...Vuelvo a casa perdida otra vez
porque no sé dejar de adorarte...
Stanford tenía demasiadas cosas de las que lamentarse. Demasiados errores demasiado grandes como para ser cargados por una sola persona. No es como si hubiera alguien más a quien se los pudiera cargar.
Casi destruye al mundo. Casi acaba con la realidad de su dimensión. Casi pierde a su familia.
Y lo peor de todo, lo que lo hacía odiarse a sí mismo con mayor intensidad y culpa: si pudiera, lo volvería a hacer todo de nuevo.
No podía evitar la sensación que seguía enterrada muy profundo en su corazón y en su mente. En su alma misma. De aquel tiempo en que sintió que lo tenía todo.
Siempre estuvo orgulloso de su inteligencia. Siempre supo que sería ésta lo que le traería el respeto y admiración de todos, la que haría que todos los que alguna vez lo menospreciaron y humillaron se arrepintieran para siempre. A lo largo de su vida, se fue convenciendo más y más que el único en quien podría confiar era en sí mismo. Los demás no lo entendían, no tenían el intelecto para hacerlo. Él estaba destinado a grandes cosas.
Por eso, cuando lo conoció, su atracción hacia él fue irrevocable. Un ser omnipresente, omnipotente. Su musa. Quien lo ayudaría a alcanzar su deslumbrante destino.
Qué emoción sentía cuando se presentaba ante él. Su presencia le robaba la respiración. Sus palabras alimentaban su ego, volviéndose cada vez más una droga que no podía dejar de consumir. Sus ideas le abrían puertas a su mente que una manera tan contundente que terminaba siendo explosiva. Y cada vez que estrechaban sus manos, cuando las llamas azules cubrían la suya, aun sabiendo que no era real, la emoción que lo embargaba y desbordaba era electrizante y vigorosa.
Jamás sintió nada parecido. Ni antes ni después, en ninguna de las dimensiones por las que vago tratando de hallar una manera de derrotarlo.
Porque eso fue lo más cruel de su desdichado destino. Siempre consideró el romance como el misterio más grande del universo; uno que, descubrió, no le interesaba demasiado. Y entonces Bill apareció. La única vez que se enamoró de verdad y casi consigue que el mundo fuera destruido junto con su corazón.
Bill se convirtió en su núcleo, en su todo. Cada segundo de su existencia terminó dedicándoselo a él, pasó 30 años buscando una forma de acabar con él, de evitar lo inevitable.
Y lo que más lo asustaba era cuando se preguntaba si lo hacía realmente para salvar a su mundo. O si no era más que su, para entonces, ya conocido egoísmo. A veces se preguntaba si la tremenda y dolorosa traición que sintió cuando descubrió sus verdaderas intenciones había sido realmente por el peligro que significaba o había sido más bien una herida a su propio orgullo al haberse descubierto utilizado.
Si Bill le hubiera explicado desde el principio qué era lo que buscaba, si hubiera intentando en ese entonces convencerlo de unirse a esa fiesta perpetua en la que pensaba convertir el mundo, ¿él se hubiera opuesto con la misma determinación?
Él estaba tan enamorado que le asustaba pensar (saber) que tal vez lo que hubiera hecho sería ayudarlo.
Pero eso no importaba ya.
Bill se había ido.
Stanley lo había salvado de seguir torturándose con la tentación que en realidad siempre había representado el demonio.
Sin embargo, había momentos, cuando se topaba con la figura triangular y amarilla de quien fue su némesis (tal vez habían quemado todo artefacto que pudiera resembrarlo, pero eso no quitaba que su imagen hubiera quedado grabado a fuego por siempre en su retina, siendo representado por sus traicioneros sueños), en los que seguía sintiendo la misma ferviente emoción de cuando lo vio por primera vez.