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La miserable compañía del amor. por CieloCaido

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Capitulo 34: Un pájaro con un ala rota.


En alguna ocasión, cuando mi ex novia veía sus dramas coreanos, oí de la boca de uno de los protagonistas un poema que me gustó mucho. No lo recuerdo todo, pero si algunas partes. Decía: Cuando una persona llega a tu vida, es de hecho, algo extraordinario. Porque viene con todo su pasado, presente y futuro. Eso es porque toda la vida de una persona viene con ella. El corazón es frágil. Es posible, que antes hayan roto el corazón que trae consigo...


Quizá el poema era más largo, no puedo recordarlo. Pero esas palabras si las recuerdo. Se quedaron conmigo porque lo entendí entonces... porque lo entiendo aun ahora... No creo que sea extraordinario que alguien entre a tu vida, creo más bien que es algo aterrador porque cuando una persona llega a tu vida, toda su vida también llega con esa persona, incluso su propio corazón roto. 


El mío se rompió en mil pedacitos cuando mi primo murió en mis manos y anduve errante por todas partes, huyendo de mí mismo y cargando con los cristales sin atreverme a entrar en la vida de nadie. ¿Quién iba a querer un corazón roto, de todos modos? ¿Y a quién yo iba permitirle ver mis trozos? A nadie... hasta que conocí a Luzbel, por supuesto. El vio mis filos y yo los suyos. 


Pero ahora entiendo un poco mejor: no es tan terrible que alguien quiera entrar en tu vida, el problema surge cuando una vez que logras adaptar tus pedazos con alguien, ese alguien se va y entonces los espacios que creíste plenos vuelven a estar vacíos. No es tanto que una persona entre, es cuando esa persona se va y toda su vida se va con ella. Creo que ese es el verdadero problema: superar la ausencia. 


Sobrellevaba lo mejor que podía la mía; ya no me quedaba largas noches viendo la puerta en espera de que Luzbel entrara, dejé de ver su silueta fantasmal en la calle, y podía leer El principito sin sentir un nudo en la garganta. Incluso los ecos que aun perduraban en la casa, ya no me lastimaban con tanto ahínco como antes. Se habían vueltos tolerables. Parecía que su ausencia perdía el poder de herirme. 


Quizás por eso, esa noche, me dejé convencer por Rudy y visité una disco de ambiente. Suspiré casi con agobio al ver las cantidades de luces de neón cambiantes y la música alta. Eché una mirada rápida al lugar: el sitio era bonito, baldosas oscuras y paredes tapizadas con terciopelo rojo. En los extremos se exhibían dos barras largas, una de cada lado, y en el centro se encontraba la pista de baile y también había una pequeña tarima para los menos pudorosos. 


Para entonces ya pasaban de las once y la cantidad de personas resultaba asfixiante; habían chicos bailando tan pegados unos de otros que casi parecía una orgia, otros se acumulaban en los rincones y se besaban, lo mismo entre chicas. 


Yo estaba bastante acostumbrado a ese tipo de ambiente, de modo que no me impresionó mucho. Lottie y yo fuimos a la barra mientras Rudy iba al baño. 


—Oye, Lottie —dije un poco inseguro—. Sé que sabes que Rudy y yo... ya sabes. Y quería disculparme por no decírtelo desde el principio. 


Lottie descansó el codo en la barra y en su palma apoyó su mejilla, ladeando la cabeza en mi dirección. Las comisuras de sus labios se elevaron, componiendo una dulce sonrisa.


—Está bien. Lo que ustedes dos hagan por la noche no es asunto mío. Por la tensión que siempre había entre ustedes, supuse que pasaría tarde o temprano. 


—¿No estás molesta? Digo, es tu hermano y yo... bueno, yo busco a otra persona. 


—Rudy sabe que lo que hace. Solo espero que no se le salga de las manos esta situación. 


Enarqué una ceja. La música como ruido de fondo y el constante parpadeo de luces no me permitía verle bien la cara. 


—¿Qué quieres decir? —inquirí, escuchando a la gente corear la canción del momento. 


—Quiero decir que el amor siempre nos encuentra aunque no lo estemos buscando. 


—Yo no puedo amar a Rudy, Lottie.


—No hablo de ti, cariño —replicó con tono cantarín. 


Para ese momento, Rudy volvía a unirse a nosotros y Lottie calló. Miré a Rudy con curiosidad; él no parecía el tipo de persona que se enamora fácilmente y menos de mí. Sonreía con mucha facilidad y parecía estar siempre de buen humor. 


—¿De qué hablaban?


—De que sentiría muy ofendida si ninguna chica viniera a pedir mi número —respondió con un mohín—. Significaría que no soy guapa. 


—Lottie, a ti ni siquiera te gustan las mujeres —soltó Rudy, llamando al barman para pedir las bebidas—. Que yo sepa, todavía te gustan los penes. 


—¡Grosero! —le soltó un manotazo—. Tomé mucho de mi tiempo para ponerme bonita. Lo justo es que llame la atención de varias damas y se acerquen para disfrutar de mi maravillosa compañía. Podría conseguir muchas bebidas gratis —ella se tocó el cabello, como queriéndoselo arreglar. Me miró con duda—. ¿Verdad que me veo bonita, Franco? 


—Te ves hermosa. 


—¡Por supuesto que me veo hermosa! Me vi en el espejo antes de salir —sonrió ampliamente y yo solo pude reírme por su vanidad— ¡Oh, mira! Esa de allá no me ha quitado los ojos encima. ¡Creo que le gusto! Bien, voy a poner a prueba mis atributos femeninos —se bajó de la silla y se disponía a irse, yo no podía creer que se tomara todo como un juego. Rudy la detuvo antes de que se marchara. 


—Lottie, si alguien te secuestra yo no voy a mover ni un dedo.


—Ay, hermanito, tu siempre tan amoroso. Descuida, si me secuestran les daré la dirección de la casa para que te lleven a ti también. Los gemelos se venden mejor en el mercado negro. Dos por uno, ¿Qué te parece? —le guiñó el ojo amistosamente y Rudy rodó los ojos, exasperado. 


—¿No vas a esperar tu bebida? 


—Que va. Conseguiré un montón de bebidas gratis, ya lo veras. ¿Quieres apostar? 


—De acuerdo. Si consigues diez bebidas gratis, haré el aseo de la casa por todo un mes. 


—¡¿Diez?! ¡Ja! Conseguiré veinte y lamerás hasta la suela de mi zapato. 


Lottie se marchó con pasos decididos, con sus caderas moviéndose cual chica glamurosa; llevaba un vestido que le llegaba a la mitad del muslo color amarillo claro con brillos de lentejuela que dejaba a la imaginación su silueta, pues el vestido no era entallado, sino suelto, muy ligero y hermoso. Yo no tenía dudas de que Rudy iba a perder. Ella podía dominar el mundo si quería. Aparté la vista de Lottie y la volví hasta la pista de baile. Había demasiado ruido. 


—No sé cómo he dejado que me convencieras para hacer esto —murmuré casi con desanimo. 


Rudy se rió y me miró con la chispa de diversión bailando en sus ojos. A él si le gustaban ese tipo de ambientes ruidosos y llenos de excesos.


—Estás demasiado metido en tu obsesión, necesitas respirar aire fresco. Tienes que salir a divertirte un poco, Franco. Relájate. 


—No puedo relajarme en un ambiente como este. 


—Lo que te falta es motivación. Toma, allí está —me dio una copa con un contenido misterioso. Lo miré con recelo y luego di una primera probada. Era un Gin Tonic—. ¿Escuchas eso? ¡Es la diosa Rihanna! Hay que bailar. 


—¿Qué...? 


Rudy se tomó la copa de un solo tirón y luego se bebió la otra copa que estaba destinada para Lottie. Al final hizo un sonido silbante que evidenciaba que había sido demasiado licor en una sola sentada. Se recupero rápido porque me hizo apurar el trago para así poder dirigirnos a la pista de baile. 


—¡Pero yo no bailo! —dije entre gritos mientras Rudy me arrastraba con él.


—¡Cómo que no! ¡Pero si es solo mover las caderas! Solo debes soltarte un poco. 


—¡Es que yo no soy suelto! 


—No seas negativo —y empezó a reírse al ver mi incomodidad. 


Rudy abría un camino entre el mar de personas que se dejaban llevar por la música, moviendo sus cuerpos, alzando los brazos, coreando la canción. La conocía porque era muy sonada en la parte céntrica de la ciudad; Don't Stop The Music. Nos detuvimos en alguna parte y Rudy no dudó en pegarse a mí y comenzar a mover el cuerpo. Era una danza sencilla, pero a mí me costaba soltarme. 


—Oye... 


—Solo baila, Franco. Déjate llevar. Veras que es muy fácil. 


Comencé a moverme a un ritmo lento que no tenía nada que ver con la canción y Rudy siguió mis pasos, adaptándose muy rápido a mi forma de bailar. Echó los brazos sobre mi cuello y me sonrió con diversión. Era sinuoso y elegante, sonreía, me miraba y cerraba los ojos. 


Habían pasado dos semanas desde que me había acostado con él y las cosas entre nosotros ni siquiera cambiaron. Tal vez éramos amigos con derecho o algo así. No me importaba averiguarlo, sino disfrutar de lo que él era capaz de hacerme sentir; se trataba de una experiencia nueva, una complicidad tácita sin rastros de dolor o compromiso. Yo seguía en mi búsqueda de Luzbel y Rudy me ayudaba con eso, éramos buenos amigos y buenos amantes. En la cama resultaba muy fogoso y exigente y a mi vez, yo podía comportarme como quisiera, disfrutando del sexo consentido. 


Por eso, no me extrañó que las manos de Rudy viajasen de mi cuello hasta mi espalda, tocando la tela de la camisa con intención. Mis manos tampoco estuvieron quietas, notaba que cobraban vida por si solas y se movían despacio, tanteando el borde de su pantalón, con mis dedos presionando para acariciar la piel de su vientre. En lugar de sentir vergüenza, experimenté el placer de encontrarme tan apretado contra su cuerpo. Notaba su respiración tan cerca y ansiosa que no tardé en contagiarme. 


—Vamos a un sitio más privado —me susurró al oído mientras una de sus manos descendía lo suficiente para tocar mi trasero, sin dejar a la imaginación sus verdaderas intenciones. 


Acepté. Descubrí que Rudy era muy sinvergüenza y sexualmente activo. Me gustaba la suavidad de sus dedos, el choque de su cadera contra la mía. Cuando pasaba por su cama, sentía que, por un momento, todo mi mundo y su dolor desaparecían. Dejaba de pensar en Augusto y Luzbel, en el gran hueco que su ausencia provocaba, en mi búsqueda incansable. Sentía que el mundo volvía a estar bien. Sin embargo, era cociente de que el sexo solo era una vía de escape a mis problemas, un refugio que me proporcionaba un alivio momentáneo. Al final miraba a Rudy y comprendía que solo éramos dos adultos reconfortándonos.  


