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La miserable compañía del amor. por CieloCaido

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Capítulo 28: Síndrome de imbecilidad mental transitoria.

Cuando mi primo Oscar murió, sentí como que me había tragado una inmensa bolsa de aire y esta explotaría en cualquier momento. Hacia ruido. Se movía. Se agitaba. Se me pegaba a las costillas y me impedía respirar. No es como si sintiese frustración al principio. No. Era más bien un estado de incredulidad, como estar cayendo sin ser cociente de que terminaras en el suelo. Como… un vacío enorme dentro del estómago que te come.  

Grush, grush, ñam, ñam.

Luego de un tiempo, cuando ya estas más abajo del suelo, te das cuenta del dolor que tienes en todo el cuerpo, en el alma. Y entras en pánico. Comienzas a hiperventilar. La realidad se desmorona. Todo cae y se hace añicos.

Creo que eso es lo que sentí en el momento en que regresé a casa. Pero no. No sentía más que cansancio, más que una pena infinita que atropellaba mis emociones. Y no tenía nada que ver con el regreso a casa, sino con las situaciones de la vida. Me sentía con los brazos cansados, como si hubiera estado nadando contra la corriente en un mar embravecido durante demasiado tiempo, y al final me hubiese cansado y dejado arrastrar por la corriente. Justo así me sentía: desahuciado. 

Entré a mi antiguo cuarto y recorrí con mi vista cada rincón de la habitación; seguía igual que la última vez que la visité, cuando vine a la ciudad con Luzbel. Cerré la puerta, dejé la flor cerca de la ventana y me acosté en la cama; los brazos extendidos, el cuerpo echado, casi crucificado. Casi.

Mamá había llorado un buen rato. No me soltó durante muchos minutos, pensando que yo era una alucinación. Cuando se calmó entramos a la casa. Su sonrisa era grande, casi radiante. Me mostró las nuevas tacitas que había comprado. Hizo panqueques con tajadas, preparó jugo de naranja. Estaba feliz de tenerme en casa. Me preguntó si estaba triste, yo le dije que era la fatiga.

No podía decirle la verdad.

No es como si pudiese soltarle de una toda la mierda que había tenido que tragarme. Era una situación difícil de comprender. Y teniendo en cuenta su afán religioso y el de mi padre, dudaba que pudiesen aceptar la existencia de Luzbel en mi vida. Dioses, con tan solo revelarles el nombre me imaginaba que entrarían en un estado de negación.

Tenía que calmarme. Debía saber sobrellevar la situación. ¿Qué podía contarles de todas las cosas malas que me habían pasado? Mis heridas habían cicatrizado con éxito. Pero allí estaban, las cicatrices. Una piel casi inmaculada se había ido de casa y había regresado con algo más que simples rasguños. Ningún padre toleraría eso. Aunque al final eran heridas de guerra. Deberían estar orgullosos, ¿no? Yo no lo estaba, desde luego. Aun si se tratasen de heridas de guerras, sentía que no eran lo suficiente dolorosas como para hacerme pagar el mal o la cobardía que había tenido en la vida.

Era un pensamiento mártir, ciertamente.

No es como si uno acondicionase el cerebro para tener tal impresión. Sólo pasa. Así como pasa la vida…

Suspiré largamente, tratando de sacar todo el calor sofocante que me calcinaba por dentro. El pensamiento de que Luzbel estaba lejos me hería profundamente. La certeza de que él se había ido por voluntad propia me clavaba un cuchillo en el corazón. La sola idea de no volverlo a ver jamás era suficiente para que comenzase a asfixiarme. Me preguntaba ¿Cuánto tiempo iba a durar ese dolor? ¿Si acaso me iba a doler para siempre? ¿O si en algún momento se reduciría hasta volverse sólo una pequeña molestia? Como esas estacas en el talón al que te acostumbras. 

Miré el techo raso de la habitación, intentando que los ojos no se me llenasen de lágrimas; inhalé y exhalé, tratando de mantener la calma, preguntándome cómo es que Luzbel había ido a parar en un lugar tan horrible como aquel. Debía entenderlo para entenderlo a él, o de lo contrario todo se transformaría en una pena infinita y absurda.

—Había una vez, un pequeño Luzbel que terminó encerrado en el infierno…

¿Cómo empezaba realmente esa historia? Tenía que averiguarlo. Tenía que saberlo. O sino la piedra que tenía en mi garganta se transformaría en una avalancha que acabaría conmigo.

Me levanté de la cama y comencé a desempacar las pocas cosas que había traído. No eran muchas, apenas unos cambios de ropa, dinero, la planta de amapolas y una de las cosas más preciadas para mí: su fotografía.

La saqué de entre las páginas de un libro para que no se arrugara durante el viaje. Era la única foto que conservaba de él. La otra, en donde salíamos los dos juntos había sido despedazada. En casa de Luzbel sólo había encontrado un montoncito de papel de lo que antes había sido una foto. Supuse que antes de marcharse borró toda huella de su apariencia. Pero olvidó que aquel día en el parque de diversiones nos sacamos dos fotos; una donde aparecíamos juntos (la que destruyeron) y la otra donde salía él sólo. Esa yo la había guardado para mí en uno de mis libros favoritos.

La única que tenía.

La última imagen que me quedaba de él.  

 “Si dejo de pensarte… todo desaparecerá, ¿No, Luzbel?” pensé, mirando la foto y colocándola en el marco que estaba en mi escritorio. Reemplacé  la foto de tenia allí por la de Luzbel, y luego la coloqué al lado de la planta de amapolas. Justo allí debía estar.

—Ahora estamos en casa, Luzbel… —susurré, tocando una de las hojas de la flor de amapolas.

—Franco, voy a pasar —me informó mi madre antes de ingresar al cuarto. Traía con ella una bandeja con galletas y leche. Sí que quería engordarme… —. Te traje algo de comer. Estás muy flaco, niño, ¿No estás alimentándote bien? No te preocupes, aquí en un par de días aumentaras todos los kilos que has perdido.

