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La Manzana de Oro por Juan de las nieves

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Capítulo 4:


Carmen no era propensa a meterse en líos, siempre y cuando su imaginación no proyectase criaturas insufribles como la que estaba proyectando en su mente.


Ahí estaba. Un hombre de tamaño mediano, con cabeza de huevo con sus pronunciadas entradas junto con una evidente calvice y con un suntuoso bigote del que parecía sentirse muy orgulloso de él; Hércules Poirot estaba frente a ella dándole la lata explicándola el modo en que debía de usar los tenedores. Que Dios la acogiera en el paraíso por soportar a personaje tan pedante, arrogante, petulante y fanfarrón como lo era aquel maldito detective Belga.


¡En que momento leyó los pequeños asesinatos de Ágatha Christie!


Mademoesille de Rivera, la recomiendo que traté de usar correctamente el cuchillo, eso no son modos. —explicó con cierta seriedad mientras pegaba un bocado al estofado de carne del plato.


Y para colmo varias libélulas de cristal revoloteaban de un lado para otro dejando que un suave tintineo de cristales se asomara por todo el comedor que estaba abarrotado de alumnas con sus correspondientes uniformes.


Carmen miró con resignación al detective Belga, que pese a su pedantería no podía evitar quererlo con todo su corazón pese a su pomposa personalidad.


Por suerte, como persona con sentido común como lo era Carmen se fue a las mesas más alejadas de todo el comedor donde el calor brillaba por su ausencia. Lo que en parte, era un ventaja; las gélidas corrientes de aire proporcionadas amablemente por el clima Británico hacía que las alumnas del internado se abstuvieran de acercarse ahí y lo que era mejor, el fuerte bullicio del comedor era una buena forma de tapar su voz con la de todo el gentío. Lo que daba a Carmen la posibilidad de hablar con aquellos divertidos personajes que su mente era capaz de proyectar.


—Señor Poirot, estamos en un internado, no en un hotel de cinco estrellas, y lo que está comiendo en un simple estofado de carne y no un delicioso pato a la brasa como usted piensa.


El detective alzó la mirada, posando sus ojos negros en los castaños de la chica.


—Oh Mademoesille,cualquier lugar es bueno para mostrar unos buenos modales, además, soy más que consciente la procedencia de esta carne. Usted que es todo una dama debería de saberlo —increpó con cierta comicidad.


—Ya señor Poirot, pero es que soy de todo menos una dama correcta, viciada a otorgar al ajeno un surtido variado de una ingente cantidad de improperios; si quiere le puedo iluminar con mi increíble castellano puro.


—No se moleste Mademoesille de Rivera, a Poirot no le gusta ese tipo de obscenidades.


Carmen sonrió de lado, la verdad era que muy en el fondo disfrutaba de la presencia de aquel hombrecito que tantos casos había resuelto.


—Parece preocupada Mademoesille de Rivera ¿la ocurrió algo? —inquirió el detective al ver como se quedaba observando el trozo de carne con verduras que había en el plato.


La Andaluza lo había escuchado, pero estaba más centrada en su comida que en las palabras del Belga. Tenía razón, no paraba de dar vueltas a todo lo que había sucedido en todo el día, la era imposible no poder analizarlo todo. Desde la llegada a la estación hasta la nueva compañera de habitación.


—No me lo diga, se lo han dicho sus pequeñas “células grises” ¿verdad? —dijo alzando la cabeza mientras se metía en la boca un trozo de zanahoria hervida.


—Por supuesto, dígame, ¿que la perturba?


Carmen lo miró por unos instantes para luego beber de su vaso.


—No es perturbación. Temo que mi cabeza me juegue malas pasadas —explicó mientras miraba sus manos tapados por unos guantes de algodón calnco —no puedo darme el lujo de llamar la atención, de echo, e de tratar de ser lo más invisible que pueda.


Poirot la miró con cariño junto con una suave sonrisa.


—Si le soy sincero, recuerdo que en mi juventud siempre logré destacar por mi ingenio en juegos mentales, y a raíz de ello en alguna ocasión fui diana de palabras ociosas. No obstante, con el tiempo encontré personas increíbles que fueron verdaderos confesores. Lo que quiero decir con esto, es que debería de tratar de esconderlo a ojos de personas cuya lengua está más familiarizada con las serpientes que con las de una persona decente. —aclaró mientras cortaba un trozo de carne.


—Señor Poirot de eso queda muy poco.


—No desespere Mademoesille de Rivera, la muchacha pelirroja puede ser una gran aliada y amiga —alegó con su clásico acento francés —además, puedo asegurarla que no es de naturaleza maliciosa.


Carmen asintió mientras comía con su típica retracción social. Sabía que Katherin Prince no era una mala persona, de echo, abogaba por ello. Puede que algo intimidante o algo mandona, pero no malvada. Lo que era un alivio para ella.


Carmen dejó que su cuello se inclinase hacia el plato cuando escuchó una voz muy familiar… demasiada.


—Creo que debería darla una oportunidad.


No me jodas” la propia Carmen no tuvo ningún reparo en soltar ese taco en su mente.


Alzó la mirada, y tanto el señor Poirot como Carmen tenía la misma expresión que decía; “Dios mío, dios mío, por qué me has abandonado”


Ahí estaba un hombre, vestido de negro de pies a cabeza, rechoncho junto con un enorme paraguas a juego con sus ropajes, de pensamientos extensos, de corazón puro y sincero pero cansino como el solo.


—Padre Brown. —dijeron a la vez el detective Belga y la Aldaluza.