Lo que Rudy llamaba un sitio más privado era, en realidad, el baño y no había privacidad en absoluto. Habían personas allí, muchachos jóvenes, con las mismas ideas y por eso el tumulto era abrumador. Rudy pretendía conseguir un cubículo vacío para poder dar rienda suelta a su lujuria, golpeó varias puertas y todas estaban ocupadas. Los ojos se le iluminaron en cuanto vio el último cubículo vacío y caminamos hacia allá hasta que me pareció ver a Salomón y Javier en el mismo sitio. Me detuve por la impresión. 


Salomón era menor de edad si mal no recordaba, y sin embargo, estaba allí, en un bar gay. Mantenía a Javier en un rincón del baño, metiéndole la lengua en la boca en tanto sus manos, sin pudor alguno, le acariciaban por debajo de la camisa. Y Javier no parecía nada molesto,  le devolvía el beso con igual urgencia, se frotaba contra él mientras sus manos danzaban de la cabeza a los músculos del brazo y así hasta perderse debajo del pantalón. 


—¿No son esos Salomón y Javier? —me preguntó Rudy, muy curioso mientras observaba su espectáculo obsceno—. Descarados. Ellos no necesitan ni un hotel ni un cubículo vacío para coger —comentó indignación—. A mí me gusta que me den, pero no me agrada dar escenitas para que todos me miren. Ni hablar. 


—A Javier no parece importarle. 


—A Javier le importa un cuerno que lo vean. ¿No has visto su twitter? Tú me dices descarado a mí, pero es porque no has revisado sus redes sociales. En vez de puto debió ser estrella porno —agregó con la voz de la sabiduría, cruzándose de brazos. Luego pareció recordar algo y buscó en su bolsillo el celular que siempre llevaba consigo—. Es mejor grabar esto. A Javier le gustará tenerlo de recuerdo. 


Me acerqué lo suficiente para ver el video, y la alta definición de la cámara, era suficiente como para grabarlos sin problemas. Javier se dio cuenta y en vez de avergonzarse solo sonrió de forma perversa y dio rienda suelta a su vanidad. Salomón también se percató, pero a él no le hizo gracia y se apartó de Javier, poniendo la mano en frente para evitar que Rudy continuara grabando. 


—Quita eso, maldición —murmuró molesto. 


Pasó de largo con su cara fruncida y salió del baño refunfuñado. Noté, además, que se tambaleaba un poco a los lados, signo irrevocable de bebidas alcohólicas en su organismo. Miré a Javier, quien todavía sonreía mientras se arreglaba la ropa. Sus pantalones ajustados dejaban entrever su excitación.  


Enarqué una ceja. 


—¿No vas a hacer nada con esa erección? —pregunté más por decir algo que porque realmente me importara. 


—¿Por qué? ¿Vas a ayudarme con eso? —insinuó con perversión. 


—Vete al infierno. 


Javier se rió y me guiñó el ojo. Era evidente para mí que también iba cargado de alcohol aunque eso no era raro, lo raro era que Salomón también lo estuviera. Fruncí el entrecejo, no me gustaba esa situación. Javier salió detrás de Salomón y lo seguí con la mirada, preguntándome hasta qué punto habían llegado esa relación que, a mis ojos, resultaba un poco turbia. 


—¿Eh? ¡No puede ser! —miré a Rudy sin entender de qué hablaba—. ¡Nos robaron el cubículo vacío! —explicó con disgusto. Se acercó a la puerta cerrada y la golpeó con la palma abierta, haciendo mucho ruido—. ¡Ey, ustedes! ¡Se robaron mi cubículo! Desgraciados. 


—Mejor vámonos, Rudy. 


—¿Y mi mamada? 


—Pues tu mamada va a tener que esperar. 


Salí del baño, mirando a los lados en busca de Javier y Salomón. Los encontré en la pista, bailando al ritmo de una canción pegajosa. Más allá, vi a Lottie conversando con un grupo de chicas. 


—¿Qué pasa? 


—Salomón no debería estar aquí. 


—Si intentas sacarlo lo único que conseguirás es que te raye la madre. 


No le hice caso y me fui a la pista a sacarlo de allí. No importaba cómo lo expusieran, él era menor de edad, si su padre descubría que estaba en una disco gay y para rematar, con Javier, iban a darle su buena paliza. Se salvaba porque a veces dormía en la casa y nadie se percataba de sus acciones. Pero yo sí que lo hacía. Últimamente Javier y él se embriagaban con demasiada frecuencia y aunque a mí no molestaba tenerlo en casa, si me molestaba las condiciones en que llegaba. No era su madre, cierto, pero me sentía responsable y debía ponerle fin a esa situación. 


Tomé la mano del muchacho y lo arrastré fuera. Salomón iba quejándose todo el camino y así hasta que salimos de la disco. 


—¿Qué diablos pasa contigo? —inquirió de muy mal humor. Se zafó de mi brazo y tenía pretensiones de volver a entrar—. No eres mi madre para comportarte así. 


—No lo soy. Soy tu amigo y esto se te está saliendo de las manos. No puedes seguir así. 


—Si puedo. 


No llegó a entrar porque las nauseas por el consumo de alcohol le impidieron su cometido, orillándolo a vomitar en el bote de basura. Lo observé aun más preocupado. Aproveché que él estaba muy ocupado y entré a buscar a Rudy. La noche de juerga se había terminado. 


—¿Cómo así? ¡Pero si yo no terminé de conseguir las bebidas gratis! —lloriqueó Lottie mientras yo metía a Salomón en el asiento trasero del taxi—. Eso solo significa que... 


—Así es, hermanita. Tendrás que lavar mis calzones por todo un mes. 


—¡Ni muerta! 


Rudy también sacó a Javier de la disco, de modo que tuve que ayudar a meterlo en el taxi. Salomón y él quedaron codo a codo. Luego entró Lottie. Cerré la puerta y me fui al asiento del copiloto porque Rudy se iba a ir en su moto. Durante el camino, Javier y Salomón no tardaron en dar sus demostraciones de amor que podían incomodar a todo el mundo por lo subido de tono de sus caricias y besos. El conductor se disgustó, los vio a través del espejo retrovisor y arrugó el entrecejo. 


—Oiga —me dijo—. Mi taxi no es cuarto de hotel para esas mariconadas. 


—¡Lottie, haz el favor de separarlos! 


Lottie me miró como si le estuviese pidiendo algo imposible. 


—¿Y cómo quieres que haga eso? 


—Señorita, si no los separa los voy a dejar tirados por aquí. 


—¡No, no señor! Por favor no diga eso. ¡Me tocaría caminar con tacones de regreso a casa! Y usted no sabe lo que los tacones le hacen a mis pies —explicó muy seria mientras a su lado Javier y Salomón se comían a besos. Yo me tapé la cara con una mano, pensando que nos iban a echar de allí. 


—¡Me importa un bledo sus tacones!


—¡Pero señor, estos tacones no se hicieron para caminar! 


—¡¿Y para qué se hicieron?! ¡¿Para volar?! —espetó el conductor cada vez de más mal humor. 


—Lottie, solo sepáralos, ¿Quieres? 


—Bueno, lo voy a intentar, pero Javier nunca me hace caso —alegó con un gemido lastimero. Se volvió hacia la pareja y con un dedo tocó el hombro de Javier—. Oye, Javi. ¿Crees que puedes sacar tu lengua de la boca de Salomón y estarte quietico durante unos minutos? Nos van a echar y ya sabes que mis tacones no son para volar, digo, para caminar. 


—¡Lottie, no te van a hacer caso así! ¡Solo sepáralos! 


Lottie suspiró frustrada y se encaramos encima de Javier para así colocarse en el medio de los dos, evitando que se besaran o se tocaran. El taxi permaneció en silencio hasta que llegamos a casa y el taxista me cobró de más por culpa del espectáculo obsceno. Bufé molesto, saqué a Salomón y Lottie me ayudó con Javier hasta que llegó Rudy en su moto y resultó más fácil meterlos dentro de la casa. Salomón pesaba más borracho, o al menos así me lo pareció. Resoplé en tanto lo tiraba encima de la cama. Javier no tardó en hacerle compañía. Parecían lo suficientemente ebrios como para caer dormidos en una sentada. 


—Bien, me voy sin tacones porque subirme a la moto de Rudy con ellos sería desastroso. 


Ellos se marcharon en seguida. Volví mis pasos hasta la habitación, creyendo oír ruidos y en efecto, el ruido venía de adentro, de los gemidos de Javier y del chirrido de la cama. Parecía que aun tenían fuerzas para coger y destrozarse entre ellos. Me masajeé la sien, indispuesto a separarlos, al menos allí podían hacer lo que les placiera y nadie los vería. 


Yo me froté la cara con ambas manos y luego miré el mueble que esperaba por mi presencia. La verdad no me apetecía dormir en el mueble. Extrañaba mi cama, sin embargo, aun no encontraba el valor suficiente para entrar a la habitación sin sentirme abrumado por la cantidad de recuerdos que se almacenaban allí. Viré la vista hasta la puerta de mi cuarto y la contemplé largos minutos, sumiéndome en mis pensamientos. Habría seguido así por más tiempo, pero de repente, Erick abrió la puerta y sacó la cabeza, mirando de derecha a izquierda y viceversa.


"Creí oír a Rudy" me dijo con su lenguaje de señas. Yo le sonreí. 


—Se fue hace un momento. 


"Ah, pensé que tú y él... Ya sabes" hizo un movimiento vago con la mano. 


—¿Aquí? —me reí por su sutileza—. Que va. No creo que pueda hacerlo aquí. Sería como... como faltar a algo. No sé. 


"Yo no creo que esté mal. Yo creo que mereces ser feliz" 


—Sí, tal vez tengas razón. 


Pensé que se iría a dormir, pero no. Erick se mantuvo allí, mirándome y analizándome. Me incomodaba cuando ponía esa expresión porque significaba que iba a decir algo que no me iba a gustar. 


"Puedes dormir en tu cuarto. Dormir en el mueble debe ser incomodo" 


—No es incomodo —mentí—. Duermo muy bien. 


"Franco" 


Suspiré. 


—No puedo entrar en ese cuarto, Erick. 


"El cuarto no te va a comer" 


—Ya sé, ya sé —volví a suspirar sintiéndome contrariado—. Es solo que... no estoy listo. 


Fue el turno de Erick de suspirar. Se acercó a mí y me tomó de la mano. En su rostro había una sonrisa comprensiva y tierna. Yo sabía que no tenía malas intenciones, que solo quería ayudarme a superar mi tristeza. Sin embargo, la tristeza no era algo que iba a desaparecer de la noche a la mañana, no se iba a consumir como una barrita de incienso. 


