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La miserable compañía del amor. por CieloCaido

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Capitulo 24: Marionetas sin hilos.

El silencio era algo muy habitual en la casa de Luzbel. Había días en que él hablaba mucho y se reía, pero otras veces se mantenía callado. No resultaba algo incomodo, podía incluso hasta disfrutar de la falta de palabras estando junto a él, lado a lado. Su silencio era una calma absoluta, como cuando llega la brisa y apenas se agita el océano. Como cuando estás expuesto a la luz de la primera hora de la mañana mientras trotas.

Tibio, como agua al sol…

Pero no todo silencio puede ser disfrutado. Existe un tipo de calma hueca que resulta escalofriante, perturbador. Es ese tipo de silencio que precede un hecho fatídico. Yo sentí ese tipo de silencio treparme por la columna vertebral y dejar huellas heladas sobre mi espalda. Lo sentí al abrir los ojos con sobresalto y distinguir por varios metros por encima de mi cabeza, un techo desconocido. Me resultó curioso y aterrador que estuviese en una cama porque no recordaba haber llegado a una. Inhalé y exhalé profundamente para calmar cada uno de mis nervios. Cerré nuevamente los ojos y saboreé de mala gana el dolor punzante que amenazaba con explotar mi cabeza.

¿Cómo había llegado allí?

Luego, poco a poco, las imágenes se fueron esclareciendo y recordé las fotos, los videos y mi huida. Me levanté rápidamente de la cama, pero no pude ir muy lejos. El golpe que me habían dado me mantenía atolondrado y el movimiento brusco hizo que me dieran nauseas. Además de eso, noté que todo a mí alrededor se movía con un poco de lentitud. Toqué mi antebrazo y sentí la huella de una jeringuilla.

—Me han inyectado algo —murmuré con voz pastosa, intentando no entrar en pánico.

Me senté en el borde de la cama, casi hiperventilando, y me llevé la mano derecha hacía la cabeza, palpándome la parte de atrás. Al vérmelas nuevamente me sorprendió que no tuviera los dedos manchados de sangre. Había sido un golpe muy duro. Entonces, miré la habitación con más detenimiento; era grande, espaciosa, con pulcras paredes blancas adornadas con repisas que sostenían innumerables muñecas y muñecos de diversos tamaños y diseños. Todas de porcelana. Varias casitas de té se esparcían cuidadosamente en toda la estancia, procurando darle un diseño infantil e inocente al cuarto. Incluso la melodía triste de una caja de música se repetía monótonamente en algún rincón.

Y lo que más destacaba en el cuarto eran las fotos. Un montón de fotos detalladamente enmarcadas en cercos dorados y plateados. Algunas estaban puestas sobre la pared, otras sobre la repisa y otras más sobre la cómoda. Al acercarme y tomar una de ellas me fijé que se trataba de una niña. Su cabello rubio era abundante y largo, su cara ovalada enmarcaba unos ojos casi amarillos, casi ámbar, del color de whiskey sin hielo. De la cerveza que embriaga. Su piel era muy blanca, muy cuidada. Y su vestimenta era muy elegante, digna de esa época aristócrata que tanto llamaba la atención.

—¿Luzbel? —me pregunté en voz alta, mirando uno y otro retrato, pensando que la ropa era muy parecida a la que él solía usar cuando estaba dañado.

En seguida me di cuenta de que todas eran fotos suyas. Fotos que empezaron a tomarse de cuando él era muy pequeño. Un niño. Y a medida que avanzaba en las fotos, el niño avanzaba en edad. Cada una de ellas lo retrataba en un paisaje exquisito, con vestidos y peinados distintos, pero los ojos eran igual.

Me paralicé.

Distinguía algo en esas fotos que me resultaba terrorífico; una expresión congelada y posteriormente robada. Como esas telarañas que aparecen de repente, sin uno darse cuenta, invisibles y pegajosas que se te pegan en la cara. Sentí que mis entrañas se congelaban a medida que recapacitaba en las fotos.

—Esto no está bien. —murmuré, observando a un osito de peluche, inocente, y de sonrisa perpetua.

Visualicé nuevamente la habitación; la cama en medio de aquello, la decoración infantil y victoriana, los juguetes y las fotos que congelaban el tiempo. ¿Cómo podían tener relación las fotos de Luzbel prostituyéndose y las fotos que había en esa habitación? ¿Qué vinculación existía? No lo entendía. El adorno de un payasito sonriente de porcelana llamó mi atención y entonces las palabras de Marcela llegaron a mi mente:

«Y a veces se lo llevaban a una habitación llena de adornos de payasos y los payasos sonreían mientras lo violentaban…»

¿Hablaba de esta habitación?

Aun con lo atolondrado que me sentía, me acerqué todo lo rápido que pude a la biblioteca que se exhibía allí. No era una biblioteca común. Lo sabía. Nada parecía común y menos que menos una biblioteca repleta de álbumes de fotos y cintas de video. Tomé el primero que se me atravesó en el camino y al abrirlo las imágenes asquerosas y pornografías se mostraron ante mí.  

Entonces los dvd deben ser las escenas filmadas” pensé lleno de impotencia y rabia.

Aun cuando me sentía débil a causa de la inyección, a causa del golpe, tenía la suficiente fuerza para hacer añicos la habitación. Así que apreté una de las muñecas de porcelanas y dudé sólo un segundo antes de ceder a la cólera, materializándola al arrojar el objeto contra el frío suelo. La porcelana crujió sonoramente junto con las demás. Las tacitas de té se hicieron trizas y la caja de música finalmente se calló.

