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La miserable compañía del amor. por CieloCaido

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Capítulo 22: Desintegrado.

¿Cómo uno puede dejar de amar a una persona?

Cuando me lo preguntaron la primera vez, sólo atiné a decir que lo mejor era alejarse. Creía que esa era la única forma de olvidar a alguien. De dejar de amar a alguien. Se supone que la distancia te ayuda a ausentar cosas que no están, pero se me había pasado por alto los sentimientos del corazón. Y este, por más lejos que este una persona de otra, tiene cables, lazos, arterias que parecen conectarte con esa persona. Y la sangre que circula por todo tú cuerpo pareciera tener millones de nutrientes que tienen el nombre de ese ser especial. Entonces, ¿Cómo podrías olvidar a alguien que tienes tatuado hasta en la sangre?

Aquella madrugada no dormí nada, había llorado tanto que estaba cansado. Luzbel en algún momento se había dormido y como yo era tan idiota, lo estaba abrazando. Acariciaba con paciencia su cabello dorado, brillante en la oscuridad del cuarto. En ocasiones me acercaba a su cabello y lo besaba. Un beso dado con la lentitud y el cuidado de una mariposa al posarse en una flor. Todas mis atenciones tenían una razón de ser: estaba despidiéndome. No era una tontería lo que hacía, yo estaba pensando seriamente sobre la situación. Estaba pensando en irme…

Porque, ¿Cómo puedes sostener algo que no está?

Taciturno, casi lloroso, observé el techo. No comprendía esa obstinación de Luzbel de no querer dejar ese lugar. No entendía su actitud, ni entendía nada que tenía que ver con él. Y sinceramente, en ese momento, ya no me quedaban ganas de averiguarlo. Luzbel me hería constantemente, con sus pasitos silenciosos, con sus ojos pacíficos, con su actitud indiferente. Me hería hasta el hecho de que me mirara, cuando él lo hacía algo dentro de mí se rompía, todos los días un poquito más. Como una tela que desgarras lentamente hasta que solo queda un retazo.

Un retazo deshilado, roto, y solitario.

A las cuatro y media de la madrugada me levanté, dejando solo a Luzbel en la cama mientras buscaba con prisa una mochila vieja y metía varias mudas de ropa, mi celular, la caja donde tenía el poco dinero que me quedaba y el cepillo de dientes. Ah, y la foto de él. Era imposible dejarla. Todo lo guardé allí y me fui tan silencioso como un ladrón escapando a mitad de la noche.

Claro que… no me fui demasiado lejos, ¿A dónde podría ir a semejante hora? Ni siquiera tenía amigos a los que pedirle refugio mientras buscaba donde quedarme, así que solo me fui al hospital. Ahí trabajaban ambos turnos y como yo trabajaba allí el pase se me era concedido.

No me sorprendió ver a esa hora a Johan, sabía que él trabajaba siempre, pero él si se sorprendió de verme allí.

—Ah, es que hoy quise llegar más temprano.

Si, por supuesto. Como si llegar a las cinco de la mañana no fuese temprano. Johan me analizó con la mirada y luego hizo la vista gorda, como si no desease inmiscuirse en mis decisiones, como si supiera que yo no quería hablar del porqué estaba en el hospital a semejante hora. Me habló de las emergencias que tenía y yo me fui a cambiar rápidamente para ayudar. Que mejor forma de distraerse que trabajando. Creo que era lo único que realmente podía hacer en ese momento para evitar pensar en los cristales rotos que me estaban desgarrando por dentro.

Aquel fue un día largo… recuerdo vagamente las camillas pasando de un lado a otro, los gritos de los doctores, los pasos apresurados… pero no recuerdo qué hice exactamente. Era más bien como un autómata que hace lo que hace de manera mecánica, como si no estuviera cociente de donde estaba, como si aún no asimilara que estuviera de vuelta en un hospital.

En todo lo que hacía se percibía una ausencia. Mi mente, mi corazón, estaban lejos de allí.  Y cuando llegó el final del día sólo contemplé con nostalgia el sol ocultándose. Me pregunté si Luzbel habría salido a comprar algo como lo hacía todos los días. Me pregunté si se habría dado cuenta de que hoy no pensaba volver a casa. Me pregunté si él me extrañaba… porque yo si lo hacía, y mucho.

—¿No piensas ir a casa?

—No. Me quedaré aquí.

Fue la primera noche en mucho tiempo que dormí solo.

Se sintió tan vacío el camastro donde solían quedarse los médicos de guardia. Yo entré allí a eso de las tres de la mañana, cuando el doctor Novelli me mandó a recuperar horas de sueño. Pero él no sabía que yo estaba domesticado, él no sabía que a las tres de la madrugada siempre estaba despierto, esperando a Luzbel. De hecho, cuando me acosté en la cama, miré hacia la puerta, creyendo que por alguna obra de magia él entraría al cuarto y dormiría junto a mí. Incluso esperé ese momento. Incluso aluciné con su silueta; la vi entrar, quitarse los zapatos mientras la luz blanquecina del pasillo iluminaba su fantasmal aparición. Lo vi acostarse a mi lado, arroparse hasta el cuello mientras se acostaba de lado.

Buenas noches, Franco —oí que susurró. Y por costumbre le respondí:

—Buenas noches, Luzbel…

El día siguiente no fue mejor, ni tampoco el siguiente. Había un vacío, una cosa horrible que se instalaba en mi pecho y me costaba respirar. Era un dolor que se quedaba dentro del cuerpo, ahí en el corazón, en cada latido. En los pulmones, en cada respiro. Ahí en la piel, en cada sentimiento. Dolía tanto, tanto que nada ni nadie podría curarlo.

Era un dolor que me decía que algo no estaba bien, que algo faltaba.

Yo sabía lo que faltaba. Sabía la causa de mi sufrimiento. Y era duro admitirlo. No lo decía en voz alta, me costaba asumir la derrota, porque sabía que tarde o temprano regresaría. Y no sabía cómo controlar aquellas desesperadas ganas de verlo. Era un sentimiento irracional. En algún momento me veía y ya me encontraba caminando a la casa de Luzbel, entonces me detenía y regresaba al hospital. Pero el sentimiento seguía allí, quería verlo. Tal vez «quería» no es una palabra lo suficientemente contundente para expresar mi deseo, iba mucho más allá de eso. Estaba desesperado, ansioso, muy mortificado.

Si tan sólo lo viera de lejos… pero no.

Yo sabía que no me iba a conformar con verlo de lejos, yo lo quería cerca, quería besarlo, quería estar con él, hacerle el amor y todo lo que pasase por mi cabeza mientras lo amaba. A lo mejor se parecía cuando un drogadicto estaba en abstinencia y necesitaba su dosis de drogas… No, no se parecía a eso. Más bien era como llevar días con un hambre voraz y no tener ni un maldito mendrugo de pan para llevarse a la boca. Y el estómago me rugía. Y la sangre me rugía. Y el corazón me rugía. Todo en mí rugía, como si tuviera tanta hambre de Luzbel y no hubiese nada para saciarme.

—Ven conmigo —escuché que decía una amable voz.

Levanté la vista ya que estaba metiendo algunas cosas en el bolso, pues pensaba en irme a un hotel. Para ese entonces eran las diez de la noche y quien me hablaba era Johan

—Y trae tú bolso.

Tras estas palabras salió de la habitación. Cogí el bolso y fue tras él.

Ya habían pasado tres días desde que no iba a… a la casa de Luzbel. Pensaba en irme a un hotel ya que el trabajo no me había permitido salir antes, o si me lo había permitido pero una hora, o dos horas de descanso suponían un suplicio, mi mente solo se concentraba en Luzbel. No sabía cómo sacármelo de la cabeza.