"Vamos" dijo, guiándome al cuarto. Al principio me resistí, poniendo fuerza de retención "No pasa nada, Franco. No es tan malo, de verdad. Necesitas dormir un poco" 


Entré a la habitación y como supuse todos los recuerdos me golpearon. Apreté los dientes y continué caminando. La cama estaba un poco desecha porque antes Erick dormía. Me senté en el borde y contemplé el espacio; permanecía limpia dado que Erick se encargaba de ello, el closet estaba un poco vacio y las pantuflas que en alguna ocasión usé, se mantenían exactamente donde las había puesto. A mi lado, en la mesita de noche, reposaba una lámpara y un reloj mañanero, sabía que en las gavetas se almacenaba ropa interior y condones junto a un frasquito de lubricante. 


Me sentí desgarrarme por dentro, pero me obligué a aguantar mis pedazos. Si ya había aprendido a no esperar que llegara a las tres de la madrugada, también podía aprender a dormir de nuevo en esa habitación. 


Erick se acostó a mi lado y resultó un consuelo. Al menos así no me sentía tan solo dentro de esas cuatro paredes. El gato también me acompañó. Miré el techo, pensé en Luzbel y esperé el sueño... 


Al día siguiente, me levanté temprano porque no había podido dormir bien, a mi sueño acudieron las pesadillas y los recuerdos más bellos que poseía. Ni siquiera me mantuve en la cama, la almohada ya no conservaba el olor de Luzbel, aunque podía sentirlo si me esforzaba lo suficiente. Me levanté y comencé con los quehaceres diarios, y una vez que dieron las once de la mañana, empecé a hacer el almuerzo. 


Para entonces, ni Javier ni Salomón habían dado señas de vida. Me asomé al cuarto por pura precaución y descubrí que aun dormían uno abrazado al otro. 


Encendí la televisión y conecté el nintendo para empezar a jugar. Los videojuegos resultaban muy entretenidos y aquí no tenía una madre que me dijera que no jugara esos juegos porque dañaban la televisión, de modo que jugué durante dos horas hasta que Salomón salió del cuarto y se fue directo al baño. Puse en pausa el juego y fui a la cocina a servir su almuerzo, lo dispuse en la mesa y me senté a esperar. Lo oí tomar una ducha rápida y luego salir como si nada. 


—Tenemos que hablar, Salomón —dije y él arrugó el entrecejo porque esa frase solo significaba problemas. Tomó asiento y me miró como esperando que empezara a hablar. Yo suspiré y le ofrecí el plato de comida—. Sabes que no me molesta que estés aquí. Y en condiciones normales, es una cuestión en la que no osaría inmiscuirme, pero eres tú. Y no quiero auspiciar este tipo de comportamiento. 


—Sé lo que hago —musitó, aceptando el plato de comida que le ofrecía. 


—Seguro que sí —repliqué cansado—. Me dijiste que te ibas a ir de esa vida que te hacia tanto mal y aquí estás, siguiéndole el juego a Javier. No está bien lo que haces. Esta cosa entre ustedes es venenosa. Lo siento, sé que lo amas, pero debes enfrentar esto.


—No aceptaré el comentario de un hombre que decidió echar su vida por la borda solo por amor —espetó de mal humor. 


No me lo tomé a mal, sabía que le fastidiaba mucho que le hiciera ver lo evidente porque hasta entonces, nadie le estaba diciendo que iba por mal camino. Además, él tenía razón y por eso mismo no quería que siguiera mis pasos a pesar de que yo no me arrepentía de nada. 


—Precisamente por eso deberías escucharme —dije sin alzar la voz—. Sé lo que es estar perdido y sé que ahora mismo tú lo estás. No te pido que dejes a Javier, solo te pido que controles tu consumo. 


—Tal vez esté bebiendo de más, pero yo no me meto drogas. 


—No me refiero a eso —dije con intención. 


Salomón desvió la vista y enmudeció, comprendiendo el punto a donde quería llegar. En su rostro juvenil se notó la indecisión, un contrapunteo de pensamientos. 


—No todo lo que reluce es oro —recitó de pronto—. Ni toda la gente errante anda pérdida —jugueteó con el tenedor en su mano, parecía repentinamente ensimismado—. Eso lo leí en el libro de El Señor de los Anillos. Me recordó a ti. El hecho de que andes por un camino errado, no significa que estés perdido. 


—¿Eso crees? 


—Sí —alzó la vista, encarándome—. Franco, tú has amado mucho, ¿verdad? 


Por un momento, solo parpadeé, confundido. 


—¿A qué viene la pregunta? 


—Tú conoces el sufrimiento atroz que trae consigo la pérdida de un amante, entiendes cómo es vivir con la angustia de lo inevitable. Dime, ¿Qué hago? Mi mente se nubla con Javier y no encuentro una salida. Quiero alejarme de toda esta mierda, pero sigo sin saber cómo irme. No sé... no sé cómo abandonarlo —me miró a los ojos con gesto herido y molesto—. ¿Tú abandonarías a Luzbel? 


—No —respondí con sinceridad—. He abandonado a mucha gente por el camino. Muchísima. Pero a él no puedo dejarlo —le sonreí casi con displicencia—. Si consigues la formula, avísame. 


Salomón suspiró frustrado y procedió a devorar el almuerzo. Yo no dije nada más, sabía que él tenía muchas cosas en que pensar así que lo dejé allí y volví al videojuego. Antes de irse, miró por última vez al cuarto, Javier todavía dormía. Lo contempló un rato en silencio, luego continuó sus pasos y se fue, diciéndome adiós con la mano. 


Volví a ponerle pausa al juego y me froté la cara, suspirando fastidiado. 


—Franco, Franco. ¿Cuándo vas a aprender a no meterte en problemas que no son tuyos? —me pregunté a mí mismo. 


Dejé a Javier durmiendo y decidí ir en bicicleta hasta la casa alquilada. Tenía mucho tiempo sin ir y era cociente de que Lottie iba casi todos los días. Erick notó mis intenciones y me pidió que lo llevara. No vi inconvenientes, el problema se agravó cuando a Darinka se le ocurrió la misma idea y me hizo tal berrinche que acabé aceptando. De modo que tuve que cargar con los dos. 


A mitad de camino, sentí que podría sufrir hasta de asma por lo cansado que iba. Erick y Darinka iban haciendo ovaciones, animándome a continuar el trayecto. Claro, como no eran ellos los que tenían que manejar la bici. No me detuve y continué andando hasta llegar a la casa. Terminé súper cansado y con las piernas temblorosas, pensé que me iba a dar un paro respiratorio. Lottie me trajo agua y lo agradecí de corazón. Después de eso no me iban a quedar ganas de volver a hacer ejercicios. 


Mientras me refrescaba, noté cambios en el jardín si es que antes a eso se le podía llamar jardín. Pero ahora era el más impresionante de toda la cuadra; la grama verde se extendía en el suelo como una alfombra acolchada, las orillas eran adornadas por flores llamadas: bellas a las once, aun no florecían, pero se dejaban entrever lo botones que pronosticaban posible florecimiento. Otras plantas también crecían en medio del jardín, algunas solo de hojas de colores, y otra con flores rojas, amarillas, rosadas y blancas. Sobretodo, había un montón de amapolas. Era todo un espectáculo floral. 


—¿Te gusta? —me preguntó Lottie, muy sonriente. 


—Me encanta. Realmente tienes manos de Dios para hacer que florezcan tantas al mismo tiempo. 


—Bueno, tampoco es que como si mágicamente yo hiciese florecer las flores. Muchas ya venían así del vivero donde las compré. Lo mismo con las plantas más grande. Lo que hice fue darles un orden y hacer hoyos para sembrar. Otras si están dormidas en la tierra, hacen falta un par de meses para que puedas verlas. 


—Da igual. Hiciste un maravilloso trabajo —le sonreí muy complacido y feliz. Era una pena que faltasen días para que se venciera el plazo. 


—Para que veas que soy muy buena y tengo un corazón de oro, pagué esto por ti —me extendió un recibo que notificaba el pago de ese mes. Me quedé sin palabras. No me esperaba eso—. Rudy puso la mitad y yo la otra mitad. Así tengo más tiempo para convencerte de que vale la pena comprarla. 


—Lottie... 


—No digas nada. Solo piénsalo. Tienes un mes más para hacerlo. 


Como Erick y Darinka habían ido conmigo, aproveché su estadía para que me ayudaran a limpiar la casa en tanto yo permanecía en la parte trasera, limpiando la selva amazónica que creció en mi ausencia. La mala hierba crecía por montón, así que me puse una gorra, busque una escardilla y manos a la obra. De fondo, Lottie puso música de un equipo de sonido que ella misma había traído para hacer más ameno su trabajo. Rocío Durcal se escuchó durante horas. Canciones como La gata bajo la lluvia, como tu mujer, costumbres, amor eterno, se repitieron una y otra vez. 


Cuando acabé, eran casi las seis de la tarde. Iba sucio y con la camisa impregnada de sudor. Dentro, Erick y Darinka ya habían terminado su trabajo y los felicité con una sonrisa y revolviéndoles el pelo. No tuvieron gran cosa que hacer dado que la casa no poseía mucho mobiliario, estaba casi vacía, de hecho. Busqué a Lottie y la encontré en el área de la cocina haciendo limonada y estaba llorando, al verme entrar se apresuró en borrar sus lagrimas. Me asusté. 


—¿Pasa algo malo, Lottie? ¿Por qué lloras? —ella me miró y pude contemplar sus ojos negros cargados de agua. 


—Alguien debería meter su música en formol y preservarla por el bien de la humanidad. 


Parpadeé confundido. 


—¿De qué estás hablando...?


—¡De Rocío! Su música es tan sublime, es poesía, un cuento que arrulla a uno en las noches. Debería ser declarada patrimonio internacional de la humanidad. 


—Lottie, eso es absurdo. Solo era un mujer —repliqué con diversión. 


—¡Una mujer que cantaba como una diosa! —sorbió por la nariz—. Cada vez que la escuchó, se me arruga el corazón. Cantaba con mucha pasión. Hoy en día no hay muchos cantantes como ella. La verdadera música se perdió dentro del auge de la tecnología. 


No sabía qué decirle. A mí la música me gustaba sin importar de qué época viniese. Si poseía una letra que me gustase y un ritmo pegajoso, pues me gustaba y ya. No le daba vueltas al asunto. Pero suponía que ella tenía un oído más sensible y sus gustos más refinados. 


—Vamos, Lottie. No llores. La música todavía tiene futuro. A mí me gusta un poco de todo así que no sé distinguir la buena música y...


—¡Eso es porque eres un analfabeto funcional! —me soltó un manotazo en la espalda—. Disculpa, es que me pongo muy sensible. Rudy me dice que siempre jodo mucho con el mismo tema —se rió un poco y volvió a batir la cuchara dentro de la jarra para endulzar el jugo—. Por cierto, ¿Cómo despertaron Javier y Salomón? 


Me encogí de hombros, aceptando el vaso de jugo que me ofrecía. 


—A Javier lo dejé durmiendo. En cambio a Salomón le di su buen discurso. No está bien lo que está haciendo. Va por mal camino si sigue así. 