Rompí las fotos, los cd, el televisor.

Me encontraba tan desquiciado que no me importó hacer demasiado ruido. Yo sólo quería que esa ira dejase de pitar en mi oído como una cigarra. Quería que esta rabia dejara de atormentarme y carbonizarme la piel. Así que la saqué, lo hice ciego de pena, sediento de ganas de romper algo. Y lo hice lanzando gritos de dolor y lágrimas en todas las direcciones. 

Al final mis manos acabaron dañadas, los trozos afilados habían abierto finas grietas en la palma y en la muñeca. La sangre roja y espesa se mostraba en mi piel como labial rojo descorrido y se quedó entre las yemas de mis dedos como la huella inaudita que me vinculaba a una escena del crimen. Una delgada capa de sudor cubría mi frente mientras observaba que ni las almohadas se habían salvado, les había sacado el relleno y las plumas se esparcían en el aire como polvo de camino, como nieve blanca e indolora.

Y aun con todo el desastre abriéndose paso en mi espacio como un agente del caos, notaba en mi sangre los residuos de pólvora queriendo explotar cuanto antes.

Respiraba agitado, y seguía mareado y un poco débil. Y el mundo que debería ser mundo no se veía como tal hasta que la rabia cedió un poco y me dejó ver una mancha borrosa de mi realidad. Avancé despacio hasta la puerta, temiendo que estuviese cerrada y yo estuviese atrapado allí, privado de libertad y de paz…

Abrí la puerta y suspiré de alivio al notar que no era del todo un prisionero en una isla abandonada.

—Luzbel…—murmuré, saliendo del cuarto, advirtiendo la urgencia tocar mis talones.

Debía irme de allí. Tenía que salir de allí. Quería ver a Luzbel, quería cerciorarme de que estaba a salvo, lejos de ese lugar que parecía tan macabro.

Al salir me percaté de que no era una prisión donde me encontraba, ni tampoco un sótano debajo de la tierra. Se trataba de una casa. De una mansión. Lo supe por las escaleras que discurrían con forma plana, por las altas paredes adornadas con cuadros gigantescos y por la decoración tan elegante. Anonado, me acerqué al borde de la escalera. No era el tipo de lugar que me esperaba. Miré abajo y miré sin ver los muebles, los adornos, la ausencia de personas. Alcé los ojos y contemplé la lámpara en forma de telaraña con diminutas piedras brillantes que adornaba al centro.

Todo parecía tan bonito y tan estático.

Había un silencio demasiado denso. No es solo que no hubiese bulla, era que los objetos, caros e impecables, se mantenían quietos, casi observándome, casi estudiándome. Mi propia respiración se hizo pesada y era lo único que parecía hacer ruido. Apreté los puños y descendí escalera abajo con la angustia haciendo nudos en mis tripas. El silencio tan denso me obligaba a actuar en sigilo, como a escondidas, como si fuese una bailarina que da diminutos pasos para seguirle la huella a la música. Estaba seguro de que si algo se movía, por mínimo que fuese, el eco del sonido sería inmenso en una calma tan hueca.

Era ese ambiente tan extraño el que me impulsaba a continuar con la más absoluta quietud, avanzando despacio y sin hacer ruido. Eran esas fotos tan pulcras. Su contexto. Sus objetos. Era la intimidación que me producían porque su falta de palabras me acosaban hasta el punto de ponerme los pelos de punta. Yo esperaba encontrarme personas. Esperaba que hubiese un matón tras la puerta. Esperaba cualquier cosa menos esa quietud atosigante. Era esa la razón de que un miedo sin precedente se extendiese por todo mi cuerpo, desatando puntos de tensión cuya existencia desconocía.

Caminé entre las grandes paredes de esa mansión, teniendo la sensación de que me observaban. Recorrí sus pasillos, abrí las puertas, sintiéndome imbécil, estúpido e intimidado. No parecía haber nadie en esa casa, todo estaba muerto, desolado, pero algo dentro de mí me decía que Luzbel estaba allí. Que también estaba atrapado en una de esas habitaciones como lo estuve yo.

Entre todo ese laberinto de paredes, habitaciones y objetos perfectamente elaborados, di con un lugar. Una habitación más grande que las otras. Me detuve a un metro de distancia, observando la puerta que entreabierta dibujaba sobre el pasillo una fina línea de luz.

Me acerqué con más sigilo, mirando a través del resquicio de la puerta. Tal vez es que mis pies hicieron ruido, quizás es que toqué la puerta sin querer, la cosa es que quien estaba dentro de la habitación se percató de mi presencia.

—Pasa, adelante. —me dijo una voz absolutamente calmada, controlada.

Sintiéndome reacio, empujé la puerta sin llegar a entrar.

Dentro había alguien. Un hombre. Su cabello era negro con rastros de canas. Lo reconocí como aquel que vi una vez. Parecía muy concentrado mientras permanecía sentado detrás un amplio escritorio. Ni siquiera levantó la mirada cuando la puerta se abrió, al parecer nada iba a interrumpir su concentración. Vi que daba, con sumo cuidado, una última pincelada de esmalte rosa a los labios de una muñeca que estaba fabricando.