—Oh, ese plato tiene una pinta deliciosa...—el cura católico se mostró algo cohibido —¿Podría darme un poco de eso por favor? Solo un poquito.


Carmen tenía los ojos abiertos, no por la presencia del hombre religioso, si no por el hecho de que tenía a un detective del calibre de Poirot junto con un cura católico que resolvía crímenes comiendo de su misma mesa. Y ahí estaban, charlando como si fuese la cosa más normal de mundo interactuar con personajes literarios producidos por su cabeza.


¡Bravo Carmen!, tú no estás mal de la cabeza, ¡estás como una puta cabra!”


La joven Sevillana ofreció su plato de comida a aquel regordete sacerdote. Recordó en ese instante lo mucho que le gustó los pequeños relatos de G. K. Chesterton sobre tan variopinto personaje, o el modo filosófico en que resolvía los crímenes. Y aprendió algo muy importante sobre el escritor y el protagonista de las pequeñas historias; Jamás tendría que pisar, bajo ningún concepto el pueblo de Costwold de Kembleford, todos los asesinatos que ocurrían, que fueron cincuenta ocurrieron allí, en ese mismo lugar. En un maldito pueblo. Así que, si quería preservar su vida, ya fuera ficticio o no aquel pueblo no lo pisaba ni por un millón de lingotes de oro.


Sin embargo, había que admitir la naturaleza amable y bondadosa del padre y admitir lo que había que admitir, lo que tenía de inteligente y humanista lo tenía de cargante y molesto.


—¿Que le trae por aquí, padre Brown? —preguntó con humildad el Belga.


El sacerdote no dijo nada, estaba sumido en el paraíso mientras comía aquel delicioso plato. Carmen por su parte se conformó con trozos de pan que había cogido del cesto donde las cocineras dejaban rebanadas de aquellas hogazas.


Cuando terminó de tragar los enormes bocados de aquella espléndida comida, miró a Carmen.


—El tapiz, fue el tapiz de la ala oeste lo que me llamó la atención junto con el armario de tu habitación —acotó mientras se ataba una servilleta al cuello.


Tanto Poirot como Carmen se enderezaron de sus asientos y lo miraron con atención.


—¿Qué era padre? —cuestionó la chica con inquietud.


El sacerdote se limpió la comisura de la boca con cierta rapidez.


—El unicornio y el ciervo. Ambas simbologías tienen mucho poder. El ciervo; Su primera representación se encuentra en las pinturas rupestres y significaba el misterio de la transformación del joven en adulto y, al propio tiempo, la extrañeza por la llegada de la vejez. Numerosas culturas comparaban al Ciervo con el árbol de la vida y le atribuían un significado relacionado con la fertilidad.


El detective Poirot se quedó pensativo en la mesa, analizando concienzudamente los conocimientos expuestos por el padre Brown.


—Su cornamenta era asociada a la luz y al destello del fuego, por lo que, en no pocas ocasiones, se le consideraba un animal de naturaleza solar y mediaba entre las naturalezas celeste y terrestre. Era considerado como enemigo de la Serpiente y, por lo mismo, protector de la luz y el brillo. Para los pueblos del lejano oriente y para las culturas precolombinas, el Ciervo significaba el espíritu y el cuerpo que se renuevan, debido al nacimiento de los brotes de sus cuernos. —finalizó tras haber hablado con la rapidez de un niño entusiasmado.


Carmen lo miró con cierto asombro.


—Recuerdo que mi abuela me hablaba muchas veces sobre la simbología de un venado en el cristianismo; El cristianismo lo relacionaba con el bien y con el agua del bautismo y era el mayor enemigo del maligno, al que se representaba por una serpiente. —analizó Carmen.


Poirot seguía pensativo, activando cada neurona suya y haciéndola trabajar lo más rápido que podía, como lo haría con uno de sus casos.


—Que curioso, el unicornio también tiene una particular simbología.


La sevillana prestó atención al Belga mientras que el sacerdote estaba más a lo suyo, que era comer, en vez de escuchar lo que decía tan emblemático detective.


—Verá Mademoesille de Rivera; El unicornio es una de las Bestias Sagradas que aparece según las crónicas medievales, en la “edad de oro” de la especie humana, o dicho en otros términos: en el paraíso. Se habla del jardín del unicornio como jardín del edén. Cuando el hombre se deja llevar por el pecado y pierde ese nivel, el unicornio, amigo desde siempre del hombre, no va con él a la dimensión tierra sino que se queda en otro nivel dimensional y es por ello que no se le puede físicamente, pero si bajo otro plano.


Carmen se atortujó en su silla, cruzándose de brazos.


—El unicornio es una criatura divina, más allá de toda la mitología es lo que representa. El unicornio es la perfección, el punto álgido de la mente humana, la perfección… — sin embargo, Carmen se quedó varios segundos en un profundo silencio.


—San mateo 8, 23-28, “ ¿Por qué tenéis tanto miedo hombres de poca fe? Entonces se levantó, increpó a los vientos y al lago y sobrevino una gran calma. Y aquellos hombres maravillados se preguntaban: ¿qué clase de hombre es éste que hasta los vientos y el lago le obedecen?” —añadió el padre Brown pegando otro bocado al plato de carne.


—Al respecto dicen las crónicas que el unicornio solo tolera llevar “a quien calma los mares y serena la tormenta”, alusión a Jesucristo que al presentarles una tormenta en una barca a él y a sus discípulos y ante el temor de estos, les responde con la cita que había dicho el padre Brown —razonó Poirot con seguridad.


