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La miserable compañía del amor. por CieloCaido

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Capitulo 33: Un día amargo a la vez.

¿Alguna vez haz sentido que perdiste algo y sabes que nunca más vas a recuperarlo? Yo lo notaba creciendo en mi pecho, esa tenaz sensación de perdida y agobio. Crecía a medida que los días caían del calendario. Me daba ganas de vomitar, de llorar, de desaparecer, de gritar y de golpearme, todo al mismo tiempo. Pero había algo más. Descubrí que dentro de toda esa mierda, yo seguía viviendo. Que existían cosas en mi vida a las cuales yo llamaba vida; mis amigos, mi familia, mis decisiones y, por supuesto, mis constantes errores.

Errar es de humanos, dicen. Pero creo que yo me he equivocado más que la mayoría de las personas…

Y para ese momento en que el egoísmo me había ganado, yo me sentía más humano que nunca con mis labios sobre los de Rudy. Cuando fui cociente de que estaba equivocándome de nuevo, me separé de él. Lo miré con mis ojos a punto de salirse de su orbita y el rostro de Rudy no podía estar más que sorprendido. Antes de que siquiera empezara a pedirme explicaciones, me fui a toda prisa, huyendo de lo que yo mismo había causado.

Sabía que debía devolverme para enfrentar la situación y así aclarar los malos entendidos, pero el coraje simplemente no me salía. Ante eso yo era un cobarde, tan acostumbrado a huir cuando no sabía cómo justificarme. No, era menos que un cobarde, quizás alguna especie de rata rastrera que corría, chillando en su marcha por lo inevitable. Quería patearme o golpearme contra la pared, hacer algo para deshacerme del sentimiento de la propia estupidez.

Suspiré hastiado, enojado conmigo mismo por ser tan imbécil, tan cobarde y tan idiota en echar a perder una relación que se basaba en la amistad.

“¡Felicidades Franco, te has ganado el primer lugar al tipo más imbécil de la historia!” me reprendí mentalmente, soltando un bufido.

Salí del local tan apresurado que ni vi la hora. Suponía que para entonces ya era muy tarde porque al apresurar mi paso me encontré con Marcela. Iba de camino a su casa. Corrí un poco para alcanzarle.

—¿Qué hiciste ahora? —preguntó ella al ver mi estado tan alterado.

—Metí la pata —confesé casi histérico.

—Pensé que tu metías otra cosa —dijo con evidente burla, riéndose por lo bajo de forma maliciosa.

—Es en serio.

—¿Y qué cosa contigo no es en serio? —Su voz áspera era despectiva por naturaleza. Yo no le di importancia porque ya me había acostumbrado a su forma de ser así que atiné a seguir hablando como si ella no hubiese dicho nada.

—Besé a Rudy. ¡En la boca!

—Ni modo que lo hayas hecho en la mejilla, aunque viniendo de ti me esperaría cualquier burrada.

—¡Argh! ¡Rayos! —exclamé más enojado conmigo mismo que con ella por echarle sal a la herida—. ¿Qué demonios estaba pensando al besarlo? ¡Maldito sea el diablo! ¿Y ahora qué hago?

—¿Por qué le das tanta importancia a un beso? A estás alturas Rudy ya debe haberlo olvidado. Supéralo tú también.

—¿Tu crees? —pregunté medio esperanzado. Marcela torció sus labios en algo parecido a una sonrisa burlona, lo que me hizo pensar que realmente no hablaba en serio

—Tu estupidez es mayor que la cantidad de granos de arena que hay en el desierto.

—Yo también lo creo.

Me dejó quedarme en su casa, aunque no ocupando ninguna de las camas porque ya estaban reservadas para algunos chicos que no conocía, así de simple había sustituido a Erick y Javier. De quienes dormían ahí y a quienes conocía, sólo Mauro quedaba. Y por lo que veía ya tenía en su mano a su próxima conquista, un chico moreno de ojos claros que resultaba tan exótico como bello. Mauro no era una mala persona, pero era egoísta. Después de que Erick se hubo marchado no lo buscó, ni siquiera preguntó por él. Continuó con su vida, pasando la página sin meditar sobre sus actos. A veces le pesaba haber abandonado a Erick, pero era una emoción tan efímera que desaparecía al día siguiente.

No se preocupaba lo suficiente.

Y aunque al principio me enojé mucho, tachándolo de canalla y desgraciado, acabé aceptando que esa era su forma de ser. Y que un corazón roto puede recomponerse con tiritas, y el de él podía seguir así, con grietas remendándose cada cierto tiempo. Y me pregunté porqué yo no podía hacer lo mismo: pasar la página, abandonando a su suerte a esa persona especial porque ya no dependía de mí para ser feliz. Al final del día no era mi decisión, sino la de ellos.

Y comprendí que mi corazón no sólo estaba roto como el de Mauro, porque a diferencia de él que podía reunir los trozos como rompecabezas, al mío le faltaban partes, trozos enormes como para poder sentirme completo. Entonces siendo así, yo estaba jodido.

Suspiré mirando el techo ya no tan desconocido, después de todo no era la primera vez que dormía en casa de Marcela.

Para entonces, dormía en el mueble de la sala, con una frazada suave cubriéndome por completo y pensando en Luzbel. Miré a la puerta con una expresión agría, sabiendo de antemano que nadie más ingresaría, ni siquiera los fantasmas.

Me desperté a las diez de la mañana por culpa del alboroto que tenían los chicos sobre quién iba a lavar los platos. Marcela no parecía particularmente interesada en esa plática, estaba más concentrada en ver los programas que pasaban en la televisión. Bostecé con aburrimiento y me fui al baño donde me lavé la cara y la boca, y sin decir nada me marché.

La casa de Marcela quedaba un poco alejada de la mía así que me tocó recorrer grandes senderos. Ya estaba acostumbrado a caminar largos trechos, así que no me resultó fatigante andar despacio por la acera, caminando con las manos en los bolsillos y una expresión serena. Me compré empanadas para desayunar y seguí andando, convencido de que si llegaba a casa solo me recibirían los demonios. Porque eso era lo que quedaba para mí: recuerdos hambrientos que se alimentaban de mi estado de ánimo.

Para mi sorpresa no fueron demonios lo que me encontré sino a Erick en la puerta de la casa. Imaginé que sería una alucinación dado la preocupación constante que sentía sobre su paradero. Sin embargo, no era un fantasma, era él, de carne y hueso, sano y salvo. Verlo allí, sentado en el porche, esperando mi llegada y saludándome con la mano al verme llegar, fue como si de repente me quitaran de encima un bolso repleto de piedras. Casi suspiré aliviado. Era muy cruel de su parte no decirme dónde vivía, ni siquiera se había dignado a mandarme un mensaje o una llamada para hacerme ver que todavía seguía vivo.

En mis pesadillas más espantosas lo imaginaba siendo torturado por ese hombre, metiéndole la cabeza bajo el agua para ahogarlo, encerrándolo en el armario para que pasara hambre. O peor aun, lo creía secuestrado por una mafia malvada, y su salvador no era más que el villano de su historia, sacándole los órganos para venderlos en el mercado negro. Existían días en que revisaba el área de sucesos en los periódicos solo para cerciorarme de que no anunciaban a ningún joven muerto con sus características.

Sí, estaba medio paranoico.

—Erick, ¡Santo Dios, Erick! ¡Estás vivo! —me alegré en seguida.

Erick se puso de pie, sonreía divertido por mi expresión aliviada, imaginando qué tipo de cosas pasaban por mi mente al saludarle así como si hubiese perdido la esperanza de verlo vivo. Y no me importaba de ser así, sólo atiné a abrazarlo, abarcándolo todo para estrujarlo entre mis brazos. ¡Si que lo había echado de menos!

Pareciera como que pensaste que nunca más me volverías a ver” dijo con su peculiar lenguaje de señas de manos.

—Bueno, si. No puedes culparme —repliqué con obviedad, buscando las llaves de la casa—. Te fuiste con un desconocido y no tuviste la cortesía de avisarme que seguías con vida.

Erick rió bajito y luego junto sus manos como si quiera hacer una plegaria a Dios.

Lo siento

No parecía que lo sintiera, de verdad. Mantenía esa sonrisa grande en sus labios y sus ojos brillaban por la diversión. Lo pasé por alto, manteniendo mi alegría de verlo allí. Se veía un poco diferente, su cabello de encantadores rizos había sido reducido casi al ras para otorgarle una apariencia más seria así como su ropa que no resultaba tan juvenil como antaño. Se notaba más maduro e incluso más alto.

Le revolví el pelo aunque no hubiese mucho pelo para revolver. Él seguía con sus ojos azules y su sonrisa sincera, eso era suficiente para mí. Erick seguía siendo Erick, a pesar de todo el sufrimiento.

“¿Te estás cuidando?”

—¡Por supuesto! ¿No ves que tengo más rollos en la panza que la última vez? —bromeé agarrándome un rollito de carne que se me asomaba en los costados. No era para tanto, pero igual era evidencia de lo bien que había estado alimentándome—. También me corté el pelo y me rasuré la barba. Ahora si estoy guapo, ¿a que si?

“¡Sí! Ya no luces como un espantapájaros”

Su rostro sonriente se detuvo de pronto, reemplazando su felicidad por la curiosidad. Me pregunté a qué se debía su cambio de personalidad y al mirar detrás de mi, a donde iban los ojos de Erick, me percaté que un hombre se acercaba. Era regordete y de calva incipiente, algunas arrugas surcaban su rostro así como algunas canas. Supe de inmediato quien era: el doctor Novelli.

—Necesitamos hablar, muchacho —dijo con un tono que revelaba seriedad y enojo. Me pregunté qué había hecho esa vez para enfadarle tanto.

El doctor Novelli tenía un carácter voluble, cambiaba de humor como uno cambia de guantes en el hospital. A veces podía ser como un abuelito bueno, dándote consejos y animándote a mejorar. Y había días que su humor de perros espantaba hasta a los grandes mandos. Allí uno entendía porqué su esposa no lo aguantaba. Lo bueno es que llevaban casados treinta años y ya estaban acostumbrado el uno al otro. Yo la había conocido a ella en una cena a la que me invitaron, era sonriente y de una astucia que me aterraba, tan majestuosa como podría serlo un gato. No tenían hijos porque ella era estéril y el doctor Novelli no recurrió a otras mujeres porque la quería a ella y si no era ella entonces no quería hijos.

Una actitud bastante leal, a mi parecer.

Por eso sabía que era un hombre recto, de principios estrictos y yo en más de una ocasión lo saqué de sus casillas con mi ineptitud y para ese momento repasaba mentalmente todas mis acciones antes de abandonar el hospital. No se me ocurrió nada grave.

—¿Puedes explicarme cómo es ese asunto de que ahora eres puto? —cuestionó airado, con las aletas de sus narices dilatándose por la rabia.

La pregunta fue tan abrupta como si me hubiesen lanzado a la cara un balón de futbol y me noquearan.

—¿Perdón? —inquirí desorientado.

—¿Eres puto o no?

—Pues yo… creo que no… cómo se le ocurre. Puto es el que dona el culo, ¿no? —y dejé salir mi risita nerviosa que evidenciaba mi mentira.

Era tan malo mintiendo, especialmente a aquellos por los que guardaba un gran respeto. Y al doctor Novelli yo lo respetaba mucho.

—¡Cómo te atreves a mentirme! ¡Te conozco como la palma de mi mano, sé cuando mientes! —mientras hablaba gesticulaba mucho con las manos, parecía realmente molesto. No lo culpé—. ¡Puedo leerte a simple vista y créeme cuando te digo que no tienes ni un metro de profundidad!

—Está bien, está bien, yo le explico adentro —negocié en un atado de nervios, abriendo la puerta y dejándolos pasar.

