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La miserable compañía del amor. por CieloCaido

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Capítulo 26: Cuando las espinas faltan…

¿Qué es el dolor?

En medicina se trata de la manifestación física del cuerpo ante un agente desconocido. Muchas veces el cuerpo reacciona ante esto. Es la forma que tiene de decirte que algo está pasando y que debes echarle un ojo. Cuando una bacteria entra a nuestro organismo, el sistema inmunológico entra en acción y bloquea esta bacteria lo máximo que puede, o te manda señales para que estés alerta. Todo ello sucede cuando hay dolencias físicas, ¿Pero qué pasa cuando es una dolencia emocional? ¿Acaso hay un sistema que bloquea todos esos sensores y nos impiden sentir?

Ojala así fuera… si pudiésemos protegernos o aliviar el dolor emocional con algún analgésico lo tomaríamos sin dudar. Pero no. El dolor emocional se combate a fuerza de voluntad. Ninguna pastilla puede curar el dolor que sentimos cuando nuestro corazón estalla en llanto.

Y así como no se pueden aliviar las emociones… Así como no se puede evitar respirar… De esa misma manera yo no podía dejar de llorar. Ni de revolcarme en el suelo en mi propia miseria.

—Tranquilo, Franco. Tranquilo…

En medio de aquel velo de incertidumbre podía escuchar la voz de Luzbel y el llanto cesó de pronto. Era casi como cuando era un niño perdido y me calmaban los brazos tiernos de mi madre alrededor de mi diminuta figura. Tal vez los analgésicos no podían calmar mi pesadilla, pero su voz era un sádico ungüento que calmaba mi herida.

Lo miré a los ojos y noté que estaba arrodillado junto a mí. Desnudo y violado, Luzbel se había bajado de la cama pese a propio dolor y había venido para tratar de amansar a la palomilla angustiada.

—Perdóname. Yo… no quería… sentir así. Perdón, perdón —dije entre timbres desesperados—. Lo siento, lo siento.

—No es tu culpa —dijo—, es la droga.

—Lo siento, lo siento, lo siento.

Sentía como si el corazón se me hiciera pedazos, lentamente, con ensañamiento. Me encontraba solo en aquel maremoto de emociones desagradables que me habían alcanzado de golpe. Nadie era capaz de entender el horroroso arrepentimiento que me embestía como una ola cruel y salvaje. Subiendo y bajando, ahogándome.

—No pasa nada. —el timbre musical de su voz era estoico.

Quizás eran las drogan que aun hacían efecto en su organismo, o quizás le daba lo mismo que sintiese lo que sintiese.

Su cuerpo estaba mallugado, sí. Pero no tanto como lo estaba su mente.

Aun le sangraba la nariz y aun tenía rastros de semen en sus muslos, pero allí estaba, sin un ápice de dolor en su bella cara. Blanca como la porcelana. Lisa como el mármol esculpido.

—¿Te duele mucho? —me preguntó, sin embargo, no hice caso.

La sangre roja en su nariz, en sus labios, me distraía terriblemente. No porque fuese tentador, sino porque parecía algo irreal. Le limpié la sangre a Luzbel lo mejor que pude. No fue fácil, porque también tenía las manos ensangrentadas. Recordé, entonces, que mi propia sangre manchaba el piso y que el dolor físico, el que parecía mantenerme atado a la tierra, provenía de mi rodilla. Tembloroso como me encontraba, me di la vuelta y miré la herida. La bala había salido y el agujero que había dejado me laceraba la carne, la sentía viva, palpitando y cada vez que hacia un movimiento el dolor me apuñalaba.

—Hay que aplicar un torniquete. Es para detener la hemorragia —dije entre jadeos. Pero Luzbel no se movió, a lo mejor es que la palabra torniquete no le era familiar—. Tráeme… Tráeme la… sabana

Luzbel se puso de pie y en seguida me trajo la sabana. No me la dio, se limitó a romperla en trozos hasta formar una tira. Con ella empezó a vendar mi pierna, ejerciendo mucha fuerza. Tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para no ponerme a gritar. Dolía igual que si me estuvieran arrancando la piel de los huesos.

Al terminar, yo seguía temblando. Sentía que incluso mis pupilas temblaban. Sólo escucha el sonido ruidoso de mi respiración, casi un silbido entre mi pecho, casi como el rugido de las olas en una tormenta embravecida. Para entonces, sólo nos encontrábamos nosotros dos solos en la habitación y me pregunté si toda la tortura finalmente había acabado.

Creo que en algún momento me desmayé, o al menos me quedé aturdido. No estoy del todo seguro. Lo que sí supe es que cuando recobré los sentidos, me encontraba en otro lugar. En una cama y un cuarto a oscuras. Mis ojos giraban en las cuencas, aterrorizados, escrutando la estancia. Observaba, con la respiración acelerada, las diversas muñecas que fijaban sus ojos pintados en mí. Su sonrisa perpetua, congelada, era una mueca divertida. Se burlaban de mí. Del dolor que hacía de tripas mi corazón.

Por dentro, una sensación me hizo expulsar una fuerte respiración por entre los labios.

—Luzbel… —murmuré.

Las muñecas no dejaban de observarme desde las repisas. No variaban en expresión. Sentía que sus sonrisas se agrandaban en tanto mi desesperación se acrecentaba. 

—Tranquilo, Franco. —sólo oía su voz.

