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Las cosas idas por Bec-de-Lievre

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Tuvieron que pasar dos días más para que Joanna y él se dejaran de pláticas y pusieran manos a la obra con el cuerpo de Leonard que aún seguía en la cámara frigorífica, resguardado del curso que su propia naturaleza debía seguir. Cuando al fin lo hicieron, ambos lo colocaron sobre la mesa que había en el comedor y Joanna, amorosamente, le cortó un mechón de cabello del tupé que luego guardaría en un guardapelo y se lo colgó del cuello.

 

—Debería ser gris —murmuró, y empezó a sacarle el uniforme hasta dejarlo en ropa interior.

 

Al acomodarlo nuevamente, al devolverle a una pose digna; Joanna reparó largamente en las manos de su padre, en sus uñas y en sus nudillos, y por último le sacó un anillo del dedo meñique del que Spock no tenía ni idea, para después extendérselo.

 

—Creo que será mejor que usted lo tenga. Pienso que es lo que él habría querido.

 

Spock lo tomó a saber por qué, no sin dejar de reparar en la frialdad del metal.

 

*

 

La verdad es que no les tomó mucho hacer lo que debían, eran tareas de lo más simples.

 

Quizás la más demandante físicamente hablando fue la de bajar el cuerpo del médico envuelto en telas bañadas de un líquido que mejorara las condiciones de su descomposición y de las tierras que le acogerían, hacia el hueco que Spock hubo de hacer con su fáser bajo la sombra de una de las magnolias de la plantación. Quizás la más moralmente agobiante fue la de devolver la tierra removida, sobre ese bulto de telas lejano y hasta informe.

 

Luego de eso no les quedó nada. Sólo el calor del verano, el chiflido del viento que mecía las ramas y los pastos, y, a Spock, el desasosiego de sentirse observados desde algún punto en el cielo. Era absurdo —el Enterprise ni siquiera estaba allí—, pero más insólito: los tripulantes solían reportar en sus bitácoras sensaciones similares cuando descendían a nuevos planetas.

 

Joanna se acurrucó en el tronco de la magnolia, junto las manos y descansó la frente en ellas. Mordió algunas palabras como mantras unos diez o doce minutos, y luego alzó la barbilla.

 

—¿Sabe? Siempre pensé que la gente rezaba para rogar por la piedad a alguna fuerza superior, pero me parece que la gente reza porque da paz.

 

*

 

Pero los días que les siguieron no fueron de paz.

 

El tiempo se les llenaba de muchos silencios contemplativos que los hacía buscar en las cosas de la casa, lo inefable; pero también de más pláticas sencillas e incómodas, sin hilo, que no lograban la frivolidad. Una noche, en el salón, a punto de irse a dormir los dos, cada uno en un sofá; Joanna se puso a hablarle de los ventanales a los que no paraba de ver desde el primer día.

 

—Mi papá me dijo que la compró por la vista —apagó su cigarrillo en el fondo de la taza donde había estado bebiendo whiskey—. Le gustaba, pensaba que era como Tara. ¿Ha visto lo que El viento se llevó? Es una película muy, muy vieja —Spock miró al reflejo de ambos, brillante, flotar en la negrura del vidrio que le era absolutamente inextricable—. Hoy por la mañana recordaba que me lo había dicho y he querido ver lo que veía a través de ella para que valiera tanto la pena este lugar, la vida entera para él. Cómo lo veía —continuó—. Pero sólo veo que ya no está, que no va a volver, porque veo la tierra fresca debajo del árbol.

 

—Aunque no mueva usted nada, o yo —le respondió Spock tras un breve silencio, sin llegar a ser crítico. Sólo agrio.

 

Y fue como salir de un trance.

 

Sus días en esa casa era andar de un lado a otro como dos forasteros, cuidándose de no hacerse notar, de no crear nuevos órdenes. Viéndolo todo: muebles y cuadros, las ropas en los armarios, los platos en las alacenas, para adorarlos cuando no sentirse enjuiciados por ellos. Como si en la conservación de esas pequeñas supersticiones, éstas fuesen a devolverles un tiempo que no ocurrió con lo ya ido.

 

No eran distintos de las mujeres y los hombres primitivos terrestres y vulcanianos que habían hecho de objetos cualquiera, dioses. Eran irracionales, sentimentales.

 

*

 

A Joanna le tomaba tiempo caer rendida, él podía resistir la somnolencia un poco más. Cuando se cansaban de hablar, de recordar en voz alta, a oscuras los dos “enfrentaban” a sus propios demonios. Spock sabía que Joanna se imaginaba que hablaba con su padre, lo sabía porque él también se imaginaba que le hablaba. Que tenía ese diálogo imposible y le preguntaba: «¿Sabes que me importas?» Así, sin fingir distancias: sin ocultarse detrás del “doctor”, de los insultos y las discusiones, de las responsabilidades como oficiales y de sus cargos; y que su acento sureño le entonaba un «Naturalmente».

 

*

 

Un brazo menudo lo cubría por el pecho, un beso con sabor a pasta de dientes lo hizo abrir los ojos. En la garganta un hipido se vió frustrado por la impresión de encontrar el rostro de Leonard a pocos centímetros del suyo. Sonriente, tan real. «No», pensó el vulcano, sin apartarlo ni impedirlo que le pusiese más besos en el cuello, en el pecho, en la boca, que le pusiera otras caricias. «Estás muerto».

 

—Siempre buscándole a todo el lado lógico, ¿no? —ronroneó y le puso un mordisco pequeño en la barbilla.

 

Leonard lo hizo girar en la cama hasta que hacerlo terminar encima suyo. El vello de sus piernas le acarició las caderas.

 

—Estás muerto —repitió, cogiéndole la cara con ambas manos.

 

—Sí —Leonard le respondió y le puso un beso tronado en la boca sin abandonar la sonrisa mordaz que lo acompañaba a cada que se creía con un poco de ventaja sobre él—. Y todo esto es lo que ya no va a pasar entre nosotros. ¿Por qué no simplemente lo disfrutas?

 

Spock se quedó viéndolo, incrédulo. Ojos azules, dolor en las costillas, cerca de donde los terrestres llevaban puesto el hígado y donde a él le habían puesto el corazón. Acarició con los pulgares sus patillas y lo besó en la boca entreabierta sin pensar.


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