Yo estaba bien de peso, pero mi mamá siempre me veía flaco, de allí su necesidad de alimentarme cada vez. Dejó la bandeja en el escritorio y se percató de la foto de Luzbel. La observó tranquilamente desde donde estaba, sin atreverse a coger el marco. ¿Qué si estaba nervioso? No, la verdad es que no y si preguntaba quién era, le diría la verdad. Me sorprendió tener tal calma dentro cuando podría originarse una tormenta en cualquier instante.

—Hijo —comenzó a hablar, estaba lo suficiente calmo como para detectar cualquier señal de desastre—, no vayas a dejar migas de galleta en la cama, ¿De acuerdo? Te dejo comer en el cuarto sólo por hoy y eso porque has regresado. Pero que no se te olviden los buenos modales, ¿eh?

Sonreí con fraternidad. Sea lo que sea que ella hubiese pensado no tenía intención de decírmelo, al menos no por ahora. Eran demasiados sentimientos como para asimilarlos en un bocado. Además… seguía siendo la misma limpiadora compulsiva de siempre…

—Claro mamá, tendré cuidado —me pasó el vaso de leche y salió, no sin antes tomar el matero.

—Me llevaré esta flor para afuera. La sembraré en el jardín.

—¡¡No!! —ella respingó del susto y yo suspiré, casi disculpándome —. Disculpa, es que no quiero que te la lleves. La he traído conmigo y quiero que se quede aquí. Me han encargado de su cuidado y hasta ahora no lo he hecho bien.

—Ah… ya veo —meditó algo, miró la foto, luego la flor. Volvió la vista a mí y sonrió con maternidad—. Entonces la dejaré aquí. Procura sacarla fuera cuando vayas a dormir. No es buena idea dormir con plantas dentro del cuarto.

Asentí y ella salió fuera. Me informó que ya le había dicho a papá sobre mi regreso. Intuí que también ya le había avisado a mi tía y demás familiares. Me esperaba una avalancha de preguntas, lo sabía. Y no estaba en lo incorrecto, más pronto de lo que pensé tenía en casa a varias de mis tías. Me pellizcaban las mejillas, me revisaban el cabello e inspeccionaban mis dientes. No esta demás decir que cada una de las hermanas de mi mamá eran iguales a ellas; maternales, cuidadosas y estrictas. Tanto cariño era muy efusivo…

Al final del día fue a mi padre a quien vi. Me esperaba en el jardín. Quería hablar. Yo sólo suspiré hondo. Me imaginaba todas las reprimendas que me daría. Los insultos o quizás los golpes que recibiría de su parte. Estaba listo. Sabía que esto llegaría tarde o temprano. Sin embargo… 

La ausencia de reproches me sorprendió.

En el jardín sólo estaba un hombre tranquilo que observaba el crecer de las flores. Las admirabas de la misma forma que uno admira el cielo estrellado. Las manos en su bolsillo y la postura relajada me daban a entender que quería todo menos discutir.

A veces los años pesan…

Los regímenes caen. Los velos se rasgan. Y la flor más hermosa termina por marchitarse.

Me situé a su lado, esperando que hablara, más las palabras no llegaron. Abrí la boca, quizás lo mejor era que yo iniciase el tema de conversación, sin embargo, antes de pronunciar silaba alguna, mi padre habló.

—Shhh… observa y escucha.

No entendí nada. Observé a mí alrededor; un montón de plantas bien cuidadas y un cielo inmenso despejado, ¿Estaba viendo bien? ¿Veía lo que debía ver? ¿O es que acaso estaba mirando al lugar incorrecto?

Pasaron cinco minutos y todo oscureció. Y yo no vi nada de lo que se suponía que debía ver.

—Padre —comencé a hablar, intrigado.

—¿Viste lo que pasó?

Me quedé callado. ¿Qué era lo que se suponía que debía ver? Parecía una pregunta con trampa. O quizás, una de esas preguntas retoricas de difícil comprensión. No lo entendía.

—No. ¿Qué pasó?

Mi padre me miró largo rato, analizándome. Seguía sin entender nada. Después de todo, seguía siendo una manzana joven y verde. Tan verde que no daba indicios de madurar todavía. Luego, sonrió cálidamente. Me dio una palmadita en el hombro y dijo:

—Vamos adentro, hijo. Ya es hora de cenar.

—Pero padre… yo… quiero disculparme por…

—No lo hagas. No te disculpes. Hiciste lo que hiciste por la presión que pusimos sobre ti —suspiró—. Había olvidado que debajo de tu piel no había más que huesos y sangre roja. Me disculpo.

Y se fue dentro de la casa. Mamá encendió las luces del jardín y yo me quedé varios segundos allí, mirando la expansión del cielo, el brillo de las estrellas, sintiendo el olor de las rosas, la brisa en mis mejillas. ¿Qué se suponía que debía ver?

“Dime Luzbel, ¿Qué es lo que tengo que ver?” Nadie me respondió así que entré dentro de la casa y cené con mis padres como hacía mucho tiempo que no lo hacía

...

«—Los gatos callejeros necesitan amor aunque no lo demuestren»

Abrí lentamente los ojos, la voz de Luzbel se disipaba mientras volvía a la realidad. Mi realidad en donde él no estaba. Donde había desaparecido. Cerré los ojos un momento y suspiré. El sol se colaba entre las cortinas de mi cuarto y me daba cerca de la cara.

«—Eres un buen chico, Franco.»

Había soñado con él nuevamente. Como cada día desde el momento en que su silueta desapareció. Ahora su presencia era semejante a la luna, sólo aparecía en las noches, en mis sueños… 

—¿Dónde estás? —pregunté al aire.

No hubo respuestas.