Lottie se quedó en silencio, pensando en algo. Se debatió mucho con ella misma antes de exteriorizar lo que pensaba. 


—Concuerdo en que no está bien el camino por el que va, pero al mismo tiempo me preocupa Javier. Él ha sufrido mucho por culpa del amor. 


—¿Javier? ¿De verdad? —me mostré escéptico. Para mi Javier era un libertino que ni siquiera se amaba a sí mismo—. No me lo parece. A él le da lo mismo si el mundo se acaba mañana. 


—Sí, así es —se rió sin ganas, sirviendo los demás vasos de jugo para Erick y Darinka—. ¿Sabías que todos los piercing que tiene son amores fallidos? 


Abrí los ojos ampliamente sin proponérmelo. Javier tenía innumerable perforaciones. 


—Uno generalmente se perfora el cuerpo por gusto, por moda, por placer —siguió diciendo—. Pero él lo hizo para recordar a cada una de las personas a las que le entregó su corazón y fue pisoteado. Lo hace como una forma de castigarse con dolor por ser débil. Los conserva para no olvidar. Supongo que se pierde mucho cuando uno se rompe en pedazos, ¿verdad? —me preguntó con intención, mirándome brevemente. Yo tragué saliva—. Y sus tatuajes tienen mucho que ver con la autolesión. Pero supongo que él olvidó porque se enamoró de Salomón. Y ahora me preocupa esta nueva ruptura amorosa. 


—¿Cómo sabes que va a haber ruptura? 


Ella me miró como si me dijese: Oh, vamos, es evidente. 


—Porque Salomón no es como ninguno de sus amantes. Él es un chico fuerte, decidido a salir adelante, y la vida de Javier es todo menos una salida —negó con la cabeza—. Él se va a ir de allí. Lleva mucho tiempo planeándolo. ¿A dónde? Ni idea, pero se irá y Javier no se irá con él. Es cociente de su mal comportamiento y no va a cambiar por el poder del amor. Fíjate que hasta ya lleva el piercing en la oreja que simboliza su ruptura. Es el que lleva en la oreja derecha, ¿Lo has visto? 


Asentí taciturno. No me gustaba esa información revelada. Me crucé de brazos y seguí escuchando. 


—Salomón no conoce el significado de los piercing y por eso tampoco entiende la magnitud de su abandono. Cuando pase, Javier se va a deprimir mucho. La depresión es como el sueño, ¿sabes? Te quita las ganas de todo. Y poco a poco, su realidad comenzará a distorsionarse. Estará y no estará. Y luego maldecirá a Salomón, pero, ¿Quién no maldice las oportunidades perdidas? Nada dura para siempre, es cierto. Pero creo que esta ruptura va a acabar con Javier —hizo una mueca de disgusto—. Eso me da miedo. Me asusta saber hasta qué punto sería capaz de llegar sin nadie para detenerlo. 


Regresé a casa con la cabeza en otro sitio. Javier todavía estaba allí y aproveché para mirar su oreja derecha, admirando el botoncito brillante que simbolizaba la perdida de Salomón. Estar acostumbrado a perder debía ser bastante duro. No me atreví a reprocharle nada luego de aquella revelación.


Esa noche no tenía ánimos para ir al burdel, así que me acosté temprano. Volví a dormir en mi cuarto. Resultó más tolerable, menos asfixiante, aunque los recuerdos fueron a visitarme y a estrujarme el corazón. Desperté con unos dedos ajenos acariciándome el rostro con extremada delicadeza. Entreabrí los ojos y vi a Luzbel a mi lado, sonriéndome con cariño mientras su mano se mantenía fija en mi mejilla. Le devolví la sonrisa con igual dulzura y hasta posé mi mano sobre la suya, convencido de que estaba allí. Entonces, su silueta se interrumpió un poco, como si la estática hubiese hecho acto de presencia, tal y como un holograma al perder energía. 


Me asusté y abrí los ojos de golpe. No había nadie conmigo, aun así miré a los lados, buscándolo. Caí de nuevo en la cama, convenciéndome de que solo había sido un sueño. Suspiré y recorrí con mis dedos el camino que él había marcado. Era un sueño tan vivido que lamenté haberme levantado de golpe. 


Busqué mi teléfono y casi pegué un salto al ver la hora: eran las once de la mañana. Desde la partida de Luzbel, nunca había dormido tanto. 


Al salir, noté que Erick y Darinka jugaban a los videojuegos. Ambos permanecían sentados al estilo indio con la vista pegada a la televisión. Me produjo curiosidad. Darinka nunca era tan cercana con los chicos. Alrededor de ellos, como espectadores silenciosos, los gatos se agrupaban, viendo la televisión y siguiendo con sus cabezas el movimiento de los juegos. Y en el mueble, sentado como si nada, se encontraba Javier revisando su celular.


—Buenos días —dije. Ambos se dieron la vuelta y me devolvieron el saludo. 


—Se te pegaron las sabanas, ¿no? —dijo Darinka muy divertida. 


No repliqué nada y me fui al baño. Me lavé la cara repetidas veces para quitarme la huella de unos dedos fantasmales recorrer mi cara. También me di un baño porque era demasiado tarde y el sudor se me pegaba a la camisa ya que no poseía aire acondicionado y las mañanas estaban resultando más calurosas que de costumbre. 


Ese día pretendía ir al zoológico como lo hacia la mayoría de los días, intentado pillar al señor del kiosco, sin embargo, en todo ese tiempo ese señor no apareció y yo ya lo estaba dando por muerto. Para entonces, mi búsqueda se encontraba paralizada ya que incluso, el último nombre de la lista de amantes, no me atendía el teléfono y ya no vivía en la dirección de la casa que poseía. 


Tampoco había podido conseguir una orden que me permitiese revisar los registros de aquella empresa que rentaba autos. Richard no quería ayudarme en eso y se me acababan las opciones. Imaginaba que tendría que rogarle a León y eso no me gustaba nada. 


Salí del baño secándome el cabello con la toalla y oí los retazos de una conversación que me produjo curiosidad. 


—Tú no eres virgen, ¿verdad? —preguntó Darinka. Pensé que hablaba con Erick, pero quien respondió fue Javier. 


—Ni en las orejas, niña. 


—Pero si uno no es virgen, no puede ir vestido de blanco al altar. ¿No lo sabías? Yo no me quiero casar, pero si tuviera que hacerlo me gustaría ir de blanco. 


—Puedes ir de blanco tanto si eres virgen como si no, niña. Lo único que pasa cuando ya no eres virgen es que ya no sirves como sacrificio al señor de las tinieblas. 


Asomé la cabeza y miré mal a Javier. ¿Qué andaba diciendo por ahí? Llamé a Darinka para que me hiciese compañía en mi desayuno-almuerzo porque temía dejarla allí, no fuese que Javier le dijese cosas más raras aun. 


Erick había preparado el desayuno y el mío reposaba en la mesa del comedor tapado con un plato. Lo compartí con la niña y ambos procedimos a comer. Ella se veía muy emocionada y no tardó en decirme lo que le alegraba. 


—¿No tenías clase hoy? 


—No. La maestra está enferma —tamboreó los dedos en la vieja madera, inquieta—. Franco —comenzó diciendo de forma insegura—. Erick es muy bonito, ¿verdad? 


Por un milagro, no me atoré. Tuve que parar de comer y mirarla con asombro. Así que era eso... 


—¿Darinka, te gusta Erik? 


—Un poquito —se sonrojó y tuve que contener la risa por respeto a sus sentimientos—. ¿Él tiene novia? 


—No, pero... ¿Cómo te digo esto? A Erick le gustan los chicos. 


Ella soltó un gritico donde solo decía algo como: ¡¡Quééééééé!! Y no aguanté y me reí a carcajadas. Su cara decepcionada era muy graciosa, arrugó el entrecejo al ver que me reía de ella y luego acabó riéndose conmigo. No pareció durarle mucho su primera decepción amorosa. 


—Mi mami tiene razón; todos los que entran aquí soy gays —murmuró con los mofletes inflados. Yo sabía que ya no estaba molesta, aunque a mí me resultó un mohín muy adorable. 


—Tu mami tiene mucha razón —volví a reírme.


En la tarde, tomé la bicicleta y me fui a pasear cerca del zoológico. Resultó que ese día si fue a trabajar y desde mi punto de mira, la señora que antes me había agarrado el trasero, se encontraba con él. Era cierto lo que sospechaba: ella le había metido cizaña en la cabeza para que no hablara conmigo. Pero ya iban a ver. Yo tendría mis respuestas sí o sí. 


—Tardó mucho en venir a trabajar, señor Patricio —dije con mi mejor sonrisa cínica—. A este punto, pensé solo iba a ir a verlo en su entierro. 


El señor era un viejito encorvado y delgado con calva incipiente y lentes de montura gruesa. Me miró con confusión, luego miró a su amiga y luego volvió a mirarme. 


—¡¿Tú qué haces aquí?! —inquirió muy enojada doña Layla. 


—Pues en vista de que usted es una vieja chismosa, tuve que venir a escondidas para ver si el señor aquí presente, se dignaba a aparecer —repliqué con enfado—. Atrévase a decirme que no le metió cizaña contra mí. 


—¿Y qué si es así? —me increpó muy indignada—. Levántame la voz otra vez y veras el griterío que se formara aquí. ¿A quién crees que le creerán, a un muchacho pervertido o a una viejita inocente? 


—Inocente mis pelotas —espeté mirándola con rabia. A mí no me gustaba faltarle el respeto a mis mayores, pero es que ella me sacaba de mis casillas—. ¡Y no soy un pervertido! Pervertida es usted que me agarró el trasero. 


—¡Y te lo volvería a agarrar!


—¡Debería darle vergüenza! 


—Ya, ya. Es suficiente —se metió en el medio de los dos el señor Patricio. Arrugué el entrecejo mientras doña Layla me sacaba la lengua y me decía sin voz, nada más moviendo los labios, que era un idiota. Y luego pasaba su dedo por el cuello como si pasara un bisturí, dándome a entender que quería matarme—. ¿Viniste porque quieres que te cuente sobre ese muchacho, no? 


Todavía miraba con odio a doña Layla y tuve que hacer un esfuerzo para prestarle atención a don Patricio. "No discutas con ancianas, Franco. Ellas siempre ganan" pensé malhumorado. 


—Sí. Me dijeron que usted ayudó mucho a Luzbel. 


—Sí, es verdad. 


—¡Cómo! ¡¿Le vas a contar de Luzbel a este pervertido?! —exclamó horrorizada.


—¡Más pervertido será su abuelo! 


—¡Con mi abuelo no te metas, mocoso! ¡Él era un pervertido con mucha honra! ¡No como tú que solo eres un mocoso! 


El señor Patricio tuvo que volver a meterse en el medio para parar la riña. 


—Vieja, por favor —dijo con tono cansado—. Yo no creo que sea un pervertido. La pervertida eres tú que te la pasas manoseando a todos los hombres que pasan por ahí. 