No podía verlo en tanta oscuridad. O quizás el malestar que me atenazaba hacía que todo a mi alrededor fuese más oscuro que de costumbre. Giré la cabeza con lentitud y el movimiento hizo que se me templaran los tendones del cuello. Todo mi cuerpo se había tensado, formando un prieto nudo de dolor. Sudaba a raudales y no dejaba de cesar.

—Luzbel —volví a llamarle entre jadeos descosidos.

—Descansa. —Con un paño de agua fría me daba toquecitos en la frente. Al parecer tenía mucha fiebre.

En mi delirio las cosas reales no existían. Ni siquiera Luzbel. Todo lo veía a través de una espesa neblina. Su voz era una cosa abstracta. Un color blanco que se apagaba. Era el ruido del mar que escuchas a través de una caracola. La única cosa que parecía constituir la realidad exterior era la sonrisa congelada en lo monigotes. Las pupilas quietas que me miraban. Incluso podía escuchar los cuchicheos entre ellos. Incluso escuchaba sus burlas.

Me ponían nervioso.

—Haz que hagan silencio… —mi voz era un murmullo apagado. Una plegaria sin esperanza—. Por favor… cállales… Luzbel… haz que hagan silencio. —repetía incesantemente tendido sobre la cama, aferrándome a las sabanas, cediendo al delirio lentamente.

Pero las risas no se iban. Los susurros aumentaban. Yo ignoraba quién era y dónde me encontraba. Tan solo existía el dolor, la voz de Luzbel, y los susurros de las muñecas. Pasaba el resto del día nervioso y afiebrado, entrando y saliendo el sueño sin saber distinguir donde empezaba uno y donde terminaba el otro. 

Una pesadilla.

No importaba si abría o cerraba los ojos. Sea donde estaba, sueño o realidad, todo se diluía en una pesadilla borrosa.

No había analgésicos que me calmasen. No había antibióticos. No había nada para curar mi herida. Sólo estaba la fuerza de voluntad. Sólo quedaba apretar los dientes, hundir los dedos en las sabanas. Llorar… A veces me levantaba gritando. El dolor se hacía tan insoportable que no hacia otra cosa que astillarme por dentro. Los gritos se volvían salvajes, desgarradores, agonizantes.

—¡Luzbel! —yo decía su nombre entre sollozos, llamándole desesperado…destrozado—. ¡Luzbel!

—Estoy aquí, Franco. Estoy a tu lado.

Apretaba su mano con fuerza, casi cortándole la circulación en aquella extremidad, en tanto el dolor se extendía más y más. Se estiraba como el hilo rosa del chicle que un niño se saca de la boca cuando está aburrido.

—¡Ojala desaparecieran todos ustedes! —le gritaba a las muñecas en un desquicio total—. ¡¡Inútiles monigotes!!

Pero otras veces en que el dolor me daba un poco de tregua, abría los parpados con pesadez y el mundo volvía a ser mundo. Aunque en la habitación sólo hubiese oscuridad… Aunque sólo se filtrase un rayo de luz muerta por debajo de la puerta…

En esas ocasiones podía distinguirlo. Podía verlo. Y lo que veía me hundía. Luzbel lloraba como era su costumbre. Desencadenaba un rosario de lágrimas que terminaban en suelo, dejando huellas, constelaciones fugaces.

Lloraba de forma compulsiva, casi sin poder respirar, ahogándose.

No me extrañaba verlo así… Muchas noches, antes de que todo lo nuestro empezase, él lloraba. Y no se detenía. No habría nada que pudiera detener su llanto. Cuando le veía así, destrozado, indefenso y quebrado, me hizo enfrentarme a algo que yo quería olvidar.

Me recordaba a una rosa desmadejándose en el invierno en contra de su voluntad.

“Ayuda… Por favor, Dios. Ayuda”

La ayuda no llegó nunca. Mis plegarias se convirtieron en oraciones que no pasaban del techo. Y yo me sentía impotente… Aplastado.

Y otras veces… otras veces despertaba y él estaba a mi lado. Como un fiel sauce que se niega a abandonar su lugar al lado de un río de lágrimas. En esos días él era él. No era una sombra, no era una nostalgia, se convertía en el sol y la luna al mismo tiempo. Buscaba su mano y entrelazaba sus dedos con los míos. Entonces, Luzbel fijaba su vista en mí y me miraba como un anciano árbol que ha contemplado los mismos atardeceres por miles de años.

Esa era la mirada que había visto muchas veces… La que me había atrapado… Era una mirada que me hablaba de enigmas, de secretos, de la luz de las luciérnagas que se reflejaba en el agua y veían mi alma.

—Luzbel —Yo estaba tendido en la cama sudando y temblando al mismo tiempo. Pero era un momento lucido en donde el dolor no me destrozaba la conciencia—. Por favor… tenemos que salir de aquí… por favor…

—No se puede, Franco. Aunque lográsemos salir nos encontraría. Augusto es un perro con un excelente sentido del olfato que rastrea mi sangre a donde quiera que vaya.