Erick seguía allí y al contrario de mi no parecía nervioso por la presencia del desconocido. Se veía risueño y dispuesto a divertirse a costa mía, pues Erick era del equipo de: No te prostituyas, Franco. Y estaba seguro que lo único que haría era echarle leña al fuego para que me diesen la paliza que el doctor Novelli quería darme.

—No puedo creerlo, ¡Es que no puedo creerlo! ¡Tú, un honorable médico trabajando de puto! ¿Es en serio, Franco? ¡¿Es en serio?! —caminaba de un lado a otro y soltaba bufidos para liberar su tensión—. ¡La madre que te parió, carajo!

—¿Quién le dijo que yo estaba trabajando como sexo-servidor?

—¡Nadie! ¡No fue necesario que nadie me dijera nada porque te vi con estos dos ojos! —se señaló los ojos para hacer hincapié—. Te he seguido durante muchas noches, esperando que no hicieras lo que parecía que hacías. Al principio no lo creí, me dije: nah, él es un muchacho bueno. No se prestaría para semejante burrada. ¡Pero resultó que es cierto! ¡Te prostituyes en ese burdel de cuarta! ¡Y no te atrevas a negármelo!

Iba a interferir, a defender mi posición, pero él siguió hablando.

—¡Por eso conocías a la señora Marcela! Ya decía yo que era muy raro que tú metieras las narices donde no debías. Pero está bien, está bien. No soy tu padre porque si lo fueras ahora mismo tu cuello estaría entre mis manos y te estrangularía como uno estrangula el pescuezo de las gallinas en el matadero.

Mientras hablaba hacia el amago de apretar algo entre sus manos y no dudé de que se imaginaba la situación con mucho dramatismo. Por puro instinto mis dedos fueron a parar a mi cuello, como si sintiese de verdad estar siendo ahorcado.

—¡Por eso Dios no me dio hijos! Y es de agradecer, eh. ¡Porque sino estaría en la cárcel por intentos de homicidios! Porque es que yo no te pegaría. No, no. ¡Yo te mato, carajo! ¡Te mato! —se llevó la mano hasta el corazón, su respiración estaba agitada debido a sus gritos—. Maldición, no tengo hijos e igual tengo que pasar por la presión de la maldita vena arterial.

—Doctor Novelli, usted ya sabe porqué lo hice.

—¿Y por qué será? —preguntó en tono despectivo.

—Por amor, por qué más iba a ser —dije en tono de broma. Él estaba tan furioso como para darme un paliza, aun así resultaba gracioso verlo tan exaltado por mi culpa.

—¡Que amor ni que nada! ¡Voy a golpearte con el libro de medicina a ver si así consigo hacer funcionar los engranajes de tu obsoleto cerebro! —tanto era su rabia que incluso agarró el libro más gordo del estante y amenazó con estrellármelo en la cabeza.

Yo me incliné un poco y apunté mi cabeza con un dedo, dándole el permiso para que me golpeara. Yo también creía que un buen golpe me haría salir de mi estupidez.

—Idiota —masculló irritado, dejando el libro a un lado—. ¡¿Y por qué tienes tantos gatos?! —había uno a su lado. El gato movía la cola de un lado a otro y cuando el doctor lo miró el gato maulló—. ¿Y tu quién eres?

El gato volvió a maullar, indiferente a su histeria.

—¿No quiere uno? —ofrecí con amabilidad.

—¡No! ¡¡Quiero que hagas un llamado a la cordura!!

Yo solo le sonreí y lo ayudé a sentarse. Erick fue solícito y le buscó un vaso de agua. El doctor Novelli lo miró extrañado pero igual se tomó el agua. Ya se le veía más calmado y no como el ogro gruñón.

—Franco, por Dios, olvida esa locura y regresa al hospital —dijo con un tono que casi sonaba a suplica—. Tu lugar no es allí, sino junto a los doctores. ¡Salvando vidas! ¡No tienes nada que hacer en un burdel! Tu madre moriría de un infarto si lo sabe. No pagaron la educación de un hijo para que terminara en un antro de mala muerte.

“¡Apoyo la moción!” intervino Erick, muy emocionado.

—Erick, cállate.

Erick solo sonrió complacido.

—Doctor Novelli. Sé que sus intenciones son las mejores, pero ya le he dicho mis motivos: encontraré a Luzbel, cueste o lo que cueste.

El doctor Novelli pareció desinflarse en un suspiro resignado.

—¿Muchacho, crees que por tener boca puedes decir lo que quieras?

—Sí.

Esta vez si me pegó con el libro por ser tan atrevido. Pero fue un golpe suave. Yo me reí pero igual me alejé por si cambiaba de idea y quería golpearme más fuerte. Entonces, a Javier se le ocurrió salir del cuarto. Me había olvidado por completo de él y no era de extrañar que durmiera en el cuarto que yo le había permitido habitar. Así que salió de allí en ropa interior, mostrando descaradamente todos sus piercing y tatuajes, contorneando de paso las caderas como solo él podía hacerlo, algo tan común en su personalidad que ni me importaba. No hasta ese momento en el que su actitud delataba sin escrúpulos el tipo de gusto que tenía. Miré enseguida al doctor Novelli.

Él entrecerraba los ojos hacia mí, como diciéndome: amor, eh. ¡Amor mis pelotas!

—¡No es lo que parece! — me apresuré a explicar lo que se cuajaba en su mente—. ¡Él vive aquí, pero no duerme conmigo! Es… es un compañero, nada más. Igual que Erick.

Él miró al jovencito, quien lo saludaba simpáticamente con una mano, agitándola de un lado y otro. Parecía inofensivo. Y lo era. El doctor volvió la vista hasta mí.

—¿Quieres decir que también es prostituto?

Miré a Erick, quien a su vez me miraba a mí. No se veía afectado por eso. Se encogió de hombros, indiferente al hecho.

—Era —aclaré—. Ya no. Ahora solo quiere vivir como la gente normal.

—Pues deberías seguir su ejemplo. Seguro que tiene más cerebro que tu —se relajó en el sillón y luego cayó en cuenta de algo y volvió a mirar a Erick—. ¿No eres tu demasiado joven para andar vendiéndote?

Erick le explicó en su curioso lenguaje los motivos por los cuales había ejercido la prostitución y cómo la había dejado, yéndose a vivir con uno de sus pretendientes. Pensé que el doctor no lo iba a entender. Pero que va. Le llevó el ritmo con una facilidad abrumante. Supuse que conocía en lenguaje de señas mejor que yo. Incluso se puso de pie y sacando una pequeña linterna de su bolsillo, procedió a examinar la garganta de Erick. Parecía muy curioso en averiguar porqué el muchacho había perdido su voz. A mi también me producía curiosidad. Pero al verlo así de juntos, con el doctor examinándolo se me ocurrió una idea.

Algo un poco descabellado, quizás.

Así que una hora después, cuando el doctor ya se marchaba un poco más tranquilo luego de su ataque de histeria, lo acompañé a la salida e incluso lo escolté hasta la puerta de su auto. Como era de esperar de un gran cirujano como él, poseía la experiencia suficiente para obtener cargos muy valorados y eso le permitía tener grandes lujos como una casa en la parte más cara de la ciudad y un carro tan ostentoso como para pertenecerle a un señor bajito y regordete. Perdía un poco la gracia cuando al abrir la puerta del piloto uno se encontraba una almohada en el asiento que le permitía elevarse un poco para así ver mejor. Era todo un personaje.

—Franco —dudó un poco y luego se decidió—. ¿Estás seguro de que no te vas a arrepentir?

Parpadeé un poco confundido. Había perdido la cuenta de cuantas veces me hacían esa pregunta, aunque para entonces todavía no me fastidiaba lo suficiente porque entendía la postura de los demás y entendía la mía. Mi obsesión era complicada de explicar y mucho más complicada de entender. Le sonreí con amabilidad.

—Soy una persona con remordimientos, es cierto. Hay un montón de cosas de las que me arrepiento, pero esta no es una de ellas.

—Lo dices porque estás herido, muchacho. Necesitas recuperarte, pero por el camino que vas no sé si lograras la meta o acabaras hundiéndote.

—Si al final siempre voy a equivocarme, entonces… puedo vivir como quiera, ¿no? —filosofé casi con alegría. El doctor Novelli negó con la cabeza, un poco cansado de que no lograse entrar en razón. Iba a ingresar a su auto y lo detuve—. ¡Espere! 

—¿Qué? ¿Ya te arrepentiste?

—No es eso, es… —miré la casa donde estaba Erick y luego lo miré a él—. Me gustaría pedirle un favor. Su esposa y usted nunca tuvieron hijos, aunque la señora Yesenia siempre quiso uno. El favor que quiero pedirle tiene que ver con eso.

—¿Cómo? ¿Ahora quieres que te adopte? —inquirió con humor. Sus ojos brillaron y rió un poco con su panza agitándose ante su carcajada—. No te lo tomes a mal, pero ya no estás en edad de que te adopte.

—No, a mi no. A Erick.

Se sorprendió tanto que dejó de reír.

—Erick es un buen muchacho —comencé diciendo con cuidado—. Ha tenido una vida difícil. No me agrada mucho que tenga que vivir con ese pretendiente solo porque no tiene a dónde más ir. Sus tías son quienes tienen su custodia, pero ellas ya tienen sus propios hijos y sobrinos. A Erick no le gusta estar allá porque nadie entiende el lenguaje de señas, y bueno, no parece que se preocupen mucho por él siendo que Erick va y viene a su antojo. Por eso quería pedirle ese favor.

—¿Muchacho, sabes lo que me estás pidiendo?

—Sé que su esposa y usted tienen muchas responsabilidades. Y solo le pido el favor de hacer el papeleo para adoptarlo y tener la custodia. Es solo eso. Yo me encargaré de cuidarlo y sus gastos. Como vera yo no puedo hacer esos transmites; no tengo casa propia, no tengo esposa ni un empleo estable. Me rechazarían la solicitud para convertirme en su guardián y así obtener la custodia. Pero si lo hace usted con el maravilloso historial que posee, no dudaran en nombrarlo su guardián.

Se quedó pensativo, acariciándose el bigote poblado. Luego de un rato suspiró y me miró.

—Déjame pensarlo bien, ¿De acuerdo? Tengo que consultarlo con mi esposa y ver en qué lio me voy a meter por esto.

—No se va a meter en un lio, lo prometo —dije alegremente. Lo ayudé a cerrar la puerta y el doctor Novelli se marchó.

Me mantuve en la acera durante un buen tiempo, observando al auto que se marchaba y que cuando ya estaba lo suficientemente lejos se convirtió en una mancha difusa. Volví a sonreír, cruzando los dedos para que aceptara hacerme ese favor. Si lo hacia sería mucho más fácil para mi hacer que Erick se quedara. Lo quería como un hermano pequeño y lo que menos deseaba era que fuera infeliz.

Él me había contado que se había peleado con el sujeto que se lo llevó y acabó en la calle, durmiendo en los baños públicos, en las plazas, incluso en la iglesia. Y con quien vivía para ese momento era otro hombre que le había tendido una mano ayuda por una buena mamada. No entendía cómo es que no había acudido a sus tías o a mí por ayuda. No me costaba nada dejarlo quedar en casa.

Suspiré entristecido y me giré para entrar. Sin embargo, al mirar al lado de la casa, justo donde vivía Darinka, me hallé a una mujer que me agitaba el brazo, como diciéndome con su gesto que fuera hasta ella. Lo hice porque la conocía, era la madre de Darinka. Se trataba de una mujer joven y amable, amansada por los golpes de su esposo, tan sumisa que a veces uno pensaría que le daba miedo a la calle. Pero no. Solo no le gustaba buscar problemas. Ella y Darinka vivían allí con su abuela. Tres mujeres solas que aprendieron a defenderse.