—¿Pero qué tiene que ver todo esto? ¿por qué tenía ese armario en mi habitación? —se preguntó la Andaluza con las dudas aún presentes en su cabeza.


El señor Poirot se quedó algo pensativo, recibiendo aquella información en los oleajes de su perfecta mente e intuición.


Los tres se miraron y optaron por disfrutar de la cena caliente que tenían en la mesa. Carmen por su lado no dejaba de darle vueltas a todo aquel extraño asunto que no la dejaba en paz. Y esa extraña sensación de haber visto alguna vez a Katherin Prince, ese extraño Deja vú que no paraba de acribillarla la cabeza.


Carmen trató de cenar lo más rápido que pudo y se fue de la mesa con sigilo y discreción junto con Poirot y el padre Brown que parecían estar discutiendo de lo divino y de lo humano. La Sevillana tenía que admitir para si misma que el ver a aquellos dos hombres resolviendo misterios era algo formidable, y más aún que ella fuera testigo de ellos dos. Una especie de Cross-over de personajes delante de tus narices. En pocas palabras, a su manera, Carmen estaba en el paraíso de cualquier fanático de la lectura.


Cuando estaba en el pasillo no logró acordarse de donde diablos tenía que subir. Si por la escalera del centro, la de la derecha o la de la izquierda.


—Mierda.


—Esa lengua Mademoesille. —advirtió el Belga como un padre riñéndole a su hijo.


—La joven de Rivera tiene toda la razón.


Carmen miró al sacerdote con una sonrisa, que el pobre hombre estaba más perdido que una monja en un prostíbulo.


—¡Gracias! Por fin alguien quién me da la razón. —bufó con falso enfado. —pero seguimos jodidos, ¿donde diablos había que subir?


El señor Poirot miró las extensiones de la enorme entrada, oscura y fría.


—En mi humilde opinión, creo que no sería mala idea hacer un tour por este precioso castillo. —declaró el Belga. —además, podríamos investigar sobre este lugar, algo le dice a Poirot que este sitio esconde muchos secretos.


El padre Brown y Carmen se miraron por unos instantes. No parecía mala idea.


Parecía.


—¿Y si me pillan? —interrogó la joven.


El padre Brown sonrió con calidez.


—Bueno, eres española ¿verdad?


Carmen asintió sin tener mucha seguridad por las palabras del sacerdote.


Poirot, con su clásico bigote negro y su cabeza de huevo junto con su pequeño caminar apoyándose en su bastón sonrió con complicidad al hombre que estaba al lado de la Sevillana.


—Improvisa.


Carmen, muy a su pesar, tuvo que darle la razón y controlar una fuerte risa que emergía de su hipotálamo. Los españoles eran expertos en ese arte, podían salir de una cruda situación


—Me temo señorita de Rivera que tenéis muy mala fama los españoles.


Carmen elevó los brazos hacia atrás haciéndose con su cinta de pelo un fuerte moño que atrapaba los mechones indomables de su cabellera.


—Normal, conquistamos al mundo entero, las envidias surgen ¿no cree padre Brown?


—Percibo grandes dosis de humildad en esas palabras —ironizó con inteligencia.


Poirot miró hacia los tres lados.


—¿Por cual quiere empezar Mademoesille de Rivera? —inquirió el Belga señalando con su elegante bastón echo a medida.


Carmen se quedó pensativa. Estaba segura que cuales quisieran que fueran la entrada de algún modo u otro encontraría la manera de llegar a su habitación. Y, en el caso que no llegara a ser así, no dudaba en que no hubiese algún problema con empezar a chillar como un grajo para encontrar su amada y adorada cama.


—El centro, me inspira… no sé, algo más confianza.


Sin embargo, antes de que llegase a poner un pie en la larga escalinata de madera hubo una mano que se poso en su hombro.


—¿Con quién está hablando señorita de Rivera?


Mierda” pensó Carmen.


La voz gélida y opaca, junto con el ligero acento británico la hizo saber de inmediato de quién se trataba.


—P… profesora Ingram.


Poirot y el padre Brown se quedaron mirando fijamente a la Sevillana.


—¿Necesitas ayuda? —preguntó el sacerdote.


Carmen, viéndose envuelta en la situación la que estaba, trató de actuar lo mejor que pudo. Renegó con la cabeza en silencio.


Por favor, necesito que desaparezcáis


Y tal como pidió, aquellos dos personajes la sonrieron y desparecieron como si de polvo luminoso se tratase.


—Señorita de Rivera, ¿con quién hablaba?


Carmen se tensó, aquello no era bueno, si tampoco la situación en si misma. No había pasado ni veinticuatro horas y ya estaba metiéndose en líos en contra de su voluntad. ¡Vaya suerte la suya! Sin embargo, con la buena labia que tenía, sabía que con un poco de suerte saldría de aquella tesitura.


—Disculpe profesora Ingram, tengo tendencia a hablar sola. Soy amante del cine por lo que suelo repetir diálogos al aire.


—Vaya costumbre más extraña que tiene ¿no cree?


Carmen se encogió de hombros sin querer darlo muchas vueltas.


—Supongo que la rareza se acrecienta según que personas.


La estudiante notó una hostilidad aún mayor de la que tuvo con su profesora cuando la conoció por primera vez. Sus ojos eran aún más fríos, su expresión reflejaba unos altos niveles de inquina, y que por alguna rarísima razón, iban directa hacia ella.


—La rareza nace de la gente extraña señorita de Rivera, no haga de las rarezas algo hermoso.