—No… No… —negaba con la cabeza una y otra vez. Estaba reacio a la idea de quedarme allí—. No podemos quedarnos aquí… No quiero morir aquí…

El cuarto que era oscuro, repentinamente, se iluminaba. No por causa de un bombillo, se iluminaba porque la puerta era abierta. De par en par. Y entonces, en el piso se formaba una línea gruesa de luz irrumpida por una figura llena de sombras. Y una voz le ordenaba salir, No era una voz aguda o grave, sino áspera, como una mala caricia. Hacía eco en tu cabeza. Se quedaba tatuada. Giraba como un globo terráqueo. Yo sabía a quién pertenecía esa voz, y por eso mismo mis nervios se ponían en tensión.

Augusto había mandado a darme una paliza, había abierto mi carne con una navaja, me había disparado en las rodillas. Naturalmente, le había cogido un poco de temor. Y odio.

Por lo menos una vez al día se llevaba a Luzbel del cuarto. Abría la puerta. Pronunciaba elegantemente su nombre. Y Luzbel salía de la habitación. Eso era lo peor de todo: que Luzbel iba por su propia voluntad. Tal vez si Augusto entrase al cuarto y se lo llevase por las greñas… Tal vez si lo forzase a irse con él… Si tan sólo Luzbel pataleara, o gritara, o diera signos de no querer ir… Tal vez, sólo entonces, no sentiría tanta desesperación… porque aquella señales me indicaban que Luzbel estaba resignado, que no daría batalla ni hoy, ni mañana, ni nunca… Él había aprendido a convivir con el dolor y la pérdida, con la eterna desesperanza, y tenía mucha práctica. Estaba terriblemente domesticado y yo no sabía cómo hacerle salir de esa docilidad.

La puerta se cerraba y el rayo de luz se iba, sucumbiéndome a aquella oscuridad aterradora. Las cuatro paredes parecían estrecharse y ahogarme. Y los muñecos seguían sonriendo en aquella habitación donde yo había derramado tantas lágrimas…

De tanto encierro, a veces, me sentía arrastrado a su sopor, como una cadena que tenía a los pies y tiraban de ella sin poner la más leve resistencia. Los cuchicheos llegaban con claridad y me veía a mí mismo escuchando sus parloteos, respondiéndoles, pidiendo ayuda... Pero allí nadie tenía voluntad. Nadie sabía decir cosas coherentes. Mucho menos podía esperar cualquier ayuda.

Cuando vi partir a Luzbel y el rayo de luz muerta se fue, igual que el último suspiro de un moribundo, quise levantarme para ir tras él. Para impedir que siguiera siendo un títere más… pero al momento de mover las piernas una horrible laguna de dolor me arrancó un quejido.

—No te levantes, te vas a golpear la cabeza. —escuché que decía uno de los payasitos que desde su vitrina me sonreía.

—Te caerás.

El piso tiene dientes.

—Agujas que cortan.

—Te romperás

—En muchos pedacitos.

Pequeñitos.

—Te volverás polvo.

—Desaparecerás.

—¡Cállense! —les grité desde la cama, harto de sus parloteos, de sus risas maliciosas.

No paraban, seguían siseando. En el fondo sabía que tenían razón; si me movía me iba a romper en pedacitos pequeñitos. Me iba a convertir en polvo. Me iba a extinguir como la más débil de las llamas. Aunque tuviese suerte y lograse pararme, ¿Qué podía hacer, aparte de arrastrarme como una babosa y quedarme tendido ante la puerta?

Temblé un poco y alcé la cabeza mientras tiraba de las sabanas teñidas de sangre. Mirando hacia mi rodilla pude distinguir una pantorrilla, un muslo y, en el centro, un bulto asqueroso que parecía una cúpula de sal. Me eché en la cama con frustración, apreté los dientes y golpeando la cama con el puño, descargue un poco mí desgracia.

Allí me quedé, mirando sin ver el techo, tragándome las lágrimas, el dolor y la rabia.

Se ha quedado quieto.

—Como una estatua.

—De piedra.

—Muerta.

—Ceniza se hará.

—En polvo se convertirá.

Silencio. —musité, tapándome la cara con los brazos.

Mucho tiempo después, cuando finalmente logré salir de allí, me pregunté de donde provenían las voces, si acaso eran las muñecas, o si acaso era el dolor que me martilleaba, o tal vez era el delirio al que entraba lentamente. Volviéndome loco. Una vez me atreví a pensar que las voces provenían de mi propia conciencia, de mi propia boca, que era yo el que las decía, auto lacerándome, auto burlándome de mi propia situación. Como si viviera mi propia paradoja.

Sin embargo, ese no era uno de mis mayores temores. Lo que me hacía temblar en la cama era la idea de permanecer allí para siempre. Lo pensaba muy a menudo, que moriría allí, sin volver a ver la luz del sol, contagiándome lentamente de aquella oscuridad atronadora, volviéndome un muñeco más. Solía pensar que Augusto entraría por la puerta y me disecaría, lentamente, con ensañamiento. Era una pesadilla.

Además de eso, había otra cosa. Mi herida estaba bastante mal. No había medicamentos. No había la suficiente higiene para estar bien. Temía abrir los ojos y percibir un olor dulzón en mi rodilla junto con un color verdoso impregnando mi piel. Temía que mi herida se gangrenara. Entonces, tendrían que amputarme ambas piernas y yo jamás podría volver a la medicina.

Eso me desesperaba…

No sabía cuánto tiempo llevaba allí, no sabía si eran horas, días o meses, pero a mí me parecía una eternidad. Yo había dejado de contar por horas. El tiempo se me había escurrido de las manos. Sólo quedaba el impensable limbo. Una laguna llena de preguntas existenciales.