Un artesano” supuse entonces sin dejar de mirarlo con desconfianza. “Y este debe ser su atelier

¿Qué era lo más correcto que debía hacer? ¿Dejar que la pólvora de mis huesos estallara allí, o hablar y encontrar toda la información que necesitaba? Supongo que lo primero sería más sencillo si el sujeto a metros de mí me mirase y sonriese socarronamente. Pero no pasaba nada, solo pasaba el tiempo. Había silencio entre nosotros dos. Y tanto silencio nunca significa nada bueno.

—¿Dónde estoy?

Finalmente dejó de hacer lo que hacía y levantó la mirada. Una mirada gris y fría como un relámpago. De esos que destellan un segundo, revelando innumerables líneas que destacan como ramas torcidas para luego apagarse y dejar una oscuridad absoluta. 

—Estás es mi casa. —respondió con finura, sin rastro de lijas.

—¿Dónde está Luzbel?

Hizo un gesto indiferente con la mano, como indicándome que estaba por allí, en algún lugar de la casa. No parecía preocuparle en gran medida. Notaba que sus ojos me estudiaban, de arriba abajo, de abajo arriba. Todo con una fría amabilidad.

—Imagino que tu piensas que Luzbel te pertenece. Por eso te traje aquí, para corregir ese pequeño defecto.

—Y yo imagino que usted debe imaginar que Luzbel le pertenece. Por eso estoy aquí, para ayudarle a corregir ese pequeño defecto —repliqué con tono mordaz.

—¿Por qué no iba él a pertenecerme? Lo conocí primero que tu. Lo amé primero que tu. Y lo odié primero que tu. He trabajado demasiado en él como para dejar que te lo lleves.

—¿Trabajar? —mastiqué la palabra, mirándolo a los ojos, sintiendo en mi organismo los efectos de la droga—. ¿Qué quiere decir exactamente con eso?

Mi expresión pareció satisfacerlo porque el asomo sonrisa se dibujó en sus labios. Era pequeña, apenas perceptible, y sin embargo, resultaba tan maliciosa como el veneno de un alacrán.

—He invertido mucho en él, ¿sabías? Muchísimo —abrió un cajón y extrajo un par de carpetas. Revisó una a una las hojas, detallando cada palabra—. La verdad es que no me importa si te lo coges todas las noches. Luzbel ha tenido tantos amantes que ya he perdido la cuenta, aunque este es la primera vez que pesca a uno con ¿buena reputación? Tiende a buscarse a tipos de segunda mano. Pero tú no estás nada mal; Franco Teruel, médico residencial del hospital central. Supongo que a ti no podré simplemente desaparecerte. La gente hará preguntas, en especial tus colegas de trabajo.

Eso pareció no agradarle mucho. Su ojos centellaron con algo de rabia, indignación.

—Fue una buena jugada que te metiera en el hospital —prosiguió, y mientras hablaba, su sonrisa iba ensanchándose, al tiempo en que sus ojos denotaban frialdad, dureza y enfado. —. Le dije que no se entrometiera en mis asuntos, pero no hace más que fastidiar mis planes.  Y ahora que le has caído tan bien al doctor Novelli por tú maravilloso desempeño, seguramente, no querrá soltarte así nada más. Te buscara cuando no aparezcas, aunque la gente desaparece todos los días.

En tanto él hablaba, mis oídos iban llenándose de un zumbido irritante, como si tuviera lava que borboteara dentro de mi cabeza. Intentaba reprimir las ganas de hacer algo impulsivo.

—Reconozco que tienes pelotas. Fue divertido ver tu insistencia, aun cuando recibiste varias puñaladas por la espalda. Eres más persistente de lo que creí… o más imbécil de lo que imaginé.

—¡Puso cámaras en nuestra casa! —estallé, temblando de cólera. El cerebro me pulsaba desde dentro del cráneo con cada golpe de voz—. ¡Vigilaba todo lo que hacíamos, lo que decíamos! ¡Y lo dañó a él!

Mi arranqué de ira no lo afectó en lo más mínimo.

—Como te dije: no me importa que te acuestes con Luzbel. Él puede hacer lo que quiera con sus amantes, pero tú me has traído varios problemas: te has metido en su vida, haz intentado arreglarlo y lo peor de todo, hiciste que dejara la prostitución —se recostó en el respaldo de la silla sin dejar de observarme—. ¿De verdad pensaste que él podría abandonar ese lugar? ¿De irse cuando le apeteciera? ¿En serio creíste que Luzbel podía decidir eso por su cuenta? Él y yo tenemos un trato, ¿Lo sabías? Apuesto a que no.

—¿Qué trato?

—De cualquier forma, rompió el acuerdo y eso supone tomar medidas drásticas. Aunque podemos resolver este inconveniente como caballeros; usted se marcha de aquí y no vuelve a buscarlo o me encargaré yo mismo de darle una lección que lo marcará de por vida. Decida usted doctor.

—Sus amenazas son solo palabras que se lleva el viento. No le tengo miedo.

Soltó una risita áspera, levantándose de pronto y rodeando la mesa hasta quedar frente a mí.

—Es demasiado ingenuo, sr. Teruel. Debería aprender un poco más del mundo real, en especial en el lugar donde trabaja.

—Nunca impedirá que me lo lleve —dije—. Luzbel jamás ha sido suyo, ¡Nunca lo será! Sólo eres un bastardo que se ha encargado de escupirle en la cara, ¿Acaso cree que eso va a detenerlo? ¿Cree que podrá conservarlo para siempre? ¡Por supuesto que no! ¡Él me ama, y jamás podrá cambiar eso! ¡Maldita sea, ya déjelo en paz! ¡Cada vez que él entra en ese maldito burdel es como si entrara  en el infierno!

