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La miserable compañía del amor. por CieloCaido

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 Capitulo 4: Como un gato callejero


Después de aquella conversación, comprendí que no quería volver a cruzar palabras con Luzbel. Su forma de hablar me dañaba. De modo que lo ignoraba la mayor parte de tiempo. Pero él no parecía entender su apatía; me saludaba en las mañanas con la misma placidez de siempre, me ofrecía café, me servía el desayuno. En las noches, antes de irse, se despedía. Si no fuese por su falta de tacto al hablar, hubiese sido un excelente compañero. 


Pero no era así. 


Sentía que lo odiaba, sobretodo porque insistía en recordarme mi fracaso todos los días. Antes de irme a trabajar, me decía:


—Franco, mataste a alguien mientras lo operabas. Que no se te olvide eso


Y yo me tragaba mi rabia porque aquello era verdad, así que le respondía:


— No, no se me olvida.


Y eso se convirtió en una horrible rutina. La frase me ponía de mal humor. Solo que esta vez no pagaba mi mal humor en la escuela, no era conveniente ni apropiado. Ponía en peligro mi trabajo. Así que me guardaba mi rabia para mi solito, la masticaba y me la tragaba. A ese punto me iban a salir ulceras gástricas. Haberme mudado con ese muchacho había sido un grave error. 


Y sólo era el comienzo... 


Pasaron cerca de dos semanas..., y yo aguantaba con la paciencia de un bendito, su sinceridad que rayaba la crueldad. En más de una ocasión quise decirle que parara la cosa, que ya no me parecía gracioso eso de decírmelo todos los días. Pero me detenía en el último segundo, ¿La razón? Pues que hablar con él era como hablar con la pared, Luzbel no creía que me decía algo malo. 


Tal vez no era malo para Luzbel, pero lo era para mí. Recordar ese desastre todos los días me mortificaba. Y yo ya tenía suficiente mortificos. De vez en cuando, me encerraba a recordar eso. Era parte de un autocastigo. Sin embargo, en ocasiones me permitía olvidar un poco. Creer que no todo era tan malo y que las segundas oportunidades existían. Por eso, también me permitía reír sin parar, beber una fría cerveza luego de trabajar, tener sexo ocasional. 


Me permitía ser una persona que comenzaba desde cero... 


Pero Luzbel, y su fría sinceridad, me recordaban todos los días quien era. Y yo no quería recordar quien era. 


—Luces molesto, ¿Pasó algo? —preguntó con su habitual naturalidad, ofuscándome. 


Luzbel iba caminando despreocupadamente a mi lado, ajeno a todo lo que yo pensaba de su persona. 


—Estoy bien —lo decía con enfado, con molestia mal disimulada. No tenía ganas de hablarle ni de mirarle. Quería ser grosero, pues su presencia me irritaba mucho, no sólo por todo lo anterior, sino también porque, aparte de vivir con él y calarme sus apabullantes palabras, también me lo tropezaba al ir a casa. Justo como ese día. 


Eran las cinco de la tarde en ese momento, había terminado mi turno y me fui a "casa" a pie porque mi moto ruidosa dejó de hacer ruido. Es decir, ese aparato se echó a perder. Se murió, por así decirlo. De modo que para ahorrar un poco no tomaba el transporte público, sino que me iba caminando. No era tan lejos, aun así mis pies dolían a horrores. Casi lo sentía hinchados de tanto caminar. Eran kilómetros y kilómetros lo que tenía que recorrer todos los días y mis zapatos no eran muy amigables. 


"Esto es un asco", pensé enfadado y desanimado. 


—Andas algo arisco, deberías tomar un baño largo. Seguro que así se te pasa la rabia —recomendó mi compañero. 


No lo decía con altanería, pero yo lo tomaba como un ataque. Lo miré de soslayo, queriendo atravesarlo con un rayo laser. Negué con la cabeza y me dije que era inútil discutir con él. Volví la vista al frente, y entonces lo vi y Luzbel se acercó a él. 


No piensen mal, no es como si de la nada hubiera aparecido alguno de sus amantes y Luzbel hubiera corrido a sus brazos, como una dama enamorada. Nada tan alejado de la realidad. Allí, frente a nosotros, apareció un gato, uno de esos que son tan pequeños que tienen el cuerpo pequeño y los ojos grandes. Si me detenía a observarlo, me daría cuenta de la belleza del animal. Sin embargo, andaba de muy malas pulgas y sólo pasé de largo, ignorando su vaga existencia. 


—Eres un descorazonado —manifestó Luzbel, quedándose detrás de mí, inclinándose para acariciar el gatito. 


En un principio el gatito le rehuyó, arisco y peludo, pero ante la insistencia de Luzbel, que no temía ser rasguñado, se dejó acicalar por aquella mano desconocida que ofrecía cariño y amor. En tanto, yo me giré para verlo enojado, y queriendo decirle que el único descorazonado era él con sus comentarios soeces. No obstante, antes de que pudiera vocalizar algo, Luzbel se me adelantó y me dijo en tono tranquilo:


— Si te hago cariño, ¿también te pondrías así? —lo decía porque el gatito se dejaba acariciar, Luzbel pasaba su mano por su espalda y el animal ronroneaba, complacido.