—Entra —me ordenó con su siempre bonita amabilidad.

Nos encontrábamos en el estacionamiento y Johan abría la puerta de su auto, indicándome que entrara. Eso me dio mala espina.

—¿Por qué?

—Te llevaré a mi casa.

Arrugué el entrecejo. ¿Llevarme a su casa? ¿Qué demonios quería decir con eso? ¿Acaso quería hacer conmigo lo que yo creía que quería hacer? Al parecer él vio mis pensamientos y sonrió divertido mientras enarcaba una ceja.

—No haré nada que no quieras —y después soltó una divertida carcajada que me irritó mucho. No me gustaba que se burlaran de mí—. No te enojes. Es una broma.

—¿Lo de llevarme a su casa?

—Ah, no. Eso lo digo en serio. Quiero llevarte a mi casa, pero no tengo ninguna intensión perversa, si eso es lo que te preocupa.

Y sonrió ampliamente. Era difícil decirle que no a esa sonrisa. No me refiero a que fuese una de canalla, o de pervertido, o de conquistador. Era más bien una sonrisa muy reconfortante, tan suave como la seda cuando se desliza por tus dedos. Era ese tipo de persona que pareciera tener el don de aplacar cualquier tormenta con su sonrisa.

Me senté en el asiento del copiloto y fuimos en silencio hasta su casa. Me limité a solo ver las calles oscuras a través de la ventana y las farolas anaranjadas que iluminaban de una forma muy mortecina. Resultaba que Johan vivía en un apartamento modesto a unos diez kilómetros del hospital. Y al entrar pude notar que no era un hombre precisamente ordenado; había algunas prendas de vestir en el mueble, una toalla mojada en la silla del comedor, un par de platos sucios en la mesa, zapatos de vestir regados y la mesa de planchar estaba fuera, junto con la plancha. La casa de Luzbel siempre era tan limpia…

—Perdón, estoy aquí de manera fugaz —se rascó la cabeza, como disculpándose por el bochorno—. Casi siempre estoy en el hospital o en el consultorio médico.

—¿Tiene un consultorio médico?

—Sí.

—¿Entonces, por qué trabaja en el hospital?

Él soltó una risita divertida, como si le hubieran hecho esa pregunta ciento de veces. Se acercó a la mesita que se encontraba al lado de la puerta y acomodó un portarretrato que estaba caído, es decir, boca abajo. Miró un rato la foto, sin responder todavía y luego se decidió a ponerla como se encontraba antes. Al parecer el portarretrato estaba destinado a estar así. Quizás es que no le gustaba el contenido, o tal vez si le gustaba pero no quería que nadie la viera. Seguramente no quería que yo la viera. Tampoco se lo reproché. Yo tampoco quería que él viera la foto que tenía guardada de Luzbel. Era un tesoro para mí, y los tesoros no se le revelan a nadie.

—No me hice médico para estar encerrado en una oficina —respondió con dulzura—. Me hice médico porque quería salvar vidas, porque quería ayudar. Si hubiese querido estar en una oficina, supongo que me hubiese hecho abogado o contador.

—¿Por qué me trajo aquí?

Johan no me respondió en seguida, en vez de eso se quitó los zapatos y los dejó cerca de la puerta. También se quitó uno de los calcetines y lo colgó en el pomo de la misma, el otro se lo dejó puesto y caminó hasta la sala de estar y se sentó con elegancia.

—El doctor Novelli se siente feliz de tu esfuerzo. Dice que trabajas mucho y está contento de que te haya recomendado en el puesto —buscó el control remoto a tientas y al encontrarlo encendió el televisor pantalla plana—. Pero le preocupa que te excedas de trabajo —había puesto el canal de deportes y luego me miró—. Le preocupa que ya no vayas a casa…

—No tengo casa.

—¿De veras? —rió como un niño pequeño—. Yo creo que sí tienes una casa, pero no quieres ir allí. —fijó su vista en la pantalla y comenzó a cambiar de canales—. Creo que algo pasó y saliste corriendo. Está bien correr. Pero cuando no tienes una meta a donde llegar, entonces correr no sirve de nada. Al final te detienes, tomas aire y regresas. Al final el mundo es redondo y acabas encontrándote con aquello de lo que huías. En la vida los caminos se cruzan, después de todo no hay espacio para tanta vía paralela.

—No quiero regresar.

—¿Por qué?

Me tomé mi tiempo para responder. ¿Por qué no quería regresar? Había muchas razones para no hacerlo. Luzbel era cruel. Malo. Indiferente. Estaba marchito. Estaba roto. Y sus espinas estaban rompiéndome a mí también. Y al final solo íbamos a quedar como dos personas rotas tratando de remendarse.

Johan siguió esperando mi respuesta. Dejó el canal de las noticias y se quitó el otro calcetín, dejándolo en el sillón. Se puso de pie. Se estiró. Y luego caminó hasta el baño. Antes de irse le respondí:

—Porque duele.

Sonrió con indulgencia y me palmeó el hombro.

—Hay cosas que duelen para toda la vida, no importa si uno está lejos o está cerca —se quedó pensativo, mirando el suelo—. Lo que duele una vez, dos veces, puede doler para siempre.

Y se fue a bañarse.

Aquella noche cenamos a las once pm y dormí con él. No me malinterpreten, no quiero decir que me haya acostado con él. Quiero decir más bien que dormí con él, en la misma cama. Ya saben, juntos pero no revueltos. Había insistido en dormir en el sofá, aunque no me lo permitió, alegó que el sofá era muy duro y me hizo dormir en su misma cama. Según él no había nada de malo en eso, ya que solo éramos compañeros de trabajo que iban a compartir el colchón, no fluidos corporales.

Johan tenía razón. Su cama era suave, aunque no tanto como la de Luzbel.

Y estando allí hice un paréntesis en esa tranquilidad para pensar en él, como cada noche, y la noche se hizo larga…

(Buenas noches, Luzbel…)

Al ir a trabajar al día siguiente, el Dr. Novelli me dijo que me tomara el día libre, al parecer esos tres días exhaustivos de trabajo (casi 36 horas ininterrumpidas) podían pasarme factura en cualquier momento y afectar mi rendimiento en el hospital. Y según el Dr. Johan eso ponía en riesgo la vida de los pacientes y podía terminar matando a otra persona sin querer. Les tomé la palabra y me tomé el día.

Y ahora… ¿Qué debía hacer? ¿Volver con Luzbel? Sí, claro, como si él me fuese a recibir con los brazos abiertos. O como si fuese a reclamar mi repentina ausencia. Suspiré y giré sobre mis pasos para irme por donde había venido. A la casa de Luzbel. A mi casa. Mi hogar. El hogar que quería y que me dolía. A las garras de la personas que odiaba y amaba.

El orgullo no me dura nada…  

Al llegar frente a su casa, miré con nostalgia la puerta. No me decidía a entrar. Al otro lado, en la casa de Darinka, la niña se asomaba por la ventana y me hacía un saludo con su mano, agitándola lentamente de un lado a otro. Sonreí un poco y le devolví el saludo. Luego contemplé la puerta; el óxido en sus orillas, la manoseada perilla, la pintura desteñida. Detrás de ella, se encontraba Luzbel.

En el fondo siempre supe que volvería a él.

—Ayer vine, pero no estabas aquí —comentó con desdén una voz que conocía. Ladeé la cabeza y me di cuenta de que Javier había estado siguiéndome de camino a casa—. Supongo que es porque estás trabajando de médico —se detuvo a tres pasos de mí y me miró de arriba abajo, examinándome—. ¿No?

—Sí.