No duré mucho en casa. Había montones de cosas que tenía que hacer en mi estancia allí. Me preparé temprano e inicié mi recorrido por todo aquello cuanto me importaba. Yo no había visto nada de lo que mi papá me había dicho. No fui capaz de verlo. Intuí que se trataba de algo mágico, de algo que sólo los ojos inocentes y llenos de vida podían hacer.

Yo no tenía nada de eso.

Yo sólo tenía cenizas en mis ojos. Una piedra en el corazón. Y un sabor salubre en la boca. Nada era como se suponía que debía de ser. Había perdido el sabor dulce de las mañanas. Había perdido los latidos serenos y calmados de mi corazón. Había perdido incluso el aleteo de las aves, el perfume de las flores.

Me habían hecho pedazos. Todo cuando a mi interior se había destrozado vilmente. Y sentía como que la flor más bella ya no podía serla…

Comprendí que debía encontrarle un poco de sazón a todo. Debía hacerlo. Tenía que tener algo a lo que aferrarme cuando las cosas malas vinieran, cuando mis ojos se llenasen de la suciedad de un mundo que aún no conocía. Necesitaba tener recuerdos preciosos para sonreír cuando quisiese llorar.

Así que fui a las primeras salas de estudio, la biblioteca, donde mi padre me enseñó las primeras letras. Donde me instruyó en diversas áreas. Me leí un montón de libros, y reí con ellos. Luego fui a la iglesia. El templo grande y majestuoso donde mi madre hacia sus oraciones. Donde yo hice mi primera comunión. Me arrodillé y le pedí perdón a Dios por amar a un hombre. Le pedí que me guiara. Le pedí que cuidara a Luzbel. Y que me mostrara el camino que debía tomar para llegar a él, incluso si ese camino me llevaba al infierno.

Llegué a la escuela de natación donde practicaba Oscar, y sentí que podía verlo, nadando una y otra vez para mejorar su técnica. Me zambullí en el agua y me quedé en el fondo de ella hasta que mis pulmones no pudieron respirar más. Al salir di la bocanada de aire más grande que había dado, como si estuviera respirando por primera vez. Como si todo el dolor que tenía por dentro lo expulsase de una.

Fui a mi antigua escuela, allí donde aprendí a hacer amigos y a estudiar duramente. Paseé por sus largos pasillos, recorrí sus extensas aulas, saludé a mis antiguos profesores. Al final salí al patio de juegos y me maravillé al observar como los niños eran niños, como jugaban y se maravillaban con los pocos minutos de recreo.

Luego, me dirigí al hospital y tuve la valentía de presentarme ante mis superiores. De pedir disculpas por lo acontecido y sonreír con tristeza ante lo terribles sucesos de mi huida. Incluso, busqué a mi antigua novia y le supliqué que me perdonara. Ella sonrió con compasión y estrechó mi mano con fraternidad. No me guardaba rencor y se alegraba de volverme a ver. Con ella recorrí las largas vías de un tren abandonado, hablando de todo y de nada. Riendo como niños, meciéndonos con el viento. Como despedida le di el beso de adiós que nunca pude darle en el pasado. Y eso bastó para cerrar una puerta y aventurarme a abrir la siguiente.

Antes de que el día terminara, me encontraba en casa de mi tía. De la madre de Oscar. A ella, más que a nadie, debía de pedirle disculpas por todo. Como un gato sigiloso, me adentré a su casa. Ella estaba en la cocina, de espaldas, picando algunas verduras. Pretendía sorprenderla con algo, pero era difícil con ella; no le gustaban las flores, y aborrecía el chocolate. Era una mujer difícil de complacer. Lo único que se me ocurrió para traerle fue una cesta de manzanas.

Ellas las adoraba. 

Puse la canasta justo a su lado, en la mesa que le que sigue a la cocina. Ella ladeó la cabeza, mirándome.

—Siempre decías que te gustaban las manzanas porque, según los creyentes, representaban el pecado…

—Y caer en el pecado siempre es divertido —y soltó una fuerte carcajada, de esas que nacen del vientre y son imposible contenerlas. Le sonreí y ella, sin abandonar su sonrisa de lado, colocó su mano en la cadera—. Así que finalmente has regresado, niño.

—Sí… volví a casa.

—Vamos, siéntate, niño. Hice pastel de natilla. Tu favorito. Un pajarito me dijo que habías llegado a tierras natales, así que preparé esto para ti. Ya sabía yo que vendrías por estos lares.

—No sé, creo que debería excusarme primero…

Ella buscaba algunos platos y se movía de un lado a otro buscando lo necesario, y al escuchar mis palabras se detuvo, mirándome con su muy educada ceja enarcada.

—¿Y qué es lo que tienes que decir?

—La muerte de Oscar, yo…

Suspiró fastidiada.

—Eso paso hace mucho tiempo, mi niño. Una disculpa no lo traerá a la vida. Pero si tanto insiste entonces anda, hazlo. Si tanto te pesa esa roca, entonces bótala. Desembucha.

—¡Lo siento mucho, tía Clara!

Si, ella se llamaba Clara… Clara como el agua. Clara como una noche despejada. Clara como los sonidos de las campanas de la iglesia. Ella parecía una roca dura, pero era de corazón blando. Entre mi mamá y ella, ella era más comprensiva. Tenía oídos grandes que escuchaban todo lo que tenías que decir. Ojos grandes que lo veían todo. Como un águila. Y no dudaría en enterrarte las garras si lo creía necesario. Sólo si era necesario…

Me sonrió fraternamente, y su sonrisa hizo que le salieran arrugas en la comisura de los ojos.

—Listo, ya está dicho. Ahora siéntate, niño. Siéntate que vamos a comer dulces. Comeremos hasta que la barriga nos duela, es lo mejor que podemos hacer en esta vida llena de tantas desgracias. Un dulce en la panza es mejor que una piedra en el corazón, siempre lo he dicho.