—¡Pero viejo, si no le meto mano, es capaz de meterme mano él a mí! 


—Vieja, ¿Pero quién va a querer agarrar un trasero arrugado? —dejó salir una risita divertida, ocultándose los labios resecos con la mano—. Disculpe, joven. No es tan común que alguien venga a preguntar por Luzbel. 


Se llevó las manos tras la espalda y me miró con gesto inquisitivo. Asentí despacio, casi suspirando y él volvió a sonreír como abuelito bueno. 


—¡Viejo, no le vayas a dar la información gratis, que al menos compre algo! 


Saqué la billetera y procuré comprar muchos dulces tan solo para ella no volviera a interrumpir. Don Patricio se rió y negó con la cabeza. Me invitó a sentarme en uno de sus banquitos. 


—Luzbel era un niño cuando lo conocí —dijo con nostalgia, saboreando los recuerdos—. Siempre iba corriendo de un lado a otro. Era muy perspicaz y sabía cuando podía robar algo. A veces lo atrapaban y la gente no tiene mucha clemencia con los ladronzuelos. Lo vi llegar por aquí muchas veces con el rostro magullado. Todos los días visitaba el zoológico. Yo lo veía y no creía que un niño sintiese tanta devoción por los animales. Luego me enteré que no era por los animales que venía, que era por su madre. 


—El portero me dijo que usted lo dejaba quedarse aquí en las noches. 


—Oh sí, claro. Cuando me enteré que su madre lo había abandonado por aquí y que él la esperaba, sentí mucha pena. Empecé a traer comida de más y la compartía con él. Yo no podía llevarlo a mi casa, ya tenía cinco bocas que alimentar y este trabajo no da para mucho. Todo lo que pude hacer es dejar que él se quedase a dormir aquí. No es mucho, pero era mejor que dormir afuera y correr el peligro de que otros te atrapen. 


Se palmeó las rodillas sin ánimo, mirando el suelo agrietado. Parecía que escarbaba en su memoria para darme a mí lo que yo necesitaba saber. Alzó la vista y en su rostro curtido de arrugas apareció una sonrisa cariñosa. 


—Yo lo vi crecer. Yo curé muchas de sus heridas. Yo le pregunté dónde estaba su padre. Dijo que padre estaba en la mansión con las rosas rojas y que las muñecas lo acompañaban siempre. 


—¿Una mansión con rosas rojas? —inquirí con hambre. Esa era la mansión que yo buscaba, pero no sabía que su padre vivió allí también.


—Sí. Pensé que podría llevarlo allí, pero no sabía dónde quedaba esa mansión Y de repente, desapareció por primera vez —suspiró—. Luego de algunos años, volví a verlo. Tendría trece años más o menos, ya no era tan niño. Y era más cerrado con sus asuntos. Imaginé que sufrió algún tipo de abuso. Lamento decir que eso tan común en los chicos que viven en las calles como él. El abuso infantil se presenta de diferentes formas y no existe una única forma de responder al abuso. Algunos se vuelven violetos y groseros, otros no se molestan en responder. Algunos piden ayuda y lo superan, otros languidecen en ese infierno por años. Y él languidecía, lo sé. Venía a buscar aquí a su madre por protección, porque bueno, es instintivo: tu madre debería protegerte. 


Se me hizo un nudo en la garganta. Pensar que aun con los años que Luzbel tenía, seguía yendo allí... Quizá nunca perdió la esperanza de volver a verla. Don Patricio se veía triste al recordarlo. Buscó un pañuelo y se secó el sudor de la frente y luego de las axilas. Ambos sudábamos, el calor era insoportable a pesar de que por la hora, ya debería haber fresco. 


—Le pregunté dónde estuvo todo ese tiempo y me dijo que por ahí, que una monja le dijo que se iba a ir al infierno porque le gustaban los chicos. Así supe que había estado metido en un orfanato. Una monja vino a buscarlo muchas veces, pero él nunca regresó a ese lugar. Yo le aconsejé que fuera y se educara, tampoco me hizo caso —suspiró cansado, guardándose el pañuelo—. Y a partir de allí, sus desapariciones se hicieron periódicas, venía e iba a su antojo. Aun ahora, sigo sin comprender lo que pasaba por su cabeza, es un chico raro, un gato callejero acostumbrado a los golpes de la vida. 


—¿Ese orfanato, sabe cómo se llama? 


—Oh sí, es el único de la ciudad. Es el orfanato La Asunción 


Ahogué una exclamación. 


—Luzbel de la Asunción —murmuré atónito. Ese era el apellido de Luzbel. Siempre me pareció un poco extraño, pero ahora comprendía bien el asunto: en muchas instituciones, a los desamparados, se les asigna el nombre de lugar que los recibió. Y Luzbel portaba el de él. Solo que yo no lo sabía. No había manera de saberlo. 


Me despedí agradeciéndole la información y disculpándome por el numerito con doña Layla. Él se rió y me dijo que podía volver cuando quisiera. No tenía ánimos para manejar la bici, así que me fui a pie, llevando conmigo la bicicleta y por ende, recorriendo la misma ruta que Luzbel recorrió durante gran parte de su vida. 


Al llegar al boulevard, las pompas de jabón me recibieron como de costumbre. Me detuve un momento para admirar la cantidad de burbujas que nadaban en el aire, yendo a su antojo. El griterío de los niños correr por todo el lugar resultaba habitual así como las campanas de los heladeros que sonaban cuando empujaban el carrito de helados. Sopesé la idea de comprar uno, de hecho, me adentré al boulevard con intenciones dé, hasta que una figura captó mi atención. En un banco, alejado de la muchedumbre, se encontraba Salomón. 


Compré dos paletas de helado y me acerqué con la intención de ofrecerle uno. Y mientras me acercaba más notaba su semblante afligido. 


—¿Por qué la cara tan larga? —pregunté con humor, extendiendo mi mano con la paleta para que la tomara.


Salomón alzó la vista un poco sorprendido y tomó la paleta más por inercia que por verdadero gusto. 


—Franco, me asustaste. 


—No pareces muy asustado —aparqué la bicicleta y me senté a su lado, llevándome la paleta a la boca—. ¿Qué haces aquí tan solo? Yo juraba que ya estaban en la casa, cogiendo como conejos. 


—Que chistosito. 


—No es chiste. 


Salomón ni siquiera probó el helado, lo mantuvo en su mano, contemplándolo tan fijamente que uno se preguntaba si estaba analizando la forma en que se derretía. 


—Me voy a ir —soltó de repente. Para mí no fue extraño, llevaba yéndose meses. Me pregunté si esta vez iba en serio, aunque eso no quitaba que me doliese un poco su decisión. Uno nunca se acostumbra a decir adiós. O al menos, yo no. 


—¿A dónde? Si se puede saber. 


—Lejos —su mirada se ensombreció—. Necesito irme de aquí. Mi mundo interior necesita ser limpiado.


Capté el tono en su voz y me inquieté. 


—¿Qué pasó? —inquirí más preocupado al notar que me esquivaba el rostro—. Salomón —alargué la mano y lo agarré del mentón para obligarlo a mirarme. Me quedé estupefacto al notar el color azulado en su mejilla—. ¿Tu padre descubrió lo que hay entre Javier y tú? ¡Dios mío! 


—No —me apartó la mano sin brusquedad—. Solo metí las narices donde no debía, como siempre. Pensé... pensé que podía detenerlo.


No sabía si hablaba de su padre o de Javier. Tal vez de ambos. 


—Por eso me quedé tanto tiempo —soltó una risita metálica, como burlándose de sí mismo y noté que las lágrimas se acumulaban en sus ojos—. Pero ya no más. Es suficiente. 


Me descorazonaba un poco verlo así. Salomón era un chico muy fuerte, con mal genio y un poco mandón. Pero no era una mala persona. Verlo tan vulnerable me partía el corazón. No sabía qué había pasado. Debía ser algo muy gordo si su mejilla tenía ese color y estaba decidido a irse. Supe que esta vez lo haría. Se iría. 


Requerí de un largo instante para recuperar la entereza. 


—¿Puedo pedirte un favor? —me preguntó, pasándose la mano bruscamente por los ojos para secarse las lágrimas—. Necesito que alguien me acompañe al terminal. 


—Claro que lo haré. Lo prometo. 


Salomón asintió y permanecimos en silencio. No me atreví a ahondar en el tema. Parecía muy peliagudo y él no quería hablar. Respeté sus sentimientos. Me quedé allí hasta que oscureció, dándole apoyo moral. 


Ya que él había decidido irse el viernes por la noche de esa misma semana, fui a la casa de Rudy a pedir su moto prestada. Salomón solo quería que lo acompañara en el terminal, sin embargo, yo estaba decidido a buscarlo en su casa y llevarlo. Pero con mi bicicleta eso no era posible. 


—Así que siempre se va a ir... —murmuró Rudy con gesto pensativo—.Tardó mucho en decidirse. 


—Eso es porque ama a Javier. Esperaba que él cambiara de opinión, pero él... 


—Él no va a cambiar de opinión —dejó salir una risita desagradable—. A Javier le gusta su estilo de vida mientras Salomón estaba como la guanábana; empepado y lleno de cachos —se descruzó de brazos—. Como sea, aquí están las llaves. ¡Cuídala como a tu vida! Y más te vale que me la devuelvas sin un rasguño. 


Lanzó las llaves y yo la atrapé en el aire. 


—Pensé que Javier amaba a Salomón. 


—Lo hace, pero yo no entiendo cómo funciona ese corazón de mierda que tiene —afirmó con pesar. Si él, siendo su amigo, no podía comprenderlo, menos podía hacerlo yo. Me guardé las llaves en el bolsillo, notando en mi pecho esa sensación inminente de congoja—.  ¿A qué hora se va? 


—Tipo nueve de la noche. 


—Eso quiere decir que tenemos mucho tiempo para... ya sabes, conocernos —dijo con intención. Yo parpadeé confundido por su cambio de tema tan repentino. Luego me reí por su sutileza. Era evidente que Rudy no quería experimentar la tristeza y decidí que yo tampoco, al menos no de momento. 


—¿Conocernos de nuevo? —hice una mueca divertida—. Yo pensé que nos conocíamos tanto que ya éramos buenos amigos. 


—Buenos amigos ya somos. Amiguísimos, diría yo. ¿Pero amantes? Yo creo que como amantes siempre se puede mejorar. 


Se acercó lo suficiente para besarme y le devolví la cortesía. Una de sus manos se coló por debajo de mi camisa, acariciando la piel que encontraba a su paso mientras con la otra me sostenía la cadera. Retrocedí lo suficiente como para querer caer en la cama, pero solo logré llegar hasta la pared, chocando contra el duro muro. Rudy aprovechó eso para tomar una de mis piernas y llevarla hasta el costado de su cadera, friccionando nuestras erecciones en tanto sus labios resbalaban por mi clavícula. 