Frunció el entrecejo y miró hacia un lado, algo molesto, algo apenado. Suspiró frustrado, aunque yo diría que más que un suspiro era un bufido de exasperación.

Me fijé luego en su apariencia; seguía utilizando esos jean tan ajustados de color azul marino junto con una camiseta sin mangas de color negro igual de ajustada. Remarcaban sus músculos, pero no eran unos músculos grotescos como los que se veían en los gimnasios, eran más bien músculos definidos, casi estilizados que le daban a su apariencia un aire muy juvenil y atrevido. Incluso, su camiseta negra, tenía en el centro unas letras en blanco que señalaban “I am bitch”. Todo su vestuario hacía juego y enfatizaban sus piercing y su cabello estridente de color naranja. Aunque no era eso en lo que me fijaba, sino en las marcas violáceas de su cutis. Tenía un cardenal en la comisura de sus labios y otro en la sien. Estaban bastante marcados y por cómo se movía intuí que tenía más moretones debajo de la ropa.

—Escucha, ¿Eres médico, cierto? Uh, sí, claro. Ehm, necesito tú ayuda con algo.

—Entiendo. Vamos a dentro.

Él rodó los ojos, un gesto de fastidio.

—Si serás bobo.

—No creo que a Luzbel le moleste que te examine.

—Ya, claro, como si hubiese venido aquí para que me examinaras.

—¿No viniste a eso?

Le di un rápido vistazo, de arriba abajo, de abajo arriba. Javier se enfadó.

—¡Por supuesto que no! —volvió a soltar el mismo bufido de exasperación—. Solo sígueme.

Miré una vez más la casa, la puerta de Luzbel. Solo estaba a pasos de estar a su lado y al mismo tiempo era una distancia inalcanzable. Suspiré y seguí a Javier. Fuimos hasta la parada y de allí tomamos un bus que nos llevaba a otro barrio, unas diez cuadras más abajo. No era tan diferente de donde vivíamos Luzbel y yo, de hecho era el mismo barrio donde vivía Marcela. Me pregunté si era allí a dónde íbamos, sin embargo mis expectativas cambiaron cuando pasamos de largo de la casa de Marcela y continuamos caminando más allá. Cruzamos dos calles, seguimos avanzando, nos metimos por una vereda que era un atajo para llegar a otra calle. Nos habíamos alejado mucho de la avenida y nos internábamos por la garganta de un enorme lobo, o al menos así me lo parecía.

—¿A dónde vamos? —pregunté curioso y algo nervioso.

No tenía ni idea de donde me encontraba, ni tampoco sabía a quién quería que examinara. En todo el camino habíamos mantenido un estricto silencio. Por la cara de Javier, suponía que no andaba de buenas, más bien estaba de un humor bastante malo.

—A una casa pegada al suelo.

Definitivamente andaba de malas.

Al final sí que llegamos a una casa pegada al suelo (lo sé, mal chiste). No había jardín, tampoco flores que dieran algo de colores. La fachada era limpia, de un color turquesa neutro. Había dos ventanas, una puerta, un porche y un garaje. El portón era igual de turquesa, pero no era limpio, sino que estaba manchado en las orillas de negro, creo que era grasa, y estaba abierto, de par en par, aunque había una rendija pequeña que impedía a cualquiera entrar. Arriba había un letrero que rezaba «Reparación y mantenimiento de autos», entonces deduje que era un negocio.

Desde donde estaba, en la puerta de la casa, escuchaba las voces de hombres charlando y riendo, también estaba el sonido metálico de las tuercas y el rechinar de las soldaduras. Si bien había ruido, pero aquel era un lugar… austero. No es que tuviese abandonado, claramente allí vivían personas, aun así se percibía un vacío insólito. Como una caja de madera que encierra el eco de muchos gritos. Como una bonita bolsa de plástico que sólo tiene por dentro basura. Algo así se veía.  

—Entra. —dijo en voz baja mientras abría la puerta.

No habíamos pasado en frente del portón así que nadie nos había visto entrar a la casa. Por dentro era igual de austera, me atrevería a decir que allí faltaba la presencia de una mujer. Olía a gasolina, grasa, cerveza y desesperación.

Javier me guió hasta un cuarto y sacando la llave de su bolsillo, la abrió.

—Pasa.

Entré. La ventana permanecía cerrada así que el cuarto estaba a oscuras. No veía nada. Entonces, Javier caminó hasta la ventana y abrió las cortinas. Escuché el bufido de otra persona y el ruido de sabanas.

—Mocoso, levántate que traje a Franco. Es médico.

—Vete a la mierda.

—Y por que no te vas tú primero.

Suspiré. No había que ser adivino para saber de quién era aquel cuarto. Y mientras los escuchaba, ojeé la habitación. Era casi tan austero como la casa, no había muchos muebles, tan solo una mesa con una computadora y un par de libros, un escaparate donde guardar la ropa y la cama de madera. Eso era todo, pero a diferencia del resto de la casa, ahí, en ese cuarto, no parecía existir ese aire rancio que se respiraba fuera. La puerta parecía una buena barrera para impedir que la basura entrara dentro.

—¡Ya me tienes harto! —dejé de desvariar y presté atención. Javier le había sacado la sabana al muchacho, sin embargo, esté estaba reacio a levantarse—. ¿Qué mierda crees que estás haciendo?

—No lo sé.

—¿Y hasta cuando cojones piensas hacerlo?

—No lo sé.

—¿Eres maricón o qué?

—No lo sé.

—No lo sé, no lo sé, no lo sé... ¡Eso es lo único que a tú jodido cerebro le da por responder! —Javier estaba que echaba chispas por los ojos—. ¡¿Es que acaso en la escuela no te enseñaron más palabras?!

Por respuesta el muchacho abrió un ojo y miró a Javier con odio. Eso no era raro, tampoco me inquietó, lo que sí me inquietó fue que tuviera el rostro mucho más mallugado que el de Javier. Salomón se sentó en la cama de mala gana y entonces pude notar que sus brazos también estaban marcados por morados.

—Ya, deja que quejarte como mujercita. Estoy levantado, ¿y ahora qué? 

Me di cuenta de que al lado de la cama había una olla pequeña con agua y un trapo. Supuse que era agua fría para bajar la fiebre. ¿Qué tan mal se encontraría Salomón? Tenía un ojo morado y el resto de la cara llena de cardenales. Le toqué la frente y el chico estaba ardiendo. Me apartó la mano con fastidio. Se puso de pie con dificultad y le quitó la sabana a Javier. Luego volvió a acostarse, dándonos la espalda a Javier y a mí.

—Le dieron una paliza de muerte y no quiere ir a recetarse. —recriminó Javier, arrodillándose para alcanzar la olla con agua fría.

Metió distraídamente el paño en el agua, lo lavó un par de veces y luego lo exprimió. Todo el proceso fue muy rápido. Se levantó e hizo el ademan de querer colocárselo encima de la frente, pero se detuvo. Quizás lo venció la timidez, o quizás recordó que había algo que no debía de hacer. No sé… lo que sé es que abajó la mirada y me tendió el paño a mí.

—Estoy bien. Siempre termino sanándome solo. —dijo Salomón. Miró a Javier y sonrió apagado—. Si quieres que mejore porqué mejor no te quitas esos pantalones tan ajustados y te masturbas para mí. Te aseguro que con eso se me irá la fiebre y me vendrá otro tipo de calentón.

Por respuesta recibió un montón de almohadazos  y un manotazo en la cabeza. Ignoré todo eso.