Me acerqué y le sonreí. A veces hablaba con ella, nada profundo, solo temas triviales sobre el clima del día o sobre el paradero de Darinka. Incluso me preparaba la cena y la enviaba con la niña. Supuse que me tenía en estima porque ayudaba a su hija interactuar con el mundo. Se llamaba Margarita igual que las flores que adornaban su jardín.

—Hola señora Margarita —dije, sentándome en el porche a una distancia prudente. Ella me sonrió emocionada—. ¿Y Darinka?

—En la escuela, ya sabes. Ven, ven, quería darte algo.

—¿A mí?

—Por supuesto que a ti. ¿A quién más ves por aquí que se llame Franco? —rodó los ojos y volvió a sonreírme—. Ven, vamos.

—¿Adentro?

—No me digas que tienes miedo de que te salte encima…

—Bueno… —dije con cuidado y sin comprometerme.

Margarita soltó un bufido y de paso dejó salir una risa fresca y juvenil. Yo la llamaba señora por respeto, pero apostaba que tenía solo un poco más de mi edad. 

—Que tu me tengas miedo a mi es ridículo —exteriorizó mientras enarcaba una ceja.

—Supe que tomó clases de defensa personal y que no le costaría nada someter a un hombre. Es natural que le tenga miedo a una mujer que obviamente es más fuerte que yo —bromeé.

—Bien, espera aquí entonces.

Y la esperé allí. No porque le tuviese miedo sino por respeto. Ella era una mujer joven y sola, y se hubiese visto muy mal que yo entrase a su casa así como así, especialmente por las malas lenguas de ese barrio que dejaba pensar que las vecinas no tenían nada mejor que hacer con sus vidas más que espiar a sus vecinos. Ah pero si les preguntaba por Luzbel ahí si no sabían nada de nada.

Margarita entró y salió minutos después llevando consigo una bicicleta.

—Encontré esto en los trastes viejo de mi marido. Nunca la usó y se estaba pudriendo allí guardada. Darinka dijo que sería buena idea dártela ya que caminas mucho. No me pareció mala idea y por eso te la estoy entregando.

Aquello no lo esperaba. Tomé la bicicleta más por inercia que por querer y parpadeé un tanto confundido.

—Pero señora Mar…

—Solo tómala. Es mi forma de agradecerte por haber ayudado a Darinka. La psicóloga dice que está menos huraña y desconfiada. Ve muchos progresos y eso se debe a ti. Has hecho que ella confié de nuevo en las personas y aunque todavía se le ve muy arisca tengo fe de que seguirá progresando. Con Luzbel ella progreso mucho porque bueno, él era gay y ella no le veía como una amenaza, pero Luzbel nunca hablaba mucho a nadie así que ella adoptó ese tipo de actitud. Pero Luzbel se ha ido y te tomó a ti como ejemplo. Gracias por hacerle ver que el mundo, a pesar de sus cosas malas, es un buen lugar para seguir viviendo.

Me quedé con la bicicleta por la insistencia de ella. Pero debía admitir que me emocionaba tenerla. Significaba que ya no gastaría tanto dinero en pasajes y por el contrario me serviría de transporte. Antes tenía una moto y una bicicleta no se comparaba en nada, pero daba igual. A un caballo regalado no se le mira el colmillo, dicen.

Esa misma tarde la arreglé y le compré un asiento nuevo, sacándola a pasear. Era la primera vez después de mucho tiempo que manejaba bicicleta. Recorrí grandes senderos, descubriendo que no era tan fácil pasear en bici cuando estás en el centro y el tráfico es espantoso. Acabé chocando contra la puerta abierta de un auto, casi me infarté al sentir los cauchos de un camión a mi costado, y me gané un par de maldiciones por ser tan mal conductor.

Pero llegué a mi destino: el zoológico de la ciudad.

Eso si, llegué mamado, con la lengua de corbata. Creía que en cualquier momento sufriría un infarto o algo así, mi condición física estaba para llorar. Aparqué mi bicicleta y miré desde afuera la fachada del lugar. Para entonces eran casi las cuatro de la tarde y era justo a esa hora que salía a pasear Luzbel.

Me había fijado que el trayecto de la casa hasta ese lugar coincidía con mi recorrido de la escuela hasta el hogar de Luzbel. Por eso no había sido extraño que soliese encontrármelo los primeros días de convivencia.

Después de que Erika me revelara que Luzbel frecuentaba ese lugar, había sido inútil para mí frenar el sentimiento de venir a ver qué tanto llamaba su atención. Seguramente de allí no podría sacar nada productivo, pero no podía evitarlo. Era más fuerte que yo. Suspiré un poco y busqué con la vista un puesto ambulante donde comprar agua o algo refrescante. Dado a mi emoción por estrenar la bicicleta había olvidado por completo traer una botella de agua.

Vi a una viejita con su puesto de golosinas y venta de helados caseros y me acerqué. Compré un helado de mandarina y su sabor cítrico y frío me refrescó la boca. Luego compré uno de coco con leche porque el dulce me gustaba. Acabé sentándome una banca que se encontraba vacía a su lado. La viejita con su rostro curtido de arrugas me sonrió y me ofreció una servilleta, pues a diferencia del helado de mandarina el de coco era demasiado dulce y me dejaba pegajoso los dedos. Mientras comía me di el lujo de admirar el gran mural que adornaba la enorme extensión de pared que dividía la ciudad del zoológico.

—¿Lleva mucho tiempo trabajando aquí? —pregunté de pasada. La gente iba y venía, preguntaban el precio de la entrada al zoológico, pagaban y se adentraban al lugar.

—Toda la vida, niño.

—Ahh… Seguro que ya debe saberse de memoria quienes transitan por esta vía.

—Sí, más o menos —sonrió como abuelita buena—. Y estoy segura de que a ti no te había visto nunca. ¿Qué viene a buscar por aquí un muchacho tan apuesto como tu sin pareja y andando en una bicicleta? ¿Eres un degenerado pervertido? ¿O vienes a mirar a ver a quién te llevas? Si tu plan es secuestrar a alguien tienes que saber que aquí afuera no tienes chances, es mejor adentro donde puedes mirar todo lo que quieras.

El comentario me provocó una carcajada. No esperaba algo así viniendo de una abuelita. Le sonreí.

—No soy un pervertido. Nada más vengo a admirar el mural y a saber si usted no echa en falta a alguien que venga a menudo por aquí.

—Ah eso. Si, sí, claro que sí. La gente viene y va pero algunas se quedan, aunque no por mucho. Pero si se trata de él siempre regresa.

—¿Él?

—Ah, vez. Si buscas secuestrar a alguien. ¿Andas haciéndole la seguidilla para secuestrarlo? Anda, no puede ser, ¿Eres marica? Si quieres que siga hablando vas a tener que comprarme otro helado. Sin plata el mono no baila.

Le compré otro helado tan solo para que siguiera hablando.

—¿Cómo? ¿Y no compras doritos o galletas? ¿Qué tal un refresco? Veo que estás sediento, seguro que un refresquito te caería bien.

—Usted está timándome, ¿no?

—Yo nada más hago negocios.

Suspiré y busqué algo de dinero tan solo para comprarme un chicle. Me paré y me alejé de allí, pero al pasar justo por su lado para ir en dirección a la entrada del zoológico, la anciana estiró su mano y me agarró el trasero. Sí, me agarró el trasero. Fue un apretón tan  inesperado que acabé con la boca abierta de la impresión. Continué mi camino sin atreverme a reclamarle nada pues sólo era una anciana pervertida.

—Me siento violado —murmuré aun sorprendido mientras me acercaba al vigilante de turno quien había visto todo y se carcajeaba de mi bochornosa situación.

—¡Santo Dios! ¡Lo que daría yo porque una mujer me agarrara el trasero así! —se burló—. No te lo tomes a mal. Ella es así. Lleva tantos años trabajando allí que ya nadie le dice nada, y menos aun porque es una anciana.

—Sí, por eso tampoco le dije nada. ¿Qué tantos años lleva usted trabajando aquí?

—Los suficientes como para compararme con doña Layla —señaló con la cabeza a la anciana—. ¿Por qué? ¿Buscas a alguien?

Saqué la foto de Luzbel y se la mostré. Hubo una reacción en su rostro, algo de sorpresa y curiosidad. Me sonrió y me devolvió la foto.

—Ah, el chico misterioso —se rió de nuevo, pero esta vez con suavidad—. Suele venir mucho por acá. De hecho, lleva visitando este sitio desde mucho antes de que yo trabajara aquí.

—¿Ha venido últimamente?

—No, no. Dejó de venir. No me extraña. Suele echarse sus desapariciones y luego regresa —hizo una mueca con sus labios para señalar el otro lado de la calle—. Allí se quedaba, de pie, sin hacer nada, solo mirar el mural. Se quedaba por horas. A mi me ponía nervioso al principio y luego me acostumbré.

—¿Sabe por qué venía?

—Eso todo el mundo lo sabe. Venía a esperar a su madre. Ella se fue y lo abandonó aquí. Es una historia muy recurrente dentro del zoológico, el del niño que fue abandonado. La policía nunca dio con ella y el niño ni siquiera sabía su nombre. Intentaron llevarlo a seguros sociales, pero el chiquillo se fugó. Desapareció por años y luego regresó. Ya estaba bien crecido. Era un niño que estaba curtido por la calle —se encogió de hombros—. Iba y venía por estos lares. Pero yo estaba seguro de una cosa.

—¿De qué?

—De que él había vivido lo suficiente pero ni siquiera parecía gustarle estar vivo. Su vulnerabilidad como humano estaba marchita. ¿Tú lo estás buscando? Porque por aquí no volvió a aparecer. Tiene meses sin venir.

—Sí, yo lo estoy buscando. Lo quiero de vuelta —tajé con fuerza, traspasando un poco de violencia en mi voz.

—Mira, yo no sé mucho al respecto. Puedes preguntarle a don Patricio. Es el anciano del kiosco verde. Dicen que dejaba dormir al niño dentro del lugar y era a él a quien ese muchacho le compraba las golosinas. Quizás si sepa algo.

Pero ese día don Patricio no se encontraba. El kiosco se mantenía cerrado y no abrió aunque esperé casi hasta la seis de la tarde. Ese tiempo valioso lo gasté comunicándome con los ex amantes de Luzbel, sin embargo los números telefónicos en el papel no respondían, o bien ya no pertenecían a sus antiguos dueños o bien el numero no estaba asignado a ningún operador.

Acabé frustrado y malhumorado.

Regresé en bicicleta, está vez manejando con más cuidado y terminando en casa con un terrible dolor de piernas que se debía a la poca actividad física que mantenía. La calle estaba repleta de niños jugando en la calle; algunos habían cerrado la calle para jugar futbol, otros más pequeños dibujaban con tiza sobre la acera para dibujar la silueta del avión. Otros más jugaban con canicas y otros se entretenían armando cometas. Ese día el cielo se encontraba templado y la brisa era muy fresca.

Me detuve a medio camino, teniendo que bajarme para pasar por la acera ya que la multitud de infantes no me permitía movilizarme como tal. Al llegar frente a la casa, noté la figura de Erick sentado en el borde de la acera, se entretenía viendo a los demás jugar y a mi parecer parecía un poco melancólico. Quizás recordaba su infancia mutilada por el accidente.

—Me alegra que no te hayas ido —dije a modo de saludo. Erick me miró y sonrió.

“Pensé en tu propuesta y hoy voy a quedarme contigo, ¿Esta bien?”

—¡Por supuesto que está bien! —observé a los infantes y luego a Erick—. ¿Pero qué haces aquí afuera?

Salomón y Javier están adentro” se encogió de hombros “Veía televisión pero hacían tanto ruido que me incomodé. Miré un momento al cuarto y a Javier le están dando como cajón que no cierra” se cubrió los labios como si quisiera sofocar una sonrisita perversa.