Terminamos en la cama como era de esperar. Las sensaciones que despertaba en mí respondían a la lujuria del momento. Me dejaba someter a su antojo, sintiendo esa maravillosa extensión de musculo endurecido en mi interior. Cuando comenzaron las embestidas fue cuando dejé de pensar. Me aferré a su espalda, mordí su cuello mientras Rudy aceleraba, sus movimientos se hacían cada vez más placenteros. Las sabanas se revolvían y la cama soportaba nuestro peso con estoico silencio. El único ruido que se escuchaba eran nuestros gruñidos, la fuerte respiración nasal y el choque de su cadera contra la mía


 —Es tarde —murmuré sentándome en la cama y sintiendo todos mis músculos protestar. 


Afuera estaba todo oscuro, ya casi era la hora. 


—¿Por qué no te quedas un rato más? —dijo Rudy, abrazándome por atrás y jalándome hasta que volví a caer en la cama. 


—Rudy —advertí en cuanto lo sentí montarse encima de mí. 


A él no le importaba, me miraba con intenciones dé y su sonrisa maliciosa. Su cabello se encontraba suelto, de modo que caía libremente sobre sus hombros. Él procuraba cuidarlo mucho, manteniéndolo siempre limpio y brillante. Su cabello olía a almendras, a coco, solía peinarlo y sujetarlo en una cola alta. Contrario a lo que pensasen muchos, su cabello largo no le restaba masculinidad. Al contrario. Y su desnudez era tal que podía hacer suspirar a cualquiera. 


—Podrías tener a cualquiera a tus pies —comenté con tono apreciativo—. Eres muy atractivo. 


—Ya, bueno. La mayoría solo me busca por una noche. 


—Eres demasiado hermoso para que solo te busquen por una noche. Mereces más que eso. 


Rudy abrió los ojos muy grandes como si no diera crédito a lo que oía, luego se rió a carcajadas. 


—¿Te has oído decir eso? Me has dicho que soy hermoso. Cállate, vas a hacer que me enamore. 


Y me callé porque no quería que se enamorara. No de mí, al menos. Jugueteó un poco encima de mí, lo suficiente para excitarme y guió mi miembro hasta su entrada y de un movimiento fluido, logré entrar en él. Rudy era suave y cálido por dentro. Hundí las uñas en sus muslos mientras él subía y bajaba con bastante agilidad. 


Lo demás, es cuento...


Antes de salir, le mandé un mensaje a Salomón diciéndole que pasaría por su casa y lo llevaría hasta el terminal. Tuve que hacer gala de mi memoria para recordar bien donde era que vivía. Me detuve en la casa que me pareció más familiar. El taller se encontraba cerrado y aun así me llegaba el olor a gasolina. Viré la vista hasta la fachada de la casa, notando que se veía muy apagada. Yo no sabía si su padre se encontraba allí, pero no quería hacer ruido, por si las moscas. Saqué el teléfono y mandé un texto informándole de mi llegada. 


Salomón no tardó en salir. Llevaba colgado del hombro un bolso y en una mano la caja con la gata dentro, con la otra llevaba la maleta. No era muy grande. Es imposible meter toda tu vida en una maleta. 


—¿Listo? —pregunté por decir algo. Salomón asintió y juntos acomodamos lo que mejor que podíamos las maletas. 


Emprendimos la marcha en silencio. La moto de Rudy era rápida y al deslizarse por el asfalto no hacia ruido alguno. En un par de ocasiones la había usado, por eso sabía cómo manejarla. Antes, cuando apenas conocía a Luzbel, tuve una moto. Pero era insignificante delante de la moto de Rudy, aun así me servía de experiencia para manejar la motocicleta. 


El terminal estaba inundado de personas que salían por la puerta principal en busca de taxis. Pasaban a nuestros lados sin siquiera fijarse en nosotros. Tenían prisa por llegar a casa, tomar un baño y comer algo caliente. Así es como uno llega de un largo viaje. Lo sabía por experiencia. Salomón bajó de la moto y procedió a bajar su equipaje en tanto dejaba la caja en el suelo. 


—Ah, antes de que se me olvide, esto es para ti —me tendió un papel. Aparqué la moto y tomé lo que me ofrecía con curiosidad—. Te lo hubiese enviado por whaptsapp, pero con ese teléfono de mierda que tienes, es imposible enviarte mensajes así. 


No me ofendí por su comentario, solo atiné a leer. Era una dirección junto al nombre de una tienda. También ponía la foto de alguien, el nombre de pila y el número de teléfono. Lo miré sin comprender por qué me entregaba esa información. 


—Es la dirección de un refugio —dijo con simpleza—. Una amiga trabaja allí, necesita un ayudante. La paga es un moco, pero como a ti te gustan los animales... 


—Que tierno de tu parte pensar en mí antes de irte —dije con humor—. Pero ya sabes que yo no puedo. Tengo que-


—Solo es medio turno, hombre. Y puedes elegirlo. No me parece bien que un doctor esté rebajándose a vender su culo a desconocidos. No digo que lo dejes, solo que puedes tener más opciones que solo estar metido en ese burdel. No, espera, no digas nada, solo piénsalo, ¿Bien? 


Asentí con una sonrisa. Me sentía como el hermano mayor de un mocoso que quería darme lecciones de moral. Me guardé el papel y le revolví el pelo a pesar de que Salomón, a su edad, era casi tan alto como yo. 


—Ahg, ya. Es suficiente —me apartó la mano. 


—Que adorable que seas tan gruñón. A todo esto, esta amiga de la foto no parece muy de tu edad —insinué con sospecha—. ¿Dónde la conociste? 


—Bueno, digamos que yo no aparento la edad que poseo y ella no tenía porqué saberlo. 


—Eh, ¿De cuándo acá tú tienes complejo de Electra? No te conocía esas mañas —me burlé mientras lo ayudaba con una maleta. 


 —Cállate. 


Entramos al terminal y fuimos a la parte trasera donde los autobuses se estacionaban y esperaban a los pasajeros. Para entonces, el terminal estaba lleno de buses, pero solo unos poco laboraban. La gente se acercaba a los que iban a su destino, entregaban su boleto y subían. Miré a los lados, preguntándome cual era el que Salomón pretendía tomar. Él ya había comprado su boleto con anterioridad, de modo que lo único que tenía que hacer era subirse. 


La gata en la caja maullaba de vez en cuando y las personas que lo veían se detenían un momento para admirar a la gatita y acariciarle la cabeza. Serafina, como había sabido que se llamaba la gata, ronroneaba complacida. Era una buena idea que tuviese la caja, así no se le escapaba por si se asustaba. Llegamos al bus que le correspondía y fuimos directo a meter las maletas en la parte trasera. Era enorme comparado con los demás buses, supuse que era porque iba con aire acondicionado y su ruta resultaba más larga que los demás. Sabía que dentro los asientos se reclinaban lo suficiente para estar cómodo durante las horas de viaje.  


Salomón le entregó las maletas al colector y al hacerlo noté que tenía cara de estar soportando mucho sufrimiento. Parecía que quería llorar, pero su orgullo no se lo permitía. Yo había abierto la boca, le había dicho a Javier que Salomón se iba a ir. Le dije incluso la hora con la esperanza de que cambiara de parecer. Sin embargo, Javier soltó una risa desagradable y dijo que si Salomón se quería ir, pues que se fuera. 


Miré repetidas veces a la entrada que daba acceso a la parte trasera de los buses, la gente iba y venía. Pero Javier no aparecía. Me entristecí y sentí pena por Salomón. 


—Mi abuela me dijo que Dios hizo las lágrimas para que no nos ahogáramos por dentro —dije de pronto—. Y si no lloras vas a ahogarte.


—No me jodas, Franco. Que no estoy de humor —sorbió por la nariz, aguantándose el lamento. 


No me miró, en cambió fijó la vista en la gata que dormía en la caja. De repente, ella fue cociente de su mirada y despertó. Maulló una vez como preguntándole qué le pasaba. Yo no me atreví a consolarlo. Sabía que él era orgulloso y cualquier cosa que le dijese se lo iba a tomar a mal. 


—Todo estará bien a partir de ahora, Serafina —habló con la gata. Atisbé un pequeño temblor en su voz que delataba lo miserable que se sentía. 


—Así que descubriste la forma de irte —manifesté cuando tomó el valor para mirarme a la cara. Le sonreí con displicencia—. ¿Me revelas el secreto? 


—No hay ningún secreto —se encogió de hombros, apartando de nuevo la mirada para fijarla en su gata—. Solo te estrellas tan fuerte que regresas en un santiamén al planeta tierra. Eso es lo único que pasa. Descubres que es inútil tratar de volar. 


—¿Estás seguro de esto? 


Lo vi tomar una respiración profunda. 


—Segurísimo. Prefiero irme antes de tener que elegir entre ser el victimario o la víctima. 


No sabía si sacar el tema de Javier a colación. Al final me decidí, un poco contrariado. Necesitaba saber lo que pensaba de él, si quería que yo lo cuidara en su ausencia o lo instara a seguirlo. No sabía nada. 


—¿Y Javier...? 


—No soy centro de rehabilitación de nadie —espetó de mala gana—. No quiero quedarme para verlo desaparecer. Porque si es algo que yo no puedo parar, preferiría no verlo.


—Está bien —acepté—. Escríbeme cuando llegues a la isla. Al menos me gustaría saber que llegaste bien. 


—Lo haré —me sonrió. La gente comenzaba a subir al bus, solo significaba que partiría muy pronto. Pensé que eso sería lo último que me dijese hasta que volvió a hablar para comportarse como el típico mocoso que solo quería molestar—. ¿Sabes de qué me arrepiento?


—¿De enamorarte? —inquirí, enarcando una ceja. 


—No. Me arrepiento de no haber consultado tus tarifas —reveló con tono burlón, haciendo de esa despedida algo menos agrio. Dejé salir el aire de golpe, incapaz de enojarme con él—. Podríamos haberlo pasado muy rico juntos. Eso sí, yo voy arriba. 


—¿Estás hablándome en serio, mocoso falto de recato? 


—Sí, que viva la pasivación, pero solo la tuya. 


—Come mierda. 


Nos reímos y él calló de pronto. Lo vi vacilar antes de mirarme con indecisión.


—Franco —dijo con un nudo en su garganta—. Gracias por todo —Parecía sincero. Su vulnerabilidad me golpeó en la cara. Tragué saliva y me obligué a sonreír. 


—No fue nada —logré decir en un hilo de voz. 


Solo bastó que Salomón diera algunos pasos para llegar al bus, subir los escalones y caminar por el largo pasillo. Por un momento, lo perdí de vista hasta que se ubicó en el asiento que le correspondía. Estaba junto a la ventana. Me dijo adiós con la mano y sentí mi corazón romperse. Las despedidas siempre son muy tristes. Y una vez que yo le tomaba cariño a alguien, despedirme resultaba difícil. 