Estaba en un abismo solitario que envolvía mis sentidos.

Tal vez el “cajón de juguetes” (fue así como acabé llamando aquella habitación), era un sitio olvidado en el tiempo…

—Franco. Despierta —dijo un día cualquiera.

La voz de Luzbel siempre conseguía devolverme a la realidad sea donde estuviese. Pesadamente abrí mis ojos. La oscuridad absoluta continuaba y algo parecido a la música de una caja de música me llegó al cerebro

—Venga, no te duermas otra vez. He traído comida. 

—¿Comida? —murmuré aun soñoliento. La música de la caja infantil me adormilaba.

—Sí. Comida. Te sentara bien.

En esos momentos me sentía muy débil. Había perdido una cantidad considerable de sangre. Todo lo que quería era dormir antes de que los pilotes de dolor despertaran y se pusieran a gritar. Algo frio tocó mis labios. Era una cuchara. Más por inercia que por otra cosa abrí la boca. Una sustancia tibia ingreso en mi cavidad. Tenía un sabor levemente salado, como el aroma de los cubitos, y era tan cálido que al pasar por mi garganta dejaba un rastro hermoso, tan reconfortarle que daban ganas de vivir. Se trataba de una sopa ligera. Eso despertó algo que estaba dormido en mí: el hambre.

Durante esos días no había comido nada, sólo me había tragado las lágrimas, la rabia y la impotencia. Mi estómago estaba tan vacío como el desierto. Y el haber probado aquello hizo que mis tripas despertaran de su letargo y gruñeran por el hambre olvidado. Casi me abalancé sobre el cuenco de sopa, pero el dolor me lo impedía.

—Calma, Franco. Si tus rodillas despiertan, comenzaras a gritar.

—Por favor… Por favor… —tenía mucha hambre y Luzbel era tan lento para darme de comer.  Suponía que lo hacía adrede para que yo no me atragantara, para que no terminara vomitando luego de tantos días de ayuno. Al final me dio de beber agua.

Ciertamente no se trataba de una cura milagrosa, sin embargo, aquel alimento calentó mi organismo. Era como si hubiese estado todo el tiempo entumecido y ahora podía estirarme. Claro que esto solamente era una metáfora porque si me estiraba mis sensores de dolor se alertarían y mandarían alarmas a todo mi organismo, produciéndome una agonía indescriptible. Como estar muriendo sin morir.

—Luzbel, Luzbel… Tú lo sabes, ¿verdad? —tanteaba en la oscuridad, buscando su mano—. Sabes cómo salir de aquí, ¿cierto? Estoy seguro de que lo sabes.

Tomé su mano y la apreté suavemente con el suplicio que sentía mi alma. Abrí los parpados y traté de enfocar su figura. Sus ojos. Los que no estaban pintado en su cara como el de las muñecas. No tarde en conseguirlos; allí estaban, brillosos en la oscuridad, emitiendo aquella llamarada pequeñita, semejante a una vela moribunda.

—Por favor… Salgamos de aquí. Sácame de aquí… No merecemos esto… Así no es como se debe extinguir nuestras vidas… No quiero que formemos parte del “Cajón de juguetes”… Mis huesos, Luzbel, mis huesos se volverán de polvo… Las muñecas tienen razón… Me despedazaré, en polvo me convertiré. Luzbel… Luzbel…

Estaba delirando. La fiebre era muy alta. Pero aun así mi parte más cociente se negaba a ceder a la locura. Suplicaba por ver el sol otra vez. Rogaba por salir de allí y acabar con la pesadilla. Imploraba por un poco de empatía por su parte. Que se apiadara de mí. Luzbel, sólo guardó silencio. Tomando mi mano temblorosa, escuchó cada una de mis palabras.

—Perdón, perdón… Sé que he sido malo contigo… Lo siento. No te vayas lejos, no me abandones… Quédate conmigo… Las muñecas, Luzbel, las muñecas se ríen de nosotros… ¡Cállales…! ¡Haz que hagan silencio…! No quiero ser como ellos. No quiero ser un monigote. La porcelana se va a romper. Yo me voy a quebrar. En pedacitos… Piedrecitas…

—No vas a volverte un monigote, Franco —le escuché decir mientras los parpados me enturbiaban la vista.

Y así, entretejido en sus palabras, entraba en los brazos de Morfeo, agitándome en la cama preso de un sueño inquieto y febril. Cuando dormía me sentía en el mismo infierno. Y cuando estaba despierto no mejoraba demasiado. Tenía paranoia, alucinaciones, terrores, angustia y ansiedad. Estaba descomponiéndome  —mentalmente- de adentro hacia afuera. Sabía que tenía que salir de ese lugar. Pero seguía sin encontrar el método.

Una de esas noches mi mente voló hacia un lugar lejano. Un sueño frío como el hielo y tan desesperanzador como el aislamiento en esa habitación… Soñé que era un ave solitaria, emprendía el vuelo hacia un cielo blanco. Casi vacuo. El arriba y el abajo era lo mismo, o mejor dicho, no existían. La gravedad había dejado de funcionar y me veía preso y libre al mismo tiempo en un lugar sin tiempo y espacio.

“Había una vez un pajarito negro que se perdió en el infinito…”

Me desperté inquieto y asustado.

—¿Cuántos…, cuantos días han pasado, Luzbel?

—Muchos.