—Realmente no sabes nada. Qué podría saber un muchachito como tu sobre los lazos que nos atan a él y a mi. Nunca lo entenderías. Nunca lo entenderás de todos modos. Todas esas líneas invisibles que nos acercan, nos alejan, nos atan, que nos mantienen unidos…Tú dices que lo amas. ¿Quien dice que yo no lo hago también?

—¡Su amor está podrido!

—Piensa lo que quieras. No me importa. Él también lo hace. También me ama a su modo.

—Él no lo ama. Lo odia.

—Amor, odio… Es lo mismo. El lazo sigue allí y tú no eres nadie para desatarlo.

—Déjenos en paz. ¡Ya fue suficiente!

—¿Insinúas que soy la piedra en el camino a tu felicidad? Que imbécil. Él único entrometido eres tu. El único que esta fuera de lugar eres tú. Sigues sin enterarte de nada. Sigues sin comprender. Si yo le diera a escoger entre tú y yo, ¿A quien crees que elegiría?

—Su decisión estaría basada en el miedo. ¡No por amor!

—¿Quieres saberlo? ¿Quieres que te explique qué es lo que nos ata a él y a mí? —sugirió divertido—. Cuando le dije que te lo iba a decir empezó a lloriquear. Se arrastró por el suelo como un esclavo carente de dignidad e imploró por un poco de misericordia. Él no quiere que sepas nada.

Me quedé inmóvil, tieso por la sorpresa y él aprovechó eso para acercarse

—Cuando me habla de ti parece que habla más de un santo que de una persona común y corriente. Dice que eres demasiado puro como para comprender sus razones. Demasiado blando para conocer su mundo. Demasiado endeble para ver su lado más humano —cada palabra que decía era como un flechazo de veneno a mi conciencia—. Oh, ¿No sabías que me ha hablado de ti? Lo ha hecho un par de veces. Siempre me habla de sus pretendientes, de esos zamuros que lo rodean como si él fuese un trozo de carne.

—Basta… —tenía la boca seca.

—¿Qué? ¿No quieres que te cuente más? ¿No soportas escuchar la verdad? ¿No soportas saber que sé más que tú? ¿Qué para él soy como uno de esos secretos que guardas en el fondo del corazón?

Caminaba en círculos a mi alrededor, como evaluándome, como un relojero tratando de comprender el importante mecanismo de un reloj.

— Piénsalo un poco, ¿Para qué querría él contarte sobre mi? Tú no perteneces a nuestro mundo. No conoces nada. No sabes nada

Se detuvo un momento y advertí que era tan alto como yo, un poco menos fornido de lo que imaginaba y había algo en su lento caminar que me hizo recordar a un felino. Le dirigí una mirada entre fiera y dolorosa desde donde me encontraba.

—Pero eso es algo que no entra en tu cabeza, ¿cierto? No eres capaz de comprender que tu cielo y el de él son distintos —levantó una mano y atrapó mi barbilla con sus dedos. No me moví, mostrándome desafiante, pero todos mis músculos se tensaron como los de un felino dispuesto a saltar sobre su presa—. Eres incapaz de dejarlo ir. Luzbel puede patearte mil veces y mil veces regresarías a su lado. Como un perro apaleado que sigue lloriqueando por su amo...

Y mientras lo decía tuvo la osadía de acariciarme el labio con el pulgar, en un gesto lascivo y más que posesivo. Le aparté la mano de un manotazo. Y más por ira que por otra cosa, herido hasta el fondo por su verdad, le propiné un puñetazo y le rompí la nariz.

Eso se sintió bien y él no se quedó con esa, por supuesto. Me devolvió la cortesía con la misma contundencia. Y fue tan brutal que el golpe me mandó hacia atrás, golpeándome la espalda con el borde de la silla. Me mareé en seguida, no sólo por el golpe, sino por los efectos de la droga que persistían en mi cuerpo. Caí al suelo y sentí ganas de vomitar. Me apoyé sobre los codos, conteniendo mis náuseas y apurando el paso antes de que ese sujeto volviera a mí. Sin embargo, no fui demasiado rápido. Su mano se cerró con fuerza sobre mi cabello negro y lo jaló sin ningún reparo, haciéndome daño en el cuello.

 —No tienes ni idea. No tienes idea de todo lo que he hecho por él —rugió furioso—. Cada decisión que he tomado, cada cosa que he hecho ha sido sólo para mantenerlo conmigo. Y después de forzarlo a ser lo que es, ¡Lo que tú dices amar! Y tú… tú quieres quitármelo. Quieres destruir nuestro lazo. No te lo permitiré. ¡No tienes derecho a eso!

Me arrojó al suelo con rudeza y sin detenerse, impecable y colérico, empezó a darme patadas. Una de ellas acertó en mi estómago. Me hice un ovillo sin poder detener la cantidad de golpes que sobrevino.

— No le permitiré dejarme nunca. ¡Él no tiene derecho a abandonarme! ¡¡Tiene prohibido marcharse!! Lo mataré con mis propias manos antes de permitir algo como eso.

En medio de esa avalancha de golpes me tiró del cabello y me arrastró hasta la habitación donde se suponía que se encontraba Luzbel. Mientras iba, mi cuerpo era arrastrado por los pasillos de la casa, intentaba soltarme y al no conseguirlo intenté aferrarme a algo, y por eso clavaba mis uñas en las baldosas. Pero era inútil, solo lograba hacerme daño. Las imágenes pasaban frente a mí como una imagen borrosa y difícil de precisar. Las paredes oscilaban y los cuadros parecían caerse. Cuando nos detuvimos me dejó caer al suelo como un saco de patatas. Gemí despacio, intentando rodar sobre mi mismo.