—Discrepo totalmente. La rareza reside en la genialidad de las personas ¿acaso Da Vinci no era raro? Y sin embargo, gracias a sus rarezas a aportando grandes avances para la humanidad, ¿acaso Edison, Tesla, Newton no fueron gente rara? O hasta el propio Thomas Andrews, ¿acaso no estaba loco por decir que un barco de hierro podría flotar? ¿acaso Isaac Peral estaba bien de sus cabales al crear una máquina capaz de nadar bajo el agua con personas dentro? El submarino como nosotros lo llamamos o incluso el propio Gutemberg con su imprenta. Si eso es ser raro, me declaro el bicho raro por excelencia profesora Ingram.


Un silencio tenso y atroz recorrió todo el establecimiento. Aún no era del todo de noche, incluso, si una estudiante asomaba la cabeza por la ventana podría ver los arreboles del atardecer fundiéndose en una hermosa y suave gama de colores variados.


Carmen sabía que el tono de voz que había usado no era maleducado, ni mucho menos irrespetuoso, pero si fuerte. Y el mensaje que daba lo era junto con sus palabras bien escogidas. Rebatiendo con rapidez y astucia las palabras de Elizabeth.


—Debería de controlar su lengua señorita de Rivera. —la miró de arriba a bajo —por cierto; tendrá que venir a mi despacho.


Carmen recordó que lo último que quería era llamar la atención por lo que optó por silenciar su lengua. No por que no pudiera argüir los argumentos de la profesora, si no por la necesidad de mantenerse invisible al mayor número de ojos. Y eso, incluía a su profesora.


—¿Qué hace usted aquí? Tendría que esperar a que el resto de sus compañeras terminen de cenar.


—Lo lamento, pero no se me informó de que debiera de esperar.


—Cierto, es culpa mía por no habérselo dicho —se disculpó la profesora. —pero ahora tiene que volver, no puede marcharse.


—Por favor… n… no tengo ganas de… de volver a aparecer por ahí.


—¿Y eso por qué?


Carmen frunció el morro, ¿qué la iba a decir? ¿que había tantas criaturas que estaba proyectando su mente que no la dejaban comer en paz? ¿que la sola idea de tener que volver a estar en un comedor lleno de ruido la hacía echarse para atrás? ¿que la dolía la cabeza a horrores por los murmullos de sus compañeras? No, no podía decir algo como eso. Así que, se tendría que inventar algo. ¿Pero el qué?


—Es… es…


—Dígalo de una vez. —bufó con apatía.


La chica tragó con fuerza, se estaba poniendo más nerviosa de lo que ella quería. ¿Pero que podía hacer? ¿que tenía que decir? ¿cómo hacerlo? ¿que clase de excusa convincente iba a ser capaz de poner? Sin embargo, como si alguien hubiese escuchado sus plegarias. Una cabellera pelirroja y una voz chillona apareció en la entrada poco iluminada de las escaleras.


Carmeeeeeeen, ¡a tí te estaba buscando!


Y sin previo aviso se abalanzó sobre ella, dándola un fogoso abrazo, muy similar al que la entrego al primer momento de conocerse.


Hay, ¿donde te metiste? ¡se supone que tenías que cenar conmigo! Granuja, ¡no te librarás de mí!


Carmen trataba de luchar por algo de aire, los fuertes brazos de la joven Prince eran peores que los abrazos unas Valquirias cabreadas o incluso peor que la caricia de una pitón reticular. Pese a no entender nada de lo que decía, a excepción de palabras sueltas, pudo suponer que la estaba salvando el pellejo de las malvadas garras de la profesora Elizabeth que estaba igual de sorprendida que ella.


—Lo… lo lamento Prince. —ni ella misma sabía por qué se disculpaba pero un instinto casi sobrenatural se lo pidió. —Pe… pero no ha… habrá más… de mi si… me… asfixia.


La joven pelirroja pareció comprender aquella última palabra, lo que era un ventaja. La jerga del inglés y del español tenía ciertas similitudes con algunas palabras. Y para suerte de Carmen, esta lo tenía, de lo contrario no habría tenido oportunidad de contarlo.


Cuando la chica se separó, no se molestó en mirar a la profesora Ingram. De echo, la ignoró como quien ignora a un testigo de Jehová llamando a la puerta un sábado por la tarde cuando tú estás sentado en el sofá viendo una película basura.


Vámonos, te guiaré a las habitaciones. —dijo mientras la tiraba del brazo.


No se mueva señorita Prince. —advirtió enajenada Elizabeth.


La pelirroja entrecerró los ojos y miró con desagrado a la maestra de historia y filosofía.


La señorita de Rivera se quedará conmigo castigada.


¿Y que la a hecho? ¿decirla que es una estirada? —ironizó la pelirroja.


No se atreva a ir por ese camino señorita Prince, que sea hija de la ama de llaves no la inmunidad con el resto de sus compañeras.


Carmen miraba a las dos como quién ve un partido de Tenis. No sabía lo que decían, ni mucho menos era capaz de comprenderlo. Pero por las expresiones sacadas por ambas pudo suponer que palabras alentadoras, dulces y suaves, lo que predominaba en aquella cívica y educada conversación. Donde el respeto mutuo y la sensatez eran las responsables de las palabras propugnadas por las dos mujeres. Aunque algo la decía a Carmen, que en aquella batalla de gatas, la que iba ganando era la profesora Ingram. Sobre todo por la expresión de rabia oculta de Katherin.