Arrugué la frente. 


—No soy un animal. 


—Te llevaré a casa —ignoró mi respuesta, tomando al gatito entre sus manos, acobijándolo en su regazo—, tal vez te llame mini-Franco.


—No soy un animal —repetí resignado. Hablar con él era como hablar con la pared


—Lo he visto y he pensado que ustedes dos son muy similares —no me miraba mientras hablaba, pero supe que me hablaba a mi—. Sin padres cerca, caminando solos... En la calle...Perdidos...—levantó la vista, contemplándome con esos lagos profundos—. Los gatos callejeros necesitan amor aunque no lo demuestren.


Luzbel sólo sonrió con esa sonrisa suya, clara como el agua y sincera como no había visto ninguna otra. Fue una expresión que empezaría a recordar cada vez con más frecuencia. Una expresión que guardaría en el fondo de mi corazón y la encerraría bajo llave. Como esas reliquias antiguas que no quieres que nadie más vea. 


Durante los días siguientes, no hice otra cosa que pensar en esa frase; "Los gatos callejeros necesitan amor aunque no lo demuestren", tratando de descifrar lo que me quería decir en realidad. El enojo que tenía a causa de su recordatorio (porque el muy cabrón seguía recordándome mi fracaso todos los días), se difuminó un poco, ya no era tan molesto como al principio. Se había vuelto algo más tolerable. En cambio, fue sustituido por una curiosidad hacía él. 


No se vayan por las ramas, no es de esas curiosidades que mata al heterosexual, era más bien una curiosidad hacía él como persona, como prostituto y hacía esa sinceridad que poseía.


Aquel domingo seguía encerrado en mi cuarto. Era lo que siempre hacía; encerrarme e ignorarle, hasta que él se iba a su trabajo y yo me sentía libre de caminar en la casa. Ese domingo fue diferente. Apenas habían pasado un par de días desde que había traído el gato. Y, haciendo lo que nunca hacía, me asomé por la rendija de mi puerta, esa que daba hacía la sala, buscando su presencia. 


Entonces, lo vi.


Permanecía sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared y leía un libro. Su vestimenta seguía siendo la misma de siempre; franelilla blanca y pantalones rotos. Ropa cómoda. Lo que más destacaba de él era esa aura que se cargaba; la de alguien maduro y magullado. Era un hombre y un niño a la vez. Algo intermedio, joven y al mismo tiempo... tremendamente triste. Como una fotografía en blanco y negro, arrugaba y alisada. Dañado y tranquilo. 


Fruncí el ceño, inquieto. Él me causaba curiosidad. Eso no era bueno. De repente, el gatito que había adoptado se le acercó en busca de cariño. Luzbel sonrió un poco y acicaló su pelaje. Yo le observé con detalle, pensando:


"Los gatos callejeros necesitan amor aunque no lo demuestren"


De pronto, levantó la vista hacía mi, como sabiendo que yo lo analizaba. Me quedé paralizado con el ojo pegado en la rendija de la puerta. Por un momento, tuve el impulso de cerrarla con un azote. Me negué a hacerlo, pues no quería quedar como un cobarde que no puede sostenerle ni la mirada. Luzbel volvió a sonreír perceptivamente y dio algunas palmaditas en el suelo, justo a su lado, indicándome que fuera hacía allí. 


"No soy un animal" pensé fastidiado al observar que ese mismo movimiento lo hacia la gente para llamar a las mascotas fieles. El caso es que, a pesar de mi actitud huraña, fui hasta él, sentándome a su lado. 


Era el primer domingo que compartíamos juntos... 


—Supongo que sabes leer, ¿No? —me pasó el libro, desconcertándome—. Fuiste estudiante de medicina, fuiste doctor y mastate a alguien en una operación. Debes saber leer. 


Y seguía recordándome mi desgracia. Bufé molesto sin proponérmelo, arrancándole el libro de las manos. 


—Claro que sé leer —respondí arisco, como un gato que eriza su pelaje ante un perro. 


—Entonces, lee algo —se tomó el atrevimiento de apoyar su cabeza en mis piernas, como si yo fuese una almohada de plumas. Fruncí el entrecejo, pero Luzbel no se afectó. Él tenía esa sonrisa comprensiva, perceptible que casi parecía acogedora, aunque sus ojos seguían siendo dos lagos profundos. 


—¿Y por qué no lo lees tú? —repliqué mientras abría el libro por pura curiosidad. Me di cuenta de que estaba lleno de ilustraciones y letras, era el libro "El principito" 


—Yo no sé leer.