En su vocabulario, ¿Cuánto sería “muchos”? ¿Una eternidad, tal vez? ¿O simples minutos? 

—¿Y qué hora es?

—Tarde.

Desde que nos encerraron en esa burbuja, él se negaba a darme información real. Sólo se limitaba a responder a mis preguntas con cortas frases o monosílabos. Quizás lo hacía para evitar que yo me desesperara más sin saber que realmente me encontraba muy desesperado. Luzbel lo hacía por causa de las mariposas que aún quedaban con vida en su estómago. Tal vez lo hacía por amor

—Luzbel, no te rindas… No eres un monigote… No eres una muñeca… ¿Qué es lo que tengo que hacer para traspasar los límites que te has impuesto?  Dime qué es lo que tengo que hacer y lo haré.

Luzbel guardó silencio.

—Sé que ahora mismo estoy deshecho, pero tú le das sentido a lo que soy. Como me gustaría tener un galón de estrellas y con ellas alumbrar este cuarto oscuro lleno de adornos de payasos sonrientes... Las estrellas, Luzbel, ¿las recuerdas? Yo pienso en ella todos los días. Me gustaría demasiado verlas, ¿No te gustaría mirar el cielo otra vez?

Tragué hondo, el sabor salubre de la melancolía se me quedaba pegado en la garganta.

—El Principito estaba preso en este planeta y cada vez que miraba el cielo se acordaba de su rosa y anhelaba su casa. Deseaba regresar a casa… ¿No es lo mismo que nosotros, Luzbel? ¿Acaso no deseamos tener nuestro propio lugar? ¿Un lugar al cual regresar? ¿Y si mirásemos al cielo, a las estrellas, no se convertirían ellas en dulces cascabeles que resonarían como risas esperadas?  ¿Cómo anhelos posibles de alcanzar? ¿Cómo la esperanza que nunca se muere?

Él continuó con su insondable miranda. Me recordaba a los ojos de un relojero que observa detenidamente los complicados engranajes de un reloj descompuesto. Era una mirada que dolía.

—¿Luzbel?

—Te quiero, mi vida. Te quiero tanto como te puede querer alguien como yo.

Luego de eso se quedó callado y yo miré el techo sin ver nada porque el techo sólo era un manto oscuro sin estrellas. Es como si la ballena estelar hubiese venido y se hubiese tragado todas las constelaciones. 

—Ya verás… un día tú y yo nos iremos juntos de aquí, recorreremos el mundo hasta encontrar un lugar para los dos —prometí, apretando los puños sobre la sedosa textura de las sabanas.

Mis pensamientos trazaban una línea imaginaria, casi fantasiosa, de cómo salir de allí. No obstante, yo no conocía el sitio. Ni siquiera sabía dónde estaba. De modo que mis ideas solo eran una vaga ilusión. Eran las líneas que constituyen el humo del cigarrillo antes de desaparecer. En cambio, Luzbel sí que sabía cómo llegar al final del túnel. Estaba seguro de eso…, sino, ¿cómo más podría estar tan resignado? Se había escapado tantas veces y recluido otras tantas que al final perdió la esperanza aun cuando la puerta estuviera abierta.

—¿No quieres morir aquí, Franco? —la pregunta me sorprendió. Incluso me dejó un rastro acido en el pecho por la forma tan parca en que la pronunció.

—Por supuesto que no —alegué frustrado—. Nadie quiere morir en un sitio como este.

Pareció meditar algo. No estoy seguro. Luego se levantó y se fue de la habitación, dejándome solo. Aquello no me sorprendió, lo había hecho tantas veces que ya resultaba común.

Al cerrarse la puerta apreté los dientes. Tenía que sacar fuerzas de algún sitio  porque estaba claro que Luzbel no se movería para escapar. Si él no buscaba una salida tendría que hacerlo yo y era mejor hacerlo ahora que el dolor me estaba dando tregua y conciencia. Respiré profundo para coger un poco de valentía y empecé a mover las piernas.

Era cierto que me habían disparado en la rodilla, pero la bala no acertó en el hueso. Ni siquiera se me había quedado dentro.  Había salido ilesa, dejando una herida en su recorrido. Una herida que dolía como mil demonios pero que con el debido cuidado sanaría. Y como no me había rozado el hueso podía caminar sin tantas trabas, lo malo era el dolor infernal que me hacía ir tan lento como un caracol.

“Saldré de aquí así tenga que arrastrarme como un gusano. Así tenga que comer tierra”

Apreté con más fuerzas los dientes. Mis rodillas habían despertado y ahora gritaban de pura agonía. Al poner la planta de pie en el suelo, suspiré. Tragué saliva y, apoyándome de la cama, trate de ponerme de pie. El resultado fue fatal. El dolor me recorrió como un latigazo de fuego.

Mierda. Mierda. Mierda”

Era obvio que necesitaba de un bastón para poder andar.  Así que arrastrándome, dolido y moribundo, llegué a la puerta. Sudaba a raudales y tenía indicios de que la fiebre volviera a subir.

Estaba empezando a tener mucho frio… no sabía si era por el clima o era porque mi cuerpo empezaba a perder temperatura. De cualquier modo tomé la perilla de la puerta y la giré encontrándome con el mundo fuera de la puerta.

Además… Luzbel venía… sentí sus pasos acercarse…

—Si tu no me muestras la salida la buscaré yo —dije entre jadeos entrecortados debido al esfuerzo—. Y te llevaré conmigo a rastras si es necesario.