—¡Franco! —oí su voz a lo lejos.

Hubo un movimiento, algo de sabanas deslizarse y una exaltación leve y de pronto, lo tenía a mi lado, arrodillado y ayudándome a sentarme.

—Luzbel…—susurré con lentitud.

Luzbel, con sus ojos cubierto de ese vaho de pena, me acarició la mejilla y adoptó una postura rígida al notar la presencia de su verdugo en la misma habitación.

—Augusto… dijiste… dijiste que lo ibas a dejar ir…

—Silencio. Este hombre ha estado en tu habitación y ha destrozado todo; las películas, las fotos, todo. Merece un castigo para que aprenda a comportarse. A respetar las cosas ajenas.

—Por favor, Augusto… déjalo ir… Por favor… Yo me quedaré, no haré nada para irme. —hablaba con un susurro asustado—. Pero déjale marchar. Franco no pertenece aquí. ¡Él no pertenece aquí!

—He dicho silencio. —Augusto tronó sus dedos en el aire. Una muestra clara de amenaza y Luzbel lo supo. Derrotado, y como un perro domesticado, se arrojó a los pies de su amo.

—¡Basta! —grité, incorporándome, sujetando mi estomago por todo el dolor que llevaba encima—. ¿Cómo puedes humillarte de esta forma, Luzbel? ¡¿Acaso no tienes dignidad?!

Me sentía tan indignado por su degradación, por esa sumisión total, esa entrega de emociones que a mí jamás me demostró. No era envidia, era odio. Odiaba a ese hombre. Lo odiaba tanto. Tanto como él me odiaba a mí por arrebatarle lo único que parecía darle sentido a su existencia, aunque en ese momento yo no lo sabía. No sabía nada de las cadenas que los ataban. De las elecciones que habían tomado cada uno. Lo único que sabía era que la situación resultaba asfixiante y que Augusto, ante mi osadía de interrumpirlos, me había propinado una cachetada que me mando de bruces al suelo.

Me incorporé sobre un brazo, moviendo la mandíbula para recuperar la sensibilidad.

—Voy a matarte —siseé lleno de rabia—. ¡Te juro que voy a matarte! ¡Apenas tenga la oportunidad te mataré! ¡Lo juro por Dios, pagaras por esto, por cada lágrima!

Y quise tirarme sobre él para hacerle pagar por todo, sin embargo, Luzbel (siempre de parte de Augusto) me sujetó, impidiendo mi cometido. Y Augusto, satisfecho de que Luzbel siempre estuviera de su parte, se acercó a mi y esta vez, la mano convertida en puño me impactó de lleno en la mejilla.

No preví lo que vino después. Augusto me hizo incorporarme a base de tirarme el cabello y sin saber qué iba a hacer, me hizo arrodillarme. Todo paso muy rápido, demasiado como para describir exactamente lo que sucedió. En un solo movimiento me desnudó de cintura para arriba y advertí que algo, una cosa filosa, rasgó mi espalda sin piedad ni contemplaciones. Fue algo que se deslizó como un cuchillo caliente sobre mantequilla desde mi hombro izquierdo hasta mis caderas mientras decía:

— Así aprenderás a mantener la boca cerrada.

Grité. Claro que grité. Fue tan doloroso y punzante que me dejó chillando sobre un charco de lamentos. Notaba el rastro de la herida como una línea de fuego. Comprendí que el canto filoso se había hundido con tanta precisión que habían desgajado mi carne. Apreté los dientes y de paso apreté las lágrimas. Me incliné y apoyé los codos en el suelo, tratando de calmarme, de dejar que el suelo dejara de moverse y el mundo fuera mundo otra vez.

Ladeé la mirada, jadeante, y vi que Luzbel seguía hablando con Augusto. No parecía para nada afectado por lo que me habían hecho. Luego, parecieron llegar a una especie de acuerdo, no lo sé, mis oídos no alcanzaron a escuchar sus murmullos. Pero Augusto buscó algo afuera y regresó y se acercó a mí. Sentí temor. Pensé que volvería a cercenarme, pero sólo hundió una jeringuilla en la piel de mi brazo y una sustancia extraña se extendió por mi cuerpo, dejándome casi laceo, ido.

Dejé de forcejear. Me extendí sobre el suelo, mareado, vacilante. De repente me sentía muy agotado, débil, como si hubiese consumido muchísima energía en poco tiempo. Augusto siguió haciendo lo suyo; esposó mis manos y me tiró al suelo como un inútil muñeco de felpa. Luzbel no hizo nada. Sólo me miró y miró la sangre que manchaba mi piel, la zanja que abría mi carne y lo débil que estaba como para poder moverme por mi cuenta.

Supuse que la sustancia era un calmante o una droga. Nunca estaré seguro de eso…

Pero sé que después de eso, después de que yo estaba fuera de campo como para gritar o pelear, Luzbel, como un perro obediente, guió sus manos hasta el borde de su franelilla y con toda la parsimonia del mundo comenzó a quitarse la ropa. Primero la franelilla y luego los pantalones y ropa interior.