¿Creé que por que ella no sepa hablar inglés la da derecho a tratarla como si fuera basura? ¡cuantas veces a habido alumnas que se han marchado del comedor cuando quisieron! Si la va a castigar me parece bien, pero castigue a todas. —dijo con fuerza sin soltar la mano de la Andaluza.


La Sevillana estaba a cuadros, no sabía ni que pensar ni cómo debía de actuar. Pero de cualquier forma podía predecir con absoluta seguridad que ella iba a acabar pagando las consecuencias.


Suéltela señorita Prince, o acaso quiere que su… amiga,—añadió con una mirada despectiva— pague por su comportamiento.


La Andaluza se fijó en la mirada de Elizabeth, que podía casi compararla con la de un basilisco. Lo peor, es que no sabía que era lo que estaba haciendo mal.


No supo lo que dijo, ni mucho menos las palabras mágicas para que Prince acabara soltando la muñeca de Carmen, pero debió de ser algo fuerte para que hiciese ese acto y lo más sorprendente; que acabara cediendo, y, pese a conocerla de horas atrás, sabía que Katherin Prince era una chica de las que tenían la tendencia de arremeter con todas sus fuerzas hasta quedar sin aliento. En pocas palabras; Una luchadora de tomo y lomo.


Katherin posó su mirada en los ojos castaños de Carmen, y de alguna manera, se entendieron en la inmensidad de sus ojos. Puede que un lenguaje natural y ecuménico, algo que incluso, con un ser de otro mundo podrían entenderse, el idioma de las miradas, el idioma de las almas. La aparente fragilidad en los ojos marinos de la pelirroja fueron suficientes para comprender que la estudiante trató en la medida de lo posible ayudarla pese a ser dos completas desconocidas. Carmen por su lado, asintió con la cabeza diciendo un suave; “No te preocupes” y pese a no entenderse ninguna de ellas, captaron a través de sus ojos el mensaje.


—Venga conmigo señorita de Rivera —alentó con fuerza la profesora Ingram, pero sin dejar que su voz siguiera siendo suave aunque con la naturaleza autoritaria que tenía.


Carmen aceptaría el castigo que fuera, pese a no saber que era lo que había echo mal.


—No me haga perder el tiempo señorita de Rivera —dijo con sequedad la maestra haciendo ademán de irse.


—Lo lamento. —se disculpó la Sevillana.


Carmen y Katherin se miraron por unos segundos, una vez más, hablando con sus ojos. Carmen la entregó una cálida sonrisa a la pelirroja que, bajo aquellas circunstancias, no se vio capaz de corresponder. Sin embargo las dos se despidieron de una manera austera y casi secreta. Un suave roce de dedos con el que parecían intercambiarse mensajes ocultos.


Slán, beagán unicorn —profirió con un susurro que ni siquiera el aire pudo transmitir.


Y así, Carmen vio como Katherin subía las escaleras sin dar marcha atrás. ¿Por qué sentía en su pecho una rara sensación de abandono? ¿por qué con alguien a quién acababa de conocer?


—Sígame —dijo la profesora Ingram con una atroz autoridad mientras caminaba en dirección noroeste.


A ojos de la joven Andaluza, parecía muy, muy enfadada. Y no entendía el porqué, pareciera incluso que su simple presencia la repugnaba.


Carmen siguió la silueta femenina de la profesora, no sin antes voltearse hacia las escaleras.


Ahí estaba Katherin, en el último escalón que daba el primer piso, mirándola de la misma manera que ella la miraba. Alta, imponente, solmene, de una majestuosidad que erizaba la piel. Alzó con ligereza la mano mientras se despedía de ella. Con suavidad, con la misma frescura con la mecería el viento las hojas rojizas del otoño.


Carmen acabo perdiéndola de vista al seguir a la profesora Ingram. No la preocupaba demasiado el no verla, después de todo iban a ser compañeras de habitaciones, más de nueve meses juntas, una al lado de la otra. Sin embargo, pese a tener ese pensamiento, sentía la urgencia de ir hacia su lado, de no separase de ella. Anexa a sus costillas, al lado de su corazón, latiendo como uno solo.


Carmen observó el larguísimo y escalofriante pasillo por donde la profesora la estaba guiando. Las paredes, que estaban repletas de cuadros de retratos de personas eran inquietantes, de naturaleza algo sobrecogedor. La sensación que le daban era que todos y cada uno de los cuadros tornaban sus ojos inhumanos y vacíos en su persona, haciendo que una sensación de alarma encendieran todo su sistema. Para aumentar aún más esa sensación de claustrofobia, la tenue luz derramada por unas viejas bombillas hacían que las sombras de los muebles y de los objetos cobraran formas grotescas que, para alguien habituado y sin mucha imaginación no serían nada, pero para Carmen no era así. De echo, con aquella imaginación tan desbordante que tenía lo único que provocaba en el cerebro de la española eran formas oscuras que para colmo cobraban vida.


Miró la espalda de la profesora Ingram, una blusa blanca con una falta negra de tubo que llegaba hasta las rodillas. Tragó con fuerza, su compañía lograba menguar su terror.


—¿Hice algo mal Profesora Ingram? —preguntó tras un largo y tenso silencio.


La mujer se paró en seco, provocando como efecto rebote que Carmen hubiese estado a punto de tropezarse con ella.


—Pase señorita de Rivera.


Carmen la miró, y observó la puerta que había abierto para que ella pasara primero. Cuando lo hizo, la profesora Ingram entró, cerró la puerta y presionó uno de los interruptores dejando que una potente luz abordase cada rincón de aquel despacho.