Levanté la mano y le dije adiós mientras el bus comenzaba a moverse. No quise que viera mis lágrimas así que respiré hondo y me quedé hasta que el bus desapareció en la calle. Supe que no volvería a ver a Salomón. Él iba a ir con su madre, ella lo esperaba con los brazos abiertos. Sabía que debía sentirme feliz por él, pero una parte de mí, se entristecía profundamente por su ausencia. 


Volví al burdel en moto. Rudy trabaja los miércoles, viernes y sábados, de modo que esa noche se encontraba allí. Busqué a Javier con la vista sin encontrarlo. Tal vez, como era viernes, andaba de juerga por ahí. Así era él. Le gustaban las fiestas, la música y una buena dosis de su droga favorita. Lamenté que ni siquiera se despidiese adecuadamente. Aunque quien sabe, tal vez Salomón y él habían tenido su despedida y no querían más cuotas de dolor. 


Rudy atendía un cliente así que esperé hasta que salió para entregarle las llaves. Le dije que la moto estaba fuera y luego me marché sin más, dejándolo con la palabra en la boca. Me sentía demasiado triste como para siquiera irme a la cama con desconocidos. Fui a casa y durante toda la noche solo pensé en las circunstancias de Salomón. También guardé el papel que me había dado con la dirección del refugio. La verdad, la idea era muy tentadora, pero... 


Salomón me envió un mensaje, al día siguiente, que había llegado al terminal de otra ciudad. Sabía que al destino que él iba no existía una ruta directa a menos que fuese en avión. Por eso, él debía hacer varias paradas para tomar distintos buses. No fue hasta el día siguiente que finalmente recibí la noticia de que él estaba con su madre. Me quedé más tranquilo con eso. 


Javier por su parte, no hizo nada al respecto. Siguió trabajando en el burdel, siguió yendo a discotecas y siguió consumiendo. Pensé que quizás, él solo iba a seguir con su vida adelante. Una vida muy viciosa, pero vida al fin y al cabo. Hasta que esa madrugada algo se cayó con un espantoso sonido de rabia. Erick y yo nos levantamos sobresaltados. Él me miró y yo lo miré. Le hice un gesto para que se quedara en la cama en tanto yo buscaba el bate de beisbol que guardaba en el cuarto por si alguna vez entraban ladrones. 


Abrí la puerta y salí con cautela, mirando a todos lados a pesar de que la visibilidad era nula. Como no escuchaba pasos, sino un sonido muy mitigado, procedí a tocar el interruptor para encender la bombilla. Descubrí que solo se trataba de Javier. Respiré aliviado y dejé a un lado del bate. 


—Santo Dios, Javier. Procura no hacer tanto ruido, casi me da algo. 


Él no me respondió nada. Seguía allí, sentado en el suelo, donde había caído por culpa de la mesa, con las manos cubriéndole el rostro. Imaginé que andaba borracho y la luz le molestaba, por eso se tapaba la cara, pero al acercarme noté que sus hombros se sacudían levemente. "Se está riendo, el muy cabrón" pensé sin alterarme. 


Pero él no se estaba riendo. Estaba llorando. Y murmuraba algo. 


Era evidente que estaba borracho porque el hedor a licor resultaba nauseabundo. Me acerqué más, poniéndome de cuclillas. Era mi deber brindarle una mano ayuda si la necesitaba. 


—¿Javier, estás bien? ¿Qué pasa? —inquirí en voz baja, un poco preocupado. No era común verlo llorar. De hecho, nunca lo había visto soltar una lágrima. 


—Me dejó... —dijo entre accesos de llanto. Sus lágrimas eran ríos de tristezas que le empapaban las mejillas—. Salomón me dejó... Salomón me dejó... Salomón me dejó...


Al verlo tan destruido, quise sentarme a su lado y llorar con él. Me abstuve, en tanto Javier repetía lo mismo una y otra vez. Su llanto era tan desgarrador que solo lo dejé desahogarse, sin saber cómo consolarlo. ¿Qué podía decirle? ¿Qué era su culpa? Eso ya debía saberlo, no necesitaba que yo siguiera metiendo el dedo en la llaga.


Yo lo entendía. Entendía su dolor. Comprendía lo difícil que era lidiar con la ausencia. A veces, que una persona entre a tu vida es algo aterrador. Pero no es tanto que alguien entre lo que asusta. Lo que aterra es cuando se va porque cuando lo hace, toda su vida también se va con esa persona... 


Interludio VIII


Despertó un día de marzo.


Abrió los ojos para darse cuenta que el techo era blanco e insípido. Parpadeó un par de veces y luego movió sus ojos, escaneando la habitación donde se encontraba. Nada le era familiar, ni siquiera podía recordar con exactitud lo ocurrido. Intentó levantarse y al conseguirlo, se sentó sobre la cama, con la sabana arropando la mitad de su cuerpo. Parecía que incluso moverse dolía un poco por la rigidez de sus músculos. 


—Ha despertado... —oyó que decían. 


Entonces, viró su vista hasta la puerta abierta y notó la figura de una enfermera. Ella parecía sorprendida de verlo y no dudó en llamar a los otros médicos que se apresuraron en atenderlo. Revisaron sus ojos con linternas, examinaron su cabeza en diferentes ángulos, escanearon su cerebro y en todo el proceso no articuló ni una palabra, un poco molesto por tanto manoseo. 


Al final lo dejaron en la habitación con una bandeja para que probara bocados de comida solida, algo que su cuerpo no había consentido en mucho tiempo. Pero Augusto no probó nada, se mantuvo allí, observando la comida hasta que Johan entró por la puerta y entonces lo miró con su rostro amargado. 


—¿Cuánto tiempo dormí? —preguntó malhumorado. 


Johan suspiró un poco y tomó una silla para sentarse al lado de la cama. 


—Dos años —dijo—. Pensé que no ibas a despertar nunca. Los doctores tenían pensado desconectarte. 


—¿Dos años? 


—Sí, dos años —insistió, mirando un poco nervioso a su alrededor—. Escucha, no tardará en llegar la policía para preguntarte sobre lo qué pasó. Les dije que había sido un robo, algo como un secuestro y te lastimaron a ti. 


Pero Augusto no lo escuchaba, lo miraba casi con rabia. 


—¿Robo? ¿Secuestro? —inquirió con tono sombrío—. ¿Dónde está Luzbel? 


—Augusto, no deberías preguntar por Luzbel. No después de lo que pasó. 


—¡¿Dónde está Luzbel?! —rugió, echando por los aires la bandeja con la comida y sus muchos utensilios. 


Johan volvió a suspirar, masajeándose la sien porque la verdad era que ni él sabía dónde se encontraba Luzbel. De repente, tocaron la puerta y un par de policías hicieron acto de presencia. Se presentaron, hicieron preguntas, tomaron notas y miraron a Augusto mientras hacia la pregunta. 


—¿Dónde está? —preguntó con el tono más severo que encontró. 


Entonces recibió la noticia de la súbita desaparición de Luzbel. Alegaron que aun buscaban a la chica pero que no albergaban esperanza luego de dos años enteros de su desaparición, pues aunque posiblemente había sido secuestrada, los delincuentes jamás se comunicaron para pedir rescate. Y hasta la fecha, no conseguían pistas de su paradero. 


Augusto arrugó las sabanas en su mano hecha puño, tensando la mandíbula tan fuerte como para querer romperse los dientes y les gritó que se marcharan. Un súbito mareo paró su cometido de levantarse y salir él mismo a buscar a Luzbel. Se tomó la cabeza con una mano, maldiciendo entre dientes el haber estado dos años en coma. 


Su recuperación no fue tan lenta. Tenía prisa por salir de allí y buscar él mismo a Luzbel. Debía encontrar al niño y llevarlo de regreso a la casa pues era allí donde pertenecía. ¿Pero dónde podría estar? Ni siquiera esperó que le dieran el alta y se marchó, alegando que tenía alguien a quien buscar. Se compró un frasco de pastillas para las migrañas que tanto lo acosaban desde que despertó y con la firmeza que lo caracterizaba, se dispuso a hallarlo. 


No fue fácil teniendo en cuenta que durante esos años, Luzbel pudo haber cambiado, cortarse el pelo por ejemplo. Él sabía que el niño odiaba su cabello largo y en más de una ocasión tuvo que disciplinarlo para que dejara de tomar la tijera y desfigurase su hermosa melena rubia. Ese fue un punto a su favor porque aunque la policía y su equipo de investigación buscaban a una chica, Augusto era cociente que en realidad debía buscar a un chico.  


"¿Dónde te escondes, Luzbel?"


Pasaron meses y lo encontró donde menos lo esperó. 


Sentado sobre su silla, con una computadora de frente, llegó hasta el portal de una web pornográfica donde se exhibía, en todo su descaro, un video sexual con Luzbel como protagonista. Lo vio una y otra vez sin querer reconocer las hermosas facciones del rubio como Luzbel. Pero lo eran. A pesar del tiempo y su crecimiento, aun podía identificarlo. Vio sus ojos como caramelo derretido, sus labios entreabiertos exhalando gemidos, su pelo que seguía siendo rubio y tan corto como para parecerle un insulto. 


Augusto apretó los puños y sintió la necesidad de hacer añicos la computadora. 


Su obsesión lo llevó a contratar personas para descubrir el origen del video o por lo menos saber el autor real de dichas imágenes, pues estaba seguro de que si daba con la persona real, podría dar con Luzbel. Cuando finalmente obtuvo la identificación de quien subió el video y que recibía pago por ello, se encaminó a su búsqueda. 


Tocó la puerta con impaciencia y cuando descubrió que quién le abría era el autor de los videos, lo tomó del cuello de la camisa en un gesto casi furioso y lo estampó contra la pared. 


—¿Dónde está? —preguntó en un tono oscuro y plano. 


El hombre ahogó un jadeó y lo miró con una expresión llena de horror, tanto era su miedo que ni siquiera podía hablar. 


—¡¿Dónde está?! —volvió a rugir, impaciente por una respuesta. 


—¡No sé de quién habla! —dijo con sus silabas bailando al compas de su miedo—. ¡De verdad, no sé nada! 


—No sabes —inquirió iracundo, sacando luego de su bolsillo las imágenes impresas—. ¡Anda, di que no fuiste tú quien subió esta asquerosidad!


El muchacho miró las fotos y se asustó aun más. 


—¡Yo sólo soy un programador, nada más! —lloriqueó.


Un feroz puñetazo en el estomago lo obligó a tragarse sus excusas. No le dio tiempo a encorvarse cuando Augusto ya tenía la mano sobre sus cabellos, jalándolos con fuerza y saña. 


—Piensa bien tu respuesta, pedazo de mierda. Así que habla y dime dónde está Luzbel —siseó peligrosamente—. No he pasado horas frente a una chatarra ni pagado sumas de dinero para encontrarte solo para que tú no sepas dónde está. 


—¡No sé, no sé! ¡Él viene y va! —el agarre en su cabello se volvió más intenso—. ¡Trabaja como puto en la plaza de Santa Rita y yo le pagué para grabarlo! 