—De acuerdo, no era necesaria la descripción —aparqué la bicicleta sin animo de entrar. Suficiente había tenido la otra vez cuando los vi en plena faena.

Así que me senté a su lado y juntos observamos a los niños jugar. Yo veía que él se encontraba inquieto, veía a los chicos de su edad jugar al futbol y el ansia brillaba en sus ojos.

—Si les pides que te dejen jugar tal vez cedan.

“No cederán porque no me van a entender. ¡Soy mudo!”

—Si no lo intentas nunca lo sabrás —Erick negó con la cabeza, obstinado en su creencia. Suspiré y miré a los demás niños, notando la figura de Darinka entre ellos. Desde que la había convencido que si socializaba más iba a crecer más rápido, la niña salía todas las tardes a jugar—. ¡Darinka! —la llamé, ella me miró interrogante—. Ven aquí un momento, por favor.

“¡¿Qué haces?!” me cuestionó muy molesto Erick.

—Ella va a ser tu traductor. Le preguntará a los chicos si puedes jugar.

“¡No, no! De ninguna manera”

—Hola Darinka, estás más radiante que nunca —la niña me sonrió con felicidad. Ya no me miraba como si yo fuera un ogro al que hay que matar—. Mira, este es mi amigo Erick, pero es mudo. ¿Ves? No puede hablar, pero escucha muy bien.

Ella miró a Erick con un poco de desconfianza y luego volvió la vista hasta mí.

—¿Él es bueno? —inquirió con timidez.

—Sí, claro sí. Es muy bueno. Y quiere jugar con los chicos del futbol. ¿Crees que puedes ir allá y preguntarles si Erick puede jugar? Como te dije, Erick es mudo y se le hará muy difícil decírselos. ¿Qué me dices?

Darinka se lo pensó un rato, se estrujaba las manos con nerviosismo. Al final asintió despacio y luego con más seguridad. Tomó de la mano a Erick quien para entonces seguía siendo muy alto como solo podían serlos los chicos de su edad y juntos se marcharon hasta la muchedumbre de muchachos.

Los observé en la lejanía y vi como Darinka se armaba de valor para hablarle a los muchachos y presentarles la situación. Ellos escuchaban y miraban a Erick. Supuse que aceptaron porque Darinka se marchó dando saltitos y Erick ingresó a un equipo, procediendo luego a jugar. En tanto eso sucedía, Salomón salió de la casa y se sentó a mi lado. Olía a hormonas alborotadas. Lo miré de soslayo.

—Según Erick le estabas dando a Javier como cajón que no cierra. Siento pena de su trasero.

—Deberías más bien sentir pena por mi pene que quería más pero Javier le cerró las puertas del paraíso.

—¿En serio?

—Seh. Según él ya tuve mi cuota de sexo salvaje y necesita su energía para gastarla en otros penes disponibles y dispuestos. Le dije que el mío todavía necesitaba cariñitos de su parte, pero me mandó a la mierda.

Solté una carcajada sin poder creer todavía que él aceptase así como así que Javier se acostara con otros (con muchos, en realidad). Se veía tan tranquilo y despreocupado que uno pensaría que nada alteraba su superficie. Pero yo sabía que esa situación lo alteraba más de lo que estaba dispuesto a admitir.

—Javier es ingobernable, malcriado, vulgar y soberbio —enumeré con humor—. No creo que nunca se canse de coger, pero últimamente ustedes… eh… ¿Cómo decirlo? ustedes se dan mucho, mucho amor.

—Bueno, dicen que los primeros meses de pareja el sexo es descontrolado.

—Ya. No te creo ni una palabra.

Salomón suspiró con hastió y bajó sus barreras mirando el cordón de sus zapatos.

—Digamos que pretendo irme muy pronto y… quiero llevarme buenos recuerdos —admitió casi con timidez—. Por eso la urgencia de montarlo cada vez como si fuera una puta gallina.

—Pensé que ese asunto estaba zanjado —me miró como si yo fuera estúpido—. Oye, no me mires así. Creí que las cosas habían mejorado para ti.

—Lo hicieron; mi padre ya no me pega, saco buenas notas y me acuesto con Javier cada vez que yo quiera, pero eso no significa que mis intenciones de irme a la mierda se hayan terminado. Nada de eso. Solo he pospuesto el plan una y otra vez. Ya no aguanto estar en este sitio.

Se dejó caer en la acera sin importarle obstruir el recorrido de los caminantes. Un brazo cubría su rostro y con la otra mano se rascaba la barriga.

—¿Y Javier se va a ir contigo? —la risita metálica que dejó salir luego me reveló su amargura—. Pensé que te amaba…

—Yo también lo pienso. Supongo que el amor no es suficiente para que una persona se quede con uno. A veces los demás se van primero y a veces a uno le toca irse —suspiró sin apartar el brazo de su rostro, hablando con cierto rencor hacia la vida. No podía saberlo, pero adiviné en su perfil un rostro apesadumbrado—. Además, tendría que tener tres vergas adicionales para saciar su satiriasis porque al punto en que vamos voy a terminar seco y arrugado como una pasa.

—Existen los consoladores —bromeé y Salomón se rió por mi estupidez y luego paró.

—No, no, no, no, no. Imagínate. Después quiere más al consolador que a mí —se levantó con presura, manteniéndose sentando y mirándome con reproche—. Hay de todos los tamaños y colores mientras que de mi solo va a obtener una medida y a ver cómo se conforma con eso. Ya me lo imagino cogiendo con el maldito consolador diciéndome que está más duro y grande que yo. No, ni de coña.

—Ah, entonces ya hay experiencia en eso.

—Come mierda.

Volví a reírme y lo dejé en paz. En tanto volví a buscar la lista para repasar los nombres de los amantes de Luzbel. No había podido comunicarme con ninguno, pero hacia falta algo más que eso para poder desanimarme. Solo me quedaba ir a visitarlos personalmente con la dirección domiciliaria que aparecía allí.

—¿Qué es eso? —me preguntó Salomón de curioso mientras se ponía a mi lado para curiosear.

—Una lista. Necesito visitar a todas estas personas y preguntarles algo.

—Ahh, es sobre el chico que antes vivía contigo, ¿no? Javier dijo que estabas medio idiotizado por el culo de ese muchacho.  ¿Por qué no los buscas por facebook primero? No vaya a ser que por ir a la casa de alguno te topes con un asesino en serie. Nada más hay que ver la dirección para saber que son barrios peligrosos. Pásame tu teléfono —se lo di y al hacerlo una expresión de asombro y horror se dibujó en sus facciones—. ¡¿Pero qué porquería es esto?!

—No es una porquería. Es mi teléfono.

—Pues vaya teléfono de porquería. Esta vaina no sirve.

Lo decía porque mi celular no era de los actualizados, no poseía una pantalla táctil ni albergaba en su interior una serie de aplicaciones. Nada de eso. Era un teléfono tan viejo como mi abuela. En mi antigua vida si que los usaba, pero me dejé de eso una vez que huí de casa. No podía importarme menos un teléfono de última tecnología cuando todo lo que quería era alejarme de mi familia y de esa vida tan artificial. Para mí carecía de valor portar un teléfono de semejante marca, por eso me conformaba con un tortolito viejo, con la pantalla en blanco y negro que para lo único que servía era para enviar mensajes y recibir llamadas. Nada me importaba más que eso.

¿Facebook? Ni hablar, para qué quería yo agregar amigos a mi desdichada vida. ¿Twitter? No tenía nada que decirle a nadie, el mundo en mute era mejor. ¿Whatsapp? Ni tenía amigos con los cuales hablar.  ¿Instagram? Ni siquiera disfrutaba tomándome fotos.  En fin, andaba bastante desconectado del mundo cibernético.

Ciertamente la tecnología servía de mucho a la hora de reportar desapariciones. La gente colocaba fotos de los desaparecidos en un grupo de Facebook y en cuestión de segundos la noticia se hacia viral. A mi ni eso me había funcionado. También había hecho carteles con la foto de Luzbel, colocándolas por toda la ciudad. Incluso repartí panfletos. Hasta ese momento nadie había llamado reportándome algo. Lo que sea. Realmente a Luzbel se lo había tragado la tierra.

—Hermano, tienes que actualizarte. Compra un teléfono de verdad, hombre —me devolvió mi aparato de la edad media y sacó el suyo que si era bien moderno. Conectó los datos y husmeó en su facebook—. ¿De verdad te gustó tanto su culo como para buscarlo por todas partes?

Rodé los ojos, exasperado.

—No tiene que ver con su culo. O si. Pero no es solo eso. Tiene que ver con él, su forma de ser y hablar, su manera de tratarme. Lo extraño tanto que apenas puedo soportarlo… —suspiré un poco—. Los días sin él son un infierno.

—Con esos comentarios —comenzó diciendo con esa sonrisa torcida que enloquecía a Javier y que usaba para burlarse de mí—, me dan ganas de acostarme contigo.

—Serás imbécil —lo empujé amistosamente mientras me reía. Salomón también se rió por la payasada—. Mejor haz algo útil y busca en ese teléfono que para algo debe servir.

—Hay cientos de personas con esos nombres. Deja que yo busco al que se le parece más y te digo.

Se mantuvo entretenido averiguándole la vida a los demás en tanto yo observaba el atardecer que lanzaba colores amarillentos y rosados sobre el cielo, tiñéndolo de un degrade de colores bastante nostálgico. Podía ser un bello atardecer, sin embargo, al ver uno mi mente siempre me traía reminiscencias de Luzbel. Él había eclipsado todos los crespúsculos, entintándolos con su propia nostalgia.

Un día vi ponerse el sol cuarenta y tres veces —musité despacio mientras miraba el cielo, rememorando así el cuento infantil.

—Eso es imposible. El sol solo se pone una sola vez al día, Franco tonto.

Me reí un poco, de tristeza, de nostalgia. No dejé de mirar el cielo en tanto Salomón continuó la búsqueda. A pesar de estar él tan enfrascado en su misión, noté que me miraba de vez en cuando. Ya sabía yo que Salomón me consideraba estúpido, y aunque la mayoría de las veces me causaba gracia, para el momento ya me incomodaba tantas miraditas indiscretas.

—¿Qué te pasa? —dije cuando la incomodidad de hubo hecho enorme—. Si vas a seguir burlándote, te pegaré de verdad.

—Pegas como una niña, en realidad.

—Come mierda.

—Oye… Necesito un favor. Hay algo que quiero que hagas por mí —se veía incomodo y eso fue raro. Enarqué una ceja instándole a hablar—. Quiero que llames a alguien —reveló, quitándome mi teléfono y marcando un número—. Pregunta por la señora Anabel Sánchez pero no le digas que es de mi parte.

—¡Espera! ¿Y qué le voy a decir? —expresé horrorizado al notar que la llamada comenzaba a repicar—. ¿No estamos llamando a una asesina a sueldo o si?

—Es mi mamá, idiota. Tengo siglos que no hablo con ella. ¡Contesta!

Me apresuré a llevarme el aparato al oído. Después de todo mi teléfono servía a diferencia de lo que decía Salomón.

—Buenas tardes. Con la señora Anabel Sánchez, por favor —esperé un momento y tras varios segundos una segunda voz me habló—. Hola, ¿cómo esta?... No se preocupe, no es nada malo... No, no. No me conoce… Lo que pasa es que yo creo que su hijo quiere hablar con usted —ante esa afirmación, Salomón me miró como si quisiera asesinarme—. Sí, entiendo. Ya se lo paso.

Y le entregué el teléfono. Al principio  Salomón se negó rotundamente y luego cedió. Se llevó el teléfono a la oreja y casi con timidez habló. No se parecía en nada al muchacho huraño al que estaba acostumbrado. Se alejó un poco y comenzó una plática que a mi manera de ver iba a ser larga.