Al alzar la mirada y ver su rostro me di cuenta de que su expresión no delataba sorpresa ni pena, sino tan solo resignación. Como si ya hubiese sabido que esto iba a ocurrir.

—Vamos…

—¡No! ¡No voy a volver a esa habitación!

A pesar de mis esfuerzos, Luzbel consiguió ponerme de pie y, pasando una de mis manos por sus hombros, me ayudó a caminar. Utilizaba su cuerpo como muletillas. Pensé que iba a meterme al cuarto, pero no. Seguimos avanzando a través de aquel estrecho pasillo. Me asombraba el silencio que había. Todo se mantenía tan quieto como solo pueden estarlos las cosas que duermen por las noches.

—Augusto duerme—me dijo, como si adivinara mis pensamientos—. Y la puerta siempre está abierta.

—Entonces, si siempre ha estado abierta, ¿Por qué no has escapado?

—No hay peor cárcel que la que se crea uno mismo…

En aquella mansión no había sirvientes, ni seguridad, ni nada. Sólo existía la absoluta ausencia de cosas. Un silencio lacerante que hacia vibrar el pecho. La mansión estaba vacía. Era así tanta su seguridad de que Luzbel, aunque estuviese la puerta abierta, no se iría.

“Tan amarrado lo tiene como sólo pueden atarlo las cadenas invisibles…”  

Yo caminaba muy despacio. El dolor era cegador, como si tuviera un montón  de astillas de odio en vez de sangre roja corriendo por mis venas. Afuera, la noche, no me recibió con los brazos abiertos. Fue más bien una recepción fría. Pero las estrellas fueron indulgentes conmigo y su fulgor casi dorado me dieron fuerzas.

Salir fue muy fácil… terroríficamente fácil… debí intuir que algo andaba mal porque uno no sale del ojo del huracán así no más… Caminaba sin saberlo en la delgada línea de un abismo, oscilando entre la vida y la muerte. Atravesamos los rosales que se despedían de mí con un romántico perfume de pétalos. Atravesamos las verjas. Lo demás…

Bosque…

Seguía sin ubicarme. Me sentía en el desierto. Supuse que estábamos a mil millas de cualquier lugar habitado. Tardaríamos casi un siglo en salir de allí. El suelo bajo mis pies era macizo y duro. Tan inquebrantable.  Mi respiración cesaba cada dos por tres, pero no me rendiría. Daba un pasito y luego otro, y luego otro más, ¿Qué otra cosa podría hacer?

Luzbel se mostró muy paciente, ayudándome a caminar con calma. No parecía tener prisa a diferencia de mí, pues si hubiese estado en mi poder le hubiese tomado la mano y lo instaría a correr a toda velocidad para alejarnos. Por muy cobarde que eso suene. No obstante, mi situación era otra, mis piernas no tenían la suficiente fortaleza y he de reconocer que estaba muy debilitado, apenas podía mantenerme en pie.

Cuando ya íbamos lejos y la mansión no era más que un punto en el horizonte, la angustia de mi pecho se empezó a esfumar como una barrita de incienso. Tal vez no estábamos demasiado lejos, pero si lo suficiente como para tener más esperanzas. Pronto empecé a ver el vaho de mi respiración. Parecía humo el que se deslizaba por entre las rendijas de mis labios. Pensé que era el cansancio, el dolor, sin embargo, Luzbel también se percató del cambio en su respiración.

Miré el cielo, esperando encontrar una respuesta, o que al menos las estrellas me sonrieran.

No sucedió ninguna de las dos cosas. El cielo, al parecer, me estaba dando la espalda, pues cubrió su fino manto con nubes grises que ensombrecían todo. El aire se volvió más gélido que de costumbre y pensé que eso no podía pasar, que no podía llover justo ahora.

Pero no. No llovió. Lo que cayó pronto del cielo fue otra cosa. Algo que no había visto nunca.

Nieve…

Tan blanca y pura que daba pena que cayera al suelo.

Al principio no lo creí. No era posible. En nuestro país nunca había nevado. Las estaciones como el invierno no existían, al menos no como en otros lugares. Nuestro invierno no era frío y cruel, sino una lluvia tempestuosa. Y ahora… ahora bajaban de las nubes un motón de esquirlas frías que empezaron a cubrir el suelo. Igual que una alfombra.

Mis pies que se encontraban descalzos, al igual que los de Luzbel, no tardaron en percibir la textura gélida. Y más pronto de lo que pensé mis dedos se entumecieron. Mis dientes castañeaban sin cesar y la sangre parecía fluir con menos rapidez.

Había tanto demasiado frío.

Nos habíamos ido sin coger nada, ni siquiera zapatos. En las películas los protagonistas perdían tiempo buscando cosas inútiles y el malo acababa agarrándolos. Yo no iba a ser así. No iba a desperdiciar valiosos minutos. No iba a gastar mi energía en buscar dinero, ropa o zapatos. Yo sólo había pensado en salir de allí antes de que el tiempo me ganara.

—Tengo frío. —manifestó Luzbel sin dejar de castañear los dientes.

¿Cuánto tiempo llevábamos caminando? No lo sabía. Sólo sabía que mientras más caminábamos más lejano parecía todo.