Me sirvió una generosa porción de pastel junto con un vaso de refresco. Ella no quedó atrás y comenzó a devorar el pastel en cuestión de segundos. Trabajaba en una pastelería, así que conseguir ingredientes le era realmente fácil. Dicen que el estado de animo de una persona se trasfiriere a la comida… yo no sé mucho de eso… pero si fuese así, imagino que mi tía Clara hizo comida triste por mucho tiempo. La pérdida de un hijo genera un agujero en tu interior que es difícil de llenar. Nada podría quitarle ese dolor. Esa constante sensación de pérdida absoluta. Y cada día, al despertar, la muerte de mi primo sería lo primero que recordaría. Hasta que un día sería lo segundo. Con el tiempo ella seguramente aprendió a convivir con ese dolor.

Uno siempre se consuela, dicen…

Me pregunté si acaso yo llegaría un día a consolarme por la partida de Luzbel... Si acaso en algún momento la molestia reduciría hasta volverse  tolerable… Si las lágrimas dejarían de ser de sangre y entonces sólo serían agua salada…

El pastel estaba delicioso. Así que mi tía debía estar bien. Sus emociones eran estables. Había aceptado la partida de mi primo. Su anhelo por la vida convirtiéndose en aceptación por su muerte…

«Cuando te hayas consolado (siempre se consuela uno) estarás contento de haberme conocido» (2)

Si, aunque el proceso no es fácil… yo también me consolaría, ¿no? La pena no podía durar eternamente. Ella debía dar paso a la conformidad, y esta a su vez a una especie de olvido…

—Tres años, eh… —murmuró mi tía Clara, dejando las manos sobre el vaso, lo giraba lentamente—. Es increíble que haya pasado tanto tiempo. Uno no se da cuenta de eso. Los días simplemente pasan y uno desea que pasen más rápido para poder acostumbrarse a los que se han ido. La muerte… Es complicado aceptar que lo que se ha ido, se ha ido para siempre…

—Lo siento mucho, tía…

—Oh, no lo sientas, mi niño. No tienes porqué sentirlo.

«Oh, no lo sientas. Yo hace mucho tiempo que dejé de sentirlo»

Sin embargo, tía… Sin embargo, Luzbel… a veces es lo único que queda. A veces es lo único que puedo hacer: sólo sentir…

—Los que estamos vivos debemos vivir, Franco. No podemos echarnos a morir por el agua que se nos ha ido de los dedos. No te eches a morir, no te conviertas todavía en arena. Tú no lo eres —acunó mi rostro en sus manos y se acercó a mí tanto que podía ver las motitas de salpicaban las pupilas de sus ojos—. Tú eres agua, niño. Lo veo en tus ojos. Agua como de océano. Y el agua siempre está en movimiento.

Me dio un par de palmaditas en las mejillas. Siempre hacia eso y se reía. Siempre me trataba como un niño pequeño al que hay que pellizcarles las mejillas regordetas. Me fui ya pasadas las ocho de la noche. Había estado todo el día fuera de casa, debía volver antes de que mi madre pensara en secuestros, accidentes y un sinfín de cosas dramáticas. Suponía que al llegar me estaría esperando en la puerta de la casa con un sermón del tamaño de la tierra.

Pero no. No estaba en la puerta de la casa. Ni siquiera estaba esperándome en la sala. Al subir a mi habitación la encontré en mi cuarto. La puerta se mantenía medio abierta, así que podía ver que es lo que hacía. Ella miraba detenidamente la fotografía de Luzbel. La sostenía en sus manos. No lo miraba con reproche ni con indignación, más bien parecía curiosa, como si estuviese analizando una joya antigua encontrada en un baúl olvidado.

Me recosté en el dintel de la puerta, ella no se percató de mi presencia, seguía ensimismada. Me pregunté… ¿Qué cosas habrían pasado por su cabeza al ver la foto de un chico en mi cuarto?

—Se llama Luzbel, mamá. —le informé tranquilamente.

Ella salió de su ensoñación y me miró un poco sorprendida y luego sonrió.

—Así que Luzbel…

—Es un bonito nombre.

—Claro que lo es. Habla de la luz. Y fue por la luz en donde empezó la creación de Dios. La luz nunca podría ser mala.

Ambos nos quedamos en silencio, ella seguía contemplando la foto y yo seguía mirándola a ella. Quizás esperando alguna reacción negativa. No la hubo, en vez de eso, ella colocó el marco en su sitio y se dirigió a la flor de amapolas. Tenía un trapo limpio en las manos y con él comenzó a limpiar con un cuidado extremo, cada una de las hojas de la flor. Siempre hacía eso con sus plantas.  Era para quitarle el polvo y que las hojas se mantuviesen verdes y limpias. A mí me gustaba ese gesto, desde que era niño. No lo sé… había algo en la forma en como sujetaba cada hoja y la limpiaba. Resultaba muy llamativo cada movimiento que hacía; con mucho esmero, cariño, mucha atención.

—He de suponer que ese muchacho llamado Luzbel, fue quien te encargó el cuidado de esta planta, ¿cierto?

—Cierto.

—Es curioso —sonrió con cariño sin dejar de limpiar una a una las hojas—, ¿Conoces el lenguaje de las flores, Franco?

—No. Soy un neófito en cuando a flores se trata.  

—Las amapolas suelen ser consideradas flores de consuelo. Según la mitología griega, Deméter, tenía una hija a la que quería mucho y esta fue raptada por Hades para convertirla en su esposa. Se la llevó al infierno. Deméter, detuvo todo en cuanto a crecimiento de la tierra y se embargó en su búsqueda. No se detendría hasta tener de vuelta a su hija. Como esto causo muchos problemas en la agricultura, Zeus obligó a Hades a devolver a la hija de Deméter, pero sólo podría estar seis meses en la tierra y los otros seis meses en el infierno. Así viviría el resto de su vida… compartida entre dos mundos… Al no poder traerla del todo de vuelta, Deméter se puso muy triste y para consolarla, Hipnos le ofreció amapolas en su letargo. (3)

—Sabía lo de Perséfone… pero no lo de las flores… el infierno… las amapolas… —miré la flor con tristeza—. Realmente es una flor del consuelo, ¿no?