Agarré la bicicleta e ingresé a la casa sabiendo que estaba despejada de momentos incomodos. Guardé la bicicleta en el área de la sala porque temía que si la dejaba fuera pudiesen robármela.

Tomando el valor necesario me asomé al cuarto que Javier habitaba. Se encontraba allí, todavía desnudo, echado sobre el colchón. Se mantenía boca abajo y con los ojos cerrados, parecía que dormía. Me recargué en el dintel de la puerta, cruzándome de brazos y tomándome el tiempo para admirarlo tal y como estaba. Cualquiera podría decir que era una criatura pacífica que no rompía ni un plato y vaya que sabía yo que Javier era todo menos un santo.

—¿Amas a Salomón? —pregunté con suavidad.

No era de mi incumbencia, pero yo no podía evitar verme reflejado en Salomón y su obsesivo amor que lo llevaba a retrasar una y otra vez sus planes.

Javier apenas se levantó un poco, lo suficiente como para recargar su mejilla en la palma de su mano y me miró con esa lascivia tan característica en sus ojos.

—Sí, ¿Por? ¿No me digas que estás celoso ahora?

—Él te ama mucho, sabes. Y se va a ir pronto —Javier soltó un bufido exasperado—. Es en serio. Se va a ir y si no te vas con él vas a lamentarlo siempre.

—Salomón no se va a ir —tajó con poca disposición—. Siempre dice lo mismo pero no es más que un mocoso amedrentador. Va a quedarse, ¿Y sabes por qué? Porque le gusta demasiado mi culo.

—Pues tu culo no va a ser suficiente para que se quede. Acabaras perdiéndolo si sigues pensando así.

—Ay no, no, no, no. Ya empezaste con tus psicoanálisis. Déjame en paz. No te aguanto. Ya te dije que no hay nadie al volante en mi cabeza.

Y me dio la espalda, figurando que iba a dormir.

Cerré la boca para no decir todas las groserías que pasaron por mi mente. Apreté los puños para controlar mi mal genio y casi al instante sentí algo rozarme las piernas. Fue algo tan inesperado que casi respingué. Al visualizarlo me di cuenta de que era el gato. Estaba pidiéndome comida. Así que miré de vuelta a Javier, suspiré cansado y lo dejé en paz. Era mejor darle de comer al gato que gastar saliva en Javier. Todo lo que le diría le iba a entrar por una oreja y le saldría por la otra.

Esa noche no fui a trabajar. Tenía miedo de encontrarme a Rudy y que me pidiera explicaciones. Preferí quedarme en casa, durmiendo en el mueble mientras Erick hacia lo mismo en la habitación que antaño perteneció a Luzbel y a mí.

Para entonces, en ese pequeño rincón de mi mente, comenzó a nacer un pensamiento que nunca admitiría en voz alta por temor a que fuera cierto: no encontraría a Luzbel. Ahuyentaba esos pensamientos del mismo modo que uno ahuyenta a las moscas molestas.

Me tapé con la sabana de los pies hasta el cuello y visualicé a Cristian Teruel, el gato que yo le había dado a Luzbel. Se preparó lo suficiente como para impulsarse con sus patas traseras y así aterrizar en mi abdomen. Me reí por su peso mientras Cristian se acomodaba para dormir encima de mí. Me acompañaba en mi soledad en vez de irse a callejear afuera. Lo agradecí y me dormí sin mirar la puerta de entrada por primera vez en todo ese tiempo.

Fue una semana ajetreada, procuré mantenerme ocupado la mayor parte del tiempo para no pensar en cosas indebidas. Primero volví a ir al kiosco a buscar a aquel anciano, pero no tuve suerte. Según los demás, el señor estaba enfermo y no volvería hasta pasado unos días. Luego fui a visitar cada uno de los amantes de Luzbel y descubrí que eran hombres un poco rudos, indispuestos a hablar con un desconocido sobre Luzbel.

Algunos decidieron hablar de buen agrado. Otros me costó un mundo entero, siendo incluso amenazado con una pistola para que me fuera de sus propiedades. Pero después de lo vivido con Augusto, todo el dolor y el trauma, pocas cosas ya asustaban en comparación a ese monstruo y una pistola ya no podía asustarme del mismo modo que antes.

Así que volví una y otra vez, esperando incluso sentado en la acera a que se dignaran a hablar conmigo. Intenté de todo; fuerza bruta, extorción, ofrecí dinero, sexo y drogas (por culpa de Javier). Funcionó en algunos casos, en otros llamaron a la policía y pasé la noche en la celda, añadiéndose eso a mi ya maravilloso historial de antecedentes penales. Cuando me soltaron volví a las mismas andanzas y en esa semana conocí la celda tres veces.

Al final se rindieron de mala gana y aceptaron contarme sus historias: varios de ellos habían conocido a Luzbel vendiéndose en las calles y habían pagado una noche con él, otros lo conocían porque había habitado esos barrios y él había requerido de algunos de sus servicios; arreglar un televisor, comprar una nevera usada, acceso a marihuana. Otros más versaban su historia en la calle, en un cruce de caminos que terminó en la cama. La mayoría resultaron ser personas delictuosas que aun no habían matado a nadie. Sin embargo, todos coincidían en la misma historia: una vez que le pedían que dejara su vida como puto, Luzbel accedía y luego desaparecía.

Llevados por la preocupación habían puesto la denuncia y con el tiempo descubrieron que Luzbel había regresado pero no a sus brazos sino a la entrega de la prostitución. Se sintieron traicionados y heridos. Lo maldijeron y aborrecieron. Algunos ni querían escuchar su nombre, le guardaban resentimiento. Parecía que para Luzbel era tan simple alejarse, dejando atrás un caos de emociones.

Pregunté por la aparición de algún sujeto extraño al que Luzbel corriera a sus brazos y para mi sorpresa todos dijeron que sí, que era cierto, que a él lo rondaban dos misteriosos hombres que requerían su compañía y que él no dudaba en abandonarlos para irse con ellos.

Uno de ellos era Augusto, por supuesto, pero no tenía idea de quién podría ser el otro sujeto. Terminé más confundido que antes, atreviéndome a pensar que quizás todos tenían razón y Luzbel volvería. Sin embargo, al llegar a casa y ver el libro de El Principito sentía un mal presentimiento. De que él no iba a volver si yo no lo buscaba. Leía el cuento y me atormentaba interiormente por todo, porque ese libro en mis manos no era el que yo le había obsequiado. No, ese que leía era el que su primer amor le había regalado. Sus páginas viejas y amarillentas me revelaban que era tan antiguo que quizás ese sujeto era el segundo hombre que rondaba a Luzbel y del cual yo desconocía su existencia.

A lo mejor era él con quién Luzbel estaba.

Pero si era así, ¿Por qué había abandonado el libro también como si ya no le importara? ¿Y dónde estaba el libro que yo le había obsequiado? No lo encontraba por ninguna parte y asumí que el libro lo tenía Luzbel, signo irrevocable de lo que yo significaba para él. ¿Entonces por qué? ¿Si yo significaba algo para él por qué me torturaba con su ausencia? ¿Si Augusto al final lo dejaba ir por qué no volvía conmigo?

Me la pasaba rezando. Cada suspiro, cada minuto de la hora de una oración, se dirigía a Dios y a él en una suplica muda, algo que pedía a gritos su regreso. O cualquier cosa que me guiara hacia él.

Pero con ese mismo pasar de días y con cada historia revelada, la fatalidad me golpeó tan fuerte como para dejarme arrodillado en el suelo, sin fuerzas para levantarme. A veces sentía que mis oraciones eran escuchadas y otras veces solo sentía que perdía la cabeza junto a la mirra quemada en una iglesia.

Me acostaba a lo largo del mueble, pensando en Luzbel y admitiendo, para mi desgracia, que nadie llegaría a casa a las tres de la madrugada. Miraba la puerta como queriendo apuñalarla con mi vista porque nada pasaba y ya nada esperaba y eso me asustaba. Antes creía oírlo llegar a casa. Creía escuchar sus pasos en la oscuridad. Creía ver su silueta ingresar a la cama para acompañarme. Pero la creencia se había caído al piso, dañándose, destrozándose, haciéndose añicos. Dejaba de creer y perdía mi religión.

Me desesperaba por eso, por la verdad y su contundencia que abría brechas en mi  estado de ánimo. Admitía que se me diluía la fe como se diluye la sal en un vaso de agua. Que nada tenía sentido y que todo era una mierda. En las madrugadas llenas de pensamientos insanos lo consideraba una revelación, una epifanía llena dolor.

Aprendí que solo debía vivir un día amargo a la vez para soportar el peso de mi propia existencia, tolerando la soledad de mis pensamientos por toda la eternidad. La vida sin él se vivía, ¡Pero que amarga era!

Al pasar esa semana llegó a mis manos el documento que contenía la información sobre la matricula de aquel misterioso auto y descubrí algo terrible: que el dueño era el mismo dueño de una empresa que rentaba autos, y ese solo era uno de ellos. Hablé con el gerente y en efecto, ese auto había pasado por muchas manos al ser rentado, desde chicas jóvenes hasta adultos trabajadores. Por supuesto, tenían registro de cada una de las personas que lo habían alquilado. Era un registro inmenso, miraba la pila de documentos y se me bajaban los ánimos.

No importaba lo fuerte que eran mis intenciones de encontrar a Luzbel, no parecía suficiente. Todas las circunstancias se me venían en contra. Y aquel tan solo era una de ellas; esa lista interminable de contratos. Y no solo porque podía pasar la vida entera revisándolos sino porque necesitaba de un permiso especial para acceder a ellos, pues la política del lugar así lo requería.

¿Cómo iba yo a conseguir un permiso así? La policía ya me conocía lo suficiente como para sacarme a patadas de la estación. ¿Con un juez? No había caso en primer lugar, no existía ni una razón lógica para cederme hurgar información privada. ¿Extorsionar al encargado? Lo había intentado, ganándome así una mirada llena de reproche y la amenaza de llamar a la policía. Yo no podía volver a pasar la noche en la celda. Pues siendo así solo me quedaba sobornar al novio de Lottie y eso obviamente me llevaba a la casa de Rudy. De nuevo.

Pensar en Rudy me hizo acordarme de toda mi estupidez. De que durante toda esa semana había evitado ir al burdel para no encontrármelo. Tenía que dejar de huir y enfrentar la situación por mucho que no me gustara. Y aunque mis motivos para ignorarlo derivaban de las razones por las cuales lo besé, también existía un segundo motivo. Existía una macula nueva que me negaba a mirar.

Y era el hecho de Rudy me atraía.

Eso me resultaba horroroso. Es decir, yo pensé que nada más me iba a atraer Luzbel. Era de él de quien yo me había enamorado a pesar de ser hombre. Para ese momento lo consideraba novedoso en mi vida, quizás algo que no se volvería a repetir con otro ser humano y lo acepté porque me gustaba amarlo, porque no se sentía como algo malo sino como todo lo correcto del mundo. Era amor al fin y al cabo y lo que nace del corazón no puede ser malo.

Pero con Rudy era diferente. No era amor, era atracción sexual. Y eso me alarmaba. Yo no pensaba en mi como una persona gay. No iba por las calles y me quedaba mirando a los chicos porque eran lindos o miraba sus traseros con descaro. Jamás me había nacido ese instinto. Ciertamente me había acostado con varios hombres, sin embargo mis intenciones distaban mucho del simple gusto o placer. De hecho, odiaba mantener relaciones sexuales con los clientes y más que hacer el amor solo era un acto hecho con repudio. Utilizaba el sexo para llegar a información valiosa, pero nunca lo disfrutaba. Al final resultaba una experiencia dolorosa.

Por eso, tener esa necesidad sexual con alguien de mi mismo sexo que no fuera Luzbel, me sacaba de onda. Me daba miedo encontrar el placer donde no debía encontrarlo. Con Rudy existía una suerte de química física, me desenvolvía con facilidad con él, algo netamente corporal. Me negaba a ceder.