—Está ardiendo en fiebre, ¿no ha tomado ningún medicamento? —tomé el paño y lo extendí cuán grande era. Luego, con los dientes, hice una abertura en el medio, así sería más fácil romperlo en dos—. Otra cosa, el agua fría no servirá para abajarle la fiebre. Lo más recomendables es agua tibia, así el calor saldrá del cuerpo.

Javier asintió y fue a hervir un poco de agua. Al cabo de varios minutos regresó con agua tibia. Las personas tenían el mito de creer que el agua fría bajaba la fiebre. Una cosa errónea porque los paños de agua fría solo cerraban los poros, impidiendo que la fiebre saliese fuera.

Mojé el trapo varias veces y luego lo exprimí con fuerza.

—¿No tienen acetaminofén, o ibuprofeno? Eso funcionaría mejor que el paño con agua tibia.

—En esta casa nunca hay medicamentos —comentó con voz acida el muchacho en la cama. Se removió, arropándose más—. Y ya te dije que estoy bien.

—En ese caso será mejor ir a comprarlos —miré a Javier—. Acetaminofén o Ibuprofeno, ambas servirán. No son caras y se encuentran en la mayoría de las farmacias —doblé el pañito mojado—. Mientras tanto trataré de calmarle la fiebre con esto —miré a Salomón—. Quítate la camisa.

—¿Qué…? —frunció el entrecejo—. No lo haré.

—Sólo hazlo.

—No.

Esta vez fue mi turno de fruncir las cejas. Me gustaba ayudar, pero no me gustaba cuando el paciente no era capaz de poner de su parte por su propio bienestar.

—Escucha, Salomón. Quiero hacer esto por las buenas, así que coopera. No me hagas hacer esto por las malas porque soy capaz de atarte a la cama y tratarte como mejor me parezca por tu bien.

El tono serio de mi voz lo dejó frío. Suspiró derrotado y, sentándose en la cama, se quitó la camisa. Ahí pude apreciar todos los cardenales que tenía, y no eran cardenales pequeños, como marcas de besos, sino grandes, parecidos a las marcas que deja una correa o un cable. Traté de aparentar indiferencia para no hacerlo sentir incómodo.

Se tumbó nuevamente en la cama, boca arriba, y yo puse el trapito mojado y doblado en su frente. El otro, el que había roto, lo puse en su abdomen. Salomón contrajo el estómago debido a la textura del paño. Aquel era un método bastante casero y antiguo, mi madre solía hacerlo cuando era niño.

Javier salió sin decir nada, seguramente a comprar los medicamentos que le había dicho. Mientras tanto, Salomón continuaba en la cama, con los ojos cerrados y yo lo examinaba con la mirada. No tenía a mano instrumentos médicos que me permitiesen saber con exactitud su temperatura, pero no las necesitaba para saber que era alta y que debía de ser bajada de inmediato. Retiré el exceso de mantas y Salomón contrajo los dedos de los pies. Seguramente tenía muchos escalofríos.

Me fijé luego en las marcas pronunciadas alrededor de su cuello, y si no me equivocaba aquellas marcas retrataban las huellas de unas manos. Alguien había intentado ahorcarlo.  Debía de ser por eso la alta fiebre pues no solo su cuello estaba marcado, sino también gran parte de su cuerpo. Estaba muy mallugado y el organismo responde a maltratos físicos severos y emociones fuertes. Me preocupaban los daños internos; costillas rotas, golpes en la cabeza, órganos inflamados.

El chico abrió los ojos y me observó sin ningún tipo de resentimiento.

—Así que te dieron una paliza… —comenté con cuidado. Él no varió en su expresión seria.

—Una paliza no. Dos palizas —puntualizó sereno.

—¿Saliste mal en clases? —pregunté al sentarme en la orilla de la cama y le di la vuelta a los pañitos.

—Reprobé física, química, y matemáticas. —respondió tranquilamente.

No parecía preocuparle especialmente el hecho de haber reprobado. Había intuido que la paliza se la debía de haber dado su padre por motivos de calificaciones, al menos la primera. Sabía que los padres tienden a ser estrictos con las notas, llegando a ser severos en los castigos impartidos. Nunca me llegó a quedar ninguna materia, pero más que hacerlo por mi bien lo hacía por el de mis padres, para que estuvieran contentos de tener un hijo tan inteligente.

—¿Y la segunda paliza?

Salomón miró la ventana sin ningún interés, afuera se escuchaba el ruido de soldaduras y de un carro encender.

—Le estaba pegando a Javier, y yo me metí. —eso explicaba porque Javier también estaba golpeado—. Es la primera vez que lo hago. Nunca me meto.  A Cesar le emputeció que defendiera a una zorra y buscó el cable para enseñarme modales.

Cesar debía de ser el nombre de su padre. No era un nombre pronunciado con ligereza, o con cariño, sino que lo decía con desprecio, con voz áspera. Una voz que al escucharla era como una mala caricia.

—Mi mamá se fue… y esta casa es una pesadilla.

Entonces recordé lo que ese muchacho me había dicho antes, de que quería irse de su casa, que quería huir. Me pregunté si querría llevarse a Javier con él.

Tomé ambos pañitos y volví a mojarlos con agua tibia.

—Por eso quieres fugarte de aquí.

—¡Shhh! —me espetó, haciendo un ademan de silencio—. Cesar no puede saber eso. Si lo sabe es capaz de matarme con sus manos para impedir mi vuelo.

—¿Y Javier lo sabe?

—Sí.

—¿También quiere irse contigo?

—Sí claro, como si él quisiese irse conmigo.

Me sorprendió el dolor en sus palabras y la burla en las mismas. Además, ¿Por qué no querría irse con él si aquella casa era una pesadilla, según Salomón?

—A él le encanta que mi papá le pegue. Le gusta que lo marque como su propiedad. Siempre alardea de lo bien que lo hace en la cama —cada una de sus palabras se escuchaba como si se hubiese tragado un trozo de vidrio y tuviera la boca llena de sangre al tratar de escupir los fragmentos—. Es un puto barato que se acuesta con Cesar a cambio de una paliza. Es una muy zorra masoquista. Me parece que lo que quiere es pudrirse aquí.

Había algo que me causaba ruido en sus palabras. Era una molestia reciente, como cuando se te mete basura en los ojos y no hayas como sacarla. Como cuando escuchas el sonido fastidioso de una gotera y la llave no da para cerrar más.

—Si tanto fastidio te causa su… personalidad, ¿Por qué simplemente no te vas y lo dejas? ¿Por qué te metiste en la pelea si sabias que Javier las “disfruta”?

Hubo un silencio abrupto, una calma hueca.

—Porque estoy esperando a que cambie de opinión y se marché conmigo.

Lo dijo en voz tranquila, seria y tenaz.

—Y me metí porque ya no soportaba que lo dañara. Así de simple.

Simple sí, pero no sencillo.

A nadie le gusta que le arranquen los pétalos a la rosa que a uno le ha costado tanto cuidar. No se distanciaba mucho de la situación entre Luzbel y yo. Suspiré, recordando a mi amor.

—Deberías decirle eso —dije sin proponérmelo, pensando en todas las cosas que a veces quería decirle a Luzbel y no salían, palabras que se quedaban atrapadas en la garganta, encarceladas dentro del corazón—. Tal vez si le dices que lo quieres más de lo que él se imagina cambie de opinión.

Salomón soltó una risa áspera y metálica.

—Si yo le demuestro cuanto lo necesito, él se alejará de mí.

Suspiró, enamorado… enojado… La fiebre le estaba bajando, dejándolo en un letargo. Sin embargo, él no dejó de hablar.