Mi madre terminó de limpiar las hojas y se encaminó a la puerta.

—Luzbel es mi pareja, mamá. —le dije antes de que se fuera.

—Lo sé, cariño.

—Yo lo amo.

—Eso también lo sé.

—Él se fue y debo encontrarlo.

Me sonrió con fraternidad y me dio un abrazo. Lo agradecí. Necesitaba uno. Necesitaba apoyo. Necesitaba consuelo… agradecía mucho que no me juzgara. Agradecía que no me rechazara. Agradecía, sobre todo, su abrazo tan maternal. No hizo preguntas, eso también lo agradecí. A veces, el silencio es mejor que cualquier palabra. Quizás el silencio lo compensaba todo.  

Me di un largo baño de agua tibia y decidí dormir. Había sido un día largo. La presión que tenía en mi interior disminuyó ahora que la verdad no me estaba llenando. Mi madre sabía sobre Luzbel. Sabía que yo lo amaba.  Sin embargo, no podía decirle nada más. No podía pedirle ayuda para buscar a alguien que era invisible en el mundo real. A alguien que apenas brillaba en la oscuridad. Ni mucho menos decirle que pensaba buscarlo en un largo corredizo negro y lleno de trampas.

Ir a ese lugar era decisión mía. Era hora de que me hiciese responsable de mis actos y esta era mi elección. Mi equivocación.

Mi error.

Miré la flor, y recordé a la historia de Perséfone y su estancia en la tierra por seis meses. Una mitad del año arriba en la tierra y otra abajo en el infierno.

«Nunca vas a tenerme por completo, Franco. Nunca»

Los días pasaron y me di cuenta de que ya nada me retenía allí. Me sentía como un alma en pena que ya no tiene más asuntos pendientes en este mundo, o al menos en ese lugar. El silencio del cuarto se volvía  incomodo,  sintiéndome fuera del lugar. No importaba donde estuviese, no encontraba comodidad alguna. Como si no perteneciese a nada de esto. Como si fuese un fantasma borroso que se pierde en el entorno.

Estaba desprendido de aquí. El cordón umbilical se había roto. No había conexión entre mi espíritu y este terreno.

Es lógico” pensé “Estuve demasiado tiempo fuera de casa. Tres años. Y  seis de esos meses estuve al lado de Luzbel”.

Así que un día, luego de haber ayudado a mis padres con algunos deberes, recogí mis cosas, las metí al bolso desteñido y decidí emprender el vuelo. Mi madre lo sabía. Mi padre también. Ellos parecían leerme fácilmente ahora que eran más comprensivos. Los encontré a ambos esperándome en la sala. Mi madre sonreía con los ojos inundados de lágrimas, pero sin dejarlas salir. Mi padre asintió al verme y estrechó su mano con la mía.

—Cuando encuentres a ese muchacho, tráelo a casa, ¿De acuerdo? —mamá habló con la voz jovial, la sonrisa en el rostro y las lágrimas en los ojos—. Los estaremos esperando a los dos.

—De acuerdo, mamá.

—Esperar por una persona puede ser el peor error de tu vida —dijo mi padre al estrechar su mano con la mía, luego sonrió—. O puede ser la mejor decisión que hayas tomado. Uno nunca sabe. Espero que encuentres a quien vayas a buscar.

—Cuídate.

Y como todos los hijos que se tienen que marchar para vivir su propia vida, me fui. La cuestión sucedió un domingo en la tarde. Antes de que el cielo se sonrojara decidí ir a despedirme de Oscar.

—Así que…—comencé a hablar—, me marcho ahora, Oscar. He tenido una buena vida y fuiste mi amigo incondicional. Ahora debo irme. Tengo una búsqueda larga que hacer. Si eso es bueno o malo, no lo sé... Me pregunto si tú  habrías hecho lo mismo que yo; arriesgar tu propia integridad y tu futuro sólo para salvar a una única persona preciada.

Sentí un miedo atronador, pero eso no me detendría

—Tengo mis dudas al respecto, y a veces temo estar equivocándome. Soy muy idiota por tratar de buscar a alguien que no quiere ser encontrado… pero… si no lo hago me arrepentiré toda la vida. No puedo cometer ese error otra vez. Ya lo hice contigo. Te solté y de eso siempre me arrepentiré… Esta vez Luzbel está vivo, y mientras haya vida hay esperanza.

Pese al dolor que me infligía la despedida, sentí que después de decir todo aquello tenía espacio para respirar. Espacio para dejar ir lo que hay que dejar ir. Espacio para decir:

— Adiós Oscar.

Y tan pronto como esas palabras salieron de mi boca, me marché. No sin antes visualizar un camino de amapolas dormidas que me indicaban por donde debía ir. O hacia donde tenía que dirigirme.

«—¿Crees que por gustarte un hombre vas a ir al infierno?

—Si allá me toca ir, pues me iré. Que se le hace…

—Entonces, me iré contigo.

—No lo hagas. No me sigas al infierno.

—¿Por qué no?

—Porque hay lugares a los que no quiero que me sigas.»

Los hechos que devinieron a mi regreso en la ciudad no tienen mucha importancia, así como tampoco la tiene la manera en que ingresé al oscuro mundo de la prostitución. Sólo tengan en cuenta que al llegar, deposité la flor de amapolas y me sentí bienvenido a casa. (4) Cada cosa de allí; cada libro, cada taza, cada sabana… me traían sus recuerdos y estos, a su vez, me preguntaban por la presencia de su dueño. Incluso, la solitaria flor de amapolas me reclamaba por él. Todas esas cosas me decían que debía volver por Luzbel… Así que el abismo se abrió y me convertí en un misil en caída libre directo al infierno que su ausencia me provocaba.