Además, ¿Acaso no era eso infidelidad? Luzbel me había abandonado, era cierto. Pero antes de eso habíamos querido tener una vida juntos. Él ya no se encontraba a mi lado físicamente, pero estaba metido dentro de mi corazón así que me negaba a ceder a la demanda de mi cuerpo que exigía algo más que solo encuentros llenos de odio.

Era hora de enfrentar a Rudy. Uno es la suma de sus decisiones y ser adulto significa hacerte responsable de tus creencias y de tus distorsiones. Por eso hablaría con él esa noche y volveríamos a ser amigos.

No fue necesario que esperara mucho porque esa misma tarde Rudy decidió que cuanto más rápido zanjara el tema, mejor. Así que se apareció en la casa cuando todavía seguía discutiendo conmigo mismo sobre qué decir para remediar mi error.

Su nariz no estaba rota, aunque si un poco morada y la maquillaba un poco para que no se notara. Su pelo largo la mantenía recogido en una cola alta y usaba, como siempre, una camiseta negra. Javier y Erick todavía estaban en la casa. Nada más hablaron un rato y ambos se marcharon con una excusa tan pobre que supe de inmediato que querían darme el espacio necesario para aclarar el asunto. Para entonces, parecía que todo el mundo ya sabía que me había comido la boca de Rudy.

Rudy se acomodó en el mueble y me miró con una ceja enarcada. Parecía divertirle aquel denso silencio.

—No puedes ignorarme más —dijo.

—Si puedo.

—Vamos, Franco. No seas infantil.

Emané un largo suspiró de resignación y por fin lo miré a los ojos con todas sus consecuencias.

—Quería disculparme contigo, Rudy.  

—¿Por qué? ¿Por incomodarme, besarme o ignorarme? —repuso con diversión—. ¿Al menos vas a explicarme por qué me besaste en un momento que yo consideraba muy poco atractivo?

Una profunda honda de indecisión atacó mi sistema. ¿Debía decirle que lo había besado porque me recordó a Luzbel? Eso sonaba demasiado enfermo. Sonaba a delirio y bien sabía que yo que deliraba constantemente.

—Sé que no tiene sentido, pero… me recordaste a Luzbel. Cuando estoy contigo muchas veces lo siento como un déjà vu. Como si fuese algo que ya viví con él.

—¿En serio?

—Sí…

—¿Qué parte? ¿La de que soy rubio o por la nariz sangrante?

Apreté los puños sin querer. No me sentía con ánimos de explicarle precisamente qué parte de Luzbel me recordaba porque me hacia sentir como un demente.

—No voy a decirte nada más, Rudy. 

—De acuerdo —aceptó sin molestarse a pesar de que creí que se enfadaría bastante—. Pero tienes que entender que yo no soy Luzbel, a pesar de que te lo recuerde por ratos.

—Ya lo sé.

Rudy se cruzó de piernas posando su tobillo en la rodilla izquierda. Cristian había estado esperando ese momento para trepar a su regazo y dejarse acicalar. Lo miré mal por hacerlo. Se estaba entrometiendo en una conversación de adultos y no parecía importarle. Rudy lo acarició suavemente y luego me miró sonriente, pero existía algo allí que me inquietaba. La luz en sus ojos era intensa, profana.

—Voy a confesarte algo. ¿Bien?

—Bien.

—Quiero acostarme contigo —me detuve de golpe, frenando mis pensamientos y parpadeando un tanto alarmado—. Ese beso me dio permiso para fantasear contigo.

—¿Qué…?

—No te asombres tanto; eres atractivo. Un apasionado del amor. Un hombre amigable, tranquilo, brillante y competente. No puedo evitar disfrutar de tu compañía — Algo recóndito, tímido, se me calentó por dentro al ser eje de tal devoción—. Yo te deseo, ¿tu no?

Consideré la idea de mentir, pero sentí que me acobardaba terriblemente al verlo siendo tan honesto. Lo mínimo que podía hacer era dejar de huir, ser honesto, enfrentar la situación. Odiaba ser adulto.

—Puede sonar egoísta lo que te diré, pero te agradezco que me hayas dicho eso —le sonreí, aun cuando la intensidad de su mirada me hacia sentir indefenso y sin pretextos para huir—. Que te digan que eres atractivo, que te desean porque eres brillante y competente es algo muy reconfortante cuando te sientes como un miserable parasito que ya no sabe cómo sobrevivir. Sentirse deseado por alguien a quien admiras es bonito. Me despiertas mi ego. Aunque igual, que mal gusto tienes.

— Cállate. Eres un perdedor, ¿por qué me gustas? —dijo entre risas. Yo también me reí, ya con el ambiente distendido.

—Porque soy demasiado atractivo para tus ojos —respondí  aire de suficiencia. Rudy me lanzó un cojín—. Pero tienes razón en algo —continué diciendo en ese momento de inevitable sinceridad—. Yo también te deseo. Me llamas la atención. Pero no quiero nada contigo. No quiero más problemas. Solo quiero encontrar un poco de paz. Es extraño para mí que me guste otro hombre. No puedo lidiar con eso ahora.

—¿Es necesario para ti hacer todo tan difícil? —preguntó sonriente, como si disculpara alguna estupidez que yo hubiese dicho—. No te estoy pidiendo amor. Somos dos adultos queriendo acostarse para saciar sus instintos carnales. No creo que haya nada ilegal en eso, ¿o si?

Negué con la cabeza.

—Escucha, nada de lo que tenemos se va a estropear por un beso, ¿Bien? Ni siquiera por el sexo, pero no te obligaré si no quieres. Todo pierde su gracia cuando es obligado —se puso de pie, sacudiéndose los pelos del gato que había estado acariciando —. Podemos ser amigos. Amigos que se desean. Si cambias de opinión ya sabes dónde encontrarme.

Me guiñó el ojo con coquetería y se marchó para dejarme mis pensamientos revueltos como los huevos de la cocina.

Regresé al burdel, como era de esperarse. Mis ahorros estaban para llorar y sin el sueldo de médico no quedaba otra para mí que acostarme con algunos para volver a tener dinero y usarlo en mi búsqueda. Javier traía comida y Erick también, pero me sentía mal al pedirles dinero para cubrir los gastos básicos de la casa. De vez en vez recurrían al León porque él pagaba bien y porque a pesar de todo, disfrutaba verme huraño y malhumorado con él.

Y aunque la vida parecía volver a la normalidad, en mi búsqueda insaciable, sabía que no era tan así. Pasaba por mi cabeza la propuesta indecente de Rudy y acababa sacudiendo la cabeza para ahuyentar las ganas que me asaltaban: no podía permitir que un segundo de debilidad humana nublara mis planes.

No podía equivocarme siempre, ¿o sí?

Supongo que sí, errar es de humano, dicen. Y aunque yo era un fraude como ser humano, eso no me exentaba de cometer errores. Y esta vez por mi propia voluntad porque esa noche, sabiendo que Lottie no se encontraba en su casa y Rudy no iría al burdel a trabajar, cedí a mis impulsos, a las ganas que me sobrepasaban, y decidí equivocarme de nuevo.

Tal vez era un error, tal vez era desesperación, pero al fin y al cabo mi elección. No tenía porqué disculparme por eso. Mi deseo de estar con un hombre era mi decisión, aun cuando en el fondo una parte de mi cedía porque Rudy me recordaba a Luzbel.

Toqué la puerta y Rudy me abrió con su rostro siempre sonriente.

—¿Puedo ayudarte en algo? —preguntó con intención.  

—Sí. Descubrí que también soy humano y puedo ser egoísta —dije un poco acalorado.

La sonrisa de Rudy se torció en algo sensual y me dejó pasar.

Esa noche yací con alguien por puro deseo sexual. No es como si no tuviera experiencia en ese ámbito, antes de conocer a Luzbel era lo único que conocía. Pero siempre yacía con mujeres. Esa fue la primera vez que yací con un hombre solo porque lo deseaba. Porque me inspiraba lujuria. No fue tan malo. De hecho, fue muy placentero oírlo deshacerse en gemidos entre mis brazos. No era Luzbel, cierto. Pero era alguien a quién conocía y sentía admiración. Eso lo volvía íntimo de alguna manera.

Me sentí cómodo contra su piel.

A mitad de la noche descubrí que Rudy era un ser dominante y me vi bajo su dominio. Eso resultó ser nuevo; encontrar placer en una postura que si bien ya había experimentado, nunca había hallado el placer hasta entonces. Quizás era por lo mismo; porque lo conocía y lo admiraba por su carrera y su forma de desenvolverse.

Me dejé tocar, lamer y besar. Me dejé morder y arañar. Existía algo placentero en la forma como se movía, aun exenta de amor y llena de lujuria. Era lo que necesitaba. Entendí que el rol sexual no agrega ni resta valor a nadie y que la versatilidad puede ser una deliciosa opción sin importar las etiquetas que imponían los demás. Al fin y al cabo, eso no era nada más que prejuicios y pensamientos retrogradas de personas que apestaban como seres humanos.

A esa hora de la madrugada la cordura me traicionó y pensé en Luzbel a pesar de haber tenido sexo con otra persona. Por su parte, Rudy se mantenía sentado en la cama con la lámpara encendida. En sus manos sujetaba un block de dibujo y en el cual dibujaba con ayuda de un carboncillo. Imaginaba que me dibujaba, no podía saberlo y no me provocaba la suficiente curiosidad como para ir a ojear. Yo solo me mantenía acostado en su cama, con la vista perdida en la ventana que daba al espacio de afuera.

A través de ella contemplaba a las polillas que se arremolinaban alrededor del bombillo. Yo también era como ellas, como una polilla que seguía la candente luz sabiendo que esta era su destrucción.

—¿Te arrepientes? —me preguntó Rudy sin dejar de dibujar.

—No. Solo pensaba…

—¿En qué?

Me di la vuelta para encararlo. La noche todavía era muy oscura y la luz de la lámpara era tan tenue que apenas le iluminaba la cara. Me preguntaba cómo podía dibujar así, podía estropearse la vista, pero a él no parecía importarle. Continuaba dibujando muy concentrado.

—Rudy, ¿Estoy muerto?

—No.

Fruncí el entrecejo.

—¿Por qué no?

Ante mi pregunta, Rudy levantó la vista para verme. Me analizaba con sus ojos oscuros como obsidianas. Dejó a un lado el lápiz y me aventó la respuesta que yo ya sabía, pero que me negaba a aceptar.

—Supongo que él tiene razón cuando dice que la gente no se muere de amor.

Hace un par de meses hubiera entrado en pánico por una repuesta así, pero ya no se sentía como el fin del mundo. Su ausencia me dolía pero no me mataba. No era justo, el mundo continuaba girando, la vida seguía, ¿Pero por qué seguía? ¿Por qué no se detenía? Debería detenerse.

Interludio VII

Johan sabía que a Luzbel le gustaban las flores, así como también sabía que le gustaba el amarillo. El amarillo era un color muy luminoso, feliz, el color de la esperanza, y pensó para sí, ya que se acercaba el cumpleaños del chico, en regalarle una flor amarilla. Un girasol. Y para que fuese aun más especial, había decidido cultivarla él mismo.

El proceso había sido duro y agotador ya que Johan a diferencia de Augusto, no sabía nada de plantas y mantener viva a una cuando ni siquiera sabía cómo se mantenía vivo él, fue una tarea titánica. Sin embargo, consiguió hacerla florecer justo el día que Luzbel cumplía trece años. La flor era esplendorosa y preciosa como sólo podía serlo las de su raza, buscaba al sol y levantaba su cabeza a el para llenarse de luz. Era sin dudas, un concepto hermoso y con ello pretendía decirle al chico que no perdiera las esperanzas de tener una vida normal lejos de esa mansión de rosas rojas.