 “Lo va a violar” pensé horrorizado. “Maldita sea, lo va a violar

Temía que lo peor viniera, que le hiciera daño frente a mis ojos. Que me restregara en mi cara cuanto poder tenía sobre Luzbel. Porque lo tenía. Tenía poder sobre él. Había invertido tanto tiempo en forjar su personalidad que sabía exactamente que hilos tirar para que hiciera religiosamente lo que quería. Sin embargo, no ocurrió ninguna de las imágenes espantosas que se habían formado en mi cabeza. Luzbel estaba desnudo, sí. Él estaba totalmente expuesto ante Augusto. Pero este no lo arrojó a la cama como pensé que lo haría. No dispuso de su cuerpo como una marioneta muerta.

En vez de eso, lo llevó al baño y lavó cuidadosamente la piel de Luzbel hasta dejarlo reluciente. Con un paño suave y perfumado, fregó su espalda llena de cicatrices. Luego, desenredó su cabello, deshaciendo los nudos con un cepillo de cerdas suaves. Lo peinó y peinó hasta dejar perfectos hilos de oro. Incluso le cortó las uñas de los pies y de las manos. Pintó sus uñas de un esmalte transparente. Al terminar el baño, lo secó él mismo, pasándole el paño por todos los sitios sin ninguna intensión sexual.

Luego, buscó entre los cajones hasta encontrar un frasquito de aceite de almendras y untó una gota en ciertas partes de su cuerpo limpio; un toqué detrás de las orejas, en ambas muñecas, en los pezones y en sexo lánguido. Buscó entre sus bolsillos y al sacar la mano vi un destello dorado. Con la calma que confieren los años, colocó sobre el tobillo desnudo de Luzbel, una tobillera dorada. Aquella que él había catalogado como su grillete de oro.

Luzbel se dejó hacer todo aquello en silencio y sin quejarse. Ningún sonido abandonó su garganta. Y mucho menos se quejó cuando Augusto abandonó por segundos la habitación y regresó con un hermoso vestido veneciano de color verde aguamarino con detalles dorados en sus bordes. Contra todo pronóstico, Luzbel se veía tranquilo. Parecía imperturbable. Estaba increíblemente ligero, semejante a esos cardos de vilano que van por ahí, sin rendirle cuenta a nadie, a merced del viento.

No parecía demasiado roto.

Puedo recordarlo aun ahora… puedo verlo en la habitación, desnudo, con el olor a almendras perfumando su piel, la tobillera de oro adornando su pie izquierdo. Puedo verlo acariciarse el hombro níveo con apacibilidad, quitándose una motita de polvo invisible. La pelusita de su cuerpo a la luz del sol daba visos dorados y sus ojos miraban a un concentrado Augusto a través de la capa densa de sus pestañas.

Había tanto silencio…

Parecía que yo ni existía. Sólo estaban ellos dos encerrados en esa burbuja.

Con un pincel suave delineó delicadamente sus ojos y coloreó sus labios de un vivo carmín.  Y finalmente, de una bolsa oscura, extrajo una peluca más rubia que su cabello normal. Era mucho más dorada que el sol, y tan brillante como el mismo. No era ondulada, sino completamente lisa, larga y con un corte que enmarcaba el rostro de Luzbel. El flequillo caía con elegancia y Luzbel tomó apenas unos mechoncitos y se los ocultó tras la oreja. Ese detalle acabó por ablandar el rostro tosco de su verdugo.

Augusto se alejó unos pasos y contempló su obra ya finalizada. Analizó con ojo crítico y volvió a acercársele para hacer algún pequeño ajuste en el vestido.

—Ya está listo —dijo, satisfecho—. Vamos a fuera.

Caminó unos pasos. Sus zapatos hicieron un leve sonido contra las baldosas. Luego se detuvo, como recordando que yo estaba allí, observando todo. Decidió que no era malo que yo presenciase su rutina, el modo en que ellos se conocían así que me llevó con ellos. Luzbel, con su caminar tan elegante, salió sin mirarme siquiera, Augusto le siguió de cerca, casi acechándolo. A mí… a mí me arrastraron otra vez.

Maniatado como un muñeco, cercenado y drogado, me llevaron afuera arrastrándome por el piso tirando de mi cabello. No grité, ni chillé, apenas emití leves quejido cuando notaba la piel desgarrada desgarrase todavía más. La droga estaba haciendo más afecto y dejaba un mundo brillante y más luminoso de lo normal. Incluso noté que los nervios se relajaban involuntariamente. Incluso llegué a pensar que todo lo que pasaba no era más que una alucinación de la droga y que yo seguía encerrado en el cuarto. Era muy difícil distinguir lo real de lo imaginario. Incluso ahora, si me preguntan detalles, no sabría precisar.

Así que lo que relato a continuación no es muy preciso, podría decir que incluso exagero, o que incluso nunca sucedió, o quizás sucedió de otra forma, quizás pasaron cosas que no recuerdo. Tal vez agregué detalles a lagunas mentales. Tal vez todo fue más violento, o quizás no. Nunca estaré seguro. Tal vez todo sólo era una ilusión creada por mi paranoia o quizás era esta misma paranoia la que me hizo ciego de otras cosas. Sea como fuese yo me encontraba drogado y la línea de lo real a lo imaginario era tan delgada que deberán perdonarme cuando esta bifurque.

La historia es que salimos al exterior. Afuera hacía un sol odioso y casi no había nubes. La luz me cegó de pronto, cuando volvió a esclarecer me vi en un inmenso jardín. Había rosas rojas alrededor. Demasiado rojo por todas partes. El césped verde se tendía como una alfombra acolchada, lo sentí suave contra mi piel aun cuando tuviese la espalda lacerada. La herida iba a infectárseme por tanta basura y para entonces ni siquiera importaba. Me dejaron caer allí, como el bulto de excremento que me consideraban.