—Ya sé que todo lo que he dicho de Javier son leseras mías; que es un pendejo, un puto, un sumiso, un masoquista. Pero es que yo soy así, recrimino, insulto, critico. Lo hago porque no sé cómo sacarme el veneno que me produce ser la ceniza de su cigarro. O quizás el veneno que me produce el amor por él, porque sí, lo amo. A veces siento pena de mí mismo por haberme enamorado de un cáncer.

Justo en ese instante se escuchaba alguien acercándose. Supuse que era Javier que ya había regresado con las medicinas. Antes de que el “prostituto barato” entrara al cuarto, Salomón susurró, en su delirio, en el dolor que le rasguñaba el alma:

—Hay personas que deciden quemarse en el infierno al que ellos mismos han prendido fuego…

Me fui después de que la fiebre se le bajara por completo. Salomón quedó rendido en un sueño profundo y yo le dejé descansar. Aunque seguía preocupándome sus marcas, eran demasiado severas, le recomendé que se hiciera unas placas, o que al menos me dejara examinarlo con más cautela en el hospital, pero no quiso. Alegó que no era la primera vez que lo dejaban así, que él sabía soportar bastante bien el dolor. Al menos se había tomado la medicina y eso era lo importante.

Pensé que Javier me iba a acompañar hasta la avenida porque yo no tenía ni idea de donde estaba. Que bah, no hizo nada de eso. Lo que hizo después de que Salomón se durmiese fue acostarse a su lado y recuperar horas de sueño perdido. Fue curioso… y doloroso observar a dos personas dañadas en la misma cama. Y aunque la cama era estrecha y dura, ellos encajaban bastante bien uno al lado del otro.

Si eso no era amor, entonces, no sé lo qué era. 

Salí en silencio de la casa y me fui solo. Lo bueno es que no tenía tan mala memoria y me recorrí el camino por donde habíamos venido. Mientras iba, aproveché para comprar un paquete de galleta. Galletas de chocolate. Eran las favoritas de Luzbel y pretendía dárselas como un obsequio. Y en tanto retomaba mis pasos pensaba en las palabras de Salomón.

Era un niño grosero y tajante. Era muy maduro y al mismo tiempo no lo era. Sin embargo, tenía razón en ciertas cosas. Y teníamos algo en común: ambos nos habíamos enamorado de una herida abierta. Él había decidido quedarse, al menos por un tiempo, al lado de la hoguera que lo estaba quemando. Y yo estaba regresando a las espinas que se me hundían en el corazón. Si uno pensase con mente fría se daría cuenta de que lo que hacíamos era algo parecido a un mini suicidio. Una cosa tan absurda como dar la otra mejilla para que te golpeen.

Y desde luego que Luzbel la iba a golpear. De eso no me cabía duda. Y nada de eso era lo suficientemente cruel como para dejar de amarlo… y entonces me pregunté, ¿cuán cruel tenía que ser él para yo poder dejar de amarlo?

De repente pasó algo que me dejó en jaque mate, no porque me detuviera a pensarlo, sino porque había sido tan sorpresivo que solo me di cuenta de lo que había pasado cuando ya estaba en el suelo.

Alguien me había golpeado. O mejor dicho, me habían lanzado una piedra. Una piedra grande y dura que había impactado contra mi frente.

Por inercia me llevé la mano a la frente y al descubrirla noté que estaba manchada de sangre. Me habían «rajado» como decía mi padre, en la frente. Enfoqué, entonces, a mi agresor, o mis agresores. Porque sí, eran varios, eran niños de unos nueve o diez años. Eso me sorprendió. Uno nunca espera que niños pequeños se te acerquen y te lancen piedras, al menos yo no me lo esperé porque se suponía que yo era un “adulto”, una persona mayor a la cual respetar.

Por un instante pensé que había sido un accidente hasta que ellos empezaron a canturrear burlonamente:

—Maricón, maricón, maricón, eres maricón. Maricón, maricón, maricón, eres maricón.

Y luego soltaron risas muy crueles y se marcharon corriendo en diferentes direcciones.

—Mocosos malnacidos… —murmuré aun sorprendido de la jugarreta sucia.

Me puse en pie, sintiendo que un chichón me salía en la frente a causa del golpe. Estaba muy aturdido, y la sangre me empañó las cejas y las pestañas. 

No me parecía tan increíble que aun existiese la homofobia. Lo que me sorprendía es que niños tan pequeños me agrediesen por ese motivo. «Maricón» es una palabra que considero especialmente agresiva. Es una palabra que trasmite desprecio y odio, y quita importancia a la discriminación mundial de miles de homosexuales.

Me pregunté si alguna vez habrían agredido de esa forma a Luzbel, después de todo estaba cerca de su casa. Y seguro que todos en el vecindario sabían la orientación sexual de Luzbel y su “profesión”

Esta vez, frente a su pequeña casa, llena de demonios y espíritus, y frente a su puerta, llena de huellas y cerraduras resquebrajadas, no vacilé demasiado. Sólo respiré hondo y entré. La casa permanecía igual de limpia que siempre y Luzbel estaba entretenido con el gato mientras veía  la televisión. Alzó la vista y me observó entrar, y sus labios apenas se curvaron en una sonrisa amable.

—Hola.

Y al decirme aquello sentí un dolor aún más insufrible en el pecho, como una espina hundida en el corazón, porque lo estaba viendo, ahí sonriendo como si nada, y me di cuenta de lo mucho que lo había echado de menos durante esos días.

—Hola…

Suspiré sin hacer ruido, le di el paquete de galletas sin decirle nada y llevé mi bolso al cuarto. Y en todo momento los ojos de Luzbel no se apartaron de mí. Había un silencio tranquilo, una calma sosegada. Incluso, la voz de los actores en la tele parecía estar muy lejos mientras yo volvía a la sala y los ojos quietos de Luzbel, como un claro de agua,  me observaban.

Me senté a su lado, en el mueble, sin decir nada y queriendo decir todo. Y él por su parte mantenía la vista fija en mí, seguía mis pasos de la misma manera que uno observa paciente las manecillas de un reloj.

—Estás sangrando.

—Me tiraron una piedra.

—¿Sigues enojado conmigo?

—Sí.

—Pensé que no regresarías.

—¿Te hubiese gustado que no regresara?

—Sí.

Auch. Eso no fue una espina, sino una estaca directa al corazón. Una estaca grande y enorme, como esas que utilizan para matar a los vampiros.

Tragué saliva.

—¿Quieres que me vaya?

Luzbel apartó la vista de mí y se fijó en el gato que jugueteaba con sus dedos, mordisqueándolos levemente.

—Había botado el gato. Lo tiré lejos. Pero me siguió. No importaba cuantas veces lo desechara, siempre volvía. Igual que tú. Si te pido que te vayas te iras, pero luego regresaras. Creo que eres masoquista.

Yo también estaba empezando a creerlo…

A veces pensaba que el mundo de Luzbel era blanco y negro. Un mundo aparentemente en mute. Como la televisión antigua. Blanco y negro. Ese era el color de los fantasmas, de los recuerdos, de la añoranza. Del periódico olvidado que luego envejece y se pone amarillo. De un tiempo congelado donde no surgen las pompas de jabón.

Y a mí se me antojaba llenarlo de colores. Sólo en raras ocasiones porque ese mundo mute era parte de él, parte de su esencia.

Quizás es que Luzbel era un fantasma visible solo a la luz de la luna…

—¿Por qué has vuelto?

Había esperado esa pregunta de su parte. Atiné a cerrar los ojos de una forma casi dolorosa, y luego volví a abrirlos. Sentía su presencia muy cerca, apenas nos separaban unos milímetros de distancia… una línea invisible que se traza cuando estás molesto con alguien. Si tan solo él traspasase esos límites, esa línea imaginaría que separa su piel de la mía...