Había conseguido que Augusto no volviera a tocar a Luzbel y de eso ya habían pasado tres años. Solo necesitaba un poco más de tiempo para convencerlo de dejar ir al niño. Entonces Luzbel sería libre. Johan se encargaría de buscarle una buena familia que lo criara y le diera todo el amor que el chico necesitaba.

Lamentablemente llegó tarde, como en todo. Aun cuando Augusto no hubiese vuelto a tocar a Luzbel en esos tres años, el daño ya estaba hecho. Fue una noche del año 99 y Luzbel cumplía trece años cuando sucedió la tragedia…

Había comprado un pastel y golosinas para hacerlo feliz, y por supuesto, llevaba el girasol. Pensaba que iba a ser una buena noche. Sin embargo, algo le dio mal augurio en cuanto notó todas las luces apagadas. Con la llave que siempre mantenía con él, se abrió paso entre las puertas, buscando incesante a los habitantes de la casa, sin embargo todo lo que encontró fue un inquietante silencio. Revisó las habitaciones, el atelier y la cocina, quedaba solo por revisar la sala de descanso. Tragó saliva y abrió la puerta despacio, encontrándose con la horrible escena; el mueble que Augusto solía usar para dormir en las noches de insomnio se encontraba manchado de sangre, pintando de una forma macabra el tapiz.

Johan se quedó estupefacto, intentando asimilar lo que eso significaba.

Porque en efecto no significaba nada bueno. Se acercó despacio, percibiendo que las manchas eran muy frescas, mostrándose como el impacto de un tomate tirado a la pared, con toda su saturación e intensidad.  El cuerpo de Augusto estaba allí, echado tranquilamente, en una postura que indicaba que había recibido un disparo justo en la cabeza. Para entonces, la sangre goteaba rítmicamente al suelo y la laguna carmesí ya era un hecho.

—Oh Dios… —murmuró atónito.

No supo exactamente cuánto tiempo se quedó allí, contemplando la escena sin poder moverse, pero cuando salió de su trance el oxigeno entró a grandes bocanadas en su organismo. No había ninguna forma de que el mundo siguiera girando como giraba luego de semejante shock.

Al recuperar el movimiento de sus articulaciones, viró la vista a todas partes, horrorizado de que el intruso, sea quien fuese, aun anduviese por ahí, con el arma en mano. Pero a quién encontró allí no fue a un delincuente, sino a un niño de trece años. Eso le resultó aun más impactante que ver a Augusto medio muerto.

Su corazón latía salvajemente en su pecho, bombeando sangre helada por todo su cuerpo mientras se acercaba al chico. Luzbel levantó un momento la mirada, observándolo quietamente desde su lugar bajo la ventana, con las rodillas juntas y los brazos sobre estas.

—¿Luzbel? —preguntó asustado, pues ya se había percatado del arma que descansaba al lado de los pies del niño, como una mascota fiel a su amo. Johan empezó a temblar, tejiendo en su imaginación miles de escenarios posibles.

—Yo gané… —dijo con voz calmada. El jovencito lo contemplaba fijamente, sin atisbo alguno de miedo, dotando sus brillantes pupilas de una peligrosa determinación.

—Luzbel, necesito… —Johan se arrodilló a su lado, pasando dolorosamente saliva por su garganta—, necesito que me digas qué pasó porque estás empezando a asustarme —susurró sin dejar de temblar—. En verdad me estás asustando…

—Dijo que podía hacerlo. Dijo que cuando estuviera listo yo podía matarlo. Él se veía tan feliz y yo no lo soy, por eso quería ser como él

—¿Cómo él?

—Sí. Feliz.

Luzbel tomó el arma y la depositó entre las suaves manos de Johan. Johan la sostuvo incrédulo, sin dejar de temblar, contemplando su aniñado rostro que no sentía culpabilidad, ni remordimiento, ni el típico miedo que atenazaban los músculos ante la primera vez que uno dispara a una persona.

El rostro de Luzbel era una hoja en blanco.

Y Johan se preguntó, con ese doloroso nudo en su estomago, si Augusto habría matado el corazón del niño. Y ahora que sabía la verdad, no podía negarla mientras lo miraba directamente a los ojos

—Ya no la necesito —murmuró Luzbel—. Ya hice lo que quería.

Cuando el organismo de Johan se activó con una corriente de energía, su mente estalló en un torrente de pensamientos e ideas. Primero se guardó el arma, envolviéndola en un pañuelo blanco clásico que siempre llevaba consigo, luego le dijo a Luzbel que buscara algún calzado que ponerse y cuando el niño se levantó y fue a por ello, Johan notó que no tenía ni una mancha de sangre, iba impecable y se preguntó si acaso era cierto, si Augusto se habría dejado matar, si habría visto venir al chico con un arma y habría aceptado de buenas a primeras el disparo en su cabeza. No sabía qué creer.

Tomó el cuerpo de Augusto, cargándolo tan cautelosamente posible como podía, tratando de no añadir más daño. Se encaminó al auto, depositando el cuerpo con la misma cautela que se utiliza para depositar una copa de cristal en el mantel de la mesa. Para entonces, Augusto respiraba tan suave, suavemente, que casi parecía muerto y sólo podría ser cuestión de tiempo entre una cosa y otra.

Luzbel iba en el asiento de copiloto cuando Johan arrancó el auto.

—¿Vas a salvarlo? —preguntó el chico, mirando el paisaje oscuro fuera de la ventana.

—Perdóname. Sé que lo odias, pero yo no puedo dejarlo morir. Perdóname. 

Y por supuesto, Luzbel lo perdonó. Cómo iba a odiar a la única persona que había sido amable con él. Y Johan se odió aun más por eso, por ser tan miserable en no dejarlo morir. El infierno podría acabar tan fácil como eso, pero no podía. Era algo demasiado difícil de poner en palabras; la forma en que Johan amaba a Augusto, en que tenía que amarlo porque sino sentía que se volvía loco.

No tenía tiempo para pensar en ello. Tenía que ir al hospital con urgencia, así que aceleró, pensando en qué tipo de mentiras diría ahora para encubrir un crimen tan horroroso. Continuó conduciendo, con el sudor corriendo por su frente y Luzbel en el asiento del copiloto.

Llegaron al hospital y las enfermeras y doctores al ver que se trataba de un herido de bala, abrieron paso para trasladar al paciente que se debatía para ese momento, entre la vida y la muerte. Hubo gritos, órdenes y doctores corriendo junto a una camilla que se manchaba cada vez más de sangre.

Johan esperó afuera al igual que Luzbel. El chico iba ataviado en un vestido sencillo blanco junto a unas pantuflas adorables. Su cabello largo y rubio se encontraba acomodado sobre un hombro, casi dándole un aspecto solemne mientras continuaba sentado en uno de los bancos en la sala de espera. No se veía afectado por la situación, tan sólo contemplaba la forma de las pantuflas y movía el pie arriba abajo. Johan suspiró y pretendía acercarse a ofrecerle una taza de chocolate caliente cuando alguien le incidió el camino.

—¿Es usted Johan Franseschi? —Johan miró por encima de su hombro y vio a un par de oficiales. Suponía que venían a tomarle la declaración.

Se dio la vuelta, dándole la espalda a Luzbel y encarando a los oficiales.

—Sí, soy yo.

—Venimos a tomar su declaración.

Johan empezó a hablar, torciendo un poco los hechos a su propia conveniencia. Relató que había salido a la pastelería a comprar un pastel de cumpleaños, llevándose con él a Luzbel. Una vez de vuelta a la quinta, habían encontrado la escena del crimen, con Augusto medio muerto en el mueble, y él como buen amigo, había tomado la decisión de traerlo al hospital, tratando de no hacer mucho daño pues estudiaba medicina y allí en el hospital todos lo conocían.

Declaró que era posible que el móvil del crimen se tratara de un robo, pues muchas de las joyas ya no se encontraban allí. No era algo extraño que robasen la mansión, años atrás la propiedad había sufrido el mismo destino cuando fue saqueada y quemada. Que la historia se repitiese no era extraño.

—¿La niña andaba con usted? —preguntaron. Johan miró por encima de su hombro, ubicando al chico allí. Los oficiales también siguieron su vista y dieron con la criatura.

—Sí, Luzbel también iba conmigo —afirmó, intentando que la voz no le temblara.

Luzbel lo miró a él primero y luego a los oficiales y asintió en consentimiento.

Los oficiales anotaron cada detalle y continuaron haciendo preguntas. Johan respondía y explicaba de la mejor forma que podía. Luego de un largo interrogatorio donde la policía informó los hechos a sus superiores y otros se marcharon a revisar la escena del crimen, Johan respiró tranquilo. Pretendía regresar junto con Luzbel para verificar si el niño se encontraba bien, pero cuando fue hasta los bancos en la sala de espera se dio cuenta de que Luzbel no estaba por ninguna parte.

Comenzó a buscarlo por el hospital. Quizás había al baño, pero allí no estaba. Fue a la cafetería y tampoco lo encontró. Recorrió varios pasillos y no tuvo suerte. Fue cuando comenzó a preocuparse por la ubicación del muchacho.

Corrió a la sala de espera y preguntó a la recepcionista si no había visto marchar al niño. Ella lo vio un momento y al siguiente ya no se encontraba. Los oficiales, que todavía seguían allí, notaron su angustia y preguntaron el motivo. Entonces, ellos también se unieron a la solicitud, buscándolo por toda la estructura del edificio.

Johan salió a la calle, gritando su nombre, corriendo por los alrededores. Nada. Comenzó a desesperarse. A aullar maldiciones. Continuó su búsqueda hasta la madrugada, corriendo sin cesar, preguntando a quienes se aparecían en su camino. Su pecho subía y bajaba con irregularidad hasta tornase casi doloroso. Esa noche no lo encontró por ninguna parte a pesar de buscarlo en todos los lugares. La policía se contactó con él y Johan se vio en la necesidad de reportar una desaparición.

Los días siguientes resultaron una pesadilla. Ni Augusto despertaba ni Luzbel aparecía. La policía investigó la escena del crimen, encontrándose el suceso que Johan ya conocía. Buscaron el arma homicida sin encontrarla y recrearon la escena, una especie de montaje que revelaba los puntos exactos donde habrían estado victima y victimario. Augusto había estado allí, acostado a lo largo del mueble, leyendo quizás un libro, y su atacante se había acercado silenciosamente, depositando la boca del arma en su frente y disparando no mucho después. No había señales de forcejeo, por lo que intuyeron que lo tomaron desprevenido. Ni huellas, ni armas, ni señal de violencia.

No parecía un escenario muy común.

Pero Johan sabía que Augusto no había puesto ningún tipo de resistencia y que incluso habría visto venir a su atacante. En su retorcida forma, Augusto habría estado contento porque la persona que quería había ido a matarlo. Casi podía jurar que fue él mismo quien señaló su frente como un lugar al cual disparar, instigando al chico a apretar el gatillo en cuanto se sintiera listo.

La escena en si no lo dejaba dormir, atormentado siempre por las imágenes grotescas que lo perseguía hasta en sus sueños. Se levantó más de una vez sudando y gritando. Entonces, decidió ir al único sitio al que iba cuando su angustia se desbordaba: el vertedero. El sitio donde había crecido, ausente de madre y de padre, el sitio al que iban los chicos donde no tenían a donde ir.

Llegó en su auto cuando el sol estaba poniéndose, pasando como siempre entre los caminos hechos de basuras, observando los distintos trabajadores que clasificaban los deshechos antes de partir de allí y los múltiples niños que iban de aquí allá recolectando lo que fuera. Iba distraído en sus pensamientos, de cuando estuvo allí y fue uno de ellos, sobreviviendo como podía hasta que apareció el artesano y lo sacó de ahí. El recuerdo le produjo amargura y se detuvo un momento para tomar un respiro, golpeando luego el manubrio con frustración y ansiedad.

