoy porque regresaríamos mañana en la tarde.

Se quedó pensándolo un minuto. A mi me urgía una respuesta.

—Eres siempre tan amable… —dijo en un suspiró distante—. Está bien. Iré. Supongo que puedo faltar una noche.

Llegamos al terminal a las seis con diez minutos. Corrimos hasta el bus que casi salía. Por suerte faltaban dos puestos, aunque estaban separados. Sin embargo, al ver que veníamos juntos, el colector se las arregló para ubicar al pasajero de allí en otro puesto, de modo que nos sentamos juntos.

La mañana era fría. El ambiente a nuestro alrededor se entintaba de un azul crepuscular tan bonito como helado. Así que impulsado por ese crudo frío, nos abrigamos y los pasajeros también lo hicieron, quedándose luego dormidos en sus respectivos asientos. Yo me negué a cerrar los ojos. Me gustaba viajar y la vía estaba desolada por la temprana hora. En cambio Luzbel, fue cayendo de a poco en los brazos de Morfeo. En más de una ocasión cerró los ojos, dejando caer su cabeza contra el vidrio, cosa que lo hacia despertarse nuevamente.

Me hizo gracia. Al final se rindió ante una lucha que estaba perdida desde el principio, pues aparte de estar un ambiente óptimo para descansar, también estaba el perenne cansancio por su trabajo nocturno. Inclinó la cabeza y se dejó ir en esa incomoda posición. Yo sonreí y aprovechando su lasitud, tomé con cuidado su cabeza y la apoyé en mi hombro. Su cercanía era lo más bonito y doloroso que podía sentir.

—Está bien. Puedes apoyarte en mi hombro —expresé sinceramente al ver que él se despertaba y se extrañaba de mi acción. No puso resistencia y completó lo que yo estaba haciendo. Y poco me importó las miradas indiscretas de los pasajeros despiertos, pues lucíamos como dos enamorados acurrucados el uno al otro.

Suspiré y recordé:

«Te amo, Franco. No todo el tiempo. No de buena gana. Pero en este momento yo te amo»

De toda esa frase lo único que realmente me importaba era ese: Te amo. Y por esa palabra era capaz de arrojar mis principios, mis paradigmas, mi vida por la borda.

—He estado pensando en que sí podríamos llegar a tener algo serio —dije en voz baja para no despertar a los demás pasajeros. Sabía que él me escuchaba.

—¿Por qué  sigues con eso sabiendo que todo terminara mal? —preguntó en un susurro triste—. Te destrozaría, ya te lo he dicho antes. Tú tienes ojos muy limpios, no soportarías mi estilo de vida. Perderías.

También había pensando en eso, en todo lo que perdería por arriesgarme a estar a su lado; la dignidad, el respeto, la cordura… aun así estaba dispuesto a asumir las consecuencias de mis decisiones. Simplemente no podía dejarlo ir como se dejan ir los dientes de león. Yo no podía quedarme solo viendo como él se alejaba, correría detrás de él, me tiraría de un acantilado si solo así conseguía atraparlo.

No iba a detenerme hasta tenerlo por completo.

—Lo estuve pensando mucho anoche. No me has dicho que no por completo, solo dices que me destrozaras, pero eso no significa que no quieras nada conmigo.

—Te estoy protegiendo.

—No necesito que lo hagas. Yo solo te necesito a ti. A mí no me importa si me destrozas, si después muero de tristeza. Podría morir por ti.

—Eso es lo más estúpido que me han dicho.

Sonreí como idiota, pues aunque fuesen palabras bravas, bruscas en su tacto, Luzbel no me estaba diciendo que no. Él era tan débil ante mí como yo lo era ante él. Y su debilidad era su condena. Y valiéndome de ese momento de flaqueza, busqué su mano y la subí a la extensión de mis labios. No le besé el torso como se le besa la mano a una doncella, sino que giré su muñeca y besé su pulso delator de humanidad.

—No puedo conformarme solo con lo que hicimos hace dos noches. Pero me conformaré con tenerte a veces, de vez en cuando.

—¿Estás seguro?

—Sí.

—No seré tuyo por completo.

—Lo sé, pero está bien. Me conformaré. Te prometo que aceptaré quien eres y no te encerraré en una caja de cristal.

—No creo en las promesas… pero una cucharadita de azúcar de vez en cuando no hace daño a nadie.

Sonreí tristemente. Puede que mi promesa fuese una mentira. Él lo sabía. Yo lo sabía. Y aun así solo quedaba el intento. Media hogazade pan era mejor que nada. Y yo necesitaba esa media hogaza para no morir de hambre, de tristeza. Tenerlo aunque fuese un poco sería suficiente. Pero no lo sería, mi promesa era una pantalla de humo que ocultaba muy en el fondo mis verdaderos deseos…

Y me importó muy poco que él solo fuese una mariposa con un beso fugaz, engatusando a una flor sin espinas, o si era yo el que iba a ser fugaz y él la indefensa rosa que no tenía nada conque defenderse.

A lo mejor no éramos flores, ni siquiera arañas o plagas… Quizá solo éramos dos polillas que irremediablemente se acercaban a la luz de la lámpara que las destruiría.

—Te amo, Luzbel.

Ni se imaginan lo dañino y peligroso que se pueden volver esas dos palabras. 


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