Mientras la profesora Ingram se dirigía hacia una enorme mesa de ébano, Carmen contempló aquel aposento. Era suntuoso, como todo el castillo. Sin embargo, las estanterías llenas de libros antiguos junto con piezas y esculturas aztecas hizo que Carmen se pudiera hacer una ligera idea del origen del conocimiento que tenía hacia la lengua española la profesora Elizabeth. Los sillones estaban tapizados de una perfecta y fina tela rojiza. Del mismo modo que las cortinas que la recordaban al color Borgoña. Había cuadros colgados en la pared donde las pinturas eran de carácter histórico. Aunque por aquel momento, no supo identificar a sus autores. A su derecha, observó una chimenea de considerable tamaño. Al lado de ella, había un soporte de hierro galvanizado que hacía de pilar en perfecto orden al atizador, la pala, la tenaza y la escobilla. Todo en uno, y por lo que pudo observar, había sido echo a medida y con el diseño a juego de la propia chimenea. Mientras que en el lado opuesto del soporte, había un caldero de cobre ligeramente abollado por la base llena de leños y troncos dispuestos a ser quemados bajo la parrilla de fogón.


Los ojos castaños se la española fueron directos a la mesa de la profesora. Estaba todo en un perfecto orden. Una lámpara de estilo industrial opacaba en la esquina izquierda, mientras que un elegante tintero que pudo suponer que era de plata se encontraba en mitad de la mesa. Había varias hojas de papeles una encima de otra pero sin dejar que tener ese orden que tanto marcaba en el carácter de la bella maestra.


—Señorita de Rivera ¿tiene idea de la gravedad de su situación?


—¿Pero que e hecho mal?


La profesora Ingram se mostró aún molesta.


—¿La parece lógico escaparse de la cena sin esperar a sus compañeras? ¿irse sin tan siquiera avisar a algún profesor? Usted mejor que nadie debería de saberlo. No conoce el idioma por lo que comunicarse con otro profesor habría sido tarea imposible. Y para colmo, este colegio no es precisamente pequeño, si usted desaparece sin dar aviso alguno y tenemos que buscarla, ¿cómo cree que nos dejaría a los profesores?


La Andaluza analizó pausadamente las palabras promovidas por la profesora. Y tenía razón, ¿que habría pasado si se hubiese perdido? ¿cómo habrían reaccionado el profesorado? Les habría causado una molestia enorme tener que turnarse cada uno de ellos en buscarla en ese gigantesco castillo. Más aún, cuando, no solo era nueva si no que además desconocía por completo el idioma. Lo que hacía que en parte, fuera una molestia.


—Lo lamento profesora Ingram. —se disculpó bajando la cabeza al suelo, mirando la punta de sus zapatos medio desechos.


La Andaluza, por aquellos ínfimos instantes, no se atrevió a alzar la mirada y chocar sus ojos castaños contra los verdes de la profesora. Sentía que estos eran demasiados fuertes, nervudos y férreos. Aquel gélido hielo esmeralda que de alguna forma Carmen prefería no mirar. Temía volver a ver aquella mujer de hielo. Aquella mirada llena de desolación, de una profunda amargura que ella era incapaz de sostener. Así que, si no quería que aquello volviera a pasar, tendría que forzar su mirada a cualquier punto que no fueran sus ojos, sobre todo, por su propio bien.


La mujer la miró con una fuerza abrumadora, provocando en Carmen el efecto que deseaba.


—Siéntese. —ordenó con suavidad, pero que sin dudas manifestaba una autoridad y pujanza que hasta el perro más fiero se volviera un cachorro dócil amante de las caricias.


Carmen obedeció y trató de distraerse con cualquier objeto de la mesa sin dejar de retorcerse los dedos del constante desazón que resurgía de su caletre.


La profesora Ingram también se sentó, y comenzó a buscar algo entre el descomunal número de cajones que tenía su mesa. Un tenso silencio se cobró en la habitación, tan yerto como el hierro, tan hosco como un brujo ermitaño, tan duro como el acero. Lo que Carmen no comprendía era el porqué esa sensación de ahogo continuo. Aquella necesidad inexorable de respirar como si estuviera bajo el agua.


—Tome.


La profesora Ingram alargó el brazo dándola varios papeles escritos en una perfecta letra cursiva. Cuando la chica los tuvo entre sus manos se dio cuenta de que al menos tenía diez hojas entre sus manos. Observó con cuidado la letra y comprendió que se trataba de escritos. Traducciones del inglés al español.


—La sugiero que vaya aprendiendo a través de los apuntes, son escritos básicos; saludos, verbos, presentaciones, números, oraciones cortas. Lo suficiente como para que puedas defenderte o por lo menos comenzar a entender mínimamente las preguntas que se te hagan.


Carmen asintió con la cabeza.


—Asistirás a las clases con el resto de tus compañeras— al ver que la Andaluza iba a hablar está se adelantó —no te preocupes por ellas, ya saben que no entiendes el inglés por lo que ni las profesoras ni tus compañeras te molestarán. Mientras estés en las aulas, irás aprendiendo de memoria todas las palabras que te e escrito, mientras que por la tarde te iré enseñando a conjugar verbos y a realizar oraciones de manera correcta ¿entendido?


Carmen volvió a asentir con la cabeza.


—¿Cuanto cree que tardaré en aprender?


—Depende del esfuerzo que ponga señorita de Rivera —respondió cruzándose de brazos.


La española notó apenas, unas partículas de condescendencia en la voz de la profesora. Cómo sin tan siquiera conocerla ya la hubiese dado como un caso perdido.


