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Las cosas idas por Bec-de-Lievre

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—Quince minutos más para alcanzar la órbita de la Tierra, capitán —informó Sulu desde su lugar en la consola de comando.

Jim asintió en la silla de mando.

—Bien. Teniente Uhura, pida al oficial a cargo de la sala de Transportadores que se prepare. Uno será transportado a superficie.

La oficial de comunicaciones se puso a ello con prontitud, Jim volvió la vista a la pantalla.

—Capitán —el vulcano, desde su regular posición en el puente se hizo oír en un tono que pretendía ser recordatorio; la intensidad de sus ojos oscuros lo secundaron.

—Claro. No me he olvidado, señor Spock —dijo Jim, extrañado. En los cuatro días de viaje que se hicieron para salir de aquel sistema donde la tragedia los hubo asaltado, no había intercambiado otras palabras con su Primer Oficial que no fueran las del propio deber común para con la nave; y ahora que le hablaba por la razón que fuera, descubría que añoraba al amigo que tenía desde hacía años en ese hombre. No quería perderlo también a él—. Le acompañaré hasta allí.

*

En el turboascensor, Jim no tuvo más valor que en días anteriores para decirle mucho. Tenía curiosidad por lo evidente: por su humor que no iba bien y por sus pensamientos, los cuales, sin importar su naturaleza, mantenía callados a los demás. Intuía —no, estaba muy seguro de que así era— que la muerte de Bones le tenía obsesivo acerca del menor de los detalles del día a día, abstraído.

En la Sala de Transportadores, Spock subió la plataforma y cuando llegó el momento en que el oficial Kyle debía activar el rayo desmaterializador, la voz acudió a Jim:

—Spock —le dijo. Su rostro era todo pena, todo preocupación—. Cuídate.

El vulcano tomó aire y asintió.

—Por supuesto.

*

Spock fue materializado en unas coordenadas y lo que halló ante él fue una casa elevada sobre una porción del largo y el ancho de unas tierras agrícolas al mediodía. No tuvo que preguntar quién era la mujer que esperaba junto a la cerca de madera y árboles de magnolia que antecedían a la fachada principal de inminente estilo sureño del antebellum americano. Sus ojos grandes y azules, los gruesos labios, a pesar del cabello teñido de rosa, la delataron. Eran dolorosamente idénticos a los de su padre.

—Joanna McCoy —le dijo, extendiéndole la mano. Su vestido con estampados de cachemira ondeaba en el cálido viento. Era mayo—. Esperaba a mi tío Jim.

Spock se quedó observando adónde la mano abierta, la mujer no era más alta que sus hombros.

—El capitán tiene responsabilidades que lo impedían de asistir. He venido en su lugar.

Si la mujer dudó de sus palabras, no lo demostró. Sin embargo, Spock supuso que, en otras circunstancias, la hija del doctor sería tan suspicaz como lo había sido él siempre y estaría con más disposición a manifestar su desconfianza.

—Sí, claro. Claro —dijo, llevándose ambos puños a las bolsas de su bléiser gris para echarse a andar hacia la casa.

Spock la siguió por debajo de los haces de luz que se colaban de entre las ramas y las hojas de los árboles.

—Mi papá la adquirió después del divorcio —señaló refiriéndose a la casa—. La salvó de que la echaran abajo.

Spock, a quien no se le daban bien las charlas de cortesía, sólo se le ocurrió admirar la imponente arquitectura del lugar.

—Es bella, su diseño posee armonía.

Ella resopló.

—Es una locura.

*

Como cualquier casa georgiana del siglo XIX que se preciara y que aún sobreviviera a aquel siglo sin apenas cambios, la casa de McCoy tenía un enorme salón con murales de paisajes montañosos sobre las paredes, largos ventanales que enmarcaban los exteriores, y un montón de muebles de madera a juego que daban la impresión de ser también de la época. Cuánto trabajo debía haberle costado al médico permitirse todos esos excesos, pensó Spock, pero todo parecía en orden y Spock se sintió escalofriantemente abrazado por las formas de ese lugar anacrónico.

—¿Esperamos a alguien?

Joanna chasqueó la lengua.

—A nadie realmente.

Spock llamó entonces al Enterprise pidiendo la transportación de la cámara donde estaba el cuerpo de McCoy guardado.

Joanna se encendió un cigarrillo que se sacó del bléiser. Ante el gesto despreocupado, Spock se ahorró el hacer juicio alguno sobre lo insalubre de sus hábitos; Joanna, no obstante, ignoró la calidad de sus esfuerzos, los patrones verdes y amarillos de los pisos captaban toda su atención.

—Mi papá fue hijo único. No creí que mi mamá quisiera venir, así que no le avisé —dijo dándole la primera calada a su cigarrillo, y después se dirigió a él con la voz y con los ojos como si no pudiera seguir conteniéndose—: ¿Podría hacerme el favor de quedarse? Creí que sería tío Jim quien vendría. Necesito… necesito ayuda para preparar a mi papá.

—Estaré dos semanas en la Tierra.

Joanna rascó una de sus sienes.