—Yo no quería volver. Quería irme. Tú me haces daño.

Despejó sus ojos de mí y lo enfocó en una pelusita encima del mueble. Se distrajo con ella, frotándola entre sus dedos, apreciando su algodonosa textura.

—Entonces, ¿Por qué?

—¿Cómo podría saberlo? Eres un problema y al mismo tiempo eres la solución de todo.

—Yo no soy la solución de nada. La mayoría de las veces, como siempre, yo soy el problema, y mis decisiones las equivocadas —dijo.

Arrancó la pelusita y la desmenuzó ante mis ojos, tan parecido como solía desmenuzar mis ilusiones.

—Enamorarse es un problema —comenté, viendo el algodón caer al suelo sin ruido.

—Siempre lo es.

—No importa. No me gustan los problemas, pero ahora tú eres problema. Y no puedo soltarte por más que quiera.

—Ya estás hablando como tú mismo.

—¿Y cómo hablo yo?

—Como un idiota.

Suspiré resignado. Esa sinceridad suya era punzante. Sin embargo, eso no quitaba el hecho de que tenía ganas de tocarlo, quería acercarme más y tomarle de la mano, contarle los dedos y disfrutar de la aspereza de su palma. Estaba a punto de hacerlo, de alargar mis brazos y entrelazar sus manos con las mías, justo como se entrelazaba mi corazón en su presencia. Entonces, sin decir nada, Luzbel se recostó en mi hombro. Apenas sentí el suspiro de alivio que salió entre sus labios.

—Estoy feliz de que volvieras…—susurró con los ojos cerrados.

Y yo sentía que el nudo inmenso, grande y crudo que tenía en la garganta se desanudaba, dando paso a una paz aguda. Pasé un brazo por su espalda, atrayéndolo más a mí, y luego pase el otro, abrazándolo.

Finalmente… finalmente mi angustia empezaba a ceder. Se separó un poco de mí y me besó la frente, luego deposito un cálido beso en mis ojos, y otro más en la punta de la nariz y otro más en mis labios. ¿Cómo podría explicarles la calma que aquello me trasmitió? Era como si alguien hubiese apagado la tormenta, como si hubiesen calmado la furia de las olas. El mar volvía estar en calma y besaba tímidamente la orilla de la arena. Y mi corazón latía desbocado, sumamente emocionado por estar nuevamente unido a sus labios. Me abrazó y yo correspondí con ímpetu.

Estando allí, uno abrazado al otro, entendí que su calor corporal era todo lo que necesitaba. Su respiración tibia, pausada. Sus ojos hondos y abstractos. Aquello que no entendía él lograba darle una respuesta con su sola presencia.

Luzbel…

Se comió el paquete de galletas de chocolate sin compartir ni una sola conmigo. Él no bromeaba cuando decía que eran sus favoritas. Luego preparamos la comida y almorzamos puré de patatas, ensalada de tomates y carne de cerdo horneada. Yo comía con paciencia mientras Luzbel lo hacía muy rápido. Siempre comía de esa forma, como si alguien le fuera arrebatar el plato de comida y él tuviese que tragarse todo antes de que eso sucediera. No se lo reproché, supuse que era un hábito que había adquirido en su niñez, de cuando vivía en la calle. Y no almorzábamos en la mesa del comedor, pocas veces la utilizábamos, él siempre prefería hacerlo en el mueble o en el suelo mientras veía la tele. Los modales y la etiqueta eran algo que lo tenía sin cuidado, o al menos en la casa. A veces comía con la boca abierta, a veces comía con las manos, y otras veces, cuando comíamos pollo, se chupaba y masticaba los huesos. Pero no era molesto, de hecho era casi divertido y enternecedor. Sólo que esta vez había un elemento extra: el gato.

Sí, el gato estaba almorzando con nosotros. Luzbel no era egoísta, de hecho era bastante generoso con los animales. Él compartía su trozo de carne con el minino, partía un trozo para él y otro para el gato, y así sucesivamente. El pequeño felino se sentaba a su lado y esperaba pacientemente su trozo de carne. Y yo pensaba distraídamente que el gato ya iba de camino a la obesidad.

De repente se acabó la carne. Ya no había más y él miraba el plato con gesto curioso. Ahora solo quedaban un montoncito de puré y un par de tomates. Metió el dedo en la masa de puré y se lo ofreció al gato, este lo lamió lentamente y Luzbel, con la otra mano, se llevó una cuchara a la boca.

Sonreí internamente y le ofrecí la chuleta de cerdo que tenía. A diferencia de él yo si comía lento. O no, no lo hacía. Comía como una persona normal. A veces creía que Luzbel no masticaba, él tragaba.

—Toma. —miró la carne y luego a mí.

—¿Seguro?

—Sí.

Se quedó observándome un momento, con su extraña expresión de ángel y luego tomó la carne, la partió en dos y le ofreció la mitad a su pequeño amigo. Esta vez sonreí abiertamente y continué mi almuerzo de patatas y ensalada de tomates. Cuando acabé de comer me di cuenta de que él llevaba rato observándome. Eso no era raro. Pero tuve la sensación de que quería decir algo.

Le sonreí, animándole a que hablara, más no lo hizo. Se quedó en silencio, en un mudo estupor. Cristalizando mi imagen en sus pupilas. Me ponía nervioso.

—¿Tienes algo que alegar? —bromeé dejando los cubiertos sobre el plato y este sobre el suelo.

El gatito, curioso, se acercó a ver si había dejado algo. Por su parte Luzbel pestañeó sin decir nada. Sus labios cerrados en una fina y tentadora y perfecta línea. 

—Cada vez que regresas a casa me pregunto por qué lo haces —comentó al cabo de unos minutos de silenciosa introspección—. Me pregunto qué estás viendo cuando me miras.

—Te veo a ti, ¿no es eso suficiente?

—¿Qué es lo que ves de mí?

—Todo. Eres hermoso, sería un insulto no mirarte.

Arrugó el entrecejo. Era de las pocas veces que lo hacía.

—No soy hermoso.

Me reí un momento y me acerqué a él. Luzbel no hizo nada por alejarse y tampoco me dijo nada cuando le tomé la cara entre mis manos, observando minuciosamente su frente, sus mejillas, su mentón. Acaricié su cabello, hilos de oro que se desparramaban en su cabeza, sedoso, limpio, oloroso. Le toqué las orejas, apretando suavemente el lóbulo. Resistiéndome a morderle. Rocé mis labios con los suyos y luego lo besé posesivamente. Luego le toqué el cuello con la nariz y delineé la manzana de Adán. Le acaricié los dedos y acaricié la palma de su mano. Después lo despojé de su franela y él no puso resistencia, tampoco la puso cuando lo recosté en el suelo y tocaba sus pezones con mucho cuidado, y mucho menos cuando me tomé el atrevimiento de besar lentamente las pinceladas parduzcas que tenía por tetillas. Le conté las costillas, y luego bordeé el ombligo, preguntándome cómo demonios podía tener un ombligo tan perfecto.

Llegué al borde del pantaloncillo que usaba y resistí la tentación de meter mi mano debajo de la ropa, solo pase mi mano por encima, rozando apenas su sexo. En cambio, sí que toqué sus piernas, cuan largas eran, y así llegar hasta a sus tobillos y contar los dedos de sus pies. Volví a subir y me quedé cara a cara con él. Una mirada fija en la otra. Pretendía ponerlo nervioso pero sabía que no lo iba a lograr.

—En lo que a mí respecta, y luego de mi cuidadosa introspección, solo me queda concluir que eres verdaderamente hermoso —y le sonreí como idiota. Él por su parte se mostró sorprendido de mis palabras—. Quizás estés lleno de cicatrices pero eso no quita que sigas pareciéndome precioso.