Augusto lo soltó bruscamente. Tenía una dirección. Sentía como la adrenalina circulaba por su organismo. Antes de marcharse, lo miró una vez más y lo señaló. 


—Espero que por tu bien, borres ese video. Te lo recomiendo por las buenas. No me conoces así que no pongas a prueba mi paciencia. 


Se fue como un huracán dispuesto a destruir todo. Entró al auto y dio varias vueltas en la plaza sin encontrarlo. Para entonces era demasiado temprano para que los putos salieran de su escondite a exhibirse como pedazos de carne. Respiró hondo, tratando de calmarse, pero no sirvió de mucho al sentir que podía hacer añicos el manubrio que sostenía en sus manos. De todas maneras, siguió allí, esperando como un cazador a su presa favorita. Y cuando los muchachos comenzaron a aparecer, posando en las orillas de las aceras, seduciendo y contorneándose, Augusto estuvo atento al momento en que apareciera Luzbel. 


Tardó en llegar, ubicándose en una esquina junto con otros sujetos. Pretendía acercarse en auto y llevárselo como podría llevárselo cualquier cliente. Sin embargo, un auto le ganó la delantera, bajando el vidrio del piloto para conversar sobre las tarifas y llegar a un acuerdo. Luzbel subió al auto, marchándose enseguida.


 Augusto no perdió tiempo y los siguió. 


La sangre hervía en su organismo por la rabia e indignación, y para cuando el auto ajeno se estacionó en un lugar apartado, supo con certeza que el favor sexual iba a dar inicio. Así que también se estacionó y bajó como un poseo, dando grandes pasos para llegar más rápido y así abrir la puerta trasera y sacar a rastras a Luzbel. 


—¡¿Qué diablos le pasa?! —exigió el cliente, subiéndose el cierre del pantalón. 


Augusto no dio explicaciones. Simplemente lo tomó del cabello, empujándolo fuertemente para salir de allí y meterlo en su propio auto. Lo lanzó dentro como un saco de patatas, cerrando luego con seguro y aventurándose a partir. 


—¿Creíste que no te encontraría? —preguntó  con la voz agitada por el esfuerzo—. Te lo dije; siempre te encontraré, Luzbel. 


Lo miró por el espejo retrovisor, dándose cuenta que el muchacho no parecía tan sorprendido como creyó. En vez de eso, se acomodó la camisa y los pantalones en total silencio. Luego le devolvió la mirada. 


—Siempre supe que vendrías por mí


—Exactamente. Estoy aquí. Y no voy a dejarte ir —amenazó. Algunos mechones de cabello se le desordenaron así que se pasó la mano hacia atrás, poniéndolos todos en su lugar—. No me importa qué razones hayas tenido, pero no volverás a prostituirte. Esto se detiene ahora, ¿Comprendes? 


Condujo con una mano y le lanzó con la otra las fotos impresas. Luzbel observó una a una sin inmutarse. 


—Te pagaron para que te dejaras hacer eso, ¿no? No lo puedo creer. ¡Dejaste que alguien más te tocara! Eso no va a volver a ocurrir. Eres mío y no dejaré que nadie más te toque —aseveró—. Puedo perdonarte —continuó diciendo, seguro de que era cierto—, pero voy a tener que castigarte. 


—Sigues creyendo que voy a quedarme para siempre contigo, ¿No? Crees que puedes encerrarme y usarme hasta que me canse y vuelva a intentar matarte. ¿No ves que prefiero venderme antes que regresar? 


La expresión de Augusto de torció en una horrible mueca de odio. 


—Oh no, no lo harás. No te lo permitiré. Nunca te dejaré ir, no volverás a salir sin mi permiso. 


Luzbel desvió la vista hacia la ventana, mirando el paraje rural y comprendiendo el lugar donde iban. Dejó caer los hombros e incluso Augusto fue capaz de captar la tristeza en sus ojos. 


—Johan no quiere que me convierta en un asesino. 


—Johan es un idiota. Él cree que yo te hago malo, pero no es así. Uno no puede cambiar la naturaleza de las personas. No soy tu padre, ya debes saberlo. Tu mamá vivía en la basura y alguien, un desconocido, la vio y la violó. Y luego mi padre la trajo a casa —reveló con un desagradable tono de voz—. Ya ves, eres malo porque naciste de algo malo. 


Vio por el espejo que Luzbel se tensaba en el asiento. No le dio importancia y prosiguió. 


—Hay algo malo contigo químicamente, algo malo intrínsecamente. Fuiste concebido por los métodos equivocados, naciste el día equivocado en la casa equivocada con las personas equivocadas. Todo en ti está mal —cruzó una curva con excesiva fuerza, se notaba en su lenguaje corporal lo molesto que se encontraba—. No te asombres tanto, mi historia es muy parecida a la tuya, ¿Qué te parece? Estamos hechos de la misma materia en descomposición. 


Luzbel apretó los labios y levantó la vista para dejar ver sus ojos quebrados como las vidrieras rotas. 


—¿Y Johan? —preguntó en un hilo de voz. 


—Oh no, Johan es muy diferente. Nació de una familia que acabó derrumbándose por culpa de las deudas. Por eso te gusta, porque es diferente. No te culpo, me gustaba por las mismas razones. Pero él jamás va a poder comprenderme. 


—No me dejarás otra opción, ¿verdad? 


—Jamás has tenido opciones, Luzbel. Esto es así; no puedes ir más allá de donde yo lo desee. 


Augusto lo encerró en el cuarto. Lo dejó allí por días sin agua ni comida para que aprendiera cual era su lugar. Sin embargo, Luzbel volvió a escaparse y volvió a la plaza para venderse, indispuesto a seguir el camino que habían fabricado para él. Dejó que le tomaran fotos en pleno acto sexual y las dio como un obsequio a Augusto con la única intención de dañarlo. 


El juego del gato y del ratón continuó hasta que Augusto se cansó. 


Esa noche en particular, volvió a buscarlo, y como tantas noches atrás, volvió a sacarlo a rastras para llevarlo a la mansión. Pero en esa ocasión existía un matiz diferente, Luzbel pudo sentirlo por la forma como sudaba su carcelero, su respiración acelerada que le daba a entender algún mal augurio. Ejerció fuerza de retención, sin embargo Augusto empujó lo suficiente como para hacerlo entrar a la habitación. 


Dentro no solo lo aguardaban las muñecas y las tazas de porcelana, sino que otros individuos de carne y hueso también esperaban allí. 


—Está noche vas a conocer el verdadero horror del placer —informó, apartando suavemente un mechón de cabello rubio de su cara y se lo puso detrás de la oreja en una parodia de caricia—. Hasta ahora he sido indulgente contigo. Y has agotado mi paciencia. Voy a volver en tu contra todo esto que has hecho. 


Se alejó para dejar que otros lo tocaran. Dejó que los buitres se lo comieran uno tras otro. 


Luzbel gritó, pidió perdón, exclamó por ayuda pero no atendió a ninguno de sus llamados a pesar que su voz lastimera le perforaba los tímpanos de la oreja. Augusto apretó la mandíbula y los puños, ignorando el momento en que uno de ellos le rompió la nariz de un puñetazo para que dejase de hacer ruido. Ese fue el momento en que Luzbel dejó de rogar, nunca más volvió a suplicar. 


Cuando la danza macabra hubo terminado, Augusto no lo soportó más y sacó un arma de su cinto para vaciarla en los desconocidos. Hubo gritos, pasos apresurados, y cuerpos cayendo al piso. Cuando el último cayó, Augusto ya respiraba agitado y la piel se le perlaba por el sudor. Retrocedió lo suficiente como para chocar su espalda contra la pared y se dejó caer. 


Era la primera vez que mataba a alguien y no se arrepentía. 


Contempló los cadáveres con aire ausente, tragando saliva más por el cansancio que porque se sintiese asustado. Solo eran chicos del vertedero, muchachos que nadie echaría en falta porque es fácil desaparecer cuando nadie te ve. 


Apretó el arma en sus manos y la dejó a un lado. Buscó un pañuelo e intentó secarse las manos manchadas de sangre. No funcionó como esperaba, lo único que hizo fue regar más la sangre. Chasqueó la lengua y miró hacia la cama; Luzbel estaba inquietantemente callado. Era mejor así, no iba a soportar sus gritos y reclamos. El silencio era lo indicado en una situación como aquella. 


Alzó la vista hasta el techo, observando con monotonía las hélices del ventilador que daban vueltas y vueltas. Pensó que debía limpiarlos pues en sus volutas se apreciaba el polvo del tiempo. También debía limpiar la habitación y comprar mucho cloro para las manchas. Si padre no soportaría ver la casa tan sucia. 


En eso iba pensando cuando se puso en pie y llegó hasta la cama para apreciar el pecado de Luzbel.


—Esto no habría sucedido si te hubieses quedado solo conmigo —dijo con voz neutra y las manos tras la espalda. El muchacho en la cama lloraba y se tapaba los oídos con desesperación en un intento por haber querido silenciar los gritos y el sonido de disparos—. Pude haberte dado comodidades, dinero y amor. Pero preferiste irte a la calle. 


Luzbel no dijo nada, solo continuó emanando silenciosos sollozos. 


Pasaron interminables minutos en donde reinó el silencio hasta que Augusto estiró la mano para agarrar el cabello de Luzbel, levantándolo y tirando de su cabeza hacia atrás con fuerza para poder mirarlo a los ojos.


—¿Me tienes miedo, Luzbel? 


—Sí... —articuló el muchacho, todavía sollozando y con la nariz impregnada de sangre. 


—Por supuesto que sí. Por supuesto que debes temerme —dijo, su voz se volvió condescendiente—. Así que dilo. Di que me tienes miedo.


—Te tengo miedo. 


—Te lo dije, ¿no? —empezó diciendo Augusto—. Te dije que dejaras esa vida. Ahora mira las consecuencias. ¿De verdad creíste que podías huir de mí? Te lo juro, Luzbel, no escaparas. Voy a matar a cada uno de tus amantes si te atreves a dejarme. 


—Vas a tirar de mí hasta que nos ahoguemos los dos... 


Lo soltó bruscamente. Luzbel se encogió sobre sí mismo, volviendo a su postura original. 


—No, hasta que nos ahoguemos los dos no. Solo uno necesita ahogarse —replicó sin humor—. Sabes cómo va a terminar esto, ¿cierto? 


—Sí —susurró con voz llorosa—. Sé cómo va a terminar. 


—¿En serio? —dejó salir una risita terriblemente desagradable—. ¿Cómo terminará? 


—Terminará mal...


 


 


 

Notas finales:

He estado muy enferma desde que inició mayo, por eso tarde tanto pues hasta ahora doy signos de responder al tratamiento médico. Tomó una pastilla que ne deja muy mareada, como si flotara todo el día, es muy desagradable pero me ayuda con el dolor, asi que ni modo. El caso es que me deja tan mareada que es posible que encuentren incoherencia en la lectura. Si es asi, haganmelo saber para corregir. Pido disculpas de antemano y espero que les haya gustado el capitulo:)


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