La joven andaluza la miró con soslayo. La realidad era que quería aprender cuanto antes, memorizar cada palabra que había en aquellos papeles, pero no sabía si lograría concentrarse lo suficiente como para poder memorizar aquellas palabras ¿lo acabaría logrando? ¿o sería otro fallido intento por tratar de retener los apuntes escritos por la profesora? Rezaba para que así fuese. Su desbordante imaginación no solía ayudar mucho, dejándola como de costumbre, en las nubes y en las estrellas, lejos del mundo real.


Tragó con fuerza.


—No deseo importunarla profesora Ingram pero ¿tiene algo más que pueda darme? —el silencio de la maestra junto con aquella indescifrable expresión en su rostro invitaban a Carmen a que continuara con su retahíla de dudas —no deseo sonar arrogante, pero creo que con las seis horas de clase tendré tiempo de sobra para aprenderme los escritos que me a dado. —alegó con humildad mientras señalaba las hojas.


Lo que no esperaba Carmen es que una risa fría y llena de burla se llenara por sus oídos. Si, la profesora Ingram se estaba partiendo de risa. Sin embargo, la gélida forma en que lo hacía la daba a entender a la estudiante que era más por crueldad que por mera diversión.


—Eso es el índice señorita de rivera —remarcó con apatía—lo que tiene que estudiar son esos libros que están encima de la mesa —señaló con el dedo, una mesa que estaba detrás de Carmen donde había unos tomos de libro de considerable tamaño que con facilidad podría haber matado a una persona si los hubieran tirado de un décimo piso.


—¿Todo eso? P… pe… ¡pero eso es imposible! ¿¡cómo lograré memorizar todo eso!?


—El cómo lo haga me trae sin cuidado señorita de Rivera. —la profesora se enderezó de su silla mirándola con una acentuada aversión con suaves pinceladas de inquina. —lo que no puede hacer es venir aquí sin tener una mínima idea del idioma y atrasar al resto de las alumnas.


Carmen notó que la voz de la profesora desprendía cierto odio y repulsión hacia su persona. Pero la muchacha no entendía el por qué ¿esa reacción tan lúgubre e inexplicable venía por su desconocimiento hacia el idioma? ¿por qué no era tan rápida para entender lo que decían? ¿o tal vez por que era extranjera? ¿era por esas razones que su voz estaba infectada por ese tono?


En parte, comprendía esa molestia provocada por su ignorancia y el echo de que, como dijo su profesora; iba a ser una carga molesta para el ritmo de sus compañeras. Pero Carmen no tenía intención de molestar. De echo, era de las partidarias de quedarse en silencio la mayor parte del tiempo en clase. Incluso optaba por no abrir demasiado la boca. Solo lo justo y necesario, y a lo que se refería por recobrar el ritmo de sus compañeras no sería un problema para ella. Sabía que tener esos pensamientos no eran propios de una chica modesta e incluso se la podría tachar de narcisista. Pero Carmen sabía que no necesitaba aprobar los exámenes de Myldfield Leonard.


Y ella sabía muy bien el porqué.


—Está bien. —dijo con una suave sonrisa.


De algún modo, no lograba sentirse molesta. Aún con la condescendencia que salía de la voz de la profesora Ingram. Que como pensó antes, podía entenderla.


—Mañana ¿a que hora sería más conveniente despertarme?


—Las clases comienzan a las ocho en punto, sea usted la que decide a que hora debe de despertarse. —la profesora Ingram la miró a la cara, en concreto a los ojos, aunque esta reacción no fue correspondida.—¿por qué nunca mira a los ojos de las personas ? —preguntó alzando aquella cuestión al aire, viendo como la chica se tensaba sin dejar de mirar a la alfombra del piso.


—M… me cues… ta mucho hacer… contacto visual con las personas, profesora Ingram.


La mujer ni se inmutó.


—Debería de acostumbrase, puede que lo pase por alto, pero otras personas no lo harán señorita de Rivera. —dijo con una sórdida suavidad.


Carmen se quedó quieta en el mismo sitio. Se había acordado de algo, de algo terrible que solía suceder en los colegios cuando hacías algo mal. Algo incorrecto o que el profesor consideraba innoble.


—¿Señorita de Rivera? ¿que la sucede?


Carmen, a sabiendas de lo que la tocaba lidiar se levantó, con los ojos pegados al suelo, sin atreverse a alzar su mirada al iris verdoso de Elizabeth. Estiró los brazos, sin quitarse los guantes de algodón blanco.


—¿Pero que hace? —preguntó la profesora al darse cuenta de la reacción de la chica, esa extraña sumisión aleccionada por el miedo.


—Hice algo mal —su voz sonaba temblorosa, quebradiza— ¿verdad? Por ello, debo de pagar mi insolencia. —dijo con una calma y un sosiego que parecía creíble si no fuera por la fuerza que estaba arremetiendo a sus ojos al cerrarlos con aquella crudeza.


Cuando Carmen terminó de hablar, la profesora Ingram comprendió a lo que se refería, y de algún modo, logró que la genuina rabia que impactaba como proyectiles en la nueva estudiante se volvieran en un vacío completo que fue reemplazado por compresión.


—Baje las manos señorita de Rivera—su voz sonó mucho más suave y con algo similar a la culpabilidad —en este internado no se imparte esta clase de… educación —escupió con rencor rayando la repugnancia—los castigos se basarán en realizar quehaceres propios del servicio pero nada que tenga que ver con la humillación o los castigos físicos.


Carmen acabó bajando las manos con un fuerte rubor en la cara donde se reflejaba la fuerte vergüenza que emergía de su interior.