A veces, comprendes que la única forma de llegar es renunciando a todo…

El primer cliente que tuve fue uno llamado León Castillo. Un hombre elegante, de porte atractivo, egocéntrico que disfrutaba de los primeros encuentros con los prostitutos novatos en el burdel. En otras palabras, se encargaba de probar cuan domesticados estaban en el arte del placer los chicos nuevos. Era el socio del proxeneta. Ambos llevaban aquel sucio negocio y ambos tenían un fetiche con los chicos rubios, por algo todos los que trabajan allí eran chicos jóvenes y lozanos, de cabellos claros y piel cremosa.

Yo no era  así. No era ni rubio, ni de piel cremosa, ni seductor. Pero había conseguido entrar gracias a las artimañas de Javier. Pero seguía siendo el nuevo. El novato. La carne fresca que aún no había sido tocada.

—Franco, en el burdel tenemos tres reglas —me dijo Mauro la primera vez que me guió al hotel donde me esperaba aquel supuesto hombre, pues no gustaba de frecuentar el burdel. Mauro levantó el dedo índice—. Primero, todo lo que aquí ocurre, aquí se queda

Levantó el dedo corazón

—Segundo, los clientes tienen derecho de maltratar el producto, o sea a ti, si resultas desobediente o grosero. Ellos pueden regañarte, e incluso golpearte. Siempre y cuando a los clientes no se les pase la mano, después de todo, los productos no son desechables y se comparten con otros clientes

 Levantó un tercer dedo, indicado la tercera regla

—Y tercero… —habíamos llegado a la puerta indicada, dentro de la habitación León me esperaba. Mauro me miraba fijamente, sus ojos estaban llenos de preocupación—, se amable siempre.   

Asentí levemente. No podía creer todo lo que me decían. Incluso, la segunda regla, la de dejar que los clientes maltrataran a los trabajadores, me parecía inverosímil. Pero no dije nada. Esta era mi decisión, y además… me encontraba nervioso. Muy nervioso. Después de todo, estaba a punto de lanzarme a un precipicio sin fin.

—Bienvenido.

El hombre que me recibía parecía tener unos treinta y tantos años. No era viejo, era joven, lozano

—Nunca me imaginé que Charlie fuese a traerme un chico pelinegro. Qué curioso. —dijo en tono sereno, que yo relacioné directamente con la hipocresía al igual que la sonrisa ladina que me profesaba.

Sin saberlo, aquel hombre, en un futuro, me aportaría información muy importante así como falsas esperanzas y promesas ambiguas. Una cuerda floja en la que pendería a partir de ese momento. Sin despejar sus ojos de mi figura, habló:

—Pareces atemorizado.

—Experimento la ansiedad que la situación amerita.

—Sudas mucho.

—Es la respuesta natural de mi cuerpo ante algo desconocido.

—Ah, un buen hablado. Esto se pone interesante. ¿Cómo te llamas?

“—En este trabajo, pocos utilizamos nuestros nombres reales. Es mejor un apodo. Algo que te esconda. Necesitas un nombre con el que no te encuentren en el mundo real. A mi realmente me da igual, que me digan Javier o por otra cosa, no me importa. Me dicen zanahoria, pero los clientes me conocen como Goma de mascar. Erick es Ojos de cielo. Rudy es llamado La laguna azul, ¿Tú como piensas llamarte?”

—Mirlo.

—Oh, vaya. Me ha tocado un pajarito —y rió suavemente, complacido, ansioso, con ojos que lo devoraban todo.

“Había una vez un pajarito negro que se perdió en el infinito…”

—¿Nunca has tenido sexo anal?

—Sí… es decir, no de esa magnitud.

—Entiendo. No te preocupes, seré gentil. Te domesticaré lo suficiente como para que no duela tanto con tus próximos clientes.

“No se suponía que era así como tenía que pasar…” pensé en tono agrio “Él debió hacerlo cuando tuvo la oportunidad… Esto es una locura…Maldito Luzbel, debiste hacerlo cuando te lo pregunté, me hubieras ahorrado este mal trago…Pero ahora ya es muy tarde para lamentaciones…”

¿Decir lo que pasó después? No, no vale la pena. Detalles pornográficos de esa índole no merecen ser recordados. Bástele saber dos cosas: que mi desnuda piel quedó a la vista de un desconocido, grabando en mi dermis un dolor que nunca lograría olvidar. Y segundo, que la voz de Luzbel resonó en mi cabeza, como si de la voz de mi conciencia se tratara, y que a partir de ese momento la escucharía con más frecuencia:

«—¿Temes que te abandone?

—Temo que me ames demasiado.

—¿Por qué?

—Porque el amor hace que la gente cometa estupideces.»

 

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Interludio II

Crecer en ese lugar no supuso algo brusco, ni siquiera algo grotesco. De hecho, era como estar viviendo dentro de una bola de cristal. Allí siempre olía a madera, a rosas, a una tranquilidad que nunca había tenido cuando vivía en el basurero. Su vida allá había sido terrible. Había tenido que madurar antes del tiempo, a entender las cosas que sólo los adultos entienden, y él con tan sólo diez años ya entendía la forma del mundo.

Pero ahora no tenía diez años, ahora tenía dieciséis, y tenía apellido, el mismo que Augusto, Franceschi. Su nombre así como su nuevo apellido habían sido registrados en el registro civil. Johan Franceschi. Sonaba bien. Sonaba bonito. Pero había algo que le inquietaba de sobremanera… el bebé nacido bajo la lluvia… el niño sin padre… con un sólo nombre: Luzbel. No había nada de apellidos, ni siquiera el intento de ponerle el mismo que a ellos.