De repente, alguien tocó el vidrio del auto, dando continuos toquecitos para sacarlo de su memoria. Johan apenas alzó la vista y tuvo que enderezarse una vez que vio a su invitado, pues no se trataba de nadie más ni nadie menos que de Luzbel. Se veía diferente, pero era él…

Johan lo contempló con asombro, con sus pupilas detallándolo: el niño estaba allí, llevaba el cabello corto producto de habérselo cortado con un pedazo de vidrio, dejándolo así todo trasquilado. Su cara seguía siendo aniñada junto con restos de polvo y suciedad que le otorgaban el aspecto propio de un niño de la calle. Y ya no iba con vestido, en su lugar solo llevaba puesto pantalones viejos y sucios junto con una camisa rota. Era de esperarse que la policía no lo hubiese encontrado, pues a quienes ellos buscaban era una niña y no un niño.

Salió del auto deprisa.

—Por los calvos de cristo —murmuró. Tomó al niño de los hombros—. ¿Por qué te marchaste así, Luzbel? ¡Estuve buscándote por todas partes! ¡Estaba muy preocupado!

—Lo siento —dijo, sus ojos brillantes parecían consumir su imagen. Una mirada que, más que abordar interés, abordaba curiosidad. Ansias de saber —. Pensé que no me reconocerías.

—Luces diferente, pero reconocería tus ojos a donde sea que fueses —admitió con una sonrisa, apartándole un poco las chasquillas que le caían por la frente—. Vamos, te acomodaré ese cabello. Ahora si luces como un chico.

Lo tomó de la mano y lo llevó a casa de mamá gallina. Le decían así por la cantidad de niños que acogía en su casa y los cuales la seguían cual pollitos siguiendo a su madre. Para Johan lo había sido e iba allí cuando podía, trayendo ropa, comida y hasta juguetes. Ese día, sin embargo, sólo había ido a buscar un poco de consuelo. Y también para dejar el arma homicida, para que ella lo escondiera entre múltiples capas de basura que nadie tomaría en cuenta, al igual que los niños en la calle, que para entonces eran tan abundantes como un millón de hormigas en su hormiguero.

—Cuida de él. Vendré pronto. Lo prometo —le pidió a ella.

Mamá gallina era sin dudas, una mujer bondadosa. Y no dudó en tenderle la mano para ayudarlo. Johan dejó a Luzbel con ella, pensando que esta era su oportunidad de intervenir. La policía seguiría buscando a la “niña” y cuando Augusto despertara no tendría a nadie más a quien hacer daño porque Johan se encargaría de que no volviera a encontrar a Luzbel.

Con esa idea se marchó de allí.

Y pasaron seis meses para que la policía dejara de lado el caso, ubicándolo como su sospechoso. Para entonces, Augusto aun no salía del coma y se mantenía entre las sabanas limpias de un hospital, durmiendo hasta que algún milagro pasara. Johan se dedicó a cuidarlo todos los días, asistiéndolo y haciéndole compañía. Y existían días en que Johan se sentaba en la silla, al lado de la cama, y contemplaba su rostro, analizando sus rasgos y pensando en lo fácil que sería tomar una almohada y ahogarlo hasta que el oxigeno se resintiera en sus pulmones. Podía pasar, ¿no? La gente no siempre sale del coma y una persona como Augusto no hacia falta en el mundo. Él podía planear hasta el ultimo detalle del homicidio, ajustándolo todo para que pareciese un accidente, y aun así ser incapaz de llevarlo acabo, quedándose allí solo para convertir el dióxido de carbono en oxigeno.

Porque él, por mucho que quisiera, no podía matarlo.

Juraba desde su sitio que le importaba mucho Luzbel y su futuro, quería que estuviese a salvo, lamentablemente si en un momento tenía que tomar una decisión y Augusto estaba en peligro, su respuesta arraigada siempre había sido salvarlo a él.

Esa tarde, luego de haber visitado a Augusto, finalmente decidió ir a ver a Luzbel. Él seguía en la casa de mamá gallina, pero ya no lucia más como una chica, lo comprobó en cuanto lo vio con el cabello corto como el de los chicos, con los pantalones holgados y la camisa medio sucia.

—Bueno, muchacho, ¿Qué pasó que no viniste antes? —recriminó sutilmente mamá gallina.

Ella era una mujer mayor, con las canas decorando su cabeza así como la sabiduría colgando en cada palabra que vociferaba. No era lo bastante mayor para ser una abuela, pero si lo suficiente como para tenerle respeto. Su casita, hecha de retales de sabanas y madera era acogedora y albergaba a unos cuantos niños, los niños que solían ser abandonados en el vertedero. Luzbel era uno de ellos.

—Perdóname mamá gallina. No pude venir antes.

Hablaron un poco. Ella le comentó acerca del niño, le dijo que era un poco problemático por esa forma que tenía de hablar, siempre dando en el grano sin siquiera consultar a la consideración, algo que le generó un par de enemigos y unas cuantas peleas en el terreno.

—Pero bueno, tienes que decirme quién es este muchacho, ¿por qué lo dejaste conmigo?

—Es algo muy complicado, mamá gallina —se pasó una mano por el pelo, mitigando la ansiedad que la pregunta le provocaba—. Sólo necesito salvarlo.

—¿Salvarlo? ¿Salvarlo de quién?

—De si mismo y de todo lo demás.

De reojo miró al chiquillo; jugaba con un gato en soledad, dándole comida pacientemente y sonriendo ante la perspectiva de alimentar a un muerto de hambre como lo era él.

—¿Él ha dicho algo?

—Nada importante. Dice que esta esperando a su mamá, pero ella no va a venir, ¿verdad? —preguntó con intención, escudriñándolo con sus ojos de águila.

—No. Ella no va a venir ni ahora ni nunca —suspiró—. ¿Qué hay del arma que te di?

—Guardada. Sabes que yo nunca juego con esas cosas. Los niños aun no la han visto. ¿Qué vas a hacer con eso?

—Nada. Quédatela. Véndela si quieres. Te darán buen dinero por eso. Pero las joyas que te di no las uses, no puedes ni venderlas. La policía las esta buscando. No es buena idea que te encuentren.

—No me gusta como suena eso —agudizó la vista—. ¿En qué lio te has metido ahora?

Johan sólo le sonrió con afecto, guardándose sus palabras. En ese aspecto era igual a Luzbel, porque no iban a contar nada, no iban a hablarle a nadie de sus pensamientos, de sus secretos.

—Está bien, no me cuentes nada, tacaño —se cruzó de brazos—. ¿Qué vas a hacer con el niño?

—Ya sabes lo que voy a hacer. Lo llevaré a un orfanato. ¿Hay alguno que quiera irse?

—Uno. Los demás huyen de sitios como esos, ya sabes. Piensan que aquí son más libres.

—Entiendo. No se les puede obligar…

Solía pasar que Johan era buen samaritano y como tal solía llevarse un par de niños y llevarlos al orfanato, donde encontraban un lugar para estar y aprendían a defenderse con letras y números, y si Dios era grande, conseguían una familia. Las monjas ya lo conocían por su buena labor de voluntario y de ayudar a los chicos a conseguir familias. Por eso, esa tarde también aceptaron a los huérfanos que visitaron el sitio.

—Aquí estarás bien —dijo Johan, acompañando a Luzbel hasta el cuarto que sería su habitación.

Luzbel no había dicho nada, disfrutando de su compañía, de su olor a perfume y de sus ojos claros que siempre resultaban amables y trágicos de alguna misteriosa forma.

—Aquí aprenderás a escribir, a sumar, a leer. ¿No querías tu aprender a leer? Si pones de tu parte las monjas te enseñaran. Y así podrás leer el cuento —buscó el libro de El Principito y lo depositó en las manos de Luzbel—. Este es mío, pero ya que te gusta tanto no tengo ningún inconveniente en obsequiártelo, así tendrás una parte de mi contigo y mientras lo tengas yo no te abandonaré. Lo prometo.

—Pero vas a dejarme aquí…

—Es por tu bien. Créeme. Haré todo lo que este en mis manos para conseguirte una familia y así serás feliz. ¿No es eso lo que tanto anhelas? ¿Ser feliz? La felicidad puede ser hallada y disfrutada, solo tenemos que tener un poco de paciencia y si Dios es grande como yo sé que lo es, es bastante posible que en vez de buscar la felicidad, ella te encuentre a ti primero.

—Dices eso porque no quieres que lo mate, ¿verdad? —Johan se estremeció—. Él necesitaba morir. Debía morir por lo que me hizo. Pero tú lo salvaste, ¿cierto? No puedo quitarme el grillete de oro mientras él este vivo.

Johan tomó al niño suavemente de los hombros. Luzbel se veía un poco alterado.

—Escucha Luzbel, no voy a dejar que él te encuentre, ¿Entiendes? Voy a protegerte. Lo prometo.

—Mentira. No pudiste dejarlo morir, no puedes protegerme. Él va a despertar y va a cazarme, ¿no lo entiendes?

—No lo hará. Confía en mí. Por favor Luzbel, olvídate de él. Olvida esa idea de matarlo. Por favor, mereces algo mejor. Mereces una vida mejor —Johan juntó las manos del chico con las suyas, para entonces Luzbel no era lo suficientemente alto—. Si tienes la oportunidad de vivir una vida normal, quiero que me prometas que vas a tomarla, ¿Si?

Luzbel asintió lentamente. Johan le sonrió, le revolvió el cabello y lo dejó. Sobre la cama, resguardadas en un sobre de manila, dejó unos documentos que validaban la existencia de Luzbel. El mismo nombre, pero de apellido diferente, pues ahora era huérfano y como tal adoptaba como apellido el nombre de la institución que lo acogía.

Una semana después, Luzbel huyó del orfanato, desapareciendo como una aguja en un pajar o lo que era peor, un filamento de paja en un agujar.







Notas finales:

Quería disculparme con ustedes por lo largo del capitulo. Leí por ahí que llegaba a ser muy pesado leer capítulos tan largos. Y bueno, yo hago capítulos super largos. Este en especial salieron 15000 mil palabras. Es mucho para un solo capitulo así que me disculpo si resulta muy tedioso. Es que para mi es super difícil hacer capítulos cortos. No puedo. Y a estás alturas cuando ya nos acercamos al final de la historia, menos puedo hacerlos. Necesito dejar las cosas claras para que no queden tantos cabos sueltos. Sé que muchas de las cosas parecen solo relleno, pero tienen su motivo de estar allí. Me recomendaron que dividiera los capítulos, pero eso tampoco es posible. Si no lo han notado cada capitulo responde a una estructura muy puntual que me permite desarrollar el capitulo de acuerdo a esos parámetros y dividirlo en tres o cuatro partes arruinaría esa estructura que tanto me he esforzado en hacer. De verdad pido perdón por lo largo del capitulo. Espero que al menos lo hayan disfrutado.

Otra cosita, sé que a muchos no debe caerle en gracia que Franco se acueste con otro por deseo. Hablando honestamente es infidelidad, ¿no? jaja aun así me atreví a agregar ese factor de disfrute sexual porque bueno, Franco esta solo y la necesidad de cariño, su sobredosis de soledad, lo orillan a buscar un poco de calor en alguien que le brinda más que dinero por un servicio. En fin, solo quería agregar que no va a haber triangulo amoroso. No, no; tendría que haber vacilación por parte de Franco y no la hay, él sabe muy bien dónde esta su corazón. Por su parte si Luzbel lo supiera no objetaría nada, si es lo que Franco desea él lo respetaría precisamente por eso. Y Rudy, bueno, es un chico con sus metas muy claras y no va a pelear con un fantasma por un amor imposible. Así que no, no hay triangulo amoroso.

Eso es todo mi reporte por ahora. Espero volver a actualizar pronto.


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