—Lo lamento, yo…


—Soy consciente que ese tipo de castigos son impartidos por todo el sistema educativo, tanto de Inglaterra como en España. Sin embargo, no se da el caso en Myldfield Leonard —la profesora hizo una pausa, tratando de asimilar la situación en que se habían visto envueltas momentos atrás —aquí se tiene la doctrina de que un trato familiar mejora los resultados de la alumnas; no a través del miedo y la humillación.


Carmen seguía tensa, y con un miedo atroz que devoraba sus entrañas.


—Nadie la va a golpear señorita de Rivera… nadie —susurró, con una extraña paradoja a que Carmen llegara a oír aquellas últimas palabras.


La joven española seguía mirando la alfombra del suelo, sin atreverse a alzar la mirada.


—Lamento haberla metido en este compromiso —volvió a eximirse la alumna.


Elizabeth renegaba con la cabeza. Sintió que la culpabilidad saqueaba sus paredes internas. No debió de darla el trato que la estaba dando a aquella muchacha que no tenía culpa alguna. Y por la sensación que la daba, podía acertar al pensar que la señorita de Rivera debió de ser sometida a intensos castigos para acabar así de atemorizada.


—No se disculpe por eso, ahora vuelva a su dormitorio, mañana tendrá mucho que estudiar.


La joven asintió con la cabeza y se fue en un tenso silencio en dirección hacia los pesados libros de la mesa central, cerca de la chimenea.


—No se moleste, mañana los tendrá en su mesa.


Carmen no se giró para mirarla y fue algo que toleró su profesora. Tal vez, bajo otras circunstancias la echaría una reprimenda, pero no bajo la tensa situación que se había creado entre ellas. Era triste, muy triste la idea de que se tuviera que impartir educación a base de golpizas y vejaciones. Y ver a Carmen en ese estado de temor continuo que parecía no tener fin era en parte, desolador.


—Gracias —murmuró con suavidad, dejando incluso que el propio ambiente arrullara las vocales soltadas por la garganta de la joven española.


Sin embargo, aquella simple palabra sonaba tan triste y pesaroso, que más que tranquilizar a Elizabeth la alarmó aún más.


Antes de que pudiera decir algo, la chica salió del despacho con los apuntes que la profesora Ingram la había dado de mala gana.


Fue en ese preciso instante en que la profesora se dio cuenta de algo que la pareció absurdo, pero la tensión que había, esa sensación de ahogo que sentía en su despachó despareció en el preciso instante en que su alumna se marchó por aquella puerta. En verdad ¿que clase de poder ejercía sobre ella? ¿al punto de que sus propios pulmones se ahogaban en su cálida presencia? ¿Por qué esa necesidad de que Carmen la mirara a los ojos? Sonaba tan ridículo que ella misma se quería pegar contra la pared. Incluso, había pensamientos que no paraban de cruzársela por la cabeza.


Elizabeth pegó un fuerte suspiro dejando que sus manos tapasen su cara.


Estaba enfadada con Carmen y con ella misma. Sabía que no era culpa suya el sistema educativo que hubiesen impartido con la Andaluza, sin embargo, se sintió hipócrita por quejarse de algo como eso cuando estaba arremetiendo con injusticia contra aquella española que como dijo la directora Seymour; “Estaba más perdida que una acelga en un viñedo”


Era agotador, sonaba ridículo, pero era así como se sentía.


No fue hasta que escuchó un estruendo en el pasillo que hizo que despertara de sus pensamientos. Alarmada por aquel estruendo se dirigió al origen del estallido. Y lo que se encontró fue a la joven Andaluza mirando expectante ante una figura de hierro que se había echo pedazos en el suelo.


—Lo siento, se me cayó.


Y vaya que si lo hizo. Aquella catadura que no era más que otra figura de una caballero del medievo tirado en el suelo fue un sutil aviso del despiste que sufría Carmen. Por que para poder derribar aquella figura había que arremeter mucha, pero que mucha fuerza.


—¿Cómo diántres a podido golpearse con eso?


—Lo siento, estaba caminando con los ojos cerrados y…


—¡Con los ojos cerrados! ¡que diablos estaba pensando! —Elizabeth analizó aún más la situación —peor aún ¿por qué ibas a caminar por el pasillo con los ojos cerrados?


La joven española se retorcía los dedos como un maniático comiendo pipas.


—Pues verá… sé que es absurdo pero… bueno… como decirlo.


Elizabeth vio que la mirada que solía mirar al suelo se posó en el interminable pasillo semi iluminado que daba como fin a una extensión oscura que no daba muchas ganas de visitar a unas horas tan oscuras.


—No me diga que le tiene miedo a la oscuridad.


Carmen tragó con fuerza y aquella respuesta fue todo lo que necesitaba para entender que ese era el verdadero origen a aquel jaleo.


—Sabe que tiene ya diecisiete años ¿verdad?


Carmen asintió sin apartar la vista del fondo oscuro del pasillo.


—Y que nadie en su sano juicio se tropezaría con el maniquí de un caballero a causa de la oscuridad ¿verdad?


—Técnicamente.


Ya, claro “Técnicamente” pero por alguna razón, no pudo enfadarse del todo con ella. Si, sintió exasperación, y algo de hastío. Pero no enojo.


—Déjeme adivinar, quiere que la acompañe hasta su habitación.


Carmen asintió con furor.


La profesora Ingram suspiró y se puso delante de Carmen y sin que la Andaluza lo supiera, de sus labios nació una suave sonrisa.


—Sígame.


 


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