¿Por qué?

—¿Qué tanto piensas? —indagó su compañero de cama. Su casi amante.

Miró a Augusto acostado en el lecho. Su desnuda piel relucía en las sedosas sabanas. Se dio la vuelta en la cama, quedando de lado y apoyando su rostro en su mano. Se veía tan sensual y erótico. Parecía un gato a punto de acechar a su presa. Mantenía los ojos entrecerrados y una sonrisa de canalla en los labios, para  entonces tenía catorce años y ya tenía la mente dañada.      

Johan pensó que aun así, con todo y mente dañada, lo seguía queriendo. Después de todo, Augusto le había salvado la vida al suplicarle a padre que lo dejara en casa. Además, era su amigo, su confidente, la persona a la que le contaba sus más íntimos miedos. Augusto lo había salvado de sí mismo.

Pero… ¿A qué precio? 

Observó detenidamente los cortes en el brazo de su compañero, de su amante. Eran cortes hechos con una navaja o una hojilla. Johan no estaba seguro. De lo que si lo estaba es que esos cortes se los había hecho el mismo Augusto. Como si se estuviese autodestruyendo. A Johan se le encogía el corazón cada vez que veía un corte nuevo.

Del porque lo hacía… pues… no estaba seguro, pero suponía que en parte era culpa suya. Él había compartido todos, absolutamente todos sus recuerdos del vertedero, liberándose de ellos; del dolor que le producían, de las náuseas que le causaban, de los sentimientos retorcidos que le producía la idea de morir como una basura. Y ahora se sentía libre… más libre que nunca… como si esos recuerdos fuesen lejanos y ya no pudiesen hacerle daño. Sin embargo, Augusto había absorbido todo ese dolor, como si de una esponja se tratase. Absorbió todo eso y ahora era él quien cargaba con el sufrimiento. Casi como si hubiese usurpado su lugar y lo hubiese liberado de las cadenas del martirio.

Era un precio muy alto.

—Pensaba en que me gustaría ayudarte.

—Ah, te refieres a esto —contestó el muchacho desde la cama, observando ahora el nuevo corte en la blanca piel de su muñeca—. Si quieres ayudarme, entonces ven aquí y tengamos sexo.

Johan se preguntó si sus suposiciones acerca de su amante eran erradas y si aquello no era más que un numerito que tenía Augusto para manipularlo. Después de todo, al final siempre hacía todo lo que él quisiese, como si tirara de los hilos invisibles de su voluntad. Un titiritero tan bien entrenado como padre.

—Tú piel se vería más bonita si no tuvieses estos cortes en la muñeca —le dijo, acariciando su piel. Era tan hermosa. Tan tentadora. ¿Qué diría padre si se enteraba que ellos hacían lo mismo que él hacía con los niños de la calle? 

—Si me das un beso, prometo no hacerme ningún corte hoy.

Y movido por sus palabras, se acercó y le dio un largo beso. Se alejó unos centímetros y entre el suspiro del beso, le susurró:

—A veces lamento haberte contado todo. Pareciera como que te he hecho mucho daño.

—No me has contado todo —respondió a su vez, cortando la distancia y dándole otro beso más húmedo. Johan se separó y lo miró dubitativo—. Nunca me has contado lo que te ha hecho papá.

Johan se irguió en seguida, tenso y nervioso.

—No me gusta hablar de eso. Lo sabes.

—Sí, ya lo sé. Es divertido ver que ese tema te ponga tan a la defensiva. —se acostó nuevamente en el colchón, provocándolo—. No puedes defender a papá todo el tiempo. Papá es malo —sonrió terriblemente—. Yo también soy malo.

—No es malo. Me salvo de la calle. Y tú no eres malo. Me has salvado de mí mismo.

—Estoy dañado. Es lo que pensabas hace rato, ¿No? —abrió con sorpresa los ojos, ¿Cómo había podido saberlo? El niño sonrió otra vez—. Di en el clavo, ¿verdad? Eres muy transparente, Johan. Puedo leerte. Me quieres y me temes.

—Tú no eres malo —dijo para zanjar cualquier pregunta.

No le gustaba hablar de eso. No le gustaba pensar que se había enamorado de alguien tan dañado. No le gustaba imaginar que es lo que haría cuando Augusto fuese un adulto. Ni muchos menos imaginar lo que podría hacerle al pequeño Luzbel.

En ese momento tocaron la puerta y casi al instante se abrió. Johan pudo ver la silueta pequeña del niño ingresando al cuarto. Tenía tres años y era tan tranquilo como aguas mansas.

—Buenos días, Luzbel.

—Buenos días, el desayuno está listo —dijo con su vocecita de niño pequeño.

Johan le sonrió y le dijo que en seguida iban a bajar. Se sorprendía de lo rápido que aprendía todo, de los buenos modales que Augusto le inculcaba. De lo tranquilo que era.

En el basurero los niños pequeños gritaban todo el tiempo. Hacían escándalos. Corrían y reían a todo pulmón aun cuando no tuviesen razones para hacerlo. En cambio, la niñez allí… en esa mansión alejada del mundo real…, las cosas eran diferentes. Allí no se hacía ruido. No se corría, ni se gritaba. Se jugabas en silencio. Aprendías a oler y cortas las rosas. Lustrabas tus zapatos y hacías la cama. La ropa siempre debía ir limpia y escuchabas Tchaikovski en el atelier de papá.

Augusto se encargaba de la crianza de Luzbel y papá continuaba encerrado en su cuarto, haciendo muñecas con sonrisas tan torcida como las suyas.

—Muy bien. Ahora quédate muy quieto. —dijo Augusto al pequeño niño rubio.