Estábamos congelados. Nuestros pies estaban agarrotados. Y nuestros labios se pusieron azules. Miré por encima de mi hombro y noté las huellas de sangre que dejaba mi pierna herida.

¿Acaso íbamos a morir en medio de una ventisca de nieve?

No era justo. Morir así… no era justo, y sin embargo, parecía más justo que morir en una habitación oscura.

Amanecía para entonces. Lo deduje porque entre las nubes se asomaban rayos tenues de sol. Aunque este estuviera en lo alto no podría iluminar todo porque las nubes aun querían descargar un blanco casi inmaculado sobre nosotros. Como si con eso quisiese limpiarnos de las porquerías de aquella mansión. Como si quisiera purificarnos antes de que los copos se llevasen nuestras almas. No parecía mala idea… morir allí… en medio de tanto blanco, igual que si estuviésemos entrando en la matriz de la vacuidad. El blanco absoluto que nos absorbería.

Creo que nos desmayamos… o quizás nos caímos y no pudimos ponernos en pie. No lo sé. Lo que recuerdo es que estábamos tendidos sobre la nieve, congelándonos, temblando. Nuestras manos se mantenían juntas y pese a que nuestra piel estaba insensibilizaba por causa del frío, logramos entrelazar los dedos. Creí que era un final cliché, casi dramático. No parecía tan malo…

Luzbel tenía los ojos abiertos y las pestañas cubiertas de nieve. Yo me sentía extraño, mareado y embotado. La fiebre hacia mella de mí y poco a poco los sonidos dejaban de serme familiares. 

—Si morimos aquí nada malo va a pasarnos ya… —murmuró Luzbel con los labios secos y morados—.  Si morimos aquí seremos libres de todo… —el vaho de nuestros alientos era un fantasma que aparecía y desaparecía—. Si morimos aquí estaremos juntos siempre…

No fui capaz de decir nada. Sólo temblaba más y más. Sentía que nos habíamos convertido en dos copos de nieve. Dos copos que estaban extraviados y que habíamos caído al piso para formar parte de un bulto de nieve que irremediablemente se derretiría.

“Nos derretiremos, Luzbel”

—Todo mejorará a partir de ahora… —prometí.

De repente ya no existía el dolor. Ni siquiera la angustia. No había espacio en mi mente para ninguno de esos sentimientos desagradables. Sólo existía una inmensa calma que me recorría de pies a cabeza. Vi pasar frente a mis ojos un centenar de imágenes sobre mí mismo; mi infancia, mis padres, mi primera bicicleta, mi primera novia, el primer beso… luego estaba el hospital, las lágrimas y sangre, y finalmente estaban las manos ásperas de Luzbel, su libro favorito, el café hirviendo, incluso pude sentir que me encontraba en casa, en la cama, y el aroma de café recién hecho me inundaba las fosas nasales.

“Claro. Por supuesto. Esto es lo que al final queda: el aroma del café”

Dicen que cuando uno está muriendo pasan frente a ti tu vida entera. Eso pasó. Quizás me estaba muriendo. Quizás iba a morir… la verdad es que eso no era del todo incorrecto. A partir de ese día mi vida tendría un nuevo principio y todo principio indica el fin de algo que era. Y yo era Franco Teruel. 

“Había una vez un pajarito negro que se perdió en el infinito…”

Todo a mí alrededor era blanco. Un blanco puro y vacío. Luego, la imagen cambió drásticamente. No sabría precisar en qué momento, pero cambió. Ya no había blanco. Ahora un gris material cubría mi vista. Pensé que estaba atravesando el túnel de la muerte, y que después de eso podría encontrarme con Luzbel nuevamente. Y ambos nos iríamos al cielo o al infierno. Me daba lo mismo mientras lo tuviera cerca.

Pero no.

Yo cerré los ojos y al abrirlos el gris material desapareció y otra vez el blanco usurpó mi vista.

Tal vez después de morir no hay nada. Tal vez sólo soy una espesa nube que se diluirá en este espacio vacío. Me condensaré y caeré a la tierra en forma de lluvia. Seré agua… y Luzbel será el árbol que tanto ha querido ser…” 

Había blanco arriba. Blanco abajo. Todo se había trasformado en una masa nívea. Quizás es que la gravedad había dejado de funcionar y yo flotaba como una hoja al viento.

—¿Franco?

Mis ojos aletargados ubicaron su figura. Luzbel no era una nube espesa como había imaginado. Todo en él seguía siendo él. Incluso tenía una manta sobre sus hombros que no había visto antes. Incluso había una manta sobre mi pecho. Era tan cálida… Eso me confundió.

Me tocó la frente. Supongo que era para cerciorarse de que tenía fiebre nuevamente, no obstante, sus dedos estaban tan fríos y entumecidos que seguramente no podría medir mi temperatura.

—Debo irme, Franco.

—¿Qué…? —apenas podía salir de mi ensoñación, ¿Acababa de decirme que se iba a ir? ¿A dónde?

—Dijiste que no querías morir en la habitación… Por eso te traje aquí…

—¿Cómo…?

—¿No te da gusto? Quizás no puedas ver las estrellas, pero el cielo blanco no es una mala imagen. Es bonito.

Los copos de nieve seguían cayendo, nublando mi vista, y aun así pude percibir una silueta detrás de él. Nos había alcanzado. Pero no… ¿O sí? ¿O es que acaso había sido un engaño…? ¿Acaso él…?