Al dejarme boca arriba y con la punta de la hierba metiéndoseme como astillas de odio por todas mis aberturas, contemplé el azul cielo. Y luego ladeé la vista. Me encontraba demasiado fuera de mí como para hacer otra cosa.

—Luzbel…—murmuré, pero era un balbuceo demasiado débil.

Todas mis débiles palabras se las llevaba el viento y quedaban difuminadas entre rosas rojas que se mecían y emitían un barullo de susurros lamentables.

Más allá de mí, cerca de las rosas, había una silla junto a una mesilla. Sobre ella se depositaba con orden una serie de objetos que no identificaba. Fue allí donde se sentó Augusto. Cruzó las piernas y las manos se depositaron sobre su regazo. Luzbel en tanto, caminó más pasos, apenas dos metros de distancia. Ahí lo esperaba una cómoda silla de madera tapizada con estampados florales, junto a ella una mesa de vidrio que reposaba un juego de té. Se detuvo un momento y con movimientos gráciles sirvió dos tazas de té, tomó una de ellas y se la llevó a quien decía ser su dueño. Luego regresó y se sentó tranquilamente a disfrutar de su aromático té chino.

No entendía de qué iba todo aquello. Lo visualizaba a través de la película de vaho que cubría mi cordura, tratando de darle sentido. Seguía sin entender aquel preludio atávico de la muerte. Augusto dio dos sorbos del té y lo dejó sobre la mesa para después tomar los objetos que había sobre la misma. Entonces, entendí que aquello era un block de dibujo y lápices. Abrió la primera página, tomó el lápiz con firmeza y lo dejó a escasos milímetros del papel. Allí se quedó por mucho tiempo, sin tocar el soporte, en cambio sus ojos grises se enfocaban en la esbelta figura de Luzbel.

Augusto lo observaba, era lo mejor que sabía hacer, estudiaba cada uno de sus movimientos desde que se sentó, grácil y ligero, sobre la silla con sus medias de encaje hasta el movimiento tibio de sus tobillos en el césped. Captaba todas aquellas cosas imperceptibles que tienden a escaparse a simple vista. Cualquiera podría sentirse intimidado ante aquella inquisidora mirada, se trataba de una neblina que empezaba a deslizarse en el suelo, a enredarte los pies. Se trataba del silencio de la gota de agua que cae lentamente en un charco al final de un callejón. Del ruido que hace un ventilador en los túneles que se ocultan bajo la tierra.

Luzbel seguía manteniendo su papel. Él no refunfuñaba como un crio, ni se quejaba al viento, ni siquiera lo miraba a los ojos. Luzbel estaba tranquilo, se movía centímetro a centímetro, y con ello su vestido de agua apenas hacía ruido, las puntas de su cabello apenas se agitaba. Procuraba dar pequeños sorbos al té, tocando con sus labios la elegante tacita. Sus dedos blanquecinos acariciaban la superficie de la porcelana, distraído. Sus ojos se desteñían, juntando todos los colores, haciendo imposible discernir que era lo que sucedía, lo que pensaba.

Dejó la tacita de té y pronto percibió el calor que la capa de su cabello rubio dejaba en su espalda y, en cuanto tuvo las manos libres, se lo acomodó sobre un hombro. Fue un movimiento muy elegante, incluso algunos mechones se escurrieron en su rostro nuevamente, simpatizando con él y sus labios pintados de carmín. Desde donde estaba pude distinguir su silueta y la luz del sol que caía sobre él le daba un aspecto aún más irreal; el cabello daba destellos dorados y varias sombras cubrían su rostro. Parecía una fotografía antigua. Fue en ese momento que Augusto comenzó a dibujar, el lápiz tocó el papel y empezó a robar líneas ajenas de la realidad. Por alguna razón que no comprendía, los latidos de mi corazón se volvieron dolorosos en tanto él continuaba robando en papel la expresión serena de Luzbel…

No sé cuánto tiempo pasó. Pero sé que fue demasiado. Tanto que los efectos de la droga empezaron a desaparecer de mi organismo y fui cociente de las dolencias de mi cuerpo. El dolor empezó a emborronar mi vista en tanto sentía como el sudor corría por mi frente, mis muslos, el tórax, se deslizaba a gotas por mi espalda lastimada.

En primer lugar, estuve acostado sobre el césped. Lo estuve por horas y horas bajo el sol implacable. Las articulaciones me dolían y la rótula gritaba de pura agonía. Después estaban los golpes que me habían dado en el cuerpo, las patadas… y también la herida de mis dedos, de cuando intentaba aferrarme a algo. El resultado era que me había despellejado la piel y partido las uñas. El escozor al contacto con el aire libre era espantoso. Y por último estaba el dolor de mi espalda. Era terrible. Tenía una sensación punzante de quemazón que se me hacía insoportable. Cuando me movía, los músculos tensados de la espalda parecían querer gritar de desesperación.

Sentía el palpitar de mi corazón en los oídos. Y volvía a dolerme la cabeza, pinchazos rítmicos que se hundían en mi cráneo…

Cuando todo estuvo oscuro, él se detuvo. Me pregunté cuántas horas habrían pasado. Fuimos adentro, volvieron a llevarme a rastras y al arrastrarme, los pliegues hechos por la sangre reseca en mi espalda se agrietaron. Pero esta vez, lejos del efecto de narcóticos, pataleé, me revolví como un pez fuera del agua, grité y maldecí.