Johan observaba la escena desde lejos mientras leía un libro. Su amigo enlazaba un moño en la cabeza del niño. Lo había vuelto a vestir de muñequita. Augusto se separó y miró con ojos críticos el vestido del niño desde lejos, evaluando si el color del lazo combinaba con la vestimenta. Se acercó e hizo un nuevo ajuste en el lazo.

—Sí, este color te queda muy bien —admitió sonriente. Le alisó la falda del vestido con cuidado, le limpió los zapaticos y ordenó cualquier desajuste que el proceso hubiese podido hacerle a su cabello—. Ahora, quédate así que te tomaré una foto.

El niño se quedó quieto y miró la cámara, como si ya estuviese acostumbrado a todo eso. Y es que en realidad era algo rutinario. Pero antes de que el flash se disparara, una figura femenina entró a la habitación. Miró a Augusto con reproche. Se acercó rápido al niño y le quitó con velocidad las prendas femeninas. Luego lo tomó en brazos y prácticamente salió como flecha lanzada al aire del cuarto. Lo último que se escucho fue la puerta azotada con fuerza.

—Esa niña ha interrumpido otra vez mi equilibrio —comentó con desdén, mirando la puerta.

Johan ni se movió ni se atrevió a interrumpir el flujo de todo aquello. Porque todo eso también era rutinario. Lucero, la madre del niño, no se había ido como todos los demás. Se había quedado en casa a criar al bebé junto con Augusto. Se preguntó si es que acaso padre le pidió que se quedara con la intención de que ella y su hijo formasen una extraña familia. O tal vez su mente seguía siendo infantil y todos ellos no eran más que muñequitos a tamaño real jugando en la casa de Barbie.

Pero las cosas no eran tan color de rosa como padre quería. A Lucero le fastidiaba que a su bebé se le tratara como a una niña. Y Augusto la odiaba un poco. No se llevaban bien. Cada vez que vestían al niño con ropas de muñeca, entraba al cuarto y se llevaba al infante. No gritaba, aunque de tener voz seguro que lo haría.

Lucero escuchaba bien, no obstante, su lengua estaba pegada al paladar (5). Decía pocas palabras y con dificultad en su debida pronunciación. Por eso nunca se le escuchaba gritar o llorar. Johan pensó que si algún día ella estaba metida en problemas no podría pedir ayuda…

—Algún día ella desaparecerá y Luzbel se quedará sólo conmigo —dijo Augusto a modo de promesa.  

Y el caso es que se cumplió. Un día de 1990, Lucero tomó sus maletas y sin que nadie se diese cuenta, desapareció de allí. A Augusto se le cumplió su deseo, pero Lucero se llevó a Luzbel con ella.

La paz que había en la mansión de las rosas se rompió en gritos y caos. Papá casi enloquecía de desesperación. Destrozó todas las muñecas nuevas. Los monigotes los azotó contra la pared. Sus pasos se volvieron erráticos por causa del licor. Lágrimas amargas resbalaban de sus ojos desquiciados.

Todos estos años… Todo mi trabajo… ¡Nada! ¡Nada! —gritaba el hermoso creador arrojado en el suelo, aferrándose a sí mismo, cediendo al llanto, abriendo las puertas de la locura.

Johan observaba el desenlace con horror. Miró a su joven amante, quien permanecía quieto. Sus facciones estaban congeladas en una inexpresión de eterno misterio e hielo.

—Yo sólo espero que los demonios te coman por dentro cuando llegue la noche. —susurró como una maldición a la niña fugada.

Johan tembló ante aquellas palabras. Su amigo, su amante, su amor, sería un adulto con muchos demonios por dentro. Un demonio que destrozaría a la niña que osó a llevarse el pequeño equilibrio mental que tenía.

Seis meses bastaron para que papá cediera a la puerta de la muerte. La tristeza en su corazón fue demasiada y acabó muriéndose. Dejó toda su herencia en manos de ellos dos. Y Augusto se hizo cargo de las muñecas. En cambio él… él decidió irse de allí a estudiar medicina.

Abandonó la mansión de las rosas. Abandonó el cristal en el cual estuvo tantos años. Pero no abandonó el amor que le profesaba a su amigo. Y todas las noches rezaba porque su amor nunca encontrase al niño. Que tanto Augusto como Luzbel fuesen libres de las cadenas que les había impuesto padre.

Era una pena que su cadena de oración nunca pasase del techo…

Augusto encontraría a Luzbel tres años después perdido en la calle…

Y al igual que antes, los tres volverían a la bola de cristal dentro de la mansión de las rosas rojas…




Notas finales:

Ahora, con el capítulo, aquí os dejo las referencias dentro de la historia. Hay montones de guiños a lo largo de los capítulos, pero me ha dado pereza colocarlos. Pero de este capítulo se los dejó todos porque lo he editado tantas veces que hice un recordatorio para citarlos.

1.         El nombre del capítulo no me pertenece, viene de Ortega y Gasset.

2.         Frase sacada del libro El Principito.

3.         Se trata del mito de Deméter y Perséfone, pueden buscarla si gustan. Aunque de lo último, que Hipnos le regaló amapolas para su letargo y que así Deméter  durmió por seis meses, no estoy muy segura.

4.         En realidad, todo esto de la flor de amapolas, o bien sea el asunto de tener una planta a la cual cuidar, es un guiño que viene de la película “El perfecto asesino”. Me pareció muy enternecedor el cuidado de una planta en la película, y por eso decidí incluir algo parecido en esta historia. 

5.         La lengua pegada al paladar. El terminó en sí no es el correcto. A esto se le llama anquiloglosia. Se trata de una enfermedad en donde los niños nacen con el frenillo lingual corto (ese hilito que tenemos debajo de la lengua). Esto se soluciona con una cirugía, o bien sea cortando un poco de este hilo para que la lengua tenga su movimiento natural. En la historia, Lucero es de la calle y por eso nunca se le practica esta cirugía, y por ende la pronunciación correcta de las palabras no se le da bien, o bien decide no hablar.

 


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