—Tú lo sabías —dije casi sin aliento—. Sabías que él vendría…

—Le dije a Augusto que te llevaría cerca de las estrellas —me miró casi con indulgencia. Casi—. Él siempre me ha dado a elegir como pueden morir mis amantes…

Cada frase venía a mí como una ola salvaje, imposible de detener. Y golpeaba. Fuertemente. Y sí, podía oírlo, mi pecho resquebrajándose. ¿Por qué me torturaba de aquella forma tan despiadada?

—Me engañaste… Íbamos a huir… a tener nuestra libertad…

—¿Libertad? Nunca la tuve, Franco. Nunca huimos. Esa es la verdad. Te traje hasta aquí sabiendo que no íbamos a llegar muy lejos.

Cada palabra era como un aguijonazo, como un nuevo pisotón sobre los frágiles fragmentos de mis ilusiones. No podía creerlo… No podía… Mis oídos lo oían pero mi cabeza no podía procesarlo. No podía ser que él fuese tan cruel. No podía ser que me iba a dejar allí, abandonado, tirado como la basura. 

—Esperaba que la nieve fuese más cruel y nos sepultara a ambos. Pero no ha sido así. Nos ha congelado pero no lo suficiente para morir... Aun cuando ahora tenga que irme, tengo la esperanza de que quedes con vida. Ojalá que no te derritas con la nieve.

Sus ojos fueron a parar al cielo. Se veía taciturno, luego volvió su vista a mí.

—Si de casualidad quedas con vida, si logras ponerte de pie… Te pido que recuperes tu vida. Para eso sólo tienes que caminar y alejarte del ruido, de las calles prostituidas. Aléjate de mí y así dejaras de sufrir. Este paisaje blanco es la página nueva sobre la que empezaras desde cero. Es el comienzo que todos buscan.

Hizo el amago de pararse para irse, sin embargo, lo detuve. Le agarré la mano. No se me ocurría otra cosa.

—No, Luzbel. No te vayas. No te vayas. No te vayas.

Notevayas” lo dije tantas veces que la palabra perdió sentido. Se convirtieron en letras que no trasmitían la desesperación que en ese momento me embargaba. Al ver mi insistencia y que no lo soltaba por nada del mundo, Luzbel, se descorazonó un poco.

—Si de casualidad quedas con vida y la soledad te duele demasiado, haz una pausa, respira hondo y continua caminando. Un pasito a la vez, en línea recta hacia adelante y no mires atrás —se tragó el nudo de su garganta —. Y si aún te resulta insoportable, entonces piensa que falta un día menos. Ese pensamiento será tu consuelo.

—¡Se suponía que íbamos a estar toda la vida juntos! —grité, casi estallando en llanto.

Él no podía abandonarme… no podía…

Toda la vida es demasiado tiempo.

Trataba de zafarse de mí, pero yo no lo iba a soltar, ¡No lo iba a soltar! Estaba tratando de no dejar ir sus manos. Estaba tratando de mantenerlo a mi lado. Y sin embargo, los dedos estaban tan fríos y tan insensibles que no sentía su tacto. 

—Suéltame, Franco.

—No, no, ¡No!

—Franco, déjame ir.

Logró zafarse y poniéndose de pie, se marchó en un velo blanco de nieve, no sin antes decirme:

—Te amo, Franco. Te amo. Gracias por haberme hecho feliz justo cuando creí que ya no había esperanza para alguien como yo.

Esas palabras fueron la estocada final…El tiro de gracia… Me atravesaron el pecho como una flecha llena de fuego. Ardía. Me carbonizaba por dentro.

—Si de casualidad quedas con vida…, te ruego que no me sigas al infierno. Eres demasiado débil como para pertenecer a mi mundo.

Y se fue sin mirar atrás ni una sola vez. Tanto como yo temía… ni siquiera se tambaleó. Ni siquiera dudó. Iba firme en su paso y sus ojos no volvieron a encontrarse conmigo. Era la despedida inminente. El adiós inevitable. 

Grité… Le supliqué que regresara… Lloré y mis lágrimas se congelaron antes de tocar el suelo gélido.  Perdí la dignidad arrastrándome en la nieve, buscando sus huellas. Pero él desapareció en la nieve, como consumido por un mundo surreal. Y yo me negué a dejarlo ir, como siempre…

Con el corazón en vilo me puse de pie y dando un pasito y luego otro, fui en una inútil búsqueda.  En mi cabeza resonaban múltiples preguntas: ¿Por qué? ¿Por qué era tan débil? ¿Por qué era tan miserable? ¿Por qué no podía ser más fuerte? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

Me dolía el pecho y me costaba respirar. Era un zombi que caminaba por pura inercia, el ave con un ala rota que revolotea tristemente en el suelo, el perro que sigue a su amo con insistencia, con el instinto primario de buscar el objeto de su supervivencia. Para mí mi supervivencia era él y él… 

Él acababa de reducirme a polvo… al más absoluto olvido... 

Ese día, Luzbel me partió el corazón nuevamente, algo que pensé que ya no era posible, pues él se había encargado de destrozado por completo. Y mientras caminaba en la nieve, con los dedos agarrotados y el pecho inflamado de llanto, recordé una frase que tiempo atrás me dijo. Una frase que escocia como sal en una herida:

“Puedo caminar contigo, pero también puedo caminar sin ti”

—Pero yo no puedo, Luzbel… No puedo…

 

 

 


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