Cristian Teruel, como le había puesto Luzbel al gato, se alejó silenciosamente. Se escuchó la bocina de un auto. Y luego de un minuto, que me pareció largo y hermoso, él habló:

—Las cicatrices representan algo que se ha sanado. Mi cuerpo las tiene pero yo no —pestañeó una vez y con su voz serena, parca, continuó—. Yo no estoy lleno de cicatrices. Yo estoy lleno de grietas, Franco.

Suspiré. Pero no de esos suspiros frustrados o exasperados. Mi suspiro tenía que ver con su presencia, con su voz que se colaba debajo de mi piel, y con su mirada que veía más allá de mí. Era de esos suspiros que se te escapan cuando ves algo hermoso y escurridizo.

—Te amo y amo tus grietas.

—No son grietas bonitas.

—Lo sé.

—Podrías hundirte en ellas.

—Eso también lo sé.

—Te lastimarían.

—Correré el riesgo.

Fue su turno de suspirar. Me apartó un poco, buscando la franela que le había quitado y se la puso, privándome de la contemplación de su piel. Admitiré que sentía una vibración en el vientre, y más abajo del vientre. No podía negar que él conseguía encenderme. Además, tendría que ser de piedra para no haberme excitado con lo que acababa de hacer. Dolía. Sin embargo, disimulé bastante bien mi erección, aunque era probable que él se hubiese dado cuenta de mi excitación mucho antes de yo haberme percatado. Me senté al estilo indio y le observé los talones al caminar. Había algo que hacía falta allí.

—No tienes la tobillera.

—¿Qué?

Alcé la viste y le sonreí nuevamente. Mi erección todavía dolía, pero la ignoré.

—Antes he visto que utilizabas una tobillera. No recuerdo si la utilizabas antes, pero es bonita. Y hoy no la llevas.

Se quedó en silencio, algo bastante usual y luego se miró el tobillo.

—Sólo la uso cuando voy a trabajar.

—¿De veras? —pestañeé confundido—. ¿Por qué?

—Porque es mi grillete de oro.

—¿Tu grillete de oro?

—Sí. Mi grillete de oro.

No dijo nada más. En vez de eso, caminó hasta mí, se inclinó, tomó mi plato y el suyo para luego dirigirse a la cocina a fregar los trates. Sinceramente extrañaba nuestros días perfectamente inadecuados.

Más tarde, lo vi escoger su ropa, los zapatos y luego quitarse la ropa y lanzarla en el cesto de ropa sucia. Sabía lo que quería hacer. Se iba a alistar para irse a trabajar. Nuevamente sentí esa presión en el pecho y en la base del estómago. Un ardor molesto y agonizante.

Lo miré de arriba abajo y abajo arriba. Estaba desnudo y su piel expuesta resultaba una tentación. Él lo sabía. Me contempló tranquilamente cuando puse un brazo como rendija entre el marco de la puerta y mi cuerpo, impidiendo que saliese del cuarto. Lo miré a los ojos y negué con la cabeza.

—Yo no puedo permitir que te vayas. —dije cuando el dolor estaba empezando a cavar un hoyo en mi pecho.

—Pensé que ese asunto ya estaba claro.

—Ellos te lastiman.

—No importa.

—¡Claro que sí importa! —casi grité, exasperado.

¿Cómo podría hacerle comprender que ese burdel era dañino para él del mismo modo que las drogas son dañinas para los adolescentes? Ante mi creciente angustia, Luzbel me tocó las mejillas, acariciándome y su caricia me quemaba.

—No te preocupes, mi vida. Estaré bien. —susurró lentamente, y luego me besó en los labios y luego otro más cerca de mi oreja.

—Tú no entiendes —dije con voz lastimera, de niño lloroso—, no puedo dejar que ellos te hagan daño.

Me calló, posando un dedo sobre mis labios. Y acercó su cuerpo al mío, su desnudez fascinante, sus manos ásperas y hábiles y esos ojos tan insinuantes que me acercaban más al cielo que al infierno. Él sabía cuáles eran mis puntos débiles. Y eso me enojó. No porque lo supiera, sino porque los utilizaba para evadir el tema. Delicadamente lo tomé de los hombros y puse una distancia entre los dos.

—¿Crees que esto va a cegarme? ¿De verdad crees que el sexo es la solución para todo esto? ¡Mierda Luzbel, estoy tratando de sacarte de esa mugre y tú no quieres!

Lo miré con ojos duros pero él no se rompía, ¿Por qué? Y luego pensé que estaba siendo injusto, y que mirarlo así era una crueldad. Él ya estaba roto. No podría romperse más de lo que ya estaba.

Lo solté bruscamente, soltando un bufido enfadado.

—Puedes ir a bañarte si así lo deseas —hablé despacio, sin dejar que la frustración se evidenciara a tal extremo—. Pero hoy no vas a ir a ese burdel.

No me dijo nada. Se quedó allí, observándome mientras me iba a la sala y encendía el televisor para distraerme. Pasaron varios minutos antes de darme cuenta de que caminó despacio hasta el baño y despareció de mi vista. Suspiré molesto y dejé caer la cabeza en el respaldo del sofá. Era tan frustrante la situación que vivíamos. Mientras tanto escuchaba el sonido de la regadera…

Al cabo de un tiempo, me enderecé y miré la planta de amapolas. Había crecido un poco más y tenía muchas flores. Era hermosa. Los pétalos rojos le brindaban un adorno como piedras preciosas. Me paré y me acerqué para arrancarle una hoja seca que tenía. Todos los días Luzbel la cuidaba, le daba agua y la podaba. Que él la cuidase tanto significaba mucho para mí, significaba que él la apreciaba. Que para él la flor no era una basura, sino algo digno de su admiración. Le di vueltas al matero, contemplándola en sus diferentes ángulos. Estaba perfecta, y entonces pensé que sería bonito tener más flores, un jardín cubierto de pétalos suaves que diesen color a su vida.

Me parecía una buena idea… aunque no quería sembrar un jardín en esa casa. Con la popularidad que gozaba Luzbel era seguro que mocosos como los que me agredieron fuese allí y destruyesen todo. Acabasen con las bonitas flores y arrugasen los pétalos.

Mocosos malparidos” pensé molesto mientras me tocaba distraídamente el chichón que me había salido en la frente.

Aquel no era tan buen vecindario. Y yo había pensado seriamente en que podríamos irnos de allí, mudarnos a un sitio tranquilo, aunque era difícil encontrar un sitio tranquilo. Pero así tendríamos una vida lejos de allí, de sus malos recuerdos, y de los malos vecinos. ¿Dónde podría ser eso?

Dejé la flor tranquila y miré hacía donde residía el baño. Luzbel estaba tardando mucho. Solía pasar que él duraba mucho en el baño, a veces podía durar una hora entera metido allí y yo no sabía qué es lo que hacía. Y a veces pensaba que se iba a deshacer como un cubo de sal en el agua.

Esperé unos quince minutos pero no salió, y ya había pasado más de una hora. Eso me asustó un poco, así que me encaminé al baño, pensando que quizás, a lo mejor, el monstruo de la poseta se lo había tragado.

—¿Luzbel? —cuando entré y descorrí las cortinas me di cuenta de que ni siquiera se había bañado. Estaba allí, de pie, mirando el agua irse por el desagüe—. ¿Qué estás haciendo? —pregunté alarmado, inquieto.

Hasta entonces él no se había dado cuenta de mi presencia, alzó la vista, sorprendido y pestañeó dos veces.