Lo miré confuso, luego miré el libro en mis manos y después el estante que estaba en la sala; se encontraba repleto de tomos y tomos de diferentes temas, colores y antigüedades. Era imposible que una persona que no supiera leer tuviese tantos libros en casa. 


"Mentiroso" pensé. 


—Me gustan los libros, tienen letras aunque yo no sé que dicen. Tienen dibujos que a veces me dan una idea del contenido, pero eso no significa que sepa de qué trata. Además, no todos los libros tienen ilustraciones, así que la mayoría de las veces solo ojeo las hojas. 


¿Debería de creerle? Supuse que sí. Él no era mentiroso, de hecho era bastante sincero, más de lo que una persona debería serlo. Suspiré rendido. Volví mí vista al libro, pasando una página y otra hasta dar con algo que fuese llamativo. Me aclaré la garganta y leí un fragmento largo de aquel cuento. 


Mi vida es monótona. Cazo gallinas, los hombres me cazan. Todas las gallinas se parecen y todos los hombres se parecen. Me aburro, pues, un poco. Pero si me domésticas, mi vida se iluminará. Conoceré un ruido de pasos que será distinto a todos los demás. Las otras pisadas me hacen esconder bajo la tierra. Las tuyas me sacarán de mi madriguera, como una música. ¡Y, además, mira! ¿Ves allá los campos de trigo? Yo no como pan. El trigo es inútil para mí. Los campos de trigo no me recuerdan nada. ¡Y eso es triste! Pero tú tiene los cabellos color de oro. Cuando me hayas domesticado, ¡Será maravilloso! El trigo, que es dorado, me hará acordarme de ti. Y amaré el ruido del viento en el trigo...


Al terminar de leer aquel trozo, curiosamente me sentía mejor. Leer me relajaba. Cerré el libro y lo miré a él, que seguía con la cabeza recostada en mis piernas. Lo contemplé como venía haciéndolo hace días. Inconscientemente, le acaricié el cabello rubio, sedoso y abundante, y él me dejó hacerlo, sonriendo con afecto. 


"Los gatos callejeros necesitan amor aunque no lo demuestren"


¿Quién sería el gato callejero, él o yo? 


—Así que domesticar significa apegarse a alguien...— susurró con esa sonrisa suya, tan enigmática. Creo que hay algo en él. Me parece que siempre lo va a haber. 


—Y tú, ¿Has sido domesticado por alguien? —la pregunta salió de mis labios involuntariamente. Me sorprendí. Él no. Parecía estar esperándola. 


—Si uno se domestica, corre el riesgo de llorar, ¿Cierto? 


No supe qué decir. Me quedé observándolo con los labios cerrados. Sin articular nada, sólo pensando en qué le habría pasado para que siempre llevase esa pena, esa aura de tristeza encima. 


Al ver que no decía nada, se levantó, tomó el libro y lo guardó. Yo seguía con mis ojos sus movimientos, tratando de averiguar sus misterios. Al anochecer se marchó. Él era prostituto, recuérdenlo, y en su trabajo no tenía días de descanso. Yo no sabía muy bien de su vida en la calle. No sabía si era de esos que se ponían en la esquina de un poste a esperar a que un auto se parase y lo llevase a un motel. O era de esos que estaban en un burdel y esperaba a sus clientes. No sabía si tenía clientes fijos o clientes ocasionales. No sabía si estaría enamorado de algunos de ellos o si les tendría miedo. En general, no sabía nada de él, ni siquiera qué pensaba.  


Lo único que sabía era que se llamaba Luzbel y que tenía una casita que mantenía con su trabajo de sexo-servidor.   


Así que, como no sabía nada de él, no podía entender porqué hacía lo que hacía. De modo que no comprendí por qué esa noche, luego de llegar en la madrugada, fue hasta mi cuarto y me zarandeó, despertándome. 


—¿Eh?


—Dame espacio —en medio de aquella oscuridad me miró y sus ojos color cerveza se clavaron en mis ojos verdes. 


Y más sorprendido que otra cosa, me hice a un lado, dándole espacio en la cama. Luzbel se acostó, dándome la espalda, su cabello se esparció en la almohada, haciendo contraste con mi cabello de hebras negras. No dijo más y se quedó dormido, justo a mi lado. 


Yo estaba paralizado, totalmente anonado. Me mantuve quietecito, no sé si era porque estaba demasiado sorprendido o porque no quería que se fuera. No moví ni un músculo de mi cuerpo, sintiendo su calor corporal cerca del mío. Hasta contuve el aliento, sentía que si hacía demasiado ruido con mi respiración irregular, él se iría corriendo, como el ciervo cuando se aleja corriendo del cazador. 


Esa sería la primera de muchas noches que dormiría con él, sin hacer nada más que estar uno al lado de otro. Como si con eso pudiésemos alejar la realidad, la tristeza y la senda de nuestros pies. 


Una mentira, porque uno de los sueños siempre se despierta.


 

Notas finales:

visita mi tumblr: La ventana de mármol


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