—Gracias. No tiene ni idea lo bien que me viene eso.

Spock frunció el ceño, la mujer estaba demasiado cómoda con él.

*

La cámara tardó unos quince minutos en materializarse entre ellos, ninguno se puso inmediatamente a ella. Joanna, que ya había terminado con su cigarro, la miró un poco sin asomarse por la ventanilla a la altura de la cabeza y el pecho.

—¿Era amigo suyo?

—Éramos cercanos, sí.

La terrestre se fue entonces hacia el sofá más cercano y se echó en él.

—Claro —dijo para sí—. ¿Y dónde fue que se conocieron?

—En el Enterprise. El doctor McCoy llegó para sustituir al doctor Piper.

—¿Siempre lo llamó usted así? ¿Doctor McCoy? Suena muy formal. Me imaginé que siendo tan cercanos se tutearían o algo.

—Él me llamaba por mi nombre de pila, yo, sin embargo, no tengo por costumbre llamar a nadie por tal —dijo. Aunque eso era parcialmente verdad. Al capitán, en momentos de dificultad, solía llamarlo por su diminutivo.

—Ah, lo olvidé. ¿Y cómo es que se llama usted? —le preguntó. Spock le contestó, y ella asintió—. Es un nombre peculiar. Algo de lo que mi papá haría mofa. Eso y las orejas. ¿Se reía mucho de usted?

Spock asintió.

—No se lo tenga en cuenta, a mi papá le fascinaba hacer escarnio de quien se dejara. Pero qué le digo yo a usted, ya debe sabérselo de sobra.

*

Joanna probó ser idéntica a su padre en algo más: bebía como si no hubiese un mañana, y lo hacía sin acusar ningún efecto discernible mientras echaba un cigarrillo de vez en cuando también. En las ocho horas que estuvieron ambos en el salón solapándose el uno al otro para evadirse de hacer lo que debían, Joanna contándole miles de anécdotas de su padre y Spock escuchándolas todas con enorme paciencia; la hija del médico había bebido ya unas diez tazas de un whiskey que halló en una cava disimulada como una cómoda cualquiera.

—La última vez que lo vi fue cuando tenía dieciséis —quitó la vista de la taza y la llevó hacia la oscuridad enmarcada por los ventanales—. Me molesté porque no había dado su autorización para hacerme un piercing. La siguiente vez que me pidió vernos, lo dejé esperándome en una heladería del centro. Estaba muy molesta con el divorcio. Creí que era un buen modo de castigarle, de hacerle ver que no tenía derecho a opinar sobre mí luego de habernos dejado. Yo conocía a mi papá, sabía que iba a estar furioso por mi falta de consideración, pero la siguiente vez que hablamos por videollamada… no lo mencionó en lo absoluto. Tuvimos otros conflictos luego, y traté de evadir sus llamadas también. Luego mi mamá decidió volverse a casar, y él enlistarse para la Flota Estelar. «Genial», pensé. No le importo a nadie. Ya no volví a tomar ninguna de sus llamadas o audios después, a pesar de que los hiciera cada tres meses. Tampoco a abrir sus correos.

Joanna suspiró hondamente, las comisuras de sus labios temblaron con violencia.

—Mi papá no era un santo, ¿sabe? —pasó el dorso de su mano por los rabillos de los ojos, tosió—. Es obvio. A veces no sabía tener dignidad. ¡Pegar gritos no es tener dignidad, por el Gran Ave de la Galaxia! Puede ser que supiera plantar una buena pelea, pero uno como contrincante sabe siempre que por muchos golpes que él lanzara, en el fondo las ofensas le habían llegado y lastimado. Claro que le ofendió que lo dejara en esa heladería, pero no me dijo nada porque… prefería que lo humillara, perder su autoridad conmigo, a enemistarse con su hija.

Sí, pensó Spock, así era el doctor McCoy. Un tipo dispuesto a ceder en escenarios delicados, a dejarse humillar —si cabía— de vez en cuando, con tal de no perder a quienes más apreciaba y quería.

—Mi papá sólo quería estar conmigo. Es… tan simple. Sólo quería estar conmigo —la mujer tartaleó, su respirar entrecortado le dificultaba el hablar—. ¿Los vulcanianos creen en algo?

—¿Creer como creer en una religión o una ideología?

—Precisamente —Joanna resonó su nariz.

—Creemos en las enseñanzas de Surak.

—¿Y qué dicen ésas sobre el Más Allá?

¿Más Allá? Spock consideró unos minutos su respuesta. El concepto de Más Allá que tenían los vulcanos era tan dispar del que tenían los terrestres, que temía no podérselo explicar sin traerle más dudas a la mente o confundirla si es que ella poseía alguna creencia.

—No son comparables nuestros dichos a lo que dictan las tradiciones terrestres más longevas —le respondió.

—Mi padre no creía en nada. Yo tampoco —dijo y volvió a su taza con más pesadez, con más melancolía—. Quisiera creer en algo ¿sabe? Pensar que su consciencia ha ido a algún sitio.

Y desde su lugar en ese sofá, Spock se halló a sí mismo deseando irracionalmente lo mismo.


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