Nadie pareció oírme.

Nos dejaron en la misma habitación de antes y yo luchaba para librarme de las ataduras, cociente de que era inútil y de que lo único que estaba consiguiendo era lacerarme las muñecas. Augusto me pateó para que me quedara quieto. Y yo no entendía. No entendía lo que había sucedido, lo que sucedía.

—¿Qué significa esto? No tiene sentido…

—Nada ha tenido sentido desde el principio —dijo con tono neutro, mirándome desde arriba con ese aire de superioridad—. Se suponía que yo no debería haberlo conocido y tú no deberías haberlo amado.

Se dio la vuelta, caminó hasta la salida y antes de irse dijo:

—Buenas noches.

Y después de decir eso, la mano ancha y suave de Augusto se posó en el hombro de Luzbel. Había algo en el modo en que los dedos se estrechaban en su piel que me provocaba repulsión. En realidad, todo lo que había pasado ese día me provocaba repulsión. No era lo más repulsivo que sucedía. No, claro que no. Lo más repulsivo llegaría con los siguientes días. Pero ese gesto inicial, tan terriblemente cotidiano en la vida de Luzbel, era el preludio de su calvario.

Augusto salió y la puerta se cerró. Tuve la certeza de que esta vez la puerta estaba cerrada con llave.

—Luzbel, ¿me sueltas? —pedí cuando estuvimos solos. Él no pareció escucharme, con los ojos fijos en la puerta cerrada—. ¡Luzbel!

—Espera un momento.

Creo que él no soportaba portar aquellos vestidos. Así que simplemente los arrancaba de su piel de la misma forma que uno se arranca una tirita. Deshizo los botones y deslizó las mangas por sus hombros hasta dejarlo caer al suelo. Luego dejó caer la peluca que, de igual forma, fue a parar al suelo. Se quitó todo, el maquillaje, los aretes, las medias, menos la tobillera dorada.

—Siéntate —vistiendo solo ropa interior y su grillete de oro, se dedicó a curarme.

Primero desató mis muñecas y pude ver lo mal que me encontraba. Una de mis uñas estaba levantada y el dedo se encontraba casi morado. Haciendo de mis tripas mi corazón, me arranqué la uña. Era mejor así que tenerla guindando. La sangre acudió a raudales y procedí a trancar el derrame apretando un trapo limpio contra la herida. Dolía. Dolía muchísimo, pero me dolía más la espalda. Un dolor compensaba el otro.

Temblaba. 

Trataba de no hacerlo, pero era inevitable. Me escocía la carne viva en las puntas de mis dedos, en las muñecas, en la rodilla, en la espalda y en la cabeza. Estaba seguro que en cualquier momento cedería al cansancio y acabaría desmayándome. Y aun así sentía ganas de reírme de mi mismo por la situación tan absurda, pues en tan solo un día un solo hombre me había hecho tanto daño. No me imaginaba que hubiese sido de mí si Augusto hubiese traído a matones. Seguramente ya sería hombre muerto…

Luzbel fue al baño y volvió con un cubo de agua limpia. Procedió a lavarme la espalda con mucho cuidado. El paño de lino blanco quedó rojo al contacto con mi piel y el agua traslucida se tiñó de rosado. Sabía que la herida era profunda. Un surco hondo como un abismo. Necesitaba puntos.

—Voy a agarrarte unos puntos. No tengo anestesia así que te dolerá un poco —me informó neutro.

Y yo solo sonreí irónico porque eran las mismas palabras que yo había dicho cuando me tocó coserlo aquella vez...

Esto era como un deja vu, sólo que ahora los papales estaban invertidos.

La aguja atravesó mi piel y yo me mantuve quieto pero apretaba los dientes, aguantando el dolor. Su mano se movió con gentileza, cociendo, tomando los puntos que fuesen necesarios en cada herida, en tanto yo hacia muecas de dolor y aspiraba entre dientes.

Al finalizar aplicó un poco de antiséptico y me cubrió con vendas.

—¿Qué va a pasar mañana Luzbel? —pregunté dubitativo—. ¿Qué pasará conmigo, contigo, con nosotros?

Lo vi ponerse tenso. Palidecer un poco.

—Me parece a mí que vamos a tener que dañarnos un poco antes de que él lo haga —había cierta frialdad en su voz desgarrada, un dolor profundo y oculto tras cada una de las letras.

—Nunca haré eso —aseveré sin ser cociente de que solo era un cachorro que ladraba, creyéndose feroz—. Vamos a salir de aquí. Nos iremos lejos y no podrá alcanzarnos.

Él… me miró. Sus ojos me atravesaron lentamente. Había una tristeza infinita. Una pena que asfixiaba.

—¿Pero a dónde quieres que vayamos?

—¡No importa adonde, a cualquier parte! —afirmé con gravedad. 

—No lo entiendes; A cualquier parte no se puede ir muy lejos…

Reconocí en aquel tono, el sonido hueco de las palabras, la falta de sensibilidad. Lo había visto otras veces en Luzbel. En el Luzbel que no escuchaba, el que estaba resignado, el que lloraba sin parar. Y a este Luzbel hueco, el que tenía una tristeza petrificada en el pecho, no podía convencerlo de esta verdad. Dijese lo que dijese no iba a escucharme porque para él era más fácil tenderle la mano a la tragedia que darme la mano a mí...

 


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