—Estaba pensando. —respondió imperturbable. Fruncí el entrecejo y dije:

—Ya, pero se puede pensar mientras uno se baña, por si no lo sabias.

Me metí dentro de la ducha y le animé a entrar en la regadera. Incluso le ayudé a fregarse, tomándome el atrevimiento de acicalar su piel con la pastilla de jabón. Le fregué el cuello, las axilas, el abdomen. Me ofreció su espalda para que la jabonara, y lo hice con cuidado, sintiendo a través de mis dedos la textura de sus cicatrices, hasta que llegué a su trasero. Me detuve un momento, pensando en mil cosas a la vez. Tragué saliva y continué sin dejarme vencer por la timidez o por los pensamientos libidinosos. Si me dejaba llevar por la situación seguramente el aprovecharía mi languidez para marcharse. No debía caer en su trampa.

Aunque debo reconocer que en cada tanto lo besaba en los labios. Un beso largo y húmedo que prometía muchas cosas lujuriosas. Y Luzbel respondía con un entusiasmo que debería ser declarado ilegal, juntando su cuerpo con el mío, haciéndome sentir su calor y la dureza de su sexo. Era terriblemente tentador.

Al terminar de bañarlo mi ropa y mi cuerpo estaban empapados de agua y del calor de su piel. Y de su respiración agitada. Y de sus miradas intensas. Ya lo dije, era terriblemente tentador.

Até la toalla en su cintura y le tomé de la mano para salir del baño. Detrás de nosotros quedaban huellas mojadas sobre el mosaico. Y mientras iba pensaba en que aquella era la segunda erección dolorosa que tenía en el día sin ser atendida. Me acomodé un poco la ropa interior para disimular mi excitación e ignoré el dolor molesto.

Luzbel se secó el cuerpo con la toalla mientras yo le buscaba algo de ropa ligera; Un short de color vinotinto y una chemi de rayas. Además de la ropa interior. Le puse todo con mucha, pero mucha paciencia. Al final abotoné los tres botones de la chemi y lo miré a los ojos. Su cabello aún estaba húmedo y varias gotas de agua le caían por las patillas.

—Voy a bañarme. Y después te preparo algo de comer.

Me alejé y me di un baño rápido con agua fría. Me hubiese gustado durar más para sacar la calentura de mi cuerpo, pero temía que el aprovechase ese tiempo para irse. Para mi alivio, al salir, él estaba en la sala, viendo el televisor. Suspiré aliviado y fui a ponerme algo de ropa.

Esa noche él no se fue. Permaneció a mi lado. Y, uno al lado del otro, hombro con hombro, nos dedicamos a ver películas mientras cenábamos pizza y bebíamos un par de cervezas. Y al acostarnos en la cama, me aseguré de tenerlo a mi lado, y Luzbel no se opuso. Se recostó en mi pecho y yo pase mis manos por su cintura. Él solía decir que su cuerpo era muy frío. Pero se equivocaba. Luzbel no sabía que era más cálido de lo que se imaginaba.

—Estuve pensando en ti, en el baño —me dijo en medio de un susurro, yo trazaba dibujos imaginarios en su espalda con mis dedos.

—¿Y qué pensabas de mí?

—Pensaba que tú sufrimiento es bastante inútil —cerré los ojos, adolorido. Volvíamos a esas conversaciones que parecían no tener fondo—. Tu sufrimiento no me sirve de nada —continuó en tono sereno, en el susurro íntimo de la noche—. Si lo que quieres es una vida tranquila, un amor para siempre, flores en el jardín, yo no puedo dártelo. Ya te lo dije, no soy la solución de nada.

—Eres demasiado sincero… —susurré incapaz de refutarle algo.

—¿Eso me hace menos humano?

—No.

Él había levantado la cabeza para mirarme y al escuchar mi respuesta sonrió y volvió a su sitio, en mi pecho.

—También pensé que eras muy estúpido por volver. No entiendo porqué regresas si estoy desafinado… Tú sufrimiento es inútil —repitió en un suspiro—. Y no me gusta verte sufrir. Por eso decidí que… dejaré mi trabajo y aceptaré el lugar que ofreces en tu corazón.

Me quedé petrificado, por decirlo de alguna forma. Había luchado tanto para que abandonase aquel lugar y ahora que me decía esas palabras se me era difícil asimilarlas. Parecía un sueño.

—¿Estás hablando en serio?

—Sí.

En mi desesperación por saber la verdad, busqué su rostro y lo hice mirarme a los ojos.

—¿De verdad? ¿Dejaras esa vida?

—Sí.

Y le cubrí el rostro de miles y miles de besos. Y busqué la calidez de su piel debajo de la ropa. Y él me refugio en sus entrañas. Y susurró mi nombre en su éxtasis, en el delirio que formaba nuestro amor. Le dije tantas veces que lo amaba que perdí la cuenta, y no paré de besar su rostro, agradecido de aquellas dulces palabras que, sin saberlo, significaban el acta de su condena y la mía. Pero la oscuridad no se ve cuando estás en la luz. Todo brilla y resplandece. Todo es felicidad. Las motitas en la superficie del agua resultan preciosas y olvidas lo fría y oscura que es debajo del agua. El fondo… si es que acaso se puede tocar fondo, no existe en realidad. La tierra puede abrirse tantas veces como sea posible, arrastrándote a un lugar donde jamás se ven las estrellas.

Luzbel estaba allí… y yo, muy pronto, me vería arrastrado por esa oscuridad.

Pero es bonito pensar que el mañana existe y que será mucho mejor. Al fin y al cabo era un iluso que hace promesas de amor sobre un terreno estéril.

—Te ves bastante feliz hoy —comentó Johan sonriente, al día siguiente—. Tengo el presentimiento de que regresaste a tu hogar.

—Sí, regresé a mí hogar.

Estábamos en la terraza del hospital. Había ido allí a descansar un poco y Johan me acompañaba. En mi mano sostenía una correspondencia que me había llegado al hospital. Sonriente miré la ciudad.

—Me reconcilie con mi pareja —dije mientras me disponía a abrir el sobre de manila—. Estaba pensando en…

Mis palabras se cortaron al ver el contenido del sobre. Eran fotos. Fotos de Luzbel. Como esas que me llegaban cuando estaba en casa. Y estás fotos se acercaban más a su edad actual.

Me petrifiqué. Me quedé congelado en mi sitio. ¿Cómo esas fotos habían llegado al hospital? ¿Cómo sabían que yo trabajaba allí? ¿Con que propósito me las enviaban?

—¿Franco? —La voz de Johan me sacó de mis pensamientos y le sonreí forzadamente mientras guardaba el contenido—. ¿Estabas pensando en…?

—Ah, sí. Estaba pensando en mudarme a un ambiente menos hostil —tragué saliva, nervioso por las fotos y su contenido morboso. Aun así, sonreí—. Por ahora no puedo comprar una casa, pero puedo pagar un alquiler.

—Entiendo. Eso está muy bien. Estás aspirando pastos verdes. Me alegra mucho —miró la ciudad con una sonrisa sincera—. Si quieres puedo ayudarte a conseguir ese alquiler. Conozco una zona donde todo es muy tranquilo. Le sentara bien a tu pareja y a ti.

—Se lo agradecería mucho.

Sonreí, ufano, sin dejarme manipular por aquellas imágenes. Luzbel había decidido abandonar su vida en ese burdel, así que ya no importaba su pasado, ni esas imágenes que insistían en mostrarme. Lo sacaría de ese barrio. Lo llevaría a un mejor lugar. Pensaba que nuestras vidas cambiarían.

Y lo harían.

Nuestras vidas cambiarían. De una forma o de otra…